UNO
Iñigo Méndez, salió bastante más tarde que de
costumbre. La dichosa fusión le estaba amargando la existencia. Consultó el
reloj cuando se dirigía al ascensor, las ocho, demasiado tarde. Necesitaba
pasar por alguna tienda y comprar un regalo para su madre. Al día siguiente
cumplía ochenta y seis. Alguna pequeña joya estaría bien. “Mamá continúa siendo
una coqueta. No se me puede olvidar llamarla a primera hora”. Podría comprar el
regalo en la planta cuarenta y nueve, pero a su madre le gustaba una
determinada joyería de la milla de oro. Iría hasta allí. Cerraban tarde.
El ascensor se detuvo en la décima planta
para dar entrada a un sanitario con una camilla. Méndez puso cara de sorpresa y
de fastidio a la vez.
—Perdón señor, es que es muy urgente y el
ascensor de servicio no responde a la llamada.
—¿Vuelve a subir?
—No, no, voy al sótano dos. Una persona de
seguridad ha sufrido lo que parece un ictus. Tanto gimnasio no puede ser bueno.
—¿Es eso un fiambre? —se preguntó el
encargado de los monitores cuando vio avanzar la camilla por el vestíbulo— Ya
van cuatro este mes. Esta puta Torre va a acabar con nosotros.
Capítulo II
Una vez solos en el despacho se
pusieron manos a la obra: Aníbal, primero de todo, quiso informarse de quien
era la mujer de los ojos esmeralda para enviarle flores y comenzar así, el
asalto y el casi seguro derribo. Perdió casi una hora tratando de recabar información sobre ella, inútilmente. Había
observado que se dirigía al piso treinta, pero allí radicaba una empresa
agraria que ocupaba la cuarta parte de la planta, el resto estaba todavía
vacío. Nadie había visto por allí a una mujer
de esas características ¡ya nos hubiera gustado! “No, no estuvo por aquí nadie así, ni
siquiera un rato de visita, nos acordaríamos.”
A continuación bajo a la planta trece donde
ella abordó el ascensor. En esa planta había una consultoría, una editorial, un
despacho de abogados y un estudio de arquitectura. Allí trabajaban varias
mujeres pero ninguna con esas características. Nadie recordaba tampoco a una
mujer así. “Coño, si era tan espectacular la recordaríamos”.
Pese a todo, Manero no se resignó. Menudo
era él para las mujeres. La encontraría hasta debajo de los cimientos, si fuera
preciso.
—Veamos, Casimiro, yo inspeccionaré de nuevo
los despachos de nuestros dos desaparecidos y veré si puedo establecer un nexo
entre ellos, tú mira si ocurrió alguna cosa en el edificio, común a los días en
los que desaparecieron.
—¿Cómo qué?
—No lo sé. Cualquier cosa común. Por
insignificante que sea. A ver si por ahí encontramos algo.
Tras un día de reconocimiento de escenarios y
revisión de las grabaciones de las cámaras, la investigación no avanzaba.
¿Qué tenían en común ambos para haberse
esfumado casi al mismo tiempo? En principio, nada. Era lo único que sabían con
certeza.
El más joven era un hombre divorciado que
había tenido problemas de olvido con la pensión de los hijos y con la
devolución de los mismos a la casa materna al final de cada visita. El día que
la policía habló con su ex mujer, ésta se fue corriendo al colegio a comprobar
que los niños continuaban allí. Era un hombre al que le gustaba aparentar un
estilo de vida por encima de sus posibilidades. Tenía deudas acumuladas a las
que costaba hacer frente. Pero no faltaba dinero en la empresa. Aníbal llegó a
pensar que bien podían estar tramando algo los cinco juntos. Algo como un
atraco, por ejemplo. El hecho de que constara que no se conocían era un tanto a
su favor. Fue una teoría que no desechó.
El segundo, el señor Guerrero, era viudo
desde hacía varios años. Tenía una hija viviendo en Estados Unidos. Pasaba sus
vacaciones siempre con ella y los nietos, a los que echaba de menos
continuamente. Por eso cuando no regresó a la oficina, los compañeros pensaron
que se había ido a visitar a su familia, impulsado por la añoranza. Por
desgracia, no había sucedido así.
Los dos eran buenos candidatos para la
teoría del atraco. El primero podría acceder al tren de vida soñado y el
segundo viviría un ansiado exilio en Estados Unidos con su familia.
—Casimiro, vamos a ver quiénes son los otros
desaparecidos, hazme un informe sobre su vida y costumbres, vicios y aficiones
y todo lo que te parezca de interés.
Aníbal Manero pensaba en la morena de los
ojos verdes cada vez que tomaba el ascensor. Pero cuando llegaba a la vigésima
planta le gustaba encontrarse con Isabel. Ella, que no era tonta, se había dado
cuenta de cómo Aníbal le miraba el culo y andaba desde el primer día, resuelta
a hacerle un favor. Hacía más de un año que no pillaba y la vista de un hombre
atractivo le había revolucionado las hormonas y de qué manera.
Ya le habían contado a Casimiro
todo lo que podían contar de los desaparecidos, pero esa mañana Aníbal quiso
interrogarla personalmente.
Isabel había tenido una especie de
premonición y había estrenado un conjunto de ropa interior de lo más sexi, por
si acaso. El interrogatorio se condujo según lo esperado, Aníbal, tenía a
Isabel aculada contra la mesa y andaba explorando debajo de la bata mientras la
besaba, cuando entró Desgracia haciendo honor al apellido, sobre todo para
Isabel, a quién el simple roce de unas manos masculinas ya le había acelerado
el cuenta kilómetros.
—Perdón, es que he encontrado algo…., —dijo
titubeante.
—Y yo. Lo siento, continuaremos otro día —dijo
Aníbal a Isabel, que consciente de ello ya había abandonado el plano inclinado
y vuelto de nuevo a la verticalidad. Aníbal le deslizó un papel y un boli, mientras se volvía hacia
su ayudante, y ella comprendió en seguida para que.
—También traigo la información que me pidió
sobre los demás.
—Pasa de una vez y siéntate.
Isabel salió del despacho maldiciendo a
Casimiro. Además se le había hecho tarde, la última oficina le había quedado a
medias y ya no podía volver, porque todos los empleados estaban en sus puestos.
Recogió sus cosas y se fue por el ascensor de servicio.
Continuará...
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