Desde
que había visto el anuncio de obras en
la calle, llamada principal, tal vez por ser la única, a causa de las cuales
quedaría cortado el paso y se había
apercibido que, para regresar a
su casa cada tarde debería caminar al lado del Cementerio, no había vuelto a
dormir bien. Ana tenía terror a los muertos y solo de imaginar el trayecto
nocturno a merced de espectros y aparecidos, incluso vampiros sedientos, perdió
el sueño y el apetito, igual que aquella vez que estuvo enamorada. Curioso que
el miedo y el amor produzcan efectos parecidos.
A
pesar de que las obras eran para mejorar el servicio de aguas que no llegaba a
muchas casas entre ellas la de Ana, no le pareció oportuno el momento en pleno
otoño, cuando los días menguaban tanto.
__¿Por
qué no hicieron las obras en verano? Los días son larguísimos y yo termino el
trabajo todavía con sol.
Pero
los pensamientos de las administraciones son inescrutables y el sol del verano
insoportable para quien tiene que trabajar expuesto a él _aunque dudo que las
administraciones se preocupen por eso-. Lo cierto es que las obras empezaron
cuando lo tuvieron a bien y en octubre, la calle principal estaba abierta en
canal como una ternera, hasta la puerta misma de las viviendas.
Al
pueblo lo forman dos filas de casas alineadas a lo largo de la mencionada única
calle, por llamarla de algún modo; detrás de la fila de la derecha, vista desde
la oficina de telégrafos donde Ana trabaja, está el río, vasto y caudaloso con
sus aguas sempiternamente marrones, y a continuación la selva. Detrás de la
fila izquierda, otra vez la selva, que parece rodear al pueblo con ganas de
engullirlo. En sus límites se encuentra, mantenido a duras penas sin invadir
por la jungla, el cementerio extrañamente grande para una población cada vez
más pequeña, que se va lentamente trasvasando y entre éste y las casas hay un
angosto camino que lo bordea. Varias de las casas de la fila izquierda, están
separadas del camino por pequeños huertos fertilísimos, pues parece que la transformación de los
cuerpos en materia orgánica les sienta de maravilla a los tomates y demás plantas
comestibles contribuyendo a demostrar, sin que nadie se lo haya demandado, el
conocido axioma de que la energía ni se pierde ni se destruye.
Algunas
casas cuentan con una salida trasera al huerto. Pero las más no poseen ese
acceso. Así que mientras duran las obras tienen que entrar y salir por una
ventana, dado que la puerta principal y muchas veces única, se abre a la calle
ahora convertida en abismo. Además como el subsuelo es peñascoso y no se había
inventado el martillo mecánico o si lo había hecho aquí no se conocía, hubo que
usar dinamita. A las ventanas delanteras no les quedaba ni un cristal y los
trozos de peñasco volaban por encima de las casas, aterrizando incluso en el
camposanto. La gente pasaba el día recluida. Cuando terminaba la jornada de
trabajo salían y agredían, a pedradas, a los obreros por no tener más cuidado.
__Pongan
menos pólvora, para que no sean tan violentas las explosiones.
__Un
trozo de piedra me ha matado el cerdo.
__Una
lluvia de piedras me desbarató las calabazas.
__Una
piedra entró por la ventana e hirió a mi marido mientras hacía la siesta. Casi
lo mata.
Esta
era la guerra personal de los ciudadanos contra los destrozos que
indefectiblemente trae consigo el progreso. Pero Ana era diferente.
Otra
mujer cualquiera hubiera temido que algún vivo la esperara emboscado detrás de
la tapia, aunque sólo fuera con el inocente objetivo de darle un buen susto.
Pero ella sólo pensaba en los muertos.
Frente
a su casa, al final del pueblo o al principio, según se mire, estaba el colmado
de Malena. Allí, de viernes a domingo, se servían licores espirituosos y por
ese motivo había siempre algún parroquiano hasta altas horas. Podría
encontrárselo de pronto, con ganas de jolgorio y no lo suficientemente bebido
como para tener perjudicado el equilibrio y lograr que lo perdiera con un
simple empujón.
Pero
el miedo de Ana a la muerte era tan tremendo, que en ningún momento se le
ocurrió pensar que nadie de este lado, la pudiera asaltar.
La
primera noche dilató la salida del trabajo un buen rato, hasta que se dio
cuenta que la oscuridad era cada minuto más cerrada.
Cuando
salió a la calle el viento fresco de la tarde no hizo, si no, aumentar el frío
que llevaba sintiendo todo el día. Un frío de muerte. Miró a ambos lados, no
había nadie. En un sitio en el que oscurece a las cinco de la tarde a esas
horas ya no hay gente por los caminos. Pero ella tenía que atender la oficina
de teléfonos y telégrafos hasta las nueve, no tenia opción. Hasta esa hora no
podía irse a casa. Si durante la noche ocurría una emergencia y había que
utilizar el teléfono, los vecinos iban a despertarla. Pero eso no la
preocupaba, porque si sucediera, tendría compañía para hacer el trayecto.
Subió
el cuello del abrigo, encendió la linterna _aún no había alumbrado público.
Cuando lo pusieron, volvieron a levantar la calle, pero para entonces, a Ana ya
no le importaba_ y se dirigió hacia la Iglesia, desde donde partía
el camino, bordeado a la izquierda por la baja tapia del Cementerio. Se detuvo
ante la verja iluminándola con la linterna para asegurarse de que estaba
cerrada y en consecuencia, los muertos controlados. Se santiguó y comenzó a
caminar. Las cruces de las tumbas
asomaban por encima de la tapia alineadas como disciplinados centinelas,
vigilantes a fin impedir que los vivos perturben a los muertos que
albergan en su interior o que éstos quieran salir a perturbar a los vivos, que,
aunque nos burlemos de Ana, también puede suceder sobre todo, cuando nadie sabe
a ciencia cierta a donde vamos después y que hacemos, si es que hacemos algo,
durante toda la eternidad. En esas circunstancias de más que probable aburrimiento
perpetuo, perseguir vivos puede resultar entretenido.
Ana
caminaba a buen paso, mirando al suelo, y pegada a la derecha, para que le
diera tiempo a salir corriendo si observaba algo extraño.
Había
hecho una composición mental de la situación. Caso de que algún espectro la
persiguiera, tenía una vía de escape casi al final del camino, donde se abría
un callejón a la calle principal. Pero era un escape bastante engañoso, ya que
desembocaba en la mencionada calle única ahora convertida en una gran zanja. No
obstante, pensaba, que podría resguardarse en el zaguán de la casa de la tía
Vicenta cuyo portón estaba medio cayendo y permitía colarse, aunque ello
supusiera un peligro.
Pocos
metros después del callejón terminaba el camposanto. En vez de alivio eso
suponía para ella un problema mayor. Ahora tendría los muertos a sus espaldas y
no podría verlos. La solución era darse la vuelta y caminar hacia atrás.
Imaginando
la tortura, había hablado con varios vecinos para que alguno la acompañara. La
gente no le hizo ni caso. ¡Qué poca caridad tenían!
__Pero
mujer, que daño pueden hacerte los pobrecitos muertos. Para que van a salir de
la tumba con este frío y perseguirte.
__Mira
déjanos en paz con tus chorradas que ya tenemos bastante con las dichosas
obras.
Por
cierto, ahora que lo pienso, ¿con que intención te persigue un muerto?, aparte
de matar el tedio eterno. Uno debería preguntarles como hacían antes las madres
con los novios de las hijas: Joven, ¿usted que intenciones tiene? Al novio no
le quedaba otra que decir que eran muy
buenas y que quería mucho a la niña, pero los muertos no tienen porque mentir
así, no les va nada en ello. Por eso, si alguna vez me sigue alguno, me pararé a preguntarle.
Ahora sigamos con Ana.
De
soslayo no perdía de vista los grises vigías del Cementerio. De pronto algo
brilló en la oscuridad delante de ella, algo de vivos colores estaba
parado en medio del camino.
__¡
Dios, un muerto! Pensó en retroceder, porque el aparecido estaba antes de la
auxiliadora vía de escape.
Tratando
de conservar la calma pensó: No es un muerto, no es un muerto, no lleva mortaja,
no lleva mortaja. Va vestido como los vivos. Lleva un chaquetón que parece
nuevo.
__Buenas
noches__ dijo el presunto cadáver, adelantándose porque si no, corrían el
riesgo de estar parados un buen rato.
__Buuu...buenas.
Ana
continuó aliviada su camino al ver que el hombre seguía el suyo después de
saludarla. Era alto y vestía un chaquetón a rayas de varios colores, que le
recordó los ponchos de los indios, con una capucha echada hacia delante que le
tapaba el rostro. Caminaba a buen paso y Ana le seguía casi corriendo para no
despegarse.
Al
llegar a su casa el hombre se volvió a medias y le dijo:
__
Mañana te esperaré para acompañarte de nuevo.
__Gracias__
dijo una asombrada Ana__ Hasta mañana.
El hombre no respondió, ya ni se le veía.
__¿Donde
vivirá? No creo haberle visto antes ¡Ya se! Seguro que es alguien de la obra.
Me habrá oído suplicar a los vecinos y sabrá que tengo miedo a los muertos. ¡Qué
amable! Pero, ahora que lo pienso, se van todos en un camión a dormir al otro
pueblo, porque en éste se han negado a darles cobijo e incluso comida. Además
como pillen a uno desprevenido o solitario le intentan linchar sin miramientos.
Bueno, mañana lo investigaré.
Durante
todo el día, mientras rezaba mentalmente para que el desconocido cumpliera su
palabra y la estuviera esperando, a cada persona que entraba a su oficina le
preguntaba lo mismo:
__¿Algún
obrero de la zanja tiene un chaquetón de rayas con muchos colores?
__Las
obras te han trastornado Ana hija, que preguntas tan raras haces.
Cuando
cerró esa noche y estaba ya llegando a la Iglesia, se dio cuenta, alterada como
andaba, de que había salido primero que la noche anterior.
__He
metido la pata, es pronto y no habrá llegado.
Dudó
si dar la vuelta; alumbró el camino con la linterna y pudo observar, de reojo,
que la verja del camposanto estaba abierta, iba a darse la vuelta aterrada
cuando se percató de que el hombre del chaquetón estaba parado en medio, en el
mismo sitio de la noche anterior, aguardando.
Al verla venir corriendo y después de responder a su saludo echó a andar
siempre muy por delante de ella. Así fue todos los días, hasta que el camino
principal se reabrió, aunque sin terminar las obras del todo y presentando
mucho más peligro para la integridad física que la senda del cementerio que era
lisa y llana y libre de obstáculos.
Esa
última noche Ana, que no había vuelto a preocuparse del cementerio, ni de la verja, se despidió
de su desconocido acompañante. Un poco a gritos, porque estaba bastante
adelantado.
__Le
agradezco mucho la compañía. Si no fuera por usted lo habría pasado muy mal.
Tengo mucho miedo a los muertos, sabe.
SI, LO SE, POR ESO HE VENIDO.
El
acompañante continuó su camino.
__¿Es
usted de la obra, verdad?
NO.
__
¡Ah! Por cierto, ¿a usted no le dan miedo los muertos por lo que veo?
El
hombre se volvió, estaba ya tan lejos qué no podía verle la cara.
CUANDO
ESTABA VIVO, SI.
2 comentarios:
Como siempre Maria Jose, un relato maravilloso que te hace leer sin pestañear hasta llegar al final, con sorpresa incluida. Me encanta tu forma de mantener la intriga y de sorprender siempre al lector. Un besin amiga,
Muchas gracias Nieves.
He vuelto a la escritura, he recuperado a mis dos detectives y los tengo resolviendo un caso...aunque es posible que lo publique tras el verano. Entre tanto echaré mano de otros relatos que tengo por aquí.
Muchos besinos.
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