Capítulo I, primera parte
Aquel
día, primero de todos los días de la primavera, hacia ya varias jornadas que la
intuición pusiera sobre aviso al alguacil y el no era de esos que miran para
otro lado por cobardía o por comodidad. Cuando casi dos años atrás, llegara a
Saláceres, había descubierto con asombro que uno de sus convecinos más ilustres
era don Nuño García de las Asturias su primer capitán del Tercio en cuya
compañía se alistara en Salamanca, hacía más de veinte años, (Guzmán siempre le
creyó madrileño, no había ni imaginado que pudiera ser hispatano) y pensó en
acudir de inmediato a presentarle sus respetos. Pero su sexto sentido le tomó
con firmeza del brazo soplándole al oído la conveniencia de echar la vista
atrás y repasar a fondo antes de tomar cualquiera decisión, su vida fuera del
ejercito, mucho más corta en extensión pero bastante más plena en conflictos,
excesos y atropellos, donde a lo largo de los
años había ido almacenando enemigos y uno nunca sabe cuántas veces se
cruzan los destinos de las personas sin que nos apercibamos de ello. Hay que
aprender a ser prudente para sobrevivir sin excesivos sobresaltos. Por ello,
reconsiderando la primaria intención, creyó más conveniente guardar las
distancias por el momento y averiguar, antes de obrar, mas cosas sobre el
capitán. Para iniciar las pesquisas, se dirigió a la taberna del portugués
donde era sabedor que un criado de la casa pasaba sus ratos libres y así como
quien no quiere la cosa, con unos vinos
y una abundante ración de queso de cabra, le interrogó discretamente acerca de
don Nuño. Por este alimenticio método, tras escuchar un resumen sobre la vida
de ahora mismo del capitán, que no le interesaba en absoluto, quiso saber
pormenores de estos últimos diez años en la biografía del marqués. El criado de
natural locuaz y más en este momento por efecto del vino, refirió con buen
ánimo- rehuyendo prudentemente, no obstante, los detalles que no venían a
cuento-como su señor había retornado con heridas muy graves de Lepanto, y tras
curarse por completo, lo que ocupó luengos meses de su vida, había decidido
permanecer en Saláceres y había emprendido, por ello, viaje de regreso a España para vender la
mansión familiar y traer desde la capital sus pertenencias.
__Yo les acompañé_ dijo el mozo_, porque
había muchas cosas que recoger y empaquetar debidamente protegidas y
clasificadas; faena dura y prolongada, necesitaban a alguien fuerte, trabajador
y con buena cabeza como yo. La última noche en Madrid, cuando mi amo regresaba
a su casa en la calle del Arenal tras pasar la velada con unos familiares, su
litera fue asaltada por unos bandidos que asesinaron al muchacho que iba en la
mula delantera y que era, nada menos, que el hijo de Almanso Vivar su alférez
en el Tercio. Almanso, el gigante, que
les seguía a pie se lanzó a repeler la agresión matando al asesino de su hijo e
hiriendo puede que mortalmente al otro- confió el criado a un cada vez mas
atónito Guzmán, bajando el tono como si no estuviera hablando con el alguacil y
temiera que éste le pudiera escuchar- y salvando con ello la vida del capitán.
__¡Vaya por Dios!, que terrible historia.
¿Almanso es también hispatano?.
__No señor, es salmantino. De un pueblo
próximo a la frontera.
__¿Que ha sido de él, murió por desventura?
__No, no señor. Parece que enfermó de un
extraño mal, no sé explicarme. No puede salir a la calle, eso creo que le pasa.
Vive en España, en su pueblo. Creo que su mujer se volvió loca tras la muerte
del hijo. El señor marqués le visita de vez en cuando, pero sólo le acompaña
Cirilo, su hombre de total confianza.
Desde ese mismo instante Guzmán veneró la
intuición, mucho más prudente y sabia que el instinto y desde esa precisa noche, con la ampulosidad y la gravedad que
proporcionaban invariablemente a su discurso los vahos del alcohol, determinó
para su gobierno porque a nadie más le atañía, que la balanza de la razón
debiera inclinarse siempre bastante más del lado intuitivo. Era algo que de
ahora en adelante, él iba a tener en cuenta. Porque el instinto tendrá buenas
intenciones, iba reflexionando en voz alta por la calle apuntando con el dedo
índice a la oscuridad, no hay porqué dudarlo, pero es más limitado, mas local,
solo percibe lo que está bien en su reino, por así decirlo. La intuición, sin
embargo, es más larga, mucho más universal. El es sólo un impulso, pero ella es
una certeza. La mejor compañera de viaje que se puede tener. Si fuera una mujer
me casaría con ella sin dudar, le espetó a un fragante limonero que ni se
inmutó con la noticia.
Tras dormir la mona, al rememorar por la
mañana las novedades aprendidas, notó como le comenzaba a resquemar el
desasosiego en el estómago. Mal síntoma que solo se calmaba cuando el alcohol alcanzaba el nivel adecuado para
ahogar la memoria. Predispuesto por estos trajines, comenzó a tener extraños
sueños que tomó por premonitorios, pero que las más de las veces solo eran
descabelladas imágenes que los vapores del vino ayudaban a traer del mundo
onírico; que éstos influyen en el inconsciente en igual proporción que todo lo
demás.
Guzmán trataba de imponerles a porfía un orden sistemático, porque estaba
convencido de que intentaban prevenirle, pero era inútil. Casi siempre se
trataba de episodios inconexos que podían tener cierta lógica dentro del sueño,
pero que la perdían por completo al despertar y la mayoría de los días no
conseguía ni siquiera recordarlos. Sin embargo, la última noche de aquel
invierno, fue asombrado testigo desde su cama de cómo una armadura gigantesca,
llegada no se sabe cuándo, ni de qué manera, se paseaba por la villa haciendo
vibrar el suelo con cada paso y temblar a los limoneros cuyos frutos, amarillos
como la envidia, se desprendían en cascada desgajados por aquel zarandeo
extremo sin causa mecánica perceptible. Anduvo sin rumbo dando vueltas, hasta
que se esfumó del mismo modo que apareció. No vio adonde se dirigía, pero pudo
imaginárselo. Acto seguido, apareció el boyero. ¿Qué pinta este aquí? preguntó Guzmán hablando fuera del sueño. Sin
obtener respuesta, continuó observando con forzosa atención como el hombre se afanaba en buscar un sitio lo
suficientemente discreto para descargar lejos de miradas entrometidas y
curiosas, eludiendo hacerlo en su cobertizo como siempre lo había hecho. Fue
tan secreto el depósito, que ni siquiera él desde su privilegiada posición
logró ver de qué se trataba. Otro cualquiera hubiera pensado en una partida de
armas de fuego, terminantemente prohibidas por la ley en Hispatania y que
podían servir para que el pueblo, harto
de los tres alguaciles, iniciara una revolución o en su defecto un levantamiento. Pero Guzmán, no contemplaba
nada parecido, siendo como eran los hispatanos
gente pacífica, casi abúlica cuando se trataba de novedades y más aún de
desórdenes. Además, si el sueño trataba
de advertirle- de lo que estaba convencido- lo único que en estos momentos le hacía
sentir vulnerable y por ende lo único que temía, no precisaba ni pólvora ni
proyectiles.
Por eso apenas amaneció y sin yacer con la
novicia como antes solía cada mañana, dado que por la noche andaba demasiado
borracho para el menester, se levantó a toda prisa con intención de salir a la
calle a investigar la llegada de mercancías procedentes de España, por si fuera
necesario adoptar disposiciones defensivas extraordinarias. Antes debía recoger,
de camino, a sus dos compinches; mejor salir acompañado por si las moscas.
Era
21 de marzo 1587. La primavera había estallado hacía apenas unas
horas, desparramando sobre la villa y
sus gentes toda su carga de luz, colores y aromas. Las flores de los limoneros
se habían abierto apenas el sol evaporó
el rocío y un intenso olor a azahar se
colaba por todos los resquicios. No parecía un día propicio para que ocurriera nada desagradable, pero Guzmán
presumía de tener un sexto sentido que, cuando le funcionaba, no le fallaba
jamás; aquello que preveía se cumplía a tutiplén. Confirmando el presagio, nada más poner el pie en los adoquines, unos
lamentos estremecedores ascendieron por la calle de Los Limones donde residía,
pidiendo justicia humana y divina, que no hay otras.
__¿Donde está Dios?__ decía la voz del
hombre__ ¿Donde? Mi hija, mi pobre hija. Guzmán, Guzmán, justicia, por piedad,
justicia.
Detrás del herrero, que era quien de esa
manera gritaba, se había ido añadiendo una pequeña turba de gentes curiosas y
sorprendidas, que mudaron en recelosas y luego en acaloradas al ir
comprendiendo lo que había ocurrido y rodearon al alguacil exigiendo justicia a
pleno pulmón en espontánea solidaridad con el padre de la víctima, como suele
acontecer en estos desgraciados casos.
__¿Que ha sucedido, porqué gritáis así?
__Mi hija, mi pobre hija….piedad Guzmán por
Dios misericordioso.
El pobre herrero se dejó caer de rodillas y
abrazado a las piernas del alguacil no paraba de sollozar. Uno de los vecinos,
casualmente el boyero, se dispuso a referir lo acontecido ante la escasa
posibilidad de que al padre le saliera
inteligible la explicación, asfixiado como estaba por el llanto, con la
consiguiente pérdida, en repeticiones y aclaraciones, de un tiempo precioso
para la investigación.
__Su
hija ha aparecido muerta junto al río, parece ser que estrangulada__ El
trajinante se explicaba bien. Era directo y preciso.
Cuando viajaba, siempre solo, hablaba con
los bueyes o consigo mismo dando extensos circunloquios para que la plática le
cundiera, porque es más fácil aprovechar el asunto que surja y extenderse, aunque no todos dan el mismo
juego, que discurrir paliques nuevos. Un
insignificante “va a llover” se convertía entonces en un “mirando con atención
el cielo cubierto de nubes en lontananza, aun sobre cielo portugués, es posible
adivinar sin ser demasiado advertido la pronta venida de una tempestad, espero
que no de grandes dimensiones, para que el camino no mude en lodazal, las ruedas no se atasquen y
el agua no nos empape demasiado causándonos frío e incomodidad, queridos
compañeros, que ya bastante difícil es de por si el camino, etc.,
etc.”¿Comprenden vuestras mercedes lo que quiero decir?. Para compensar, cuando
hablaba con un semejante era lo más concreto posible. De lo contrario su vida
se convertiría en un soliloquio perenne e insoportable.
Mientras Guzmán le escudriñaba con su ojo
hábil para ese menester y para todos,
por si lograba adivinar en su atezado rostro el encubrimiento artero de
alguna novedad amenazante, media villa
se fue juntando en derredor al irse propagando la noticia del suceso. También
aparecieron los dos alguaciles menores atraídos por el tumulto. El alguacil
mayor consideró mentalmente la probabilidad de que la armadura hubiera tenido
la ocurrencia de matar a la joven, aunque no era capaz de adivinar el motivo,
ni creía que se hubiera molestado en venir para eso.
Pensativo, se abrió con los otros dos camino
entre la multitud y se encaminó hacia el arroyo donde decía el coro de vecinos
que estaba el cadáver de la muchacha. No es que nadie lo hubiera visto, pero
eso era lo que afirmaba el padre y no iba a mentir en un caso así; por eso todo
el mundo lo dio por cierto. A medio trayecto Guzmán se volvió hacia la gente:
__Quietos aquí, no deis un paso más. Esto es
cosa nuestra. Al que desobedezca lo ensarto_ _amenazó echando mano al pomo de
la toledana.
El desasosiego se fue apoderando de Saláceres al
extenderse prontamente la noticia por cada rincón de la villa, como un can enloquecido extendería la rabia, de la aparición del cadáver de la hija del herrero
estrangulada, con el cráneo hundido a golpes y la cara desfigurada. Que su
madre solo pudo reconocerla por la ropa, repetía la gente horrorizada.
Hasta ese día los únicos sucesos dignos de
aparecer en la crónica negra de la ciudad, si la hubiere, eran en orden
decreciente a su impacto vecinal: las tropelías de los alguaciles, la huida del
boticario con la mujer del barbero, y
una riña a capa y espada el día del Corpus que se saldó con los dos reñidores
muertos. Uno en el acto con las tripas fuera y el otro, días más tarde en el
hospital del convento benedictino, a pesar de todos los saberes de la medicina
y de las oraciones de los buenos frailes.
Aunque la tranquilidad en la villa se había
ido deteriorando, nunca desde los tiempos primeros del desplazamiento ciudadano
hacia Saláceres hasta hoy, había habido un crimen y menos de esas
características. Por eso la gente se sobrecogió primero y mudó a recelosa
después. A ver si ahora se iba a convertir en costumbre lo de asesinar mujeres.
Cuando Guzmán vio el cadáver, lo primero que
apreció fue un amasijo de pelo, sangre y
otros fluidos que expulsa el cuerpo, amalgamado con restos ocres de
cuarcita, existente a carretadas junto al
río, porque este la arrastraba inmisericorde en sus crecidas desde la
sierra. Si el asesino hubiera sido el hombre de la armadura no hubiera
necesitado piedra: un golpe ligero con
la manopla fuera más que suficiente para hundirle el cráneo y si se hubiera
visto tentado a utilizar un pedrusco le hubiera dejado la cabeza plana, como si
una rueda de molino de grandes dimensiones
le hubiera pasado por encima. Además, convencer a los vecinos de que un gigante de hierro
había llegado al pueblo no se sabía bien cuando, ni de dónde y ni siquiera
como, logrando pasar desapercibido hasta
hoy para matar a la muchacha así por las buenas, hubiera resultado tarea
estéril a la par que estrafalaria. Los salacereños pensarían que la imaginación
del alguacil corría paralela a su ineficacia. No se lo hubiera creído ni su
compinche Tadeo, ingenuo hasta la desesperación y que era capaz de creerse
cualquiera otra cosa.
Posiblemente aquello que la premonición
onírica se esmeró en adelantar fuera esto, la llegada de un asesino o dos- por
el tamaño de la armadura bien podían ser más de uno- ocultos para matar con
alevosía a quien hallaran a mano. Ya sabemos que los sueños emplean las más de
las veces para advertirnos, retorcidas metáforas difíciles o imposibles de
interpretar y él obsesionado como estaba
con el gigante lo hacía protagonista cada vez que la intuición daba un aldabonazo de alarma en el portón de la
consciencia. Así que decidió descartarle allí mismo como viajero y por ende
como asesino. Seguramente aparecería por la villa, pero aun no había llegado el
día.
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