El escritor, tercera
El
camino se adentra en la Cordillera siguiendo la ladera oriental con una suave
pendiente, antes de zigzaguear acalorado para luego calmarse y entrar en
Asturias manso y horizontal
El otoño había trocado el monótono verde de
la arboleda en una profusión de colores, desde el ocre tostado al rojo intenso
pasando por toda la gama de amarillos. Era como la paleta de un pintor lista
para abordar el retrato de un paisaje colorista y exuberante. La atávica
Cordillera se mostraba ante ellos en todo su esplendor, incitante y bella. Como
una diosa madre protectora, de mamas generosas, entre cuyos brazos no podías
correr ningún peligro.
Esa era la impresión que tuvo Josefo,
ingenuo como siempre, porque la montaña
aparenta serenidad en su perenne grandeza, pero es solamente para que el viajero
confíe y se adentre (de otro modo la
soledad resultaría penosa). Sin embargo, alojado bajo sus pechos de Venus o
despistado por su vientre y sus caderas, el peligro acecha acomodado a formas
diversas. Es una embaucadora. Quien bien la conoce sabe que es preciso
desconfiar y andar alerta.
La primera jornada disfrutaron de la belleza
del paisaje y de la bonanza del clima. Parecía que el viaje tuviera buenos
augurios. Pero al día siguiente de
abandonar León y ya en plena travesía les castigó una ventisca que comenzó a
asomar el hocico en lontananza sobre la festoneada cresta de un pico lejano,
como una alimaña al acecho, que al descubrir las presas incautas y fáciles, se
lanzó imparable ladera abajo, arrollando con
su estela todo lo que fue hallando por el camino. Los viajeros y sus
monturas se vieron sumergidos más pronto de lo que creyeron, en cataratas de
agua seguidas de grueso granizo y acompañadas de súbitas llamaradas de
relámpagos con fragores de truenos que parecían partir en dos la montaña, tan
descomunales eran las estampidas.
Josefo se imaginaba las legiones romanas
sorprendidas por semejante tempestad
sujetando caballerías, empujando carros atascados, blasfemando contra
los dioses y tratando encarecidamente de no salirse de la Vía. Incluso le pareció oír, sofocadas por la
embestida del granizo contra el
empedrado, las voces de los legionarios
dando órdenes a sus monturas.
Los dos asturianos, que habían echado pie a
tierra, se cogieron del brazo para no perderse, procurando no soltar a los
caballos, que cabeceaban nerviosos espantados por el temporal. No podían apenas
avanzar, porque tenían la tormenta encima de sus cabezas, envolviéndolos en sus remolinos de fuego y piedras, mientras
proseguía con parsimonia su viaje hacia el este, disfrutando entre tanto, el
desconcierto y la fatiga que les estaba causando. En medio de la vorágine
decidieron arrimarse despacio al bosque, porque no se veía ni la calzada y
ponerse al resguardo de los árboles hasta que amainara. Se salieron del
Camino hacia la izquierda puesto que a pocos pies a la derecha, el precipicio
camuflado tras una barrera de arbustos acechaba paciente de siglos a caminantes
confiados y confundidos en la noche o la tormenta.
Subieron monte arriba casi en vertical un
buen trecho, avanzando luego hacia la derecha paralelos a la senda para poder
reincorporarse más adelante sin
sobresaltos. Cuando el bosque comenzó a clarear, ataron los caballos con
dificultad y se sentaron contra el
tronco y bajo las frondas exuberantes de lo que parecía un roble. Estaban
empapados. Si se tocaban les manaba agua como si les brotara de dentro y el
frío no les permitía hablar, les temblaba la barbilla lo mismo que cuando
hacían pucheros de niños.
__Creo que nos hemos internado demasiado.
__No te preocupes, cuando esto termine, solo
tenemos que ir hacia abajo en línea recta hasta encontrar de nuevo el Camin.
Cesó la ventisca tras bastante rato, tanto
que se hizo noche cerrada. No habían caído copos por suerte, solo fue una
granizada con toda su corte. Lo típico de noviembre, aunque fuera octubre.
__Tendremos que pernoctar aquí. Mañana
veremos. A ver si encontramos algo bastante seco para hacer un fuego y poder
calentarnos y secarnos.
Jacinto
se internó un poco más y al rato regresó corriendo asustado llamando a Josefo.
__He visto luces, como una procesión. Serán
las almas de los difuntos. Es casi noviembre, recordad.
__Dichoso tú y tus difuntos. Serán viajeros
como nosotros. Muéstrame dónde.
Jacinto le mostró de mala gana el lugar. Ya
no había procesión, pero se adivinaba bajo la luna que comenzó a brillar
oportuna, una casa grande con una pequeña luz
en el frente.
__Parece un cenobio __dijo Josefo para
convencerse a si mismo.
__Puede sí, tengo noticias de que hay
frailes en la montaña__aseveró Jacinto también para darse ánimo.
Se dirigieron hacia allí, nadie iba a
negarles cobijo en una noche así. No obstante prepararon los aceros y el forquiau por si las moscas. Cuando se
acercaron vieron que se trataba de un caserón de piedra sin labrar con cuatro
ventanas de medio punto y una puerta principal arqueada del mismo modo. Al lado
de ella había un nicho con una imagen de lo que pudiera ser una santa,
pisoteando un dragón cuyas enormes fauces abiertas amenazaban tragarse al
primero que osara ponerse a tiro. Junto a la imagen ardía una llama en un
pequeño farolillo que fue posiblemente la luz que vieron desde el bosque. En la
puerta sobresalía una aldaba de buenas dimensiones; con ella llamaron. Al poco
se abrió una trampilla y una voz de mujer preguntó quién iba.
__Somos dos viajeros que nos hemos
extraviado con la tormenta. Nos gustaría poder pernoctar a cubierto.
Hubo un prolongado silencio en el que
parecieron escucharse cuchicheos y pasos apresurados y por fin la puerta se
abrió apareciendo en el umbral dos monjas con un hábito austero y marrón
alumbradas por un farol.
__Aquí vivimos una comunidad de hermanas
hospitalarias. Tendremos mucho gusto en ayudaros. Pasad, por el amor de Dios.
__Ave María Purísima__dijo Jacinto que no
sabía que decir.
__Ave__respondió la monja.
__Dejaremos los caballos en el establo. Os
daremos de cenar y luego os mostraremos donde dormir. No temáis estáis en casa
santa.
Josefo preguntó si habían salido, porque su
criado vio una hilera de luces. Tras dubitativo silencio, la que pudiera ser
madre abadesa respondió:
__Salimos por si alguien se había extraviado
por aquí tras la tormenta, siempre lo hacemos.
__¿No encontraron a nadie?
__Pues no. Pero ha servido para que vuestras
mercedes nos vieran ¿no es así?.
Josefo asintió.
__Les acompañare a su celda y les traeré
ropa seca para que puedan cambiarse.
La monja volvió al poco con dos hábitos marrón oscuro como el que ellas
llevaban.
__Vistan esto. Cuando venga a buscarles para
la cena me llevaré su ropa y la pondré a secar.
Jacinto comentó cuando regresó de acomodar
a las monturas que en el establo había cinco caballos y dos mulos y además un
carro de carretero, aunque los bueyes no los había visto por ningún lado.
__Me parece extraño que tengan tantos
caballos ¿para que los quieren?.
A
Josefo le pareció normal teniendo en cuenta que recogían gente extraviada.
__Algunos pueden haber perdido su
montura con las ventiscas y de este modo les
procuran otras. No tiene nada de extraño.
También
chocó al muchacho la falta de pulcritud. No estaba sucio, pero tampoco
limpio, por lo menos como suelen estar los monasterios y sobre todo de monjas.
__¿Has visto muchos conventos de monjas tú?
__No. Pero siempre lo he oído decir. Además
está un poco ruinoso.
__No tendrán medios para otra cosa mejor. No
pongas tantos reparos y agradece la hospitalidad.
La misma monja de siempre vino a buscarles y
les condujo al comedor. Era un sitio amplio comunicado con la cocina en el que
había un aparador para la escasa vajilla y una larga mesa con fiadores,
alrededor de la cual se sentaba, en sillas de madera con asiento de enea, la
comunidad compuesta por cinco hermanas. Bajo la mesa un enorme brasero caldeaba
la estancia. Sobre ella, una olla aun tapada esperaba a los comensales. Cenaron sopas de pan de
escanda y conejo guisado con verduras del huerto. Bebieron vino en abundancia.
__Es de
la zona de Toro, me lo envía mi familia__ dijo la que llevaba la voz
cantante
Josefo preguntó por la orden, como habían
llegado hasta aquí, de donde vinieron, quien fue su fundadora.
__Yo la fundé__ dijo la de siempre__ somos
hermanas hospitalarias, nuestra regla es sencilla: dar albergue y prestar
auxilio al caminante, trabajar el huerto, atender los animales y rezar por la
humanidad. Nada más.
__Pues me alegro de que estén aquí__ dijo
con convicción el escritor__ aunque me pregunto si no será peligroso, solas en
medio de la montaña.
__Tened en cuenta que somos cinco y sabemos
defendernos, pierda cuidado. Aunque nunca nos ha hecho falta. La gente es buena
y respetuosa con nosotras.
__No sabéis cuanto me agrada oír esto.
Charlaron de nimiedades y bebieron vino
zamorano en abundancia. Josefo, como buen escritor curioso y deseoso de conocer
cosas nuevas, volvió a preguntar por la orden.
__Ya os dije que yo la fundé. Éramos un
grupo de mujeres solas, algunas viudas cuyos maridos habían muerto en la guerra
mientras que los de otras se embarcaron para las Indias Occidentales y no
volvieron a saber de ellos. Las familias no pudieron hacerse cargo cuando quedaron solas, así que decidimos
agruparnos para sobrevivir.
__¿Se conocían de antes, eran acaso de la
misma ciudad?
__No nos conocíamos porque
no somos del mismo pueblo, nos
fuimos encontrando aquí y allá, mientras la vida nos fue llevando a unas con
mejor fortuna que a otras. Como os digo vinimos a este caserón que era de la
familia de la hermana Teresa y decidimos constituirnos en comunidad religiosa
para socorrer al necesitado y acoger a quien lo necesite como nosotras.
Tratamos de que no se repita nuestra historia.
__¿Como sobreviven?
__Cultivamos un huerto, tenemos cabras y
gallinas, cazamos y pescamos en el río. No nos falta comida. El excedente lo
vendemos en el mercado de la Pobla de Gordón.
__¿Estamos ya cerca de Asturias, entonces?
__Si. Mañana ya podéis entrar en tierra
asturiana. Nosotras os devolveremos al camino real. Deberíais retiraros a
descansar, quedan jornadas hasta llegar a Oviedo y el camino es duro.
Josefo tenía la esperanza de que se
repitiera el episodio de la venta y que un brazo femenino le introdujera en una
celda oscura, pero no sucedió. Aunque prefería los misterios, esperó despierto
y esperanzado pese a la fatiga del viaje, que se abriera la puerta de su
dormitorio y entrara alguna de las monjas. La que parecía ser la abadesa era
una mujer guapa, mayor que él además, lo cual le agradaba sobremanera. Tenía
unos ojos grises absolutamente inquietantes, aunque a Jacinto le parecían fríos
y sin sentimiento.
__¿Como sin sentimiento?
__Pues eso, no son dulces, ni cariñosos. No
invitan a la confianza. A mí me hacen recelar.
__Bah, tonterías tuyas. Es una mujer muy
atractiva.
__Yo no la querría en mi cama, lo mismo me
clava un puñal después de amarla. Creo que es de esas que utilizan a los
hombres.
__Bueno ¿ qué sabrás tú de mujeres?, _dijo
el escritor dándose la vuelta y acomodándose para dormir porque ya estaba
convencido a aquellas alturas de que no vendría ninguna a visitarle.
Jacinto no sabía demasiado de mujeres, era
cierto, pero también lo era que tenía bastante mejor ojo que su amo. Por lo
menos no se metía en camas ajenas y sus historias eran escasas pero
terminaban por las buenas y no
por irrupción violenta en la escena de un marido celoso, coronado y armado.
Amén de que hasta ahora nadie le había sentenciado a muerte como a su amo, cosa
que éste parecía haber olvidado por completo. Durmió mal el criado, porque los
ojos de la monja le inquietaban, aunque
por distintas razones que al escritor.
Sería algo más de media noche, cuando
comenzó a escuchar un cierto trajín en el convento.
Continuará...
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