SIETE
El otoño había llegado
destemplado y lluvioso y la abuela no tenía ganas de salir al bingo y pillar de
camino una mojadura y un resfriado; sin nada mejor que hacer y sin nuevas pelis
de Paul Newman “tengo que buscarme otro novio más actual”, se dedicó a
visionar los videos que había enviado García y que nadie
había devuelto. Eligió varias cintas al azar y se entretuvo viendo a la
gente guapa entrar y salir de las carísimas tiendas cargadas de bolsas. “Para
estos no existe la crisis”
—¡Coño! La Rita Hayworth otra vez. Lleva el
vestido tres tallas menos, como la Ana Obregón.
Aníbal estaba dormitando a la espera de
noticias sobre el operativo y se espabiló al oír el nombre que no terminaba de
saber pronunciar. En efecto. Delante de una de las cámaras del escaparate
de la tienda de ropa de Carolina Herrera, varios metros más allá de la Torre,
una morena espectacular con melena ondulada y curvas acentuadas por un vestido
de talla muy inferior a la suya, se miraba en el cristal y se lanzaba un beso
de aprobación.
Aníbal parpadeó y se quedó mudo. Llevaba
incluso el mismo vestido que el día del ascensor. ¿Qué había ido a hacer
aquella mañana a la Torre, cuando la policía ya tenía montado un operativo y
una vigilancia de cojones? O era idiota, cosa que dudaba, o le iba el riesgo
hasta la temeridad. Vanidosa era desde luego y eso había jugado en su contra.
Un coche último modelo de una marca carísima, se detuvo a su altura. La morena
metió la cabeza por la ventanilla del conductor para besarlo en los labios y a
continuación, rodeó el coche con un contoneo afectado y provocativo, para
sentarse al lado del hombre al que volvió a besar, antes de que el auto
arrancara a toda leche.
—Espera —dijo Isabel—¿Puedes parar la
grabación justo donde aparece el rostro del conductor?
Aníbal lo hizo sin responder. Se había
vuelto mudo y obediente.
—Es el. Es el señor Nieto. Don Bosco, mi
desaparecido, el cuarto, el hedonista, el divorciado, el…
—Si mujer. Ya lo hemos comprendido —se
apresuró a cortar la abuela.
—¿De qué día es la grabación?
—Del martes 18 —respondió expectante.
Había vuelto a dar en el clavo.
“Soy una detectiva de cojones”.
Capitulo ocho
Cuando estaban
terminando el montaje de la operación “Tesis”, Anselmo llamó por teléfono:
—Jefe,
acabamos de encontrar al del retrato robot.
—¿Dónde?
Por fin una buena noticia,— se alegró García.
—En la
playa del Oriente, muerto de un disparo. Lleva varios días en el agua. Pero es
él. Fijo.
En efecto, era él. Muerto era idéntico al
retrato robot, parecía premonitorio.
“Genial, el único testigo. Era de prever que
ocurriera esto”.
A García le hubiera gustado dirigirse al
cabaret a la hora de la actuación de Gilda, y ponerle las esposas una vez
hubiera terminado de cantar. “Se acabó, nena.” “Yo lo siento por ti”, le
hubiera respondido ella con su voz sensual. “¡Corten!” hubiera dicho John
Huston, pero estaba convencido de que a estas alturas, andaría tratando de
escapar, si no lo había hecho ya. La muerte del cómplice lo corroboraba.
Llevaba tres días en el agua por lo cual Gilda o como coño se llamara podría
estar ya lejos, incluso fuera del país. “Va a ser cierto eso de que siempre
llegamos tarde”.
Un derroche de coches policiales tomó la
calle para nada. Gilda no estaba ni se la esperaba y todo el personal parecía
haber sufrido un repentino ataque de ignorancia. Nadie la conocía.
—¿Pero
cómo que no? Pensáis que somos gilipollas. Sabemos que es un hombre. ¿Nadie
sabe ni siquiera cómo se llama?
García le hizo señas a Harry el sucio para
que se acercara.
—Bueno, verá jefe, la conocemos como
cantante, pero nadie sabe donde vive ni quien es en realidad. Lleva aquí solo
unos meses. Es un hombre, si. Se hace llamar Gil. Es lo único que sabemos.
— ¿Sois vosotros todos los empleados?
—Falta uno. El nuevo. Se hace llamar Rocco.
—¿Se hace?
—Sí. Aquí a los más principales nadie les
conoce bien. Nosotros solo sabemos eso. Hace unos días que se fue. Vino a
recogerlo un coche. Debía ser de parte del jefe.
—¿Quién es el jefe?
—No lo
sabemos —respondió el de siempre— Rocco hacía de camarero y era el enlace con
el jefe.
—¿Quién os contrató?
—Un
tipo raro y bajito amigo de Gilda. El nos paga también. No sabemos nada más. Se
lo juro jefe —remató el hombre mirando de soslayo al sucio.
—¿Cómo
se llama ese elemento?
—Gilda
lo llamaba Johnny y nosotros jefe, jefe.
—No
soy tu jefe, di señor inspector cuando te refieras a mi —le espetó García con
cara de muy mala leche mientras respondía al móvil.
Era Anselmo con una voz extraña. “Ay, la
hostia”, pensó García.
—Tengo
dos noticias. Una buena y la otra muy mala. ¿Cómo empiezo?
García juró mentalmente mirando al cielo,
que le pegaba un tiro en cuanto tuviera ocasión.
—No me
jodas Anselmo. No me jodas.
Hubo un silencio al otro lado.
— ¡¡¡Anselmo!!! Habla hijo de puta.
—Es Gilda. La han detenido en el control de
la salida norte.
—¿Y?
—Y se han liado a tiros. Ha matado a uno de
los nuestros, herido al otro y se ha escapado. Según testigos se fue hacia el
puerto. Va herida. No, va herido. Es un hombre jefe.
García salió a escape. Por el camino ordenó
a todos los coches dirigirse al puerto y formar una barrera de modo que
“ese cabrón no se acerque al muelle ni de coña”.
García enfiló la avenida principal de acceso
al malecón a todo lo que daba el motor del Citroën BX. De pronto un coche se le
vino de frente a toda velocidad seguido por los coches patrulla, que nada más
se adivinaban por el ruido de las sirenas. Gilda giró bruscamente a su derecha
y enfiló por una calle transversal en dirección prohibida, García se fue
detrás. Pocos coches venían de frente, por suerte para ellos y los peatones,
muy prudentes, ni osaron cruzar la calle ni siquiera poner un pie fuera de la
acera. Los motores rugían igual que los de una carrera de fórmula uno. Gilda
cambió de dirección varias veces, yendo y volviendo, buscando salir del
entramado de calles, en dirección al extremo norte del puerto, siempre buscando
esa dirección, posiblemente a la vieja fábrica de hielo, pensó García. ¿Qué
habría allí?
En efecto, no se
había equivocado, Gilda hizo lo imposible por despistar a los polis, cosa que
había conseguido tras casi media hora de idas y venidas, en las cuales los
coches policiales protagonizaron varios incidentes destrozando mobiliario
urbano y chocando entre sí dos de ellos, que quedaron parados taponando la
calle. El consiguió seguirla aunque a bastante distancia. Mejor diríamos que se
encaminó hacia la fábrica de hielo por el camino más corto que halló, seguro de
que ella o él se dirigía allí, por un motivo que García, a estas alturas, sabía
de sobra cual era.
Cuando llegó al viejo edificio, el coche de
Gilda no se veía, posiblemente lo hubiera aparcado detrás. García se detuvo y
llamó a su gente.
Aníbal y media ciudad, tenían una aplicación
que permitía escuchar la radio de la policía a través del móvil. Esta emisora
se había convertido en líder de audiencia y en una competencia desleal para las
radios comerciales, tanto que el ministerio del interior se planteaba, y no era
broma, insertar publicidad en las retrasmisiones de operativos. “Con el tiempo
los anunciantes financiaran delitos para hacerse publicidad”, opinaba García al
que no le faltaba razón. Así que cuando el inspector dio la posición de la
fábrica de hielo, Aníbal se fue directo a por el coche.
Cuando llegó, el Citroën de García estaba en
la explanada, pero del poli no había señales y el resto de coches aun no habían
llegado, perdidos como estaban en una maraña de calles de dirección única,
enzarzados algunos en discusiones con otros conductores. Se sentía a lo lejos
el ruido inconfundible de un helicóptero que supuso vendría a colaborar.
Aníbal empuñó la pistola y se dirigió en
zigzag hacia la puerta. Cuando se disponía a entrar sonó un disparo. Se puso a
cubierto tras un contenedor, pero el tiro no era para él. Mientras avanzaba en
dirección al sonido, escuchó el ruido de una puerta y al poco el motor lejano
de lo que supuso un coche. Seguro que Gilda trataba de escapar. El helicóptero
estaba justo encima.
Cuando llegó a una especie de sala vio a
García tendido en el suelo. Gilda le había disparado por la espalda, casi a
bocajarro. La cosa no pintaba bien. García había perdido el conocimiento y
sangraba abundantemente.
—¡Quieto,
suelta el arma!
—Soy
Aníbal Manero, gilipollas. El asesino acaba de salir por la puerta de atrás
¿Vas tu o voy yo?
— Voy
yo ¿Es grave lo de García?
— Si.
Aníbal pidió una ambulancia y permaneció al
lado de García hasta que llegaron. Mientras se llevaban al inspector y antes de
que apareciera la científica, echó un vistazo. El resto de polis se habían ido
detrás de Gilda. La persecución estaba siendo caótica.
El viejo edificio había estado a punto de
ser demolido, pero al final una empresa extranjera lo había comprado barato con
la intención de remodelarlo y convertirlo en restaurante de lujo, con su propio
embarcadero, pero llegó la crisis y las obras no terminaron. Saliendo de la
especie de sala donde estaban, posiblemente el futuro comedor, se llegaba por
un pasillo ancho y corto a la cocina. Había un cuartito anexo y en él
unas escaleras que bajaban a un sótano donde se hacía evidente que
pensaban instalar la bodega. Aníbal lo recorrió con calma. En alguna parte
tenía que estar la sala de torturas de Gilda y ese era un buen sitio. De pronto
su pie tropezó con algo casi imperceptible. Se agachó, “nunca llevo la
linterna, maldita sea”, y se alumbró con la luz del móvil. Pudo ver una ranura
en lo que parecía una trampilla. Bendijo su costumbre de llevar zapatos
italianos de fina suela; con deportivas ni lo hubiera notado.
Le costó Dios y ayuda levantar la chapa de
acero que tapaba el zulo. Pesaba lo suyo. El tal Gil era un forzudo. “Otra vez
la linterna me cago en la puta”. Con la lucecita del teléfono distinguió una
sólida escalera metálica apoyada en la pared. Bajó con cuidado y llegó a una
especie de vestíbulo amplio. Al fondo se adivinaba una puerta y a su lado había
una camilla. Palpó la pared buscando un interruptor. “Bingo”, hubiera
dicho la abuela, cuando lo encontró. En efecto había una puerta; una puerta de
acero blindada. Abrirla le iba a resultar imposible como no encontrara la
llave, cosa a todas luces improbable. Se acercó y empujó. Con gran asombro por
su parte, la puerta se abrió. Gilda no había tenido tiempo de cerrar.
Pensándolo bien, total ¿para qué? Una vez en la fábrica era cuestión de tiempo
que hallaran el zulo. Entonces para que fue. Podía haber tratado de escapar por
otro lado sin necesidad de guiar hasta allí a la policía. Tal vez quería que
hallaran el sitio y comprobaran lo que hacía y sobre todo, lo bien que lo
hacía. Era una histriónica, necesitaba público.
Entró. No se había equivocado, allí estaba
la sala de tortura y grabación. La habitación era amplia. Tenía todo lo
necesario para una buena sesión de martirio. Cadenas, argollas, látigos,
cuchillos, sierras, bates metálicos…y curioso, muy curioso, una sala de
maquillaje y una colección de pelucas. Al fondo había un armario empotrado de
pared a pared. Aníbal lo abrió con reservas. No le gustaba nada lo que estaba
encontrando. La sorpresa fue en aumento: estaba lleno de ropa, pero no común y
corriente; era ropa como de actuar. Recordó lo que le habían dicho la abuela e
Isabel de los disfraces de actores y lo comprendió. Gilda disfrazaba a sus
víctimas probablemente de actores y luego los torturaba hasta la muerte. Una
perversión más de sus clientes. Había otra puerta que, posiblemente, daba a
otro cuarto. Dudó un segundo y al final, entró. Era la sala de torturas
propiamente. Allí estaba dentro de una jaula tirado en el suelo el abogado y
sentada en la silla frente a la cámara la novia disfrazada de hombre. Muertos
los dos. La muerte de ella, por asfixia, era reciente. Aun estaba caliente.
Lamentó no ser aficionado al cine.
Las paredes estaban empapeladas con posters
de actores, “supongo”. Reconoció a Marilyn “inconfundible” a la famosa Rita “no
sé que,” al Wayne ese que camina raro y a un tío con tupé en actitud de
bailarín, con traje blanco y camisa negra que supuso sería el que sirvió de
modelo para el disfraz del sanitario del parquin. “Mi pariente Manero”.
Arriba se oía movimiento. “Ya llegaron los
listos”.
Sobre la silla del director había un
cuaderno. Aníbal se lo metió en el bolso justo en el momento que entraba la
científica.
— No habrás tocado nada.
— No habrás tocado nada.
—Soy un santo.
— Como hayas echado algo a perder, te
las verás conmigo, Manero.
— Que miedo me das_ le respondió Aníbal
acercándole la cara.
—¿Cómo
bajaba los cuerpos? —preguntó otro.
—Al hombro.
Es un forzudo. Claro, tú no has tenido que levantar la tapa del zulo —dijo
Manero mientras subía la escalera.
Cuando estaba a la mitad, observó otra
puerta muy al fondo, retrocedió y se dirigió hacia allí. Se encontraba solo de
nuevo. Cuando abrió, una ráfaga de aire le hizo pararse y volver el rostro.
Estaba a la orilla del mar. El lugar era un embarcadero debajo del edificio, al
otro lado del puerto. Desde allí se salía casi de inmediato a mar abierto. Por
eso Gilda llegó hasta allí. Para escapar. El ruido que escuchó no era
precisamente del motor de un coche. Posiblemente introducía por aquí a los
secuestrados. Tendría el barco esperando en un sitio discreto, los encerraba y
los iba trayendo, tal vez de dos en dos. El acceso a la sala de torturas era
más fácil que por el sótano.
Antes de huir tuvo tiempo de matar a la
mujer del joyero y luego, disparó a García. No hubiera hecho falta, no
necesitaba subir para nada, pero sabía que el policía lo había seguido y se
divirtió pegándole un tiro. “Psicópata de mierda, te echaré el guante, lo juro”.
—¿De
dónde vienes por ahí?
—Mira y
lo sabrás, listo. Con cuidado, no sea que te ahogues.
Cuando salió del edificio permaneció unos
minutos apoyado en el coche respirando aire puro. La tarde se había puesto gris
de nuevo tras una ligera tregua, y el viento soplaba de nordeste. Mal
augurio. El mar ya se había encrespado y parecía hervir. Las olas borboteaban
nerviosas. La espuma salpicaba el malecón.
—¿Donde carajo
te habrás ido, hijo de puta? —se preguntó mirando el horizonte—. Juro que te
encontraré aunque sea lo último que haga. Te traeré ante García como que me
llamo Aníbal Viriato Manero Jiménez. ¿Qué pasa? Yo no me puse el nombre, le
dijo al coche mientras abría la puerta. “Yo no he dicho ni mu” hubiera
respondido el coche si supiera hablar.
Aníbal arrancó y se dirigió al hospital. Le
contaría a Casimiro lo sucedido, pero sobre todo iría a ver a García. La herida
no presagiaba un futuro agradable para el inspector.
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