Lo que se sabe de ellos con certeza,
antes que la definitiva guerra de las
muchas que sostuvieron les hiciera desaparecer de la faz de su territorio y del
mundo, es que fueron en origen, una tribu descendiente de Viriato, los
Montaraces, dedicados como el antiguo caudillo al pastoreo por las empinadas
montañas de su pequeño, minúsculo diría yo, país. Utilizando la hipérbole con avaricia,
se diría que eran trashumantes, es decir:
iban y venían con la familia y la casa a cuestas hacia los pastos de
invierno o de verano, sin salir de sus dominios, siempre arriba y abajo como
las mareas, atraídos quizá también, por el influjo de la luna bastante próxima
a la tierra por aquellos lares.
Durante siglos, cada vez que algún
ejército asaz despistado se perdía por allí, en las numerosas visitas por
sorpresa que moros y cristianos se hicieron a lo largo de toda la geografía de
Iberia a través de ochocientos años de escaramuzas continuas, jamás encontraba
a nadie a quien poder ir añadiendo a la conquista. Los montaraces eran maestros
en el camuflaje. Estaban tan mimetizados con el paisaje, que pasaban
inadvertidos. Los ocasionales invasores veían cabras pastando, pero nunca a los
pastores. Por eso dieron en llamar a la
región: “de las cabras sin amo”.
__Curiosa comarca de las cabras sin
amo__escribían los cronistas musulmanes. Se piensa-los historiadores tienen
mucha imaginación-que tal vez las montañas estén horadadas por multitud de
cuevas o grutas inaccesibles donde los montaraces se oculten desde tiempos
prehistóricos y por ello jamás nadie los había visto hasta que ellos decidieron
darse a conocer. Tal vez con los siglos, decidan retornar a hacer lo mismo y
desaparezcan de la faz de la península ibérica.
El acceso al
país, tanto desde España como desde Portugal, era un paso entre montañas tan
recóndito como angosto, lo que propició que más de un posible invasor a lo
largo de la historia se diera la vuelta,
recordando lo que había sido la batalla de Covadonga allá por el norte de
España. Angostura y mimetismo- u ocultismo-, consiguieron mantenerlos al margen
de casi todas las invasiones sufridas por la península ibérica a través de los
siglos. Digo casi, porque los romanos si que llegaron al valle, menudos eran,
buscando oro en los riscos de cuarcita. Este oro se encontraba, también,
mimetizado con la cuarcita. Los romanos expertos en casi todo, rompían la roca
con fuego y agua, rescatando los cuarzos que luego machacaban y lavaban para
extraer el oro. De esta época permanece
cerca de la capital un paisaje parecido
a Las Médulas leonesas, amén de
un acueducto, una calzada que aun hoy atraviesa el país de este a oeste,
un puente cerca de la frontera portuguesa y unas termas que los hispatanos
mantienen muy bien conservadas. Porque
los romanos se llevaban el oro, pero dejaban infraestructura, hay que
reconocerlo. Los romanos también nos legaron constancia escrita de la
existencia de habitantes en la comarca; pocos y esquivos, escribía el cronista;
pero por lo menos consiguieron verlos.
Desde tiempos remotísimos, antes
incluso, de la invasión romana los Montaraces, estuvieron regidos por una
especie de jefe de tribu que fue ascendiendo en el escalafón, transformándose primero en caudillo, luego en
señor, mas tarde en príncipe y por último en monarca. Eso si, los avances
jerárquicos fueron en generaciones sucesivas, no sobre el mismo individuo.
Siempre según la
Crónica Lisboense ,
poco antes del advenimiento del principado hubo un conato de guerra
civil.
Ocurrió que el último señor era un
hombre que gustaba de novedades, comodidades y amejoramientos. Había colocado
en el suelo de tierra de su cabaña, en vez de paja como todo el mundo, pieles
de animales y se había hecho traer de España un artilugio llamado cama sobre el
que dormía envuelto en una frazada de piel de carnero; todo ello constituyó en
la comarca una sorprendente novedad que asombró a propios y extraños y que le
granjeó fama de adelantado. Su esposa, menos dada a modernismos, se negó a
dormir en la cama porque se mareaba y continuó haciéndolo en el suelo como lo
había hecho toda su vida. También aprendió el aventajado señor, no se sabe bien
como, a tener criados en la casa que le anunciaran la llegada de algún
visitante o de algún vasallo pidiendo algo. Esta costumbre, no obstante costó algún que otro incidente cuando el caudillo
ensartó en más de una ocasión con la
espada al criado, que entró en la estancia a fin de cumplir su cometido,
confundiéndolo con un asaltante. Llevó su tiempo que se acostumbrara a lo que
el mismo había implementado. Sin embargo estos contratiempos no le hicieron
abandonar en absoluto su impulso renovador y probatorio.
Este hombre iluminado tenía dos
hijos varones que habían nacido a la vez en el mismo parto, aunque obviamente
uno después que otro. Por buena lógica el antes nacido sería el heredero; pero
su padre los amaba por igual y quiso que ambos tuvieran titulo y tierras. Al
primero le cedió el señorío como correspondía, transformado en principado- todo
buen padre desea que sus hijos sean más que él- y para el segundo creó el nuevo
señorío del meandro y le cedió para su gobierno y residencia la meseta que lo
conformaba.
Ninguno de los dos se alegró con la herencia.
El mayor lo quería todo como
correspondía desde siglos, y el segundo ambicionaba la independencia y no tener
que rendir pleitesía al hermano por el único mérito de haber salido al mundo
con media hora de adelanto sobre su propio nacimiento. Su padre recibió un
enorme disgusto con la disputa, que aceleró su ya prematuro abandono de este
mundo de ingratos. Tras el entierro los dos hermanos decidieron jugarse el
legado en un torneo. Habían pensado en otros juegos, pero hubo que desecharlos
porque los gemelos eran torpes, muy torpes y rudimentarios. No parecían hijos
de su padre. El que venciera en esta nueva lid, se quedaría con todo y el otro
emigraría a Portugal o a España o a donde fuera, a buscarse la vida. Su madre
trató de convencerlos de acatar la
voluntad paterna y de dar ejemplo de hombría de bien, como se esperaba de ellos
y no comportarse como dos vulgares campesinos enfrentados por la posesión de un
puñado de barbecho.
Fue inútil.
Los hermanos habían visto estampas
de torneos en libros que poseía su padre, pero desconocían las reglas, dado que
no sabían leer, aunque el progenitor trató por todos los medios de instruirlos.
Pusieron tanto empeño en no aprender que su cansado padre no tuvo más opción
que desistir, ya que habían acabado con la vida de todos los maestros del país-
conviene aclarar para que no se alarme el lector, que fueron sólo dos, porque no había más- a
uno lo arrojaron al vacío desde el desfiladero y al otro le obligaron a comerse
los libros con tapas de cuero y todo. Murió asfixiado. Meses más tarde el viejo
volvió a intentarlo haciendo venir un maestro español en el cual había puesto
todas sus esperanzas y que terminó por servir de alimento a los cerdos; nunca
se supo si vivo o después de muerto. Por esto, debido a su elaborada
ignorancia, no tuvieron otra que copiar más o menos fielmente las estampas en
las que se mostraban varios espectadores en una especie de tribuna y una dama
que agitaba el pañuelo y donde aparecían enjaezados caballos y caballeros,
armados estos con escudo, y una extraña lanza sin punta a la que no adivinaban
muy bien la encomienda, pero que imitaron como todo lo demás.
Continuará...
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