El misterio de la Torre Sur, VIII

SIETE


Esa tarde, cuando llegaron las grabaciones que le envió García, la abuela tenía el deuvedé ocupado. Llovía y no tenía ganas de salir al Bingo, así que decidió ver una película de Paul Newman, “el hombre de mi vida, es que se me adelantó la Joanne”.
 _Abuela, necesito visionar estas cintas, es urgente.
 _Trae, yo las miro.
 _Me sentaré con usted y las visionaré yo también.
 _Oye, esto se debe estar poniendo feo, cuando tú te tomas tanto interés…
Aníbal asintió en silencio y se sentó al lado de la abuela, seleccionó la grabación del día anterior y se dispuso a ver qué pasaba. Cruzó los dedos rogando que “apareciera algo de una puta vez y no me tengan aquí toda la tarde viendo cintas como un gilipollas”. La mujer del joyero se había ido “¿Y qué? Para qué se casan con ese tipo de mujeres, de las que se arriman al mejor postor. Busca algo más de fiar o quédate soltero, como yo”.
La vio llegar al trabajo por la mañana abriéndose paso entre los reporteros que aun merodeaban por allí, “además está escuchimizada, no tiene ni culo; no se cómo liga tanto. Bueno algo hará bien, seguro”, salir al mediodía a comer algo al restaurante de la Torre sur, regresar, asomarse a la puerta para despedir a la que suponía sería una buena clienta, cerrar, salir y esperar por alguien en la calle. “Vamos a ver bonita, quién es el maromo”. Encendió un cigarrillo; aunque lo había dejado, la puta Torre le había obligado a retomar el vicio. Lo bueno era que había conocido a Isabel. Era lo único positivo hasta ahora. A Isabel y a su abuela que se habían convertido no sabía cómo en su familia. La abuela le dio un codazo y reclamó un cigarro.
 _Isabel no quiere que fume.
 _Me la suda. No va a mandar en mí. Además ahora desde que folla, está más simpática.
Aníbal sonrió por vez primera en todo el día mientras en la pantalla, la joyera saludaba con la mano a alguien que iba al volante de un coche que aparcó en doble fila unos metros por delante. Parecía una mujer…”no me digas que se volvió lesbiana”. En la grabación solamente se veía la parte de atrás del coche. “Va a ser la cámara de la zapatería”.
 _Abuela vamos a por otra. La de la tienda de los manolos como dice usted.
Visionaron a cámara rápida el resto del día hasta la hora del cierre. Entonces apareció el coche, un Volkswagen Cabrio verde con capota negra del que descendió una tía alta, pelirroja, con gafas de sol que se quitó, para verse bien, en el espejo que la tienda de los manolos tenía en la esquina, justo debajo de la cámara, para que las clientas se vieran al salir de cuerpo entero, tan altas sobre los tacones de aguja, lanzando un beso de aprobación a la imagen que éste le devolvió.
 _¡Coño, la Rita Hayward!_ exclamó la abuela_  Andan por aquí de nuevo, como en los viejos tiempos.
Aníbal se disparó hacia arriba como si hubiera saltado el muelle del asiento y llamó a García.
 _Es ella.
 _ ¿Quién es ella?
 _La tía que se llevó a la mujer del joyero. Es la morena del ascensor. Aquí va de pelirroja y según la abuela de Isabel tiene un look Rita no se que  en Gilda, una película. Acabo de verla con claridad. La vanidad le acaba de jugar una mala pasada.
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
 _Ahora mismo voy para allá.
García se quedó mirando la grabación en silencio. Luego se volvió hacia Aníbal y le espetó:
 _ Se donde trabaja. Voy a organizar la operación. No se te ocurra intervenir.  Te mantendré informado, te doy mi palabra. Pero, como me arruines el operativo te dejo sin licencia o mejor, te pego un tiro en los huevos, sin contemplaciones. Te lo advierto.


Capítulo ocho


Bosco Nieto había tenido un mal día, uno más desde hacía demasiado tiempo. Paró el coche y trató de reflexionar. Había sido un hombre de éxito ¿En qué momento todo lo conseguido se había venido abajo? Tal vez cuando se auto convenció de que podía lograr todo lo que se propusiera. Desde niño se había  empeñado en destacar en la vida. Procedía de una familia de clase media baja, en la que era el mayor de siete hermanos. Siempre le había parecido excesivo el entusiasmo de sus padres por aumentar la demografía, máxime cuando ello significaba descender unos grados en la escala social y en el bienestar familiar aunque los dos progenitores se mataran a trabajar. Su padre en una farmacia donde era dependiente y su madre, además de las tareas de la casa, subiendo dobladillos hasta la saciedad para una tienda de ropa.
Si sólo hubieran sido dos hermanos (los dos mayores, él y su hermana), otro gallo les hubiera cantado y no hubiera necesitado endurecerse los codos estudiando para conseguir una beca y poder acceder a  la Universidad sin que los cinco pequeños dejaran de comer como es debido. Sin ser demasiado inteligente, tuvo que destacar en el Instituto y en la Facultad a fuerza de disciplina. Cuando terminó la carrera comenzó a trabajar casi inmediatamente en su empresa actual, primero en la sección de comercio exterior, en un puesto sin importancia, para luego ir ascendiendo despacio pero sin pausa, hasta el lugar que ocupaba ahora: Jefe de proyectos internacionales de la Compañía. Por el camino tuvo tiempo para formar una familia: mujer y dos hijos – el número que consideraba suficiente- y tuvo tiempo también para que se fuera al garete.
¿Cuándo se estropeó todo? volvió a pensar, dentro del coche aparcado sobre la acera, aunque de sobra conocía la respuesta: cuando comenzó a creerse dios. No era problema de conocer el por qué si no de tratar de volver a la realidad, a recuperar la cordura. Sabía que, como todo en su vida, era cuestión de disciplina, pero ¿sabes qué? se dijo a sí mismo, que estoy harto de tanto método, harto de programar mi vida, harto de no tener vida para poder tenerla. HARTO. Lo malo es que para financiar el hedonismo que le había poseído se había metido en negocios ruinosos y para poder pagar las deudas había contraído otras de juego y para poder pagar estas había recurrido a prestamistas… y la cadena lo estaba ahogando.
Le habían dicho que los abogados del edificio rojo frente a la Torre Sur organizaban timbas y que últimamente había un inglés que perdía el dinero con mucha alegría. Se jugaba muy fuerte y hasta el momento no había podido conseguir que lo admitieran, “no eres solvente tío” le había dicho el abogado Estrada. El joven abogado Estrada que había sacado la carrera gracias a los contactos de papá y que sabía de derecho lo que él de física cuántica.
  _No eres solvente tío, no eres solvente tío_ le entraron ganas de darle una hostia y saltarle los piños si no fuera que eso le cerraría la puerta definitivamente. Mientras rebobinaba su vida y sus problemas, alcanzó a observar de reojo, por el retrovisor, como se acercaba una patrulla así que arrancó, se bajó de la acera y salió a toda mecha. Sólo le faltaba un encontronazo con la policía para completar la noche. Tras vagar sin rumbo por varias calles, casi ya en las afueras, se tropezó con las luces de un cabaret que anunciaba a su estrella a  fachada completa “GILDA”.
 _No está mal la tía. Tomaré la última. O la penúltima, ya veremos.
Tal vez porque él estaba muy borracho o quizá porque ella tenía un físico espectacular y mientras  cantaba, su cuerpo embutido en un vestido ajustado de escamas de lamé dorado, se mecía al compás de la melodía con un balanceo extrañamente sensual, la tal Gilda le hechizó por completo. Bosco se imaginó a una cobra erguida dentro del cesto, hipnotizada por el sonido del pungi de su encantador y decidió asumir el papel de éste utilizando como instrumento un billete de 500.
 No recordaba a ciencia cierta cómo, pero lo cierto es que estaban en su casa y en la cama, el problema –siempre hay un problema_ era que a su cosita no le daba la gana de espabilar. Su cosita, no se llevaba bien con el estrés y  sobre todo con el whisky. A Gilda le pareció premonitorio.
  _De acuerdo amor, tranquilo que yo lo haré todo. Calma, calma, relájate, tú déjame a mí. Yo haré el trabajo.
Y lo hizo y de qué manera. A pesar del alcohol recordaría el polvo toda su vida. Además sin esfuerzo alguno, tendido boca arriba y dejándose hacer. Y como lo hizo la tía. “Genial, divino”
  _Pídeme lo que quieras Gilda. Lo que sea.
  _Bueno amor, tranquilo, relájate, duerme si quieres, mañana hablamos.
  _ ¿Te quedarás?
  _ Claro, mi amor. Duérmete anda. Así juntito a mí.
Mientras Bosco roncaba plácidamente, Gilda recordó lo que le había contado durante el viaje. Que era un alto ejecutivo en la Torre Sur y lo más interesante, como se mataba a trabajar y como salía siempre tarde de su oficina, cuando ya no había nadie prácticamente en el edificio. Bueno, algún rezagado también, pocos. El se retrasaba porque era el trabajador perfecto, los otros tal vez tuvieran alguna razón oculta.
  _ ¿Hay muchos ejecutivos trabajando hasta muy tarde?
  _No, que va. Yo suelo coincidir, a veces, con uno o dos. Cruzamos el vestíbulo a la vez o  nos tropezamos en el parquin. Son gente rara.
“Interesante”, pensó Gilda primero en el coche y más tarde en la cama. Por la mañana ya tenía listo el café cuando él se despertó. Era sábado no tenía que ir a la Torre, así que disponían de toda la mañana. Ella ya había urdido un plan. Era rápida pensando.
  _Oye, amor se me está ocurriendo algo. Si te ha gustado lo de anoche…
Bosco asintió con un trozo de tostada en la boca.
  _Podríamos jugar a algo que se me acaba de ocurrir. ¿Hay cámaras en los ascensores?
  _No_ negó un Bosco medio turbado- la posibilidad de jugar con ella le hacía cosquillas en la entrepierna.
  _Se me ocurre que si me facilitas los horarios de los rezagados para yo evitarlos y trazar un plan, podría sorprenderte cuando menos te lo esperas dentro del ascensor y…
  _ ¿Y?
  _ ¿Y tú qué crees? Repreguntó Gilda acercándose y acariciándole la cosita que ya se había despertado por completo.


Continuara...


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