Tierra amiga, segunda parte
Tras
recoger a los heridos, los recién llegados prepararon un improvisado hospital
en el granero de la casa, luego enterraron a los muertos propios y arrojaron al
mar a los invasores. Algunos supervivientes huyeron en dirección a su barco,
pero la nave había sido incendiada por los isleños, que les esperaban en la
playa para rematarles con las hondas y con hoces y con remos y con cualquier
cosa que tuvieran a mano. No sobrevivió ninguno. De los cien hombres de Cayo
fallecieron setenta y dos, la mayoría en el campo de batalla y algunos después
en el hospital. Los recién llegados tuvieron diez bajas. Todos habían muerto
por culpa de la obstinación de una mujer implacable, como tantos estaban
muriendo en Hispania por la guerra cobarde como todas, de hermanos contra
hermanos. Pero la peor batalla se estaba librando dentro de la casa, Sigebert y
Cayo peleaban contra la muerte con bastante desventaja, sobre manera Sigebert
que tenía varias heridas demasiado profundas. La hoja de la espada enemiga
había separado su carne y había penetrado a placer en su cuerpo y le había
destrozado las entrañas. Brunilda no había dejado de llorar desde que el médico
de los bizantinos nos hubiera cortado las esperanzas. Yo no quería creerlo, no
podía ni imaginar la vida sin Sigebert, me dolía en el alma, en mi maltratada
alma, la agonía de mi hermano, el final de su corta existencia, sus diez y ocho
años segados sin piedad por el acero del sicario de Toletum. Podía sentir el
dolor de su padre cuando conociera la noticia. No me separaba de su lado ni de
día ni de noche; aunque el galeno afirmara que no podía oírme, yo le hablaba
bajito al oído y le acariciaba la mano casi inerte y dormía con mi cara apoyada
en la almohada cerca de la suya para que pudiera notar mi presencia y para que
mi calor le abrigara y su espíritu no se sintiera solo y desamparado.
Cayo continuaba grave también, pero su
estado no era desesperado, había una posibilidad de recuperación, pequeña pero posible. Yo le visitaba cada día y él me
reconocía y hacía una mueca, que podía ser una sonrisa, y me apretaba la mano
con suavidad, porque no tenía más fuerzas.
Una mañana triste, desolada, llegó la
oscuridad con su mordaza vil y Sigebert dejó de respirar. El médico asintió con
la cabeza. Yo no quería creerlo. No podía creerlo. El no podía habernos dejado
así, sin llegar a nuestro destino. ¿Qué iba a ser de todos ahora? ¿Qué iba a
ser de los niños cuando yo ya no estuviera? ¿Quién los iba a devolver a sus
padres? ¿Por qué la vida había sido tan injusta con él? ¿Por qué la vida era
tan mala con todos nosotros? Me desesperé. Salí al huerto a gritar de dolor.
Estuve sola mucho tiempo gritando y llorando. Luego, emprendí una frenética
carrera hasta el borde del promontorio. Fue entonces, cuando el nuevo bizantino
salió en pos de mí, alarmado. Cuando me calmé y me volví, estaba detrás
aguardando. Me tendió la mano que yo agarré con fuerza, como un cabo salvador
en medio de la tormenta que mi alma estaba librando con la desolación. Lo miré,
afligida, demandando una explicación que no podía darme, solamente podía hacer
lo que hizo: abrazarme con fuerza, para que me sintiera segura y llamarme como
me llamó: “hija, hija mía”, y decirme lo que me dijo: “no te desesperes, aquí
estaré siempre que me necesites, siempre, no te dejaré sola. Nunca. Estaré
contigo y con los niños hasta que todo se resuelva”.
Enterramos a Sigebert con tanto dolor como a
mi madre. En la isla, solamente había clérigos católicos. Uno de ellos, elevó
una emotiva oración por su alma; que importa una u otra religión si todas
honramos al mismo Dios. Luego, le sepultamos en aquella isla que nos había
acogido con tanto calor y que había luchado con nuestros aliados para
defendernos. En una tierra amiga, allí iba a reposar su cuerpo. Su espíritu
estaría siempre con nosotros, conmigo hasta el final de mi escaso tiempo y con
los niños yo me encargaría de que su recuerdo perdurara, de que siempre
recordaran a aquel hombre que hizo de padre y de hermano mayor y que dio su
vida por ellos. En medio de la conmoción surgió una certeza que me confortó: en
el escaso tiempo que me restaba por vivir, no iba a olvidar su voz; aquella voz
que tenía la virtud de calmar mi espíritu no sería desleída por el tiempo
porque no iba a haber tiempo para ello. Se iría conmigo, viva, lo mismo que su
rostro y sus caricias.
Adriano, el bizantino, dijo que llevaría la
notica a su padre, cuando fuera a Toletum con las nuevas sobre nosotros una vez
que concluyera la guerra, que según él ya estaría próxima a su fin.
—En Agrigentum haremos planes. Ahora
deberíais descansar. Nosotros cuidaremos de Cayo.
Cayo mejoraba, por suerte para todos,
despacio pero sin pausa. Se apenó cuando conoció la muerte de Sigebert. Vi como
sus ojos se humedecieron y como su mirada buscó la mía para tratar de
acompañarme desde su dolor sincero. Yo le apreté la mano y él asintió. Luego
cerró los ojos y yo salí de su habitación confiando en su completa curación. La
vida no podía quitarme ya a nadie más.
Llegó el momento, como llega todo, del
inicio de la navegación por nuestro mar. Al puerto de Cossyra comenzaron a
llegar naves, Adriano se acercaba cada día a recabar noticias. No había nada
nuevo sobre la guerra de Hispania. Cayo ya se levantaba, y aunque estaba débil,
hacía planes con Adriano sobre el viaje.
Ambos decidieron que tal vez fuera
aconsejable no desembarcar en Agrigentum, incluso ni tocar Sicilia. Podíamos
navegar hacia Byzantium dejando atrás la isla de donde partieron los enemigos
que tanto daño nos habían hecho. El plan
era navegar hasta Cyrene o mejor hasta Alexandria y desde allí a Ephesus y
luego a Byzantium. El barco de Adriano nos daría escolta y navegaríamos
seguros.
Fue entonces cuando decidí hablar con Cayo y
contarle el estado de mi salud. Le dije la verdad absoluta, no había otra
opción. Le confesé como la enfermedad mataba a las mujeres de mi familia y el
tiempo que yo creía pudiera resistir en buenas condiciones. Cayo solicitó mi
permiso para hablarlo con Adriano y juntos poder tomar una decisión. La que más
conviniera dadas las circunstancias.
Tuve que contárselo a Brunilda, aunque sabía
que iba a ser un mar de llantos y que esto después de todo lo sufrido no iba a
ser bueno para ella. Pero no podía esperar más.
Los dos bizantinos decidieron, dada mi
situación, viajar hasta Sicilia como en un principio habíamos acordado,
desembarcar en Agrigentum con absoluta naturalidad y desde allí trasladarnos
por tierra a un pueblo del interior donde vivía la familia de Adriano. Enna se
llamaba el lugar. En su casa, con su mujer y sus hijas esperaríamos el fin de
la guerra y la llegada de los enviados de Recaredo. Allí estaríamos seguros y
los niños se criarían bien. Había buenas ovejas con buena leche y buenos y
variados alimentos.
Brunilda quiso ver en qué estado se
encontraba mi pecho en ese momento. Tenía un bulto que crecía, pero el pezón no
se había hundido aun como había ocurrido con mis tías, aunque ya notaba otro
bulto pequeño debajo del brazo izquierdo y había comenzado a sentir dolor y el
malestar continuo aumentaba. Mi aya lloró todo el día incluso los días
sucesivos.
Antes de partir de la isla, hablé con Cayo
sobre el modo de compensar a las familias de los isleños que habían muerto por
defendernos. Pensé en cambiar algún pagaré, total ya todo el mundo sabía que
estábamos allí, y repartir el dinero entre las familias para resarcir de algún
modo la perdida de hombres y los destrozos que causó la lucha en los campos y
los sembrados, que quedaron arrasados y baldíos. De ese modo indemnizaríamos a
las familias que se habían quedado sin algún varón que fuera su sustento,
aunque la pérdida en lo personal fuera irreparable. Cayo accedió y así se hizo
antes de partir para Sicilia. Además, Cayo ya había repartido con generosidad
parte del grano que llevaba el barco, para pagar los servicios de los
hombres y los materiales que necesitó,
para armar a su eficaz ejército. Supe también que Adriano y su gente habían
encontrado al espía de Toletum, un griego desterrado en la isla, y le habían
dado muerte junto a sus hijos, que andaban preparando otro golpe contra la casa
aprovechando el desconcierto por la muerte de Sigebert y la convalecencia de
Cayo y el dolor de todos. Es lo malo de las guerras, la hojarasca podrida que
arrastran por cada rincón, con sus remolinos de muerte y de codicia.
Partimos con mucho dolor el día once de
marzo de aquel año 582; nuestro barco rodeó Cossyra y enfiló el mar rumbo a
Agrigentum; en la isla se quedaba Sigebert para siempre. Me costó mucho retirar
la mirada de aquel lugar que tan bello me pareció a la llegada y donde se había
quedado reposando mi hermano querido, el hijo del hombre que tanto amó a mi
madre y que tampoco pudo desposarla porque el africano se cruzó en su camino,
en el camino de los dos. Lloré de nuevo, pero esta vez el llanto acudió a mí,
reparador, con suavidad. Adriano me observaba con semblante grave mientras
permanecía aferrada a la borda contemplando la isla hasta que su montaña más
alta, aquella que nos cobijaba, terminó difuminada por la distancia y las
brumas de la mente y del tiempo. ¿Era real lo que estaba viviendo o era también
un espejismo? Me volví, como aquella mañana en el promontorio, para volver a
encontrar la mano paternal de Adriano; esta vez la tomé con suavidad y él besó
la mía con respeto y me dijo: “señora, aquí continúo y aquí estaré siempre a
vuestro servicio. Haré por vos todo lo que sea posible”.
Estaba convencida de que así sería.
La travesía fue tranquila y el viento
favorable. Cuando llegamos a Agrigentum, Adriano fue el primero en saltar a
tierra. Nosotros permanecimos en el barco hasta que el desembarco fuera seguro.
Nuestro nuevo amigo bizantino regresó con buen semblante y con la buena nueva
de la rendición de Emérita.
—Señora. Emérita ha sido tomada por el
ejército real. Hermenegildo y los suyos despreciaron por dos veces, la
rendición que les ofreció el rey Leovigildo, a cambio de respetar sus vidas.
Sin embargo, el príncipe pudo huir de la ciudad, burlando el asedio, no sabemos
cómo y refugiarse en Híspalis que está siendo sitiada ahora mismo; en nuestra
opinión, no resistirá demasiado porque está sin agua y casi sin comida. Parte
de la población ha huido como ha podido, arrollando a la guardia que custodiaba
las puertas o descolgándose por la muralla o cruzando los túneles bajo la
ciudad. Itálica se rindió sin condiciones, fue lo más sensato. El rey
Leovigildo y su hijo Recaredo están perfectamente. Sin un rasguño. Y por lo que
hemos sabido, Hermenegildo, también. La suerte está echada, es cuestión de días
o quizá de semanas, pero poco más. Miro, el suevo, será ajusticiado en cuanto
Híspalis sea tomada.
La nueva me alegró. El rey y sus dos hijos continuaban vivos y
estaban bien. Los bizantinos pensaban enviar recado al príncipe de nuestro
estado en cuanto estuviéramos en un lugar seguro. Un hombre de la total
confianza de Adriano iría personalmente, puesto que Cayo aun estaba
convaleciente para un viaje tan largo y le necesitábamos con nosotras tras la
pérdida de Sigebert.
Dejamos la nave, cuando ya todo estuvo
dispuesto para nuestra partida hacia la casa de la familia de Adriano. El nos
acompañó con sus hombres durante el viaje, preocupado por la seguridad y el
bienestar de todos y por mi salud en particular. Desde el día de la pérdida de
mi querido Sigebert, Adriano que me había llamado hija, había sido como un
padre verdadero para mí, cariñoso y solicito. Los dos bizantinos que me habían
acompañado eran especiales. Duros y curtidos, inteligentes y astutos, generosos
y nobles. Como me hubiera gustado poder llevarlos conmigo a Toletum y mantenerlos
en la corte junto a nosotros. Para Cayo, mis hijos y yo, seríamos su nueva
familia y Adriano podía venir con la suya. Allí tendrían una vida mejor,
gozando del favor del rey. Pero eso eran solamente sueños, yo sabía que moriría
en Sicilia sin regresar a Toletum y lo que era peor, sin volver a ver a
Recaredo.
Fue un trayecto corto para lo que estábamos
acostumbrados. Cuando llegamos a Enna, la esposa de Adriano y sus hijas nos
esperaban en la puerta de su casa. Una casa grande y espaciosa con una huerta
con muchos árboles. Era un lugar sano y agradable, cerca del cielo, donde los
niños estarían bien. Antes de que el hombre de Adriano partiera hacia Hispania
con misivas para Recaredo, me dispuse a terminar el relato de nuestro viaje
hasta ese momento. No permití que le dijeran al príncipe nada de mi enfermedad, hice que Adriano me lo
prometiera. No quería que nada enturbiara la dicha que iba a sentir al saber
que su hija, su sobrino y yo estábamos bien y a salvo, esperándole, en la casa
de nuestros amigos.
Transcurrieron tres meses antes de que
regresara el enviado de Adriano. Tardó en poder llegar hasta la Bética y luego
la fue difícil acceder hasta Recaredo. Mientras esperábamos su regreso, a la
isla llegaban noticias sueltas y dispares acerca del asalto a Emérita. Algunas
decían que fue el mismo Recaredo quien facilitó la huida de su hermano, que mi
esposo le aconsejó salir hacia territorio bizantino, pero Hermenegildo prefirió
quedarse en Híspalis o tal vez trató de llegar a la frontera y no lo consiguió.
Otros cuentan que siendo imposible dejar la ciudad por ninguna de sus puertas,
el virrey saltó desde la muralla al rio
y luego alguien le dio cobijo y le ayudó a huir después. Lo cierto es
que nada se sabe con certeza, pero si fue cierto que Hermenegildo no estaba en
la ciudad cuando entraron las tropas y se supo también con absoluta certeza que
Gesaleico fue ejecutado por orden de Leovigildo en cuanto fue apresado.
Recaredo lloró cuando supo que estábamos a
salvo en Sicilia. Preguntó por su hija y por su sobrino y sobre todo se
emocionó cuando quiso saber de mí. Se entristeció al conocer la muerte de
Sigebert y le dijo al enviado que el mismo le daría la noticia a su padre, que
se hallaba herido en ese momento. Hizo que le diera una descripción de como era
su hija y le preguntó si yo continuaba igual de guapa y de resuelta y si
Brunilda continuaba tan gruñona y tan llorona. Luego le envió a descansar y al
día siguiente le presentó a su padre, el rey Leovigildo, que se emocionó
también al saber que tenía dos nietos, uno de cada uno de sus hijos. Recaredo
leyó con fervor, eso me decía en su misiva escrita en nuestra clave porque en
ella me hacía varias revelaciones, el relato que yo le había enviado contándole
la huida y el viaje por el norte de África escapando de los asesinos enviados
por la reina, y me hizo saber que la reina perdería toda su posición en el
reino, porque el rey Leovigildo era sabedor de sus intrigas y de su culpa en la
sedición de Hermenegildo, pero esto era algo que se iría haciendo despacio para
no sublevar a los baltos y algún otro clan afín a la reina y nada debería de
trascender. El rey pretendía continuar con rapidez las reformas que habían
quedado interrumpidas y promulgar el Codex
Revisus, en cuanto la guerra finalizara por completo. Me decía que el rey
se encontraba agotado en este momento y pensaba retirarse a la corte y esperar
allí con calma el fin de la contienda. El confiaba en hallar a su hermano con
vida y poder llevarlo ante el rey para que se reconciliaran y hablarle al
príncipe de su hijo y decirle que pronto podría abrazarle. Luego, una vez
resueltas las cuestiones familiares, habría llegado el momento de nuestro
encuentro. El me prometía acudir a Sicilia a buscarnos, para regresar todos
juntos y no volver a separarnos nunca más. Casi al final me habló de mi padre.
Me dijo que el africano había sido un puntal decisivo para el rey y que, tras
la toma de Emérita, les había pedido como favor especial ejecutar el mismo al
noble hispano que fuera mi acosador en Híspalis, asunto que mi padre había
conocido y que ya era sabido por todos, y que había pretendido asesinarme para
enviarles mi cabeza. El rey le dio permiso y mi padre le dio muerte por su
propia mano, sin que mi esposo me refiriera los detalles. Al final el príncipe
me reiteraba el amor inmenso que sentía por mi y ya también por nuestra hija y
por su sobrino y se despedía soñando con el reencuentro que le iluminaría los
días de campaña que le restaban aun antes de regresar a Toletum, para después
venir a buscarnos.
Leí la carta hasta que fui capaz de
repetírmela de memoria y se la leí también a los príncipes, que no entendían
pero que comprendieron se trataba de un asunto importante. Los dos príncipes
decían padre y Atanagildo, me llamaban madre, aunque yo le hablaba de Ingundis
y él sabía que ella era su madre verdadera, hasta tal punto que siempre
proclamaba tener dos madres. Con frecuencia preguntaban por Sigebert. Era algo
que me helaba el alma. Yo les decía que Sigebert había tenido que ausentarse, pero que algún
día volveríamos a verlo.
—No os preocupéis está bien y no nos ha
olvidado. Nunca nos va a olvidar.
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