El escritor
Josefo Mallo era el
único hijo de una familia de hidalgos asturianos de medio pelo. Desde muy joven
había revelado un carácter soñador y despreocupado muy dado a enamoramientos
variados y efímeros. Siendo heredero universal y no segundón no le fue menester
entrar en los ejércitos, donde los hermanos varones posteriores al primero
debían buscar fortuna en aquellos tiempos de injusto mayorazgo. Tampoco tuvo a
bien estudiar leyes como pretendía su padre, que estaba dispuesto a
enajenar parte del patrimonio para que
su hijo estudiara en Salamanca donde lo hicieran ilustres personajes de la
sociedad ovetense que gozaban de muy buena posición económica y social, a lo
que les condujo su buena formación. O eso al menos pensaba Josefo padre.
Su madre Jimena, sin embargo, soñaba con que
fuera clérigo. Un muchacho guapo y locuaz como Josefo podría hacer carrera en
la iglesia católica, apostólica y por ende romana. La santa mujer siempre
consideró a la belleza un don divino y quien la poseyera estaba obligado a
sacarle partido de un modo u otro, lo contrario sería pecado grave de desidia.
Ella no había sido tocada por el dedo del ángel repartidor de hermosura, el día
que nació parece ser que andaba distraído, por eso aunque era de mas alcurnia
tuvo que casarse con Josefo padre, hidalgo pobre, porque fue el único que llamó
a su puerta con buenas intenciones. No es que de soltera disfrutara
abundancias, pero tampoco privaciones; no obstante, podía decirse que la vida
de casada no había satisfecho totalmente sus expectativas de relevancia social,
a pesar de su linaje, porque su marido no sabía adular ni aparentar
convenientemente; era un poco patán, y ella se había visto relegada por su
culpa a un oscurantismo frustrante en comparación con otras damas, tal vez más
guapas sí, pero de genealogía inferior, cuyos esposos sin embargo, eran
maestros en el arte de figurar y destacar intrigando todo lo que fuera
menester. Culpaba a la supuesta dejadez del pobre marido su falta de brillo
social sin querer darse cuenta que ella era parte alícuota de esa carencia. Porque era una carencia
compartida, eso era lo que a Jimena se le pasaba por alto, no había el
suficiente dinero ni la suficiente hermosura, ni el suficiente intelecto, en
ninguno de los dos. Eran mediocres en todos los aspectos.
Solo le confortaba la esperanza de que el
niño llegara siquiera a obispo, de ese modo el círculo vital se cerraría de
modo muy satisfactorio, al menos para ella. Aunque hubiera sido mucho mejor que
llegara a papa. Ver ocupada la silla de
San Pedro por un asturiano, hijo suyo además, era algo con lo que se atrevía a
soñar muy de vez en cuando. Era un ataque de osadía imaginativa que le asaltaba
de uvas a peras _más a menudo posiblemente fuera pecado_ pero que cuando lo
hacía le mejoraba el humor y por ende la salud. Porque verse de madre de papa en Roma con todo el orbe
católico postrado a sus pies, Felipe II incluido, le hacía brotar una especie
de fuego interno, que partiendo de las mismas entrañas donde había criado al
hijo, subía hasta el cerebro provocando casi la levitación y resultando
incluso, más placentero que un orgasmo en toda regla. ¿He dicho orgasmo?
Perdónenme vuestras mercedes, quise decir éxtasis. El trance de las santas
cuando Dios las posee, ya me comprenden.
Josefo nunca demostró interés alguno por la
religión, es más, parecía que le espantaban los hábitos ya que cuando su madre
le llevaba, casi por la fuerza, a los oficios religiosos y veía algún fraile,
en particular si era dominico, ponía los dedos índices a ambos lados de la
cabeza y comenzaba a recitar como un poseso una coplilla que su madre no fue
capaz de sacarle ni por las buenas ni por las menos buenas quien se la había
enseñado o en su defecto donde la había escuchado.
Dominico
daca los cuernos,
Daca el rabo dominico....
Menos mal que ellos
eran de sangre limpia y ella sobre
manera que descendía por parte de padre del mismo tronco que Jimena Díaz, la
esposa del Cid o eso le habían dicho, y además cultivaba estrechas relaciones
con todo el clero de la comarca, buenas dádivas le costaba, que si no la
coplilla del niño podría haberles significado algún que otro disgusto tonto con
el Santo Oficio.
El muchacho fue desde muy pequeño, además de
anticlerical, aficionado al teatro y los
relatos fantásticos. Escribía, cada año con más soltura, una obrilla por lo
menos, que representaba en el patio de casa con los amigos como obligados a la
vez que encantados actores. El era, además
de primer actor, director y encargado de la escenografía y del
vestuario. Alguna que otra vez su madre lo castigó sin el arroz con leche de
los domingos, por haberle cogido ropa e incluso joyas para las improvisadas
actrices a las que había que adornar como convenía a su alcurnia en la función.
Era consciente que la obra debería constituir un todo armónico, por ello, si
había una reina, ésta no podía ir vestida como una pordiosera.
Le apasionaba leer y era seguidor de todas
las novelas sobre caballeros aventureros que llegaban a Oviedo desde cualquier
punto de Europa. Cosas de poco provecho decía su padre, mejor harías estudiando
leyes y dejándote de monsergas de historias imaginarias; pero él lo tenía muy
claro: seré escritor: escritor y enamorado; esto último era lo más meridiano de
todo, sobre manera desde que probara a los quince los placeres de la carne a
lomos de una moza lozana y cariñosa traída a provincias desde los madriles por
una virtuosa tía materna empeñada en apartarla de malas compañías para evitar,
con ello, que la muchacha se perdiera, quedando preñada sin estar antes casada
con un hombre de provecho y no con los tarambanas que frecuentaba en la corte.
Así transcurrieron los años para Josefo sin
oficio y como temía su padre sin beneficio, porque la hacienda daba para vivir
llevada adelante por el progenitor pero el muchacho no demostraba aptitudes ni
como administrador, ni como amo, ni como nada. Solo sabía escribir obrillas de
teatro que tenían éxito, eso sí, pero que no le daban ni un maravedí y enredarse en asuntos
amorosos casi siempre con mujeres casadas, por culpa de lo cual ya había tenido
más de un pleito con maridos coronados y la última pendencia le había
proporcionado como rédito una cuchillada en el costado que a punto estuvo de
costarle la vida.
Su santa madre enfermó de tifus durante una
epidemia que se declaró en León cuando estuvo visitando a su hermano, un
caballero casado con una heredera de terratenientes castellanos tan fea como
rica y más beata que ella pero mucho más práctica. Desde que nació su segundo y
último hijo no consintió en volver a
yacer con el esposo, así que éste no tuvo otro remedio que buscarse una amante.
Una bella y enigmática mujer medio mora que residía en una casa al lado de la
muralla. La esposa lo sabía y le parecía
bien, incluso había supervisado a las candidatas y había ratificado la idoneidad
de la mora. La cuñada jamás lo comprendió. Su marido podía ser adúltero que
ella lo sufriría con resignación, pero de eso a buscarle una puta había un
abismo que no omitiría por nada del
mundo, ni aunque se lo ordenara el mismísimo obispo de Roma. Por eso se dedicó
a acudir a misa de alba cada día mientras estuvo de visita: para orar por la
salvación de su cuñada que estaba más en pecado que su hermano. Cuando se avisó
a la población del riesgo de epidemia ella se negó a cesar en sus idas y
venidas matinales, hasta que su hermano se lo prohibió por el riesgo de que
trajera el contagio a la casa y la devolvió a Asturias, donde pensaban viajar
todos si la epidemia continuaba. Pero
su resistencia al mal era tan precaria
como su tolerancia, y la enfermedad ya había prendido en ella con tal arraigo
que no logró sobrevivir y Josefo probó la orfandad a los veinte. No echó de
menos a su madre con la que no tenía demasiadas afinidades, pero comenzó a
alarmarle la salud de su padre que pareció resentirse tras la viudez.
El viejo hidalgo se preocupaba, con
muchísima razón por el porvenir del muchacho; se daba cuenta de que su tiempo
aquí se estaba agotando y el hijo era un inútil, cegado por los libros y las
mujeres. Había hablado con un bachiller amigo para ver el modo de nombrar un
tutor que le llevara la hacienda cuando el faltara. Esta no era muy boyante
pero daba lo suficiente para vivir si se administraba bien.
Mientras, Josefo se había ido a Galicia
siguiendo a una compañía de teatro de medio fuste, que representaba alguna de sus comedias y en la que era
primera actriz su amante de turno, la mujer del director y empresario. Este ya
andaba amoscado por las confianzas que había
observado entre la pareja exteriorizadas en forma de caricias y sobre todo,
tocamientos más o menos disimulados cuando se tropezaban de frente por los
estrechos pasillos y tardaban un buen rato en despegarse. Por eso una tarde,
armado con una moderna pistola que se hizo traer de Francia para volar cabezas
de posibles rivales, decidió sorprender
a su santa que tenía la costumbre
de ausentarse siempre a la misma
hora ( aun no habían aprendido la máxima de evitar la rutina, para disimular).
Poniendo todo su empeño en no ser
descubierto, la vio no sin estupor porque no era precisamente devota, dirigirse
resuelta a la iglesia de San Froilán,
que aquellas horas estaba cerrada para más inri; observó esquinado, como ella ignorando la entrada principal, abría la
cancela del pequeño cementerio adosado al templo y se internaba en el
tranquilamente. Que el supiera no tenían ningún pariente enterrado allí, por lo
que, al menos que se encontrara poseída por el extraño placer de pasear entre
muertos y aún así, la visita era bastante chocante. Esperó un rato por si
aparecía Josefo y tras comprobar que estaba solo cruzó la plaza y penetró en el
camposanto siguiendo los pasos de la primera actriz de su compañía que se daba
la circunstancia que era también su mujer y que le ponía los cuernos.
No había avanzado ni un metro, cuando
escuchó los sonidos inconfundibles que se desprenden cuando una pareja está
haciendo el amor, solo que multiplicados por muchos enteros en este caso. Se
notaba que estaban disfrutando, sobre todo ella. Tenía que ser muy ingenuo, que
no lo era, para no comprender sin que le hiciera falta ver. No obstante tenía
que sorprenderlos in fraganti para poder pegarle un tiro al dichoso escritor asturiano que Dios confunda, que se
había empecinado en ponerle cornamenta para escarnio del resto de la compañía y
del que ya estaba más que harto.
Se plantó armado y resuelto frente a la tumba donde gemían los
amantes y estudió la situación con una sangre fría más propia de un asesino
experimentado que de un marido burlado. Ella estaba encima, con la saya entera
remangada hasta la cintura, porque el corsé no permitía mas libertades y los
bordes apoyados sobre la cabeza, gozando a ciegas que quizá fuera más intenso a
juzgar por los suspiros. A Josefo, que
era obvio estaba debajo, sólo se le veían muslos y piernas; no había manera de
pegarle un tiro mortal, desde esa posición.
Debería aproximarse por un lateral y apuntar a la
cabeza, aunque corría el riesgo de que el asturiano lo viera, hecho que
acababa de acontecer en ese preciso momento; porque el muchacho, próximo al
éxtasis, ladeó la cabeza hacia la
derecha y aunque borroso por efecto del bizqueo propio del delirio, comprendió
con claridad meridiana que la figura desenfocada que parecía observarle
apuntándole con un dedo acusador, era el director, empresario y lo peor: el
marido de su amada. Rápido como era de reflejos, procuró sobre la marcha y sin
dilación porque no pintaba el asunto
como para perder el tiempo, libre albedrío al instinto de conservación (segundo
de a bordo cuando el cerebro está ocupado en otros menesteres), quien
comprendió raudo que el dedo no era tal sino una pistola, y dispuso que Josefo diera un tirón para
descabalgar a su amada y saliera por
patas con los calzones colgando sobre los borceguíes abandonando el herreruelo
sobre la tumba.
Mientras tanto, el marido burlado intentaba
dispararle pasando sobre su mujer que había caído hacia atrás, al impedirle el
paroxismo guardar el equilibrio y aun se retorcía en el suelo, pareciera que de
placer pese al golpe, llamándola ramera y cosas peores, mientras juraba por
todos los santos conocidos no cejar hasta ver muerto al asturiano felón,
hijoputa y asaltante tenaz de camas ajenas.
Josefo corrió cuanto pudo subiendo los
greguescos para que no le alcanzara el disparo que aunque, veía por vez primera
una pistola, era conocedor de su existencia y sabía que desembuchaba un
proyectil mortal de necesidad. El tiro se incrustó en el tronco de un tejo
rollizo y añoso cuando el asturiano le pasaba justo por detrás y éste tuvo
tiempo, mientras el marido volvía a introducir la pólvora, el proyectil, el
taco de papel y hacia presión con la baqueta, de llegar casi hasta la fonda
donde se alojaban. Silbó la contraseña para Jacinto y el fámulo, ipso facto,
porque la llamada denotaba que no había tiempo que perder, trajo los caballos y
las alforjas.
__Vamos a Asturias__ preguntó afirmando.
__No, que va, imposible porque nos seguiría,
vamos a León a casa de mi tío, que hace tiempo que no los visito.
Cuando ya estaban enfilando la salida del
pueblo vieron al marido parado en medio
del camino apuntando hacia ellos con el arma fuertemente asida con ambas manos,
tratando de no errar esta vez. Girar y salir a galope en dirección contraria
les llevó menos tiempo que al otro disparar. Esta vez el proyectil se perdió en
el aire porque los blancos habían desaparecido. El empresario blasfemó con
infinita rabia y para desquitarse, fue
al encuentro de su esposa que atravesaba la plaza en ese momento. Ella con buen
criterio, echo a correr cuando lo vio, pero el tirador frustrado le dio alcance
mudando su cólera en brutal paliza que
hubiera acabado en desgracia si el cura de San Froilán no se apresurara a
intervenir, teniendo que emplearse a fondo, porque la furia del hombre descargó
contra la actriz como la tormenta contra el suelo recalentado en una tarde de
verano.
Continuará...
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