II
Según
afirma la Crónica Lisboense, desechada
durante siglos por estar escrita en un mal latín, pero absolutamente veraz, estos
hechos sucedían a menudo en esa corte y en otras muchas; incluso en moradas de más
baja categoría, episodios de esta índole u otros parecidos eran moneda
corriente, aunque estos no los recoja la Crónica ya que carecen de importancia
para el hecho que nos ocupa. Eran años muy difíciles. Las diferentes monarquías
europeas se estaban asentando y los bastardos sólo traían problemas si se les
dejaba crecer. Bien lo iban a saber, por desgracia, la reina Adosinda y el
infante Alfonso, desde cuya corte partimos para este relato. Pero por suerte
existen los adelantados; esa gente preclara que, aprendiendo del presente, sabe
prever el futuro y tomar medidas a tiempo aunque sean dolorosas.
Más vale muerte callada que desventura
publicada, dice el docto refranero popular; o que llore el hijo que no el
padre, pudiéramos decir más bien, ya que en la historia que referiré a ustedes,
atentos lectores, nadie mandó nunca matar a los hijos. Si murieron más tarde
fue porque así lo decidió el azar o las circunstancias, no la corte en ningún
caso. Además, lo que en principio fue simple salvaguarda de la paz
dinástica, costando buenos dineros a las
arcas reales, se convirtió con los
siglos en un negocio rentabilísimo que aún perdura y que vuestras avispadas
mentes asociarán enseguida con casos
conocidos en las monarquías mundiales, aunque algunos pensaran por ello, que es
puro oportunismo por mi parte que no teniendo nada mejor que contar echo mano
de una conspiración mundial que solo a mi me consta.
Deben creerme sin dudarlo; yo soy tan de
fiar como la Crónica Lisboense, dado
que como ella, me desenvuelvo mal con el latín y esto constituye en la escala
de la credibilidad histórica, el mejor y el más ponderado de los avales.
En la corte de un reino
cualquiera de los que había en España
Año del señor de 779
El
invierno estaba siendo más crudo de lo normal. La nieve había llegado
acompañando a la corte, con intenciones de permanecer también en la pequeña
villa, que lucía por ella blanca e inmaculada; pero bajo el prestado manto
continuaba igual de inhóspita, sucia y mostrenca. Todo era muy reciente y aun
no había tenido tiempo para adaptarse a los nuevos y señoriales vientos. Ni los
monarcas para hacer reformas, a todas luces necesarias.
En
palacio ardía buen fuego en cada una de las habitaciones pero así y todo el
frío se colaba por cada rendija. De vez en cuando, el viento se entretenía en
abrir un ventanal y entonces una corriente gélida invadía la estancia, apagando
hachones y velas, como si una legión de almas de otro mundo, mas cohibidas que
amenazantes, se hubieran transportado a este, con orden de dejar ateridas a la
reina Adosinda y a sus damas.
—Son los ángeles —suspiraba una dama de
nombre Gumersinda, que aun no se había maleado en la corte.
—Son demonios —opinaba Teodomira, que ya
había sido lanceada en varias plazas.
—Vendrán como mucho del purgatorio —opinaba
doña García mientras cerraba—. Con esta cola de hielo es imposible que vengan
del infierno.
La dueña García no era muy dada a creer en
seres celestiales. Por nada en particular; era descreída, nada más.
—Además ¿para que se iba a molestar el señor
diablo?, con Mauregato ya tenemos suficiente representante del averno.
—¡Doña García! —reprendió la reina —que es
mi hermanastro.
—Es un morángano de mierda, mi señora. Un
bastardo. Un asesino. Mi señor rey, Alfonso, sucumbió a los encantos de Sisalda
la esclava mora, puedo entenderlo porque
era bastante más guapa que mi señora reina Emersinda y mucho más larga también, pero nunca debió de criar a su hijo
en la Corte. Ese bastardo jamás debió crecer en la casa de su padre. Por su
ambición y sus malas artes hemos tenido que salir huyendo de la anterior corte
y venir a vivir a este pueblo infame. Claro de tus hermanos tampoco salieron
mejores. No sé si fue el diablo u otro ser aun mas depravado quien indujo a
Fruela a asesinar a Vimara. ¡Casta de matarifes! Menos mal que los niños,
vuestros sobrinos, están en Galicia con los buenos frailes. Aquí no aprenderían
nada bueno. ¿Por cierto, cuando regresa el rey?
—Cuando el tiempo lo permita y él lo tenga a
bien.
—¡Ay Señor, Señor, cuanto viaje y cuantas
ausencias y que largas!…
—Doña, ¡déjalo ya! —ordenó la reina— y no
afiles mas la lengua o cualquier día te cortará la boca en dos mitades.
La dueña hizo ademán de cerrarse la boca con
llave y guardó silencio.
Era casi la hora de la cena. La reina y sus
damas se disponían a recoger sus labores. Adosinda se dirigía a ver como se
encontraba su hija la princesa María postrada en el lecho, invadida como cada
invierno por las flemas, y agravada por el frío de la huida, cuando
unos gritos desgarrados avanzaron por el largo pasillo del lóbrego y todavía
bastante sucio, palacio real.
—¿Quien gime así? —preguntó Adosinda.
La puerta se abrió con violencia lo que
propició otro apagón con la corriente. Una de las damas de la reina que acababa
de dar a luz apenas hacía unas horas se precipitó de rodillas ante ella. El
rubio cabello le caía sobre el rostro y sudoroso como estaba por los esfuerzos
del reciente parto, se amalgamaba con las lágrimas formando un amasijo impropio
en una dama como ella. Cuando volvieron a arder las antorchas y la reina
contempló el aspecto de la joven, puso cara de repugnancia.
—Señora no está. Me lo han quitado. No está
mi hijo, señora. Me lo han robado mientras yo me quedé adormecida. No está.
Señora, piedad. Como los anteriores. Ya no lo podré soportar.
—Te está bien empleado por puta —se dijo
para sí doña García.
—Vamos a ver Griselda. Alguien lo habrá
cogido por algún motivo. Tiene que estar en palacio. No perdamos la calma. Doña
García ordena que atranquen las puertas, que nadie pueda salir y que se
presente el jefe de la guardia. ¡Rápido! Vamos a ver, mujer, haz memoria,
¿Quién había contigo? A lo mejor se llevó al niño un momento para que lo viera
su padre, por ejemplo…
—Eso si supiera quién es —apostilló doña García regresando acompañada
de Sisebuto el jefe de la guardia personal de
la reina. Adosinda iba a decir algo pero la dueña se adelantó:
—Conocer al padre lo mismo facilitaba las
cosas. Podría habérselo llevado él o su familia.
—Pudiera ayudar, si —apostilló Sisebuto que
tenía aspecto de oso.
—Tú callado —ordenó la dueña, doña García
Griselda miró a la reina. Era un poco
embustera la muchacha.
—No lo sé mi reina. No sé quién es el padre.
Uno de los emisarios del reino vecino que vinieron meses ha, a entrevistarse
con mi señor el rey Silo, me tomó por la fuerza.
—Pero si eran frailes. No blasfemes
insensata.
—No lo hago doña García. Fue así, lo juro.
—Con alguien más yacerías. Es mucha puntería
quedar preñada a la primera. Las otras tres veces te pasó lo mismo. Es un
castigo de Dios que tus hijos desaparezcan.
Griselda gimió a pleno pulmón, con más rabia
contra la dueña que pena por la pérdida.
—Vamos
a ver Sisebuto, registra personalmente el palacio de arriba abajo. Que nadie
entre ni salga hasta que aparezca el niño. Acabamos de llegar, la otra corte no
era segura, pero esta… En Cangas habían
desaparecido veinte si no llevo mal la cuenta. Son demasiados. No puede ser que
se evaporen. Alguien tiene que saber algo. Tiene que haber un culpable.
—No si haberlo, haylo.
—¿Que quieres decir dueña?
—Nada mi reina.
Adosinda despidió a sus damas. Cuando se
quedaron a solas mientras las jóvenes
acompañaban y trataban de consolar a la reciente madre, la reina que podía ser
un poco ingenua pero que no era tonta, preguntó a doña García.
—¿Son hijos del rey?
—Puede —Respondió García sin sorprenderse
por la pregunta.
—¿Son o no son?
—Si. Pero puede acontecer como en el caso de
hoy, que las damas tengan más amantes y no haya seguridad.
La reina obvió la observación.
—¿Todos
los desaparecidos son hijos de rey?
—Si.
Pero…
—¿El
ordena que desaparezcan?.
—No
—¿Y
bien?
—Siempre
sospechamos de Vimara y una vez muerto, de Fruela, pero una vez asesinado
también, comenzamos a sospechar de
Maragato. Sin embargo, debo decir para no sentirme tan vil como ellos, que no
son los culpables de las desapariciones. Al menos no directamente.
—¿Mueren
los pobres niños? —Preguntó Adosinda con un hilo de voz.
—No mi reina. Puedo juraros que los niños
son entregados a alguien y ese alguien los mantiene con vida. Es más, puedo
juraros que los niños son instruidos como si fueran hijos de rey.
—Que es lo que son en realidad.
—Son hijos de puta.
—¡Doña García!
—Perdón señora.
La reina se sentó al lado del fuego. La
dueña, aunque se temió lo peor, permaneció de pie.
—Estoy esperando que me cuentes.
—¿El que mi reina?.
—No te hagas la tonta. Todo cuanto sepas de
los nacimientos y las desapariciones. ¿Quien se lleva a los niños y adonde? Has
dicho que puedes jurar que son bien atendidos. ¿Qué sabes? ¡Habla, rápido!
—Solo sé que alguien se encarga de llevarse
a los bastardos y sacarlos de palacio. Alguien que cuenta con autonomía para
moverse a su antojo y con poder para disponer en nombre de la corte. Os juro
por mi pobre madre que no se de quien se trata. Creo que, en principio, los
niños son entregados a un fraile. Este los lleva a su destino el cual ignoro,
pero me consta que los niños y niñas son educados y tratados como nobles.
—O sea, que el rey está al tanto. Mejor
haría fornicando solo conmigo, como por otra parte es su obligación y dejando
en paz a mis damas.
—Es que ellas son muy putas, mi reina.
—¿Que pueden hacer si el rey las requiere?.
Negarse les traería muchas complicaciones. No culpemos a quien solamente
intenta sobrevivir.
—Sois muy generosa mi reina.
—Soy
realista, aunque todos me tengáis por tonta. Así que según tu es imposible
recuperar a los recién nacidos una vez que son sacados de palacio y esto ¿se
hace desde ahora o ya se hacía en tiempos?
—Veréis
—Doña García se sentó; el relato iba para largo y ella con el frío y la huida
no tenía piernas para tanto—: Cuando crecieron vuestros hermanos pusieron el
grito en el cielo, porque en buena ley dinástica Mauregato, el bastardo, era
anterior a ellos y por tanto se creía con más derechos. Intrigaron con vuestro padre,
lloraron, suplicaron, aunque mi señor el rey les hizo recordar que "la monarquía
es electiva y por tanto cualquiera de los tres podría ser elegido rey. Vos
señor podéis imponer a quien queráis. No es tan sencillo. El trono hay que
ganárselo”. Desde ese día los tres varones no se dieron tregua ni cuando
dormían. Lo hacían con el puñal en una mano y la espada en la otra. Ni siquiera
los hermanos de padre y madre se respetaron, como ya sabemos. Las disputas, los
insultos y las peleas, con sangre incluso, se convirtieron en habituales. La
corte andaba soliviantada y dividida, tanto que los partidarios de unos y otros
se enzarzaban a golpes o a lanzazos por menos de nada: una mirada aviesa era
motivo para sacar a relucir los aceros y para que alguno terminara sus días con
las tripas fuera. Vos ya lo sabéis. El día a día en la corte era una tortura.
Aconsejado por este proceder, vuestro padre,
mi señor rey, ordenó sacar de palacio a todos los bastardos tuvieran la edad
que tuvieran. Así de expeditivo. Mejor prevenir que lamentar. Todos, excepto Mauregato,
que fue el primero de los hijos varones y era, además, su ojito derecho, mas
por ser hijo de Sisalda que por méritos del muchacho. Eso trajo algún que otro problema y acabó con
la vida de varios de ellos al resistirse
al exilio unos y tratar de regresar a casa otros. Las criaturas, ya creciditas,
murieron ensartados por los guerreros encargados de su custodia o perdidos por
los montes, donde fueron devorados por lobos y osos. Esta dinastía es proclive
a dejarse devorar por fieras, como sabéis vos, mi reina, mejor que yo. Para
evitar repetir estas desgracias, se tomó la decisión de llevárselos nada más
nacer. Y punto. Se constituyó una especie de fundo para darles asilo, con amas
de cría y todo lo necesario. Es todo lo que se. Creo que está bien nutrido.
Creo también, que no es el único que existe. Otras monarquías del país,
acabaron por imitar la sabia decisión de vuestro padre.
García hizo una pausa para tomar aliento.
—Mientras, en palacio, como fuimos viendo,
los infantes intentaron ganarse el trono a su manera: cuando vuestro padre y el
suyo agonizaba, el segundo mató al primero, facilitando las cosas para que el
moro, el primogénito en realidad, sólo tuviera que liquidar al asesino que era
quien pugnaba con el por el trono, ayudado por los secuaces de Vimara; y no
mataron a sus hijos porque vos anduvisteis a tiempo. Cuando el Consejo eligió a Aurelio como rey, el bastardo expulsado de la corte, juró acabar con
todos en cuanto hubiera ocasión y nada mas la hubo, no le tembló la mano para
intentar mataros a vos y todas nosotras que, desamparadas por la ausencia del
rey, tuvimos que partir a uña de caballo
y llegar a este lugar infernal, donde eso sí, estamos protegidas por una turba
de matones, los mas desarrapados y zafios que he visto en mi vida. Espero que
sean tan eficaces como necios.
—De momento han repelido a Mauregato y sus
huestes y parece que los han diezmado.
—Recemos
para que regrese el rey y tome las medidas oportunas.
—Si,
dueña. Recemos también por los niños robados. Para que alcancen su destino.
—Espero
que no sea caer sobre la corte. No me fío un pelo de esos bastardos —esto
último lo pensó solamente para no incomodar la reina.
Continuará...
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