Sucedía, que nuestra señora, estaba
cansada de vivir como los montaraces- era una opinión harto subjetiva, porque
los montaraces jamás tuvieron palacios- y una noche hastiada de predicar en
tierra yerma agarró, como si dijéramos,
la cabra por los cuernos y en un arranque de valerosa audacia, dio un
ultimátum al conde:
__O nos vamos a la capital o cierro
con llave la puerta de mi alcoba.
Nuestro señor, aturdido, le hizo
notar que tal actitud era faltar a las sagradas leyes del matrimonio
santificado por la iglesia que les unía, como debe ser en estos casos en los
que la nobleza, haciendo honor a su condición, tiene el deber de dar ejemplo al
pueblo. Pero la condesa se parapetó tras su amenaza, aduciendo que tenerla allí
encerrada entre cabras era también faltar al sagrado juramento que le hiciera
en su día, cuando ella era aun joven e ingenua, y se casó con el convencida de
que ciertamente viviría mejor que la reina. Tal vez a la condesa se le hubiera olvidado, estas cosas
ocurren con los años sin que concurra mala intención, que se casó con el conde,
hombre de apariencia física mas bien discreta y de maneras nada pulcras para lo
que se podía esperar de un noble, con el
propósito de ascender varios peldaños de golpe en el escalafón puesto que su padre era un hidalgo adinerado
pero nada mas.
Nuestro señor insistió con otros
argumentos mas tangibles y mas materialistas: “ahora querida mía, en este
momento puntual en el cual la villa
estaba cobrando auge no le parecía apropiado, ni a él ni a ninguno de
sus consejeros, cambiar de residencia y abandonar la creciente bonanza
económica en manos de terceros, tenidos por fieles pero que nunca se sabe”.
Apoyando el manifiesto, su señoría
quiso dar ejemplo de resistencia haciendo alarde de una abstinencia espartana,
aparentando no dar trascendencia alguna al hecho de permanecer a dos velas en
asuntos de cama, porque era mucho mas importante y mas decisivo para el futuro
de la villa y de sus arcas velar por el monto pecuniario que llevaba implícito
el traslado pausado pero sin tregua de gentes, fortunas y negocios que
abandonaban la capital y buscaban nuevos aires en Saláceres.
El se debía a su señorío, los demás
asuntos eran cosas baladíes. Esta frase bien podía haber sido el lema en su
escudo de armas.
Nuestra señora respondió que “muy
bien, como vos queráis esposo”. Pero tras estas palabras sumisas en apariencia,
la taimada condesa, lejos de conformarse se dirigió a las cocinas a disponer
con la cocinera, a solas las dos, que a partir de ese preciso momento la comida
de régimen severo que hacía el conde por orden de sus facultativos personales,
fuera aderezada con unas hojas de Epimedium.
__Es vigorizante y vitamínica y
levanta el ánimo que es justo lo que nuestro señor necesita. Los doctores saben
de sanar el cuerpo, pero el alma precisa también remedio y este es el mejor. Me
lo han dado los buenos frailes. Por ello tiene que constituir un secreto. Jamás
debe salir de esta estancia. Debes jurarlo bajo pena de excomunión.
La cocinera juró azarada y nuestra
señora se fue tan contenta creyéndose a salvo de posibles indiscreciones. En el
fondo era bastante ingenua.
Teresa la guisandera, que había
nacido en la Fortaleza
donde su madre desempeñó antes el mismo oficio y conocía y apreciaba al conde
desde niños, se aplicó con la hierba creyendo de muy buena fe que su señora
obraba con tan recta intención como ella. Había tomado buena nota de la planta
por si en el futuro se volvía a necesitar y ya no estaba la condesa, que nunca
se sabe. Porque había jurado no contarlo, pero guardar unas hojas como
recordatorio nadie se lo había prohibido.
Fueron cayendo las semanas y el conde,
espoleado por el Epimedium, comenzó a flaquear. Al no dar su noble esposa
muestra alguna de avenirse, nuestro señor aventuró la posibilidad de amancebarse
con alguna señora mas indulgente y a la que no le importara vivir alejada, era
un decir, de la corte. Nuestra señora respondió que por ella como si se hacia
traer un harén del Oriente, pero ella se iba y con ella los dineros de su
padre, que una vez separadas las camas,
no hay porqué compartir las haciendas.
Oída esta peligrosa puntualización,
el conde reunió su consejo privado y ante la perspectiva de ruptura conyugal y
desgajamiento patrimonial, éste último de consecuencias gravísimas, se tomó el
acuerdo de acceder y trasladarse en contra de lo que hubieran sido su deseos, a
la capital dejando en la villa un Alcalde Mayor como representante en asuntos
legales, pero sin ninguna competencia en asuntos económicos para los cuales
permaneció un retén de hombres de su absoluta confianza.
Esta hubiera sido mas que suficiente representación, pero el rey, alerta a todo y siguiendo los
pasos de sus primos los reyes españoles, decidió aprovechar la coyuntura y
enviar su propio apoderado,
institucionalizando así de derecho en Hispatania la presencia activa de
los oficiales regios en la gestión interna de los municipios, obstaculizando de
paso los sueños de independencia que abrigaban los condes desde generaciones.
Al oponerse nuestro señor con vehemencia y con todo tipo de argumentos mas o
menos pertinentes, el rey, a quien sentaba muy mal que le llevaran la
contraria, no solo nombró al Corregidor, faltaría mas, sinó que convirtió el señorío solariego en
behetría; de linaje eso si, no por hacerle favor al conde y su descendencia
sino porque “mas vale lo malo conocido”. Así mismo se lo dijo el rey, con estas
palabras. Además con la behetría creaba dos impuestos a su favor que pagaban
sus nuevos súbditos: el de servicio, para hacer frente a gastos extraordinarios,
como guerras por ejemplo, aunque luego acabaron por ser habituales, como sucede
siempre y la fonsadera, un rescate que pagaba el campesino a cambio de no
acudir al fonsado, es decir de no ser alistado en caso de guerra. Aunque debo
referir a vuestras mercedes que los salacereños jamás hicieron uso de su
derecho electivo y los condes se sucedieron como siempre lo habían hecho. En
compensación los nobles pagaban, motu proprio, la fonsadera para que ninguno de
sus campesinos fuera alistado en las múltiples guerras en las que Hispatania
acompañaba a la vecina España.
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