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a
vida en Sicilia hubiera transcurrido
apacible a la espera del fin de la guerra en Hispania si no hubiera sido por mi
enfermedad. Yo supe desde el principio, desde que me descubrí los bultos en el
seno izquierdo, que mis días en este mundo estaban contados. Había visto morir
de lo mismo a tres de mis tías; dos tías abuelas, ya algo mayores y una hermana
de mi madre, mi tía Leonora que era poco mayor que yo en este momento. Mi tía
Leonora acababa de casarse cuando descubrió la enfermedad. Su marido no la
repudió como hacían otros hombres en estos casos y la cuidó hasta el final. Yo
no iba a tener esa suerte. Mi esposo no podía estar conmigo en estos momentos
tan amargos. Tampoco estaba mi madre, ni siquiera mi abuela, aunque en el fondo
me alegraba por ellas. Verme morir les hubiera supuesto, sobre manera a mi
madre, un dolor terrible, insuperable.
La enfermedad avanzaba deprisa. El pecho se
había deformado y el pezón se había metido hacia dentro. Ese era un mal
síntoma. Cayo, que me cuidaba como un padre, lo mismo que Adriano, tenía la
intención de buscar discípulos de un sabio galeno del otro extremo de la isla
que por lo visto había hecho avances en la curación de estos tumores que
llamaban cáncer y que según me contó Cayo, ya eran conocidos por las antiguas
gentes de la Mesopotamia, que los trataban y parecía que con éxito, en muchos
casos. Cayo me había hablado de este sabio griego que había copiado esas
técnicas de unas tablillas de arcilla descubiertas por el oriente lejano y las
había puesto en práctica utilizando unas determinadas piedras recogidas dentro
del volcán de la isla, llamado Etna, que tenían la facultad de hacer
desaparecer los bultos que brotaban dentro de las mamas de las mujeres. Cayo me
habló de la posibilidad de indagar si algún discípulo en la isla, incluso en la
península italiana, había continuado esta praxis a escondidas, porque el maestro había terminado sus días
arrojado dentro del volcán, cuando un dux ostrogodo le requirió para que curara
a su esposa y el sabio no lo consiguió, algo que ya le había advertido al
comprobar que la enfermedad estaba muy avanzada, pero el ostrogodo, loco por el
dolor y la furia, ordenó arrojarlo al volcán con sus famosas piedras y con
todos sus escritos.
Cayo fue en persona a buscar posibles
seguidores de esa práctica y Adriano le relevó en nuestro cuidado. La esposa de
Adriano, Livia, era una mujer inteligente y amable con la que hice amistad
enseguida. Ella fue también una madre más que una amiga para mí y una abuela
para los niños que se criaban revueltos entre sus propios nietos. La casa
estaba situada a bastante altitud en la falda de un monte prominente, bastante
más elevado que la montaña grande de Cóssyra. El aire era purísimo, comíamos lo
que producía el huerto y los animales que criaba la casa. Todo era saludable
pero para mi salud ya daba todo igual. Mi vida estaba llegando a su término,
que jamás imaginé fuera a ser así, en medio del mar, en una tierra lejana donde
ni siquiera había visigodos, lejos de mi esposo y preocupada por el porvenir de
mi hija y de mi sobrino. Siempre el futuro incierto y oscuro presente en mi
vida desde el día que llegó a la granja la noticia del pacto de boda de
Ingundis y de Hermenegildo.
El mal continuaba invadiendo mi cuerpo sin
remedio; el malestar era, a veces,
continuo y otras, como ahora mismo, intermitente. Estaba teniendo unos días sin
dolor ni molestias. Disfrutaba una tregua en el combate que estaba librando con
la enfermedad; habían cesado las acometidas; de vez en cuando amagaba una finta,
el enemigo jugaba conmigo, no era capaz de dejarme tranquila. Tal vez para que
no olvidara que estaba ahí.
De Hispania habían llegado noticias de la
toma de Híspalis. Parece que Hermenegildo, por medio del obispo Leandro, que
había sido desterrado, pero que había vuelto para sufrir con la ciudad según
sus propias palabras, había solicitado ayuda al imperio, pero éste ni podía por
haber vendido su neutralidad a Leovigildo, ni aunque hubiera podido estaba en
condiciones de enviar ayuda, porque tenía las fronteras de Oriente hostigadas
por varios enemigos a la vez, los persas por un lado y los árabes que desde
hacía un tiempo avanzaban por el sur amenazando Egypto, por el otro. Adriano
confiaba en el cercano final de la guerra que por otra parte solamente afectaba
a la Bética. El resto del territorio estaba en paz.
Nuestros bizantinos estaban preocupados por
los nuevos hostigamientos que sufría el imperio de oriente y yo recordé lo que
tantas veces me había referido mi padre acerca de la caída del imperio de
occidente hostigado a su vez por tribus errantes como las nuestras, que
buscaban espacio para asentarse y para vivir en paz. Le deseaba mejor suerte
esta vez a la patria de mis amigos a los que quería de verdad.
Cayo regresó dos semanas después de su
partida sin haber hallado a ningún discípulo del griego, pero si con la
dirección de un galeno egipcio de la Cirenaica, pionero en el tratamiento de
las úlceras, por cauterización mediante la horquilla
de fuego, algo que le había dado fama en el imperio, aunque se sabía que la
enfermedad continuaba incurable y sin tratamiento.
—No os asustéis, pero me han dicho que
llegará la ulceración y…
—Lo sé, Cayo. No olvidéis que he visto morir
a tres mujeres de mi familia de esto mismo.
—Voy a enviar emisarios para contactar con
el egipcio y traerlo, si es posible, o tenerlo localizado, para cuando le
necesitemos.
Al día siguiente de esta conversación,
Adriano llegó rebosante de buenas nuevas. Vino a verme a la sala donde me
hallaba con los niños dormidos, solicitó permiso para sentarse y luego me
relató radiante las recientes noticias:
—Señora, tengo el inmenso placer de
notificaros que la guerra en Hispania ha concluido. Híspalis fue finalmente
tomada al asalto. Hermenegildo huyó a Córduba y se refugió en una iglesia
católica. Hasta allí fue Recaredo a buscarle acompañado por vuestro padre y sus
hombres, ambos hermanos se reencontraron y Recaredo le convenció para llevarlo
a Toletum ante el rey. Leovigildo, bastante enfermo por lo que me refirieron,
se emocionó mucho e hizo levantar al príncipe
que se había arrodillado a sus pies suplicando perdón, para abrazarle
lleno de amor y de compasión, lo que sorprendió a todos los presentes. Se
comportó como un padre, pero tras ello, en su posición de rey, le hizo apresar,
le despojó de sus vestiduras regias y ordenó su destierro a Valentia…
—¿Habéis dicho destierro?
—Sí. El rey le desterró a una fortaleza de
donde no puede salir, pero donde está libre para hacer lo que le plazca, más
adelante cuando los ánimos se calmen, hallaran el modo de liberarle. Recaredo
será, seguramente enviado como dux a la Septimania y yo pienso que irá
acercando a su hermano al territorio. Pero no adelantemos acontecimientos. El
príncipe sabe desde el principio que su hijo está a salvo y que pronto le verá
y eso le ha hecho feliz en lo que cabe. Por otra parte, señora, Miro fue
ajusticiado como cabía esperar, Híspalis liberada y provista de agua y de
comida por orden del rey, los focos de sedición que había por diferentes
lugares de la Bética fueron sofocados y el reino está en paz.
—¿Qué pasó con la reina, nadie la culpa de
instigadora?
—Supongo que dentro de la casa, si. Pero no
trasciende, porque la reina aun es muy poderosa y no se puede en este momento
provocar a los baltos. Sería un caos ahora mismo y además está Hermenegildo. Su
seguridad peligraría. Hay que contemporizar y esperar el momento.
Hermenegildo en prisión. Boceto de Goya |
Tenía razón Adriano, Goswintha era muy
astuta y todavía muy poderosa, había que actuar con cuidado. Pero el rey y
Recaredo eran también muy astutos, seguro que iban atando cabos para actuar
contra ella en el momento preciso, para sacarla del tablero antes de que
volviera a poner en jaque al rey.
Mi vida volvió a llenarse de esperanza, que
era lo único que tenía al alcance de la mano, lo único tangible para sobrevivir
con un poco más de calma, esperando el reencuentro. Si el cáncer no me hubiera
atacado todo sería diferente. La reina y el cáncer se habían combinado para
terminar conmigo y aunque al final fue la enfermedad quien ganó la última
batalla, Goswintha salió vencedora de la guerra. Lo mismo le ocurrió a la
Hispania; la reina se alió incluso con Leandro, su mayor enemigo, para torcer
el destino que el rey y los católicos deseaban para la nación. Abortó la unidad
y los cambios, provocó un alzamiento contra el rey y lanzó a la muerte a miles
de visigodos, para salirse con la suya. Convirtió su ambición en el destino de
Hispania. Al menos de momento.
No podía imaginar cuando abandoné la Septimania
que retornaría a nuestro mar para terminar mis días, tan lejos de casa, sin mi
madre y sin mi esposo, dejando sola a mi hija que ni siquiera recordaría mi
rostro cuando pensara en mí. Yo por lo menos recordaba siempre la infancia
feliz en la granja con mi madre y mi familia, pero mi niña no tendría nunca
esos recuerdos y mi familia posiblemente no la conociera jamás. Tenía que
decirle a Brunilda que enviara recado a mis abuelos tras mi muerte y les
hablara de Aimone, que supieran que fui la esposa de Recaredo y que tuve una
hija que lleva el nombre de mi madre, de su querida y desdichada hija.
Dos semanas después de estas noticias, una
tarde cuando yo ya me encontraba mal cada día y los huesos me dolían como si un
enemigo invisible me apaleara, Cayo se presentó corriendo en mi alcoba y casi
sin aliento hizo un saludo militar y tras esto, se arrodilló al lado de mi cama
para decirme:
—Señora, el rey Leovigildo ha muerto.
Recaredo es ahora el rey. Vos sois en consecuencia la reina de Toletum, la
reina de Hispania.
—¿Qué
tonterías estáis diciendo?
—Alteza, de sobra se que sois la esposa de
Recaredo…
—¿Cómo lo habéis sabido?
—Señora, es mi obligación. Sé todo lo ocurre
en el reino de Hispania. Yo vivía en Híspalis... Pero, estamos divagando,
pasando por alto la importancia de lo que os acabo de referir. Recaredo es el
nuevo rey.
—¿Cómo ha muerto Leovigildo?
—De improviso. Su corazón. No ha sufrido si
es lo que os preocupa.
—¿Y ahora que va a ocurrir?
—Ahora mismo el viaje de Recaredo es
imposible. Pero alguien vendrá a buscaros. Opino que el rey debería conocer el
estado de vuestra salud.
—Es que no quiero causarle disgusto.
—Señora, mas disgusto sería cuando, un día
de pronto, le comuniquemos que ya no estáis. Debe conocer vuestro estado para
que pueda obrar en consecuencia. Solicito vuestro permiso para hacerle llegar
la noticia. Vos podéis escribirle una nota.
—Cayo. Vamos a hacer una cosa. Aun hay tiempo. Puedo viajar a
Toletum. Le daría una sorpresa a mi esposo.
—Señora, no me parece prudente. El viaje es
largo y estáis muy débil. Además la reina viuda no ha perdido su poder, puede
ordenar cualquier cosa contra vos y los niños. Es mi opinión que debéis
permanecer aquí seguros todos. Yo enviaré recado al rey y él decidirá.
Brunilda, que presenciaba la conversación,
se asombró, primero, de que yo fuera la esposa del rey Recaredo y quiso saber
cómo y cuando y donde había sido la ceremonia para regañarme después por no
haberle dicho nada, ni tan siquiera un atisbo que le permitiera adivinar,
“¿desde cuándo te has vuelto tan reservada?”, y luego, de mi osadía tratando de
viajar a Toletum en mi estado. Le conté las cosas punto por punto y después la
tranquilicé acerca de mi viaje. Cayo me había convencido. Era mejor esperar y
que Recaredo, el rey, mi esposo, decidiera.
—Debería alegrarme porque te hayas dejado
convencer. Pero no se…me parece muy extraño viniendo de ti. ¿Tan mal te
encuentras?
—No, no eso. Es que Cayo tiene razón y como
decís la abuela y tú las cosas son como tienen que ser.
Brunilda no quedó convencida, era muy
evidente, pero por lo menos se alegró de mi repentina sensatez. “Algo es algo”,
comentó suspirando.
Los emisarios partieron de nuevo hacia la
corte mientras yo imaginaba cada día mi reencuentro con mi amado esposo
suplicando a la vida que me permitiera verlo de nuevo, que me concediera una
tregua misericorde hasta que mi príncipe viniera a por mí. Pero antes de que
regresaran los emisarios fue otra la noticia que llegó a Sicilia, mediante
camaradas de Adriano que transportaban
tropas desde Gades hacia Oriente.
Aprecié un cierto desconcierto entre los dos
hombres, que discutían con calor acerca
de alguna cosa sobre la que no se ponían de acuerdo. Noté indecisión en Cayo,
algo sorprendente conociéndole, y me preocupé. Sabía que algo no iba del todo
bien. Por fin Adriano se fue con mal talante y Cayo se acercó a mi habitación
y titubeó antes de hablarme y yo me puse
en todo lo peor. Era muy evidente que ocurría algo y algo nada bueno. Me
incorporé en el lecho y noté como el rubor encendía mis mejillas por la angustia que me traspasaba la indecisión del
bizantino. Cayo tragó saliva y no demoró más el relato:
—Señora, ha llegado una noticia que no está
lo suficientemente contrastada, aunque tiene rasgos evidentes de verosimilitud,
pero no está comprobada al ciento por ciento. No obstante mi obligación es
hacéroslo saber.
Cayo se detuvo y tragó saliva y yo me
desesperé.
—¡Cayo, hablad por Dios! La incertidumbre es
peor.
—Veréis,
el rey ha adoptado a la reina viuda Goswintha como madre. ¡Señora!
Perdí el conocimiento con la dolorosa
sorpresa de la noticia. ¿Cómo había podido Recaredo hacernos esto? Cuando me
recuperé estaba furiosa, estaba fuera de mí. Brunilda entró para calmarme. Yo
lloraba y me lamentaba. Estaba llena de ira pero sobre todo, estaba
decepcionada. Por completo.
—Señora, vos lo sabéis mejor que nadie. Este
es el único modo de controlar el tesoro regio. Hay que dar pasos pequeños…
—¡Ese no es un paso pequeño! Jamás creí que
Recaredo cediera ante Goswintha.
—No ha cedido, señora, es un modo pacífico
de avanzar. Recaredo acaba de ascender al trono, dadle tiempo. Tiene que
hacerse con las riendas de la política. Tiene que apaciguar a los baltos. Tiene
que ir atando cabos. Tiene que parecer que cede para llegar a donde quiere, a
las reformas deseadas por su padre. Recaredo las continuará. Será un gran rey,
estoy seguro.
No quise convencerme de que aquello fuera lo
correcto. Me arrepentí de haber dejado que le informaran acerca de mi estado.
No tenía derecho a saberlo quien había obrado de ese modo para reinar. El sabía
el daño que nos había hecho Goswintha. El era conocedor de que la reina había
intentado matarnos varias veces para llevarse a los niños, quien sabe con qué
intención. Tal vez pensara darles muerte también. Eso Recaredo lo sabía. ¿Cómo
podía pasar por alto que la reina pensara
asesinar a su hija? No quise que los niños viajaran a Toletum. Me negué.
¿Qué iba a ser de ellos en manos de la reina? Recaredo continuaría como su
padre, guerreando de un lado para otro del reino, mientras los príncipes
estarían a merced de Goswintha y sus intrigas. ¿Había olvidado Recaredo la
paliza a Ingundis? Lo que estaba ocurriendo no me parecía real. Tomé la firme
resolución de enviar a los niños a la Septimania con mi familia. Pero Cayo me
dijo que eso no podía ser en modo alguno. Lo pactado, en principio, era
llevarlos a Byzantium y ahora, imperaba lo acordado a posteriori
con Recaredo: esperar en Sicilia a que vinieran por nosotros.
—Estoy muy harta de lo pactado —le dije a
Cayo fuera de mí—. Muy harta. Estoy harta del Imperio y de Toletum. Estoy harta
de todos. ¡Fuera de mi vista! —Le ordené a Cayo injustamente, muy injustamente.
Lloré durante días. Con la tristeza y la
desesperación por la noticia, me olvidé por completo de mi enfermedad, hasta
que Brunilda al ayudarme con mi aseo, vio las úlceras y salió corriendo a
avisar a Cayo. El bizantino entró en mi habitación para comunicarme que el
egipcio estaba en este momento llegando a la isla, por lo cual comenzaríamos el
tratamiento de inmediato. Yo me agarré a su mano y le pedí disculpas, le
reconocí cuanto le debíamos todos y lo difícil, o mejor lo imposible, que
hubiera sido la huida sin él y su gente y lo dura que sería la vida si él no estuviera con nosotros.
Cayo me respondió como siempre: “es mi
trabajo, señora,” pero su mirada se iluminó y su mano apretó suavemente la mía.
—El cariño no se pacta, bizantino. Vos
habéis sido mucho más que un aliado en todo este tiempo. Nunca lo olvidaré.
—Confío en que estéis bien cuando lleguen
noticias de Toletum.
—No confiéis en que envíe a los niños a la
corte, mientras las cosas allí continúen así. Según lo que cuente el emisario,
tomaremos una decisión. Ahora yo soy la reina de Toletum, tengo voz también.
Soy tan reina como Goswintha.
¿Dónde había escuchado antes esa afirmación?
Si, en Híspalis. Ingundis me lo dijo cuando mi padre trataba de convencer a
Hermenegildo para que fuera a Toletum a verse con su padre. Ingundis se había
equivocado en su momento, pero yo no. Yo estaba en lo cierto. Los niños
peligraban en la corte en manos de Goswintha. Brunilda que había enmudecido
desde que supo que yo era la esposa de Recaredo, me miró fijamente desde los
pies de mi cama y meneó la cabeza.
—No sé que tiene la corona que todas os
ponéis igual de autoritarias en cuanto la sentís sobre la sien. Es un misterio
para mí.
Papiro de Edwin Smith, un completo tratado de Medicina del Antiguo Egipto |
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