Introducción
Cuando terminó la actuación, el
nuevo camarero le trajo el recado.
—El jefe al teléfono.
—¿Tiene que ser ahora? Me han invitado a
una copa y la cosa promete. Aquel calvo
de allí ¿lo ves?
—¡Venga!_ apremió el camarero haciendo un
gesto con la cabeza en la dirección del teléfono.
La voz del jefe sonó como un trueno seco de
verano.
—Necesito material.
—En unos días.
—En unos días, no. Ahora mismo te pones a
ello. Mañana quiero resultados. ¿Estamos guapa?
—Estamos, estamos. ¡Cuántas prisas!
—Oye, no tolero un fallo. Necesito cuatro.
Lo de siempre. No os paséis que luego
los quiero para otra cosa.
—¿Para qué?
—Sin preguntas. Tú haz tu parte y punto.
¿Ok?
—Ok.
De muy mala gana evitó volver a la sala
para no encontrarse con su admirador. Ya en el camerino se quitó la peluca, el
maquillaje, el vestido, el sujetador con las tetas postizas y se vistió con su
ropa normal. Mientras, pensaba en la caza. Ya lo tenía todo planeado y dispuesto.
Esta vez iba a ser más audaz, más temeraria; “muy aventurado” había dicho su
ayudante. Parecía aventurado, pero no lo era tanto. Por el edificio circulaban
a diario tres mil personas, entre ejecutivos y personal de mantenimiento,
seguridad y limpieza. Sin contar los visitantes. “Esa torre está petada de
cámaras”. Eso era lo que creía la gente, incluido su ayudante. El plan que
había previsto no era difícil de ejecutar. Lo tenía todo estudiado al
milímetro. El operativo sería fácil partiendo de la planta décima, donde estaba
la clínica. Luego era cumplir la logística, como todo.
Además, le iba el riesgo. Sin una buena
dosis extra de adrenalina no podría con el trabajo, y este nuevo reto le iba a
proporcionar un extraordinario y necesario subidón.
—Cada día estás más guapa —dijo lanzándose
un beso en el espejo, antes de apagar la luz y salir.
Capítulo I
La esposa del primer
desaparecido llamó, histérica, a la policía: su marido no había regresado del
trabajo, “no, no volvió en toda la noche, he llamado a todo el mundo, a la
familia, a la oficina, a sus compañeros, nadie sabe nada. Ayer lo vieron tomar
el ascensor como siempre, pero su coche continúa en el parking. Hagan algo por
favor, por Dios se lo pido, ya no se qué pensar ni a quien más llamar”.
Horas más tarde la policía se puso de nuevo en
contacto con ella. “No, no dejó una carta, ni siquiera una nota. ¿Un suicidio?
¡Ni pensarlo!, mi marido no era de esos. Tampoco dejaba cabos sueltos, ni
explicaciones por dar”.
En efecto, no dejaba cabos sueltos. Fuera
lo que fuera lo que hubiera sucedido, en el ascensor se le perdió la pista. Era
un hombre religioso de misa frecuente y de costumbres austeras. No tenía vicios
ni se le conocían amantes Un hombre previsible que parecía haberse evaporado.
El distrito financiero de la ciudad, donde
la Torre Sur destacaba por su ampulosidad, estaba atestado de cámaras de
seguridad. La policía las revisó a conciencia. Ninguna había captado al
susodicho el día que, supuestamente, desapareció, ni en los días siguientes;
igual sucedió con las del parking. Allí continuaba su coche esperando
pacientemente, como un novio al pie del altar.
El cura de la parroquia que frecuentaba
aseguró no haberlo visto desde tres días antes de la desaparición. En la
asociación de antiguos alumnos del colegio San Ignacio de Loyola confirmaron a
la pasma no saber nada de él desde la última reunión tres meses atrás y al club
de pádel hacía un mes que no acudía porque según le confesó a su compañero de
partido, la fusión de su empresa con otra argentina no le dejaba tiempo para
nada. Según todos los que lo trataban con asiduidad, andaba estresado y de mal
humor.
La policía no descartaba la desaparición
voluntaria, ni tampoco el suicidio, aunque su mujer perjurara que era
imposible.
“Nada es imposible”, comentó el inspector
García, muy dado a las frases hechas y a los lugares comunes.
“No puedo creer que mi marido se haya ido
para siempre”.
“Nada es para siempre”, volvió a sentenciar
García.
“Por favor inspector, encuéntrenlo, no
puedo vivir sin él”.
“Eso se lo dirá a todos”. Esto García,
obviamente, sólo lo pensó.
El misterio personal de Iñigo Méndez dejó
de serlo cuando desapareció el segundo ejecutivo en el mismo edificio: un mando
intermedio de una consultora internacional, que no guardaba relación alguna con
el primero. Nadie tenía noticia de que se conocieran ni siquiera de vista.
Tampoco parecían conocerse entre sí ni con los dos primeros, los tres restantes
desaparecidos en días sucesivos.
A estas alturas, la ciudad y el país entero
habían aparcado las preocupaciones habituales de los tiempos difíciles, para
ocuparse tan solo de tratar de resolver el misterio.
En la red, el hashtag trending topic del momento era: #torresur. Allí se iba
almacenando información, novedades, opiniones y comentarios para todos los
gustos y casi en la misma profusión, aprovechando la coyuntura del anonimato,
amenazas individuales o colectivas, incluso apocalípticas.
“Los hombres hemos vuelto a cometer un
gravísimo pecado de soberbia, construyendo torres cada vez más altas, como
puertas que alcancen el cielo donde la realidad del hombre --lo concreto-- se una a lo trascendente y lo utópico --Dios--.Los hombres no sólo no renunciamos
a conocer a Dios, si no que queremos igualarnos a Él. Dios ya había mostrado su
ira por ello en Babel, lo que sucede es que no queremos recordar. En aquel
tiempo, el castigo fue la confusión de lenguas, que obligó a los hombres
a esparcirse pu ira de otra manera: es hora de que se abran los infiernos
y que la maldad emerja para alimentarse con las almas de los pecadores
que irán desapareciendo hasta saciar por completo la sed del monstruo”. No se
aclaraba quien era el monstruo si el dios enfadado y vengativo o el demonio
liberado y hambriento.
Lo mismo ocurría en todos y cada uno de los
programas amarillos de radio y televisión, sobre todo de esta última. Aquí, cada invitado poco o nada
cualificado, tenía una teoría. A un mes del comienzo del misterio de la torre
eran miles las opciones que se discutían, la mayoría de lo más pintoresco.
Volvieron a aparecer los típicos iluminados intergalácticos, postergados
últimamente dado que la realidad terrena
ya parecía de ciencia ficción, que entre otras excentricidades
aseguraban haber sido informados de como los cinco (que así se les conocía ya),
fueron abducidos y llevados a otro planeta en
otra galaxia. Esto era tan cierto como que existen los Umitas porque sus
contactos del universo interestelar así se lo habían hecho saber mediante
trasmisión telepática. “O sea que no los busquen que no los van encontrar”.
“Quizá regresen cuando ya no haya vida en la tierra”.
—Pues menuda putada —dijo la abuela de
Isabel la limpiadora, que no se perdía ninguna de las cosas de la tele.
Otros contertulios mas espirituales,
manifestaban sin ningún pudor, haberlos visto en el Atlas marroquí cuidando
cabras unos o cultivando azafrán otros, llevados hasta allí por un súbito ataque de anacoretismo, tras
comprender ¡por fin! que la felicidad consiste en apreciar lo simple y buscar
por ello soledades difíciles de encontrar aquí, en Europa y sin querer llegar
hasta el Himalaya, por ejemplo, porque hace demasiado frío, ni a las selvas infranqueables
de Borneo o Vietnam, porque se hubieran perdido hasta de ellos mismos. Y desde
Marruecos se podían tener noticias de España, si arreciaba la nostalgia, con
solo acercarse de incognito, claro, a alguna ciudad.
—Si hombre y tú ¿cuánta hierba te habías
fumao cuando los viste?, desgraciado. Niña ten cuidado en esa torre, no te
separes de las compañeras.
“Esto es obra del comunismo internacional
para amedrentar al país. Cuba y Venezuela financian este nuevo terrorismo a
escala planetaria”.
—Pero si el país ya está jodido por los
Bilderberg esos —volvió a decir la abuela.
“Han sido las mafias chinas, para traficar
con sus órganos”.
—Bueno, esto ya está más visto…Niña, de
todos modos, tú por si acaso no entres en los bazares de Oriente…
“Ha sido el extremismo islámico que los ha
reclutado como yihadistas.
“La CIA los ha captado como espías”
—¿En qué quedamos? Niña, tú cuando veas un
tío con turbante o a los hombres de negro sal corriendo.
—Abuela te voy a castigar sin tele, ya
verás.
Pero la palma de oro de lo intolerable se la
llevó el mago que juró y perjuró haberlos hecho desaparecer como parte de una
estrategia de márquetin y se dedicó a hacer demostraciones in situ de su capacidad para volatilizar
personas ante las cámaras y el público presente en la calle y los alrededores,
que mas tarde volvían a aparecer en el mismo sitio. Pero los cinco no. Esos solamente ellos, él y
los patrocinadores sabían dónde estaban.
García juró que lo mataba. Detenido en
comisaría, se negó a declarar a no ser que estuviera delante su abogado.
“Conozco mis derechos”. “Eso es en las pelis americanas, aquí no” le dijo
García. “Si te gusta el cine te voy a presentar a Harry el sucio. Ya verás”.
Después de diez minutos con el sucio confesó entre sollozos que había
aprovechado la coyuntura para hacerse publicidad. “No tengo trabajo, era la
única manera de darme a conocer. Ahora todo el mundo habla de mí. Por favor,
por favor, déjenme ya, tengo una familia”. García casi le cruza la cara.”Los
desaparecidos también la tienen. ¿No lo habías pensado?”.
Después de que el ministro del interior se
reuniera con los familiares de los cinco para pedirles disculpas y ponerles al
día de lo poco que sabían, la policía divulgó un comunicado mediante el cual
dejaba claro que la investigación proseguía su curso, que no podía ser
desvelado, lógicamente, y que ellos y solamente ellos, serían quienes
informaran cuando hubiera algo definitivo que contar. Entre tanto cualquiera
que se dedicara a “hacer circular pistas o expectativas falsas sería puesto
inmediatamente a disposición judicial”.
La
emblemática Torre Sur, no daba más que quebraderos de cabeza. Primero había
sido la cornisa móvil que, para hacer honor a su nombre, comenzó a soltar
losetas de aluminio sobres los, en principio, desprevenidos viandantes, para
que luego se fueran con abogado y parte
médico e incluso con abogado y loseta incrustada en alguna parte de su anatomía,
a reclamar la correspondiente indemnización a la comunidad autónoma propietaria
del edificio. Además siendo como eran de diseño, reponerlas le salía al
gobierno provincial por un ojo de la cara.
Luego,
fue el pleito que el arquitecto interpuso a la comunidad, por no haberle pagado
en los plazos convenidos. La demandada adujo que antes de la fecha del último
plazo, la cornisa ya había herido a veintiséis personas, decapitado a un perro
y causado diferentes daños a cuarenta y tres vehículos mientras estaban
estacionados debajo de la puta visera de los cojones-esto según palabras del
presidente de la comunidad-, quien decidió demandar a su vez al arquitecto por
daños y perjuicios, amén del deterioro
causado a la imagen de la ciudad, ejemplo mundial, hasta entonces, de eficacia
y limpieza, cuyo edificio cayéndose a
pedazos dio la vuelta al mundo, impidiendo con ello que el consorcio qatarí que
había reservado las seis primeras plantas para instalar un hotel, continuara
con el proyecto. Cuando, tras retirar la visera e implorar la intervención del
rey para conseguir reanudar las gestiones ante los qatarís, ofreciendo un
precio más que favorable para el consorcio, el hotel estaba a punto de
inauguración, comienza a desaparecer gente.
“Avisa a ese cura que hace exorcismos. Esta torre está poseída”, casi
suplicó el presidente a su secretario que lo miró como si acabara de ver a un
marciano.
Todo
había principiado un jueves, día nefasto donde los haya; la primera víctima,
Iñigo Méndez, ejecutivo de una empresa eléctrica, terminó su jornada, tomó el
ascensor, se cree que para dirigirse al parking al que nunca llegó, y hasta la
presente, no se había vuelto a tener noticias.
—Otro que se fue a por tabaco —había dicho la
abuela de Isabel, cuando escuchó la
noticia.
El
viernes, uno de los asesores de una consultora internacional, siguió sus pasos.
—Estos
se fueron al Caribe. Seguro que ligaron por internet —volvió a decir la abuela.
El
lunes fueron dos los que desaparecieron. Y el martes el quinto y último, por el
momento.
Nadie
los volvió a ver. No se pusieron en contacto con nadie y nadie reclamó un
rescate, por lo cual la teoría del secuestro por dinero se fue abandonando por
todos los investigadores profesionales y aficionados.
Isabel
formaba parte del grupo de empleados encargados de la limpieza de la Torre. Desde que se había
separado trabajaba para Limpissimo y
conocía, de vista, a dos de los ejecutivos que parecían haberse evaporado. Les
veía llegar, a menudo, muy temprano. Uno
de ellos jamás saludaba y parecía molesto con el hecho de que las limpiadoras
anduvieran aún por allí. El otro, más mayor, era un hombre afable que siempre
daba los buenos días con una sonrisa. Así se lo contaron ella y su compañera a
la policía, añadiendo que les daba pena la suerte que podía haber corrido.
La policía iba y venía de continuo
interrogando a todo el mundo. Isabel les veía perdidos; habían transcurrido
varias semanas y no tenían ni una pista. En cuanto comenzaban un itinerario
medianamente aceptable, desaparecía el siguiente y volvían a quedar con el culo
al aire. Ya habían descartado un montón de probabilidades. No faltaba dinero en
ninguna de las empresas, ni en las cuentas de los desaparecidos. Sus pasaportes
estaban en sus domicilios, por lo cual era improbable que hubieran salido del
país y todos, excepto uno, llevaban una vida ordenada y previsible, tanto que
eso les podía haber convertido en una presa fácil para quien quiera que hubiera
urdido o llevado a cabo las desapariciones, caso de que así hubiera sido.
“Porque no creo que la Torre mate o haga
desaparecer a la gente por sí sola. Alguien tiene que estar detrás de todo
esto”, pensaba Isabel que era, de siempre, aficionada a los misterios.
No participaba en las porras que la mayoría
de sus compañeras hacían sobre cual teoría de las que se barajaban en las
tertulias televisivas sería la acertada o la que más se aproximara. Tampoco lo
hacía su compañera Celia. Ambas se sorprendían de la ligereza y la familiaridad
con la que el resto, trataba a los cinco desaparecidos, refiriéndose a ellos
por su nombre de pila y divulgando bulos sobre su vida privada que tan solo
obedecían a deducciones gratuitas, dado que ninguna los conocía ni siquiera de
vista.
“Hoy en día todo vale, ya no hay respeto por
nada. A mí no me educaron así y supongo que a ellas tampoco, no sé en qué tramo
del camino se perdió la consideración hacia los demás”.
Dos de las empresas afectadas, radicadas en
dos de las plantas donde limpiaba y en
vista de la poca eficacia de la policía, decidieron contratar a un investigador
privado, tratando plausiblemente, de hallar un indicio por donde desenmarañar
la madeja de conjeturas y falsas pistas en la que se hallaban sumidas.
Un
lunes a las siete de la mañana, Isabel y su compañera vieron aparecer por la Torre Sur, planta vigésima,
un par de elementos muy peculiares. Eran dos tipos diferentes, opuestos como el
sol y la luna. O mejor, como una estrella de poco fuste, aunque estrella al fin
y al cabo, y un pedrusco perdido por la
galaxia. El más joven era alto, con cierto aire Richard Gere, el pelo gris y
una sonrisa puesta en la cara de modo permanente. Pero no era una sonrisa
afable como la del desaparecido señor Guerrero. No era de esa clase. Era la
típica sonrisa ladeada del hombre que se sabe guapo y mira con suficiencia a
todos y en particular a las mujeres.
Se
llamaba Aníbal Manero y era conocido por ser un mujeriego sempiterno y por sus
métodos poco ortodoxos las más de las veces. Para Manero el resultado
justificaba siempre los medios y como al fin y al cabo, resultados eran lo que
querían los clientes, tenía trabajo a porrillo, incluso en tiempos de crisis
como los presentes.
Su
ayudante, su sombra, su mano derecha y su opuesto irreconciliable se llamaba
Casimiro Desgracia. Era una albóndiga con piernas. Un tipo ordinario y
descuidado, fiel a Manero como un perro al que
cubría la retaguardia tanto en lances investigadores como amorosos.
Estuvo varias veces a punto de perder la
licencia, la última había sido cuando le pegó un tiro en la pierna derecha al
novio, diputado provincial, de la última conquista de su jefe: una rubia
teñida, chica tele tienda en la emisora pagada por la Comunidad. Aníbal se la
había trabajado para conseguir información acerca de la implicación del
político en una trama de extorsión a empresarios. El mencionado cornudo, tal
vez por la sospecha de que la rubia hubiera hablado, salió detrás de Aníbal,
pegando tiros, sin ninguna puntería, con una recortada. Aníbal mientras se
ponía a cubierto, no salía de su asombro. Gente hasta ayer común y corriente, que
apenas hacía la o con un canuto, era entrar en política y espabilar de repente
hasta igualar al más avezado de los mafiosos tanto en armamento como en modos y
maneras de extorsión y amenazas o en telarañas internacionales de empresas
interpuestas e intercaladas para hacer perder el hilo al más pintado de los
sabuesos. No destacaban en nada más,
pero en delinquir hasta hacerse escandalosamente millonarios y en ligar con
putas que los desplumaban luego, se llevaban la palma.
Casimiro,
que esperaba en el coche, entró al oír los tiros y no tuvo otra que poner al
mafioso, perdón, diputado, fuera de combate de varios tiros por la espalda y
como era del partido conservador le destrozó, literalmente, la pierna
derecha.”Para que luego digan que no soy coherente”.
El
diputado, cojo para siempre desde ese nefasto día, juró por los principios de
la Internacional Conservadora, no cejar
hasta ver hundidos en la mierda al Manero de los cojones y sobre todo a la
albóndiga que le disparó. Menos mal que el partido le apartó del poder y sin
éste no hubo más influencias ni menos aun favores.
“Tal
vez en la cárcel conozcas a alguien que por poco dinero te los quite de
delante”, le había dicho, mas como burla que como consuelo, el que fuera hasta
ese momento su mano derecha.
Estos
dos elementos, llegaron un lunes llamando la atención, como de costumbre.
Mientras subían, el elevador se había
detenido en la decimotercera planta y una morena despampanante-demasiado para
ser de verdad- lo abordó, para deleite de Aníbal que no le quitó la vista de
encima. Ella le miraba de soslayo con sus penetrantes ojos verde esmeralda.
Manero salió del ascensor caminado hacia atrás para no dar la espalda a la
mujer y antes de que se cerrara la puerta le hizo una cortés y rendida
inclinación de cabeza.
Al
darse la vuelta tropezó con el cubo que Isabel no había tenido tiempo de
retirar, perdió el equilibrio y no se sentó en el suelo mojado porque ella
acudió al quite como el mejor subalterno, evitando que la ceremoniosa despedida
terminara en un ridículo vergonzante.
Manero, que era un mal educado, iba a ponerse
como un energúmeno, pero el físico de Isabel, alto, rubio, de ojos azules y
formas rotundas, le frenó. Aunque fuera la limpiadora, estaba muy buena,
hostia, y él ante un buen físico, no
hacía ascos a ningún oficio. Al igual que don Juan nunca había sido
elitista.
Más
adelante descubriría muchas cosas interesantes acerca de ella.
Continuará...
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