La condesa y el monasterio, capítulo II


Era el día de la Candelaria; un rayo de sol de inicios de febrero  menos rastrero que sus antecesores de enero, irrumpió por la ventana iluminando el scriptorium. El aragonés se permitió un respiro y se dejó entibiar las manos por la agradable y cálida caricia; cuando  retornó la vista al manuscrito pudo distinguir en la esquina inferior derecha y en lo que al principio consideró solamente una mancha de tinta, ciertos rasgos de letras. Acercando el pergamino a la ventana para aprovechar la luz por completo, logró descifrar palabras sueltas que fue anotando y al final con la ayuda del cielo revelada en forma de rayo de sol milagroso pudo completar una frase definitiva y esclarecedora. La letra era tan pequeña y tan rudimentaria y estaba tan junta, que resultaba ya de por si difícil de leer, parecía un  jeroglífico,  y el agua se había sumado con entusiasmo a la dificultad.
Lo leyó varias veces para convencerse colocando y recolocando las letras y las palabras que faltaban hasta completar la frase tal y como pensaba que el monje la habría escrito:
Planta llamada alimento de cabra en China, que calienta y vigoriza el núcleo de energía del cuerpo colaborando con prodigalidad a la conservación de las especies”.
Ahí estaba. Las cabras chinas comían de esa planta y procreaban como conejas. Eso había querido decir el monje. Algo había oído él de una planta con esas propiedades, pero jamás pensó que el monasterio la poseyera ni mucho menos que la estuvieran ingiriendo. El primero de los botánicos había anotado con mucha discreción, casi camufladas, las virtudes de la planta en lo referente a la procreación, inútiles para la vida monástica. Quizá no se había atrevido a exponerlas con mas claridad por si ello era mal interpretado, pero su celo profesional evitó que las soslayara, por suerte para la presente comunidad.
Al buen fraile aragonés se le humedecieron los ojos y mirando hacia el sol providencial dio gracias a Dios mentalmente. No gritó eureka porque no conocía a Arquímedes, ni era dado a exteriorizar sentimientos, pero la emoción del hallazgo propició una nueva acometida de la libídine. Rebosando alegría, volvió a sumergirse en el pilón antes de acudir a comunicar con el prior.
Este al recibir la nueva, se precipitó de hinojos ante la cruz de su despacho y rompió a llorar como un infante. Llanto de alegría no  solo por la liberación de la comunidad sino por la suya propia; era ya incapaz de aguantar mas represión; tenía la espalda en carne viva, incluso asomaba el hueso por varios sitios lo que dejó perplejo al médico cuando lo examinó. Ocurría que el virtuoso hermano padecía los problemas urinarios propios de la edad y tomaba, desde el principio,  ración doble de tisana de Epimedium. Si la solución hubiera tardado unos días mas, hubiera muerto despellejado vivo sin remedio.
Una vez comprobado que era, en efecto, la planta de las cabras la causante del desquicie, el prior resolvió que nadie debería mortificarse por lo sucedido ya que habían sido forzados a ello sin que fuera posible impedir la lógica reacción corporal al bebedizo vigorizante.
 __Así que sugiero a vuestras paternidades, olvidar lo sucedido para que ello no interfiera en la buena convivencia que debemos volver a observar tal y como hacíamos antes. Si alguno piensa que sus desahogos con mujeres y hombres- ¡cuanto esfuerzo le costaba decir estas cosas!- fueron, digamos, agresivos y por ende humillantes para los otros, le exhorto a solicitar humildemente perdón, de rodillas si es preciso, y a imponerse la penitencia que sea menester para aliviar su conciencia. Sin pasarse, que ya estuvo bien de excesos.
Así se hizo. Sucedió sin embargo que alguna de las señoras fautoras quiso repetir- ya sabíamos que la mayoría colaboró-y al negarse rotundamente los monjes tuvieron contra ellos violentas y agresivas reacciones con patadas en la entrepierna, puñetazos, arañazos  y hasta mordiscos que los pacientes frailes soportaron con estoicismo y con la mansedumbre propia de  su condición, lo que sirvió de expiación añadida para hacerse perdonar los excesos a los que les forzó la dichosa tisana, que encima tenía un mal sabor insoportable.
Suprimida, pues, de la dieta la maldita planta china de los cojones-los frailes decían palabras malsonantes como todo el mundo-la vida volvió por donde solía y el prior mejorado de su espalda   celebró un Tedeum y santificó el día en el que el boticario dio con la solución del enigma.
¿Qué por que al hermano Judas no le había afectado?. Muy sencillo. Porque el fraile hacía semanas que ayunaba, como  sabemos,  a pan y agua como auto castigo por haber sucumbido a los placeres de la carne- antes del caos y sin ayuda exógena- mediante los encantos de la mujer del sacristán, no una, ni dos, ni tres, sino treinta veces, mencionando como veces a las ocasiones, que era como el cándido fraile las contabilizaba; pero stricto sensu, habían sido treinta ocasiones, dieciséis a cuatro veces por ocasión y el resto a tres porque no hubo tiempo para mas; hagan las cuentas vuestras mercedes si les place, que a mi no se me dan bien los números. Nadie se había enterado en el cenobio. Nadie. El mismo, lleno a rebosar de  dolor de contrición y chorreando por los poros propósito de enmienda, se confesó, se absolvió y se impuso la penitencia: ayunar a pan y agua para que el cuerpo, así flagelado, no se escapara del control de la mente y no volviera a caer en la tentación, aunque Beatriz se contoneara a todas horas por delante de sus ojos y al ver que el lascivo movimiento no surtía efecto, se sacara los pechos y se levantara las faldas. El hermano Judas, hombretón del norte de Portugal que se había hecho monje para hacer tres comidas diarias ( porque en su casa se comía, con suerte, una vez al día y el observaba desde niño a los frailes del monasterio de su pueblo gordos y lustrosos, aparte de extenderse por el lugar un olor a guiso permanente y tentador),  tenía tanta hambre que era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera comida. Si la mujer hubiera sido un poco mas consecuente con el diablo que se cansó de susurrarle al oído que  se pusiera en los pechos quesos de cabra y se metiera en los calzones una ristra de chorizos dejando asomar alguno como reclamo, otro hubiera sido el resultado. Pero se ve que el diablo que le tocó en suerte era novato y no tenía el suficiente poder de convicción o no sabía ilustrar las tentaciones. 

El pecado y la penitencia del hermano Judas simplificaron las cosas para el boticario puesto que al no consumir los mismos alimentos que el resto, quedaba demostrado que tenía que ser algo de la dieta general lo que había provocado el erótico acceso. Y es que los caminos que el Señor nos muestra como guía pueden ser muy sinuosos como estamos comprobando y males menores ayudan a veces  a resolver males mayores.
Una vez descubierta la planta culpable de la posesión cuasi demoníaca que había sumido en un caos su santa casa, trocando la castidad en lascivia y la mansedumbre en desenfreno, el prior ordenó arrancarla de raíz y quemarla lejos del convento, no fuera que aspirar el humo produjera un efecto similar o mayor aún.
Los jornaleros contratados al efecto para la exterminación, que no sufrieron efectos secundarios que sepamos, la quemaron en los pedregales lejos del recinto, pero se ve que alguna semilla se libró del asado y arraigó para deleite  de las cabras y de los pastores y supongo que de algún otro mortal sabedor de la existencia de la pradera.
Esto le refirió, punto por punto,  el sindico del gremio de pastores al criado de la condesa y éste a su señora con los mismos pormenores.
Entonces ella tuvo la idea.

Continuará la próxima semana...

1 comentario:

Anónimo dijo...

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