III
El
prior estaba hasta las narices de discutir con el conde de Castro Altivo. Era más
terco que un cabrito. Ya no había sitio en el cenobio para más gente. Además
los chicos crecían y se convertían en hombres y mujeres con los consiguientes
problemas que ello acarreaba. ¡Que eran hermanos por Dios bendito! Al menos
hermanos de padre y como poco primos. No debía haber cópula bajo ninguna
circunstancia. Lo mejor era la solución
que él había ideado inspirado por el Señor, por supuesto,: crear un
pueblo alrededor del castillo y del cenobio e ir trayendo jóvenes, de uno y otro sexo, de otros lugares amen de enviar algunos de aquí al resto de cortes donde
hubiera bastardos recogidos en monasterios, como los nuestros. Hoy ya los había en casi todos los reinos; el
mantenía contacto con monjes y monjas que habían criado varios y comenzaban a
tener el mismo problema.
Construyendo una villa al abrigo del
castillo y asentando a los jóvenes constituidos en familias de hidalgos bien
educados y formados, podían vivir, dándoles algunos siervos, de las tierras sin
labrar y sin provecho con las que contaba el conde, pagándole diezmos y
primicias, y de este modo lo improductivo se tornaría en beneficioso para todos
y se terminaría con el problema del más que posible incesto, además de aumentar
la población del reino. Siempre como Dios manda. Cuando hubiera excedente se
les podía enviar a las marcas como repobladores. Son gente instruida,
disciplinada y hábil en el manejo de las
armas. Resultarán útiles en cualquier parte. Es cuestión de organización como
lo ha sido hasta ahora.
—Tengo que solicitar permiso del rey.
—Pues no esperéis mas os lo ruego, conde.
Por favor. Si sois buen cristiano daros cuenta de que así no podemos continuar.
El peligro de pecado mortal es inminente.
El conde emprendió el camino de muy mala
gana; tuvo que ir en busca del rey al palacio de verano. Silo estaba enfermo y
apenas podía moverse del lecho. Adosinda había hecho volver a su sobrino
Alfonso y estaba negociando con los nobles del Consejo para que fuera elegido
rey a la muerte de su tío, evitando así que el bastardo Mauregato se hiciera
con el poder. Había reticencias porque los partidarios de Vimara que habían
participado en el asesinato del padre del infante, temían represalias. El rey
no recordaba a aquellas alturas, haber tenido hijos naturales ni menos aun que
existiera el tal fundo en las tierras del conde. Castro Altivo, un poco
desesperado habló con la dueña García, para que ella tratara con la reina del
asunto.
—Podéis hacerlo vos. Mi reina esta al tanto
de todo.
—¿Ah sí? ¿Desde cuándo?
—Desde hace mucho.
Adosinda hizo un merecido alto en las
negociaciones y atendió al noble. Le pareció bien tanto la fundación de la
villa como el enviarlos a repoblar las marcas.
—¿Que fue de los primeros recogidos, los
hijos de mi padre? Esos ya peinan canas.
—Creo que la mayoría casó con gente de la
villa cercana. No eran demasiados. Fueron fáciles de controlar. El prior lleva
un censo de todas las familias, no les pierde la pista bajo ningún concepto.
Otros profesaron como frailes y como monjas
—Supongo que lo harían por propia voluntad.
—Estoy seguro que así fue, señora.
A Castro se le había ocurrido algo durante
la espera: los bastardos eran jóvenes aguerridos que manejaban la espada con
mucha destreza y a los que se les había inculcado el sentido del deber sobre
todo, como hijos de rey que eran.
—Formaré un grupo de elegidos, junto con los
llegados de otros reinos y nos presentaremos aquí para contribuir a forzar la
elección de Alfonso.
—Hecho.
El
conde era guerrero por naturaleza y durante la paz conseguida por Silo echaba
de menos las continuas escaramuzas de antaño. Esto de ahora no era vida para un
caballero. Parecía una dueña al cuidado de los bastardos. Regresó a toda prisa
lleno de ilusión, para ponerse manos a la obra.
Mientras el prior, hombre práctico, se había
ocupado de ordenar construir una empalizada bien afilada para cercar el
perímetro de la villa defendiéndola así de curiosos y ladrones. Los vástagos de otros reinos comenzaban a llegar, incluso
los reyes habían concertado los casamientos de sus descendientes ilegítimos,
excepto Silo que estaba moribundo y además era bastante despreocupado para
estos asuntos. El prior creó una comisión encargada de recoger los convenios de
boda y de acomodar debidamente a los jóvenes hasta que todo estuviera
dispuesto. Cada novio o novia venían con su correspondiente dote en metálico; no
podía ser de otro modo, dadas las circunstancias. Tampoco podían concederles territorio,
ni títulos, y por ello viajaban acompañados de un amplio sequito armado hasta
los dientes.
Como las futuras moradas aun no habían sido
construidas se albergaron entre el monasterio y el castillo. Mientras, los
escoltas acamparon en la explanada entre el castillo y el río donde iba a
levantarse la futura villa, para la cual el prior, hombre ocurrente, ya tenía
nombre: Natural de Rey; y el gentilicio: naturales de rey.
Lo que eran; ni mas, ni menos.
Ocurrió que los acontecimientos se
precipitaron en la corte allende la montaña; el rey murió como se preveía. La
reina dispuso las exequias, el duelo y la sucesión, pero Mauregato, mientras
duró la agonía, no se había concedido tregua. Desde su obligado exilio, envió
emisarios al emir más cercano, solicitando ayuda para alcanzar el poder,
poniéndose a cambio a la entera disposición del moro para lo que hubiera
menester, pagando tributo incluso, siempre que fuera razonable. El emir aceptó
exigiendo como pago, aparte la alianza entre ambos reinos, un impuesto peculiar
y miserable: la entrega de cien doncellas cristianas cada año. A Mauregato le
pareció barato y aceptó encantado.
Puestos los sarracenos en marcha hacia el
norte, para caer sobre el ejército del
príncipe Alfonso, una avanzadilla divisó la concentración, en los terrenos del
conde, de lo que creyeron tropas
preparadas para acudir a ayudar al sobrino del rey. El caudillo y sus asesores
acordaron, camuflar un reten bien nutrido entre la corte y el castillo, a fin de neutralizarlos a medio camino. La batalla resultó desigual debido a la
sorpresa y a la desproporción; los bastardos, pese a luchar con arrojo y
disciplina, fueron diezmados, el conde muy mal herido y todos los planes del
prior desbaratados, por un error de interpretación, en un abrir y cerrar de
ojos.
En la Corte la suerte no fue muy diferente.
Alfonso perdió la batalla y tuvo que huir a toda prisa hacia la tierra vascona
de su madre. Perseguido por Mauregato en persona, el príncipe contó con el
valioso y valeroso auxilio del pueblo, partidario de su padre en su mayoría,
que le albergó y acompañó por montes y
vericuetos para que lograra eludir la muerte segura que le aguardaba como le
cayera encima el bastardo que le pisaba los talones. Adosinda y su hija soltera
fueron recluidas por la fuerza en un convento de monjas de clausura perdido en
un valle en medio de la nada. Mauregato subió por fin al trono.
¡Cuánta razón tenía doña García!
Pensaba Adosinda en sus días de claustro
forzoso. El nuevo rey era un bastardo de mierda y su estirpe una caterva de
matarifes. ¡Qué lástima de dinastía!
Por suerte para las doncellas solamente
reinó tres años. Alfonso regresó por sorpresa con un poderoso ejército,
reconquistando el trono, aprovechando que el emir aliado andaba en luchas con
otros reinos cristianos. Mauregato pereció en plena batalla.
En estos años, el conde falleció de resultas
de las heridas de la emboscada. Su hijo mayor y heredero dio carta blanca al
prior para que hiciera con la villa lo que le diera la gana y le dejara en paz
de bastardos y de bodas.
El buen fraile, todo tesón y voluntad, se
puso manos a la obra sin descanso. Hubo que rehacer muchas parejas con el
consiguiente problema de las dotes, porque muerto en aquella desgraciada
emboscada, el cónyuge pactado se hizo necesario negociar con cada reino la boda
de la novia con otro candidato. Las más de las veces, no podía ser hijo del
mismo rey, porque no había más varones o no eran aun casaderos y había que
concertar enlace con pretendientes de otros feudos. Fue preciso una complicada
estrategia porque las monarquías cristianas no se llevaban bien entre si, como
hubiera sido aconsejable, y sucedía a
menudo que cuando se llegaba a un acuerdo, los reinos rompían hostilidades
antes del casorio y éste debía suspenderse y convenir otra unión con otra
corona. Mientras, los dineros de las dotes permanecían a buen recaudo en una
especie de banca que el prior mando fundar a un judío de Toledo de nombre Jacob
que se dejo caer por aquellos lares, huyendo de un mercader al que administraba
los dineros, las propiedades y a su
mujer, asunto este último que a punto estuvo de acarrearle graves
consecuencias. Cuando por fin la villa estuvo en marcha, los réditos de los
dineros acumulados eran cuantiosos. El monje y el judío acordaron entonces,
constituir una fundación para distribuir equitativamente la riqueza,
institucionalizar disposiciones, normas, deberes y derechos y para que se
reconociera la procedencia regia de los naturales de rey y quedaran así,
legalmente amparados. Se redactaron declaración y estatutos que fueron
sancionados por todos y cada uno de los monarcas representados o sus sucesores
en documento que cita la Crónica
fechado en Natural de Rey en agosto del año 800, reinando Alfonso II. Unos
meses después de ver culminado su proyecto falleció el buen prior.
El mayor de sus hijos le sucedió en el
cargo.
Continuará...
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