El viaje, segunda parte
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Mi madre y yo continuamos de pie agarradas a
la borda hasta que la Narbo primero y las montañas de la Septimania mas tarde,
se desvanecieron en el horizonte. Madre
a cuestas con la lejanía y la tristeza
que ya pesaban como algo físico, más el socarrón balanceo del barco,
comenzó a sentirse mal sin que yo me apercibiera, hasta que abandonada por las
fuerzas se desplomó de improviso sobre cubierta. Mi padre llegó corriendo al
oír mis gritos y la recogió del suelo y la llevó a su aposento y llamó a
Brunilda que había desaparecido, como si el barco se la hubiera engullido.
Apareció con el color de los muertos y las dos manos atrancando la boca, una
sobre otra, guardianas de un horrible secreto. Respondió a mi padre con un
borboteo gutural de gallina muerta, y al tratar de auxiliar a mi madre se vació
entera sobre la tarima que subía y bajaba, burlona, como la marea. Yo me habría
reído mucho si no estuviera preocupada por mi madre. “Solo están mareadas”, me
tranquilizó mi padre, “es algo natural cuando se navega”. Cuando se
recuperaron, retorné a cubierta vigilada por la gente de mi padre, a contemplar
aquella extensión de agua que lo llenaba todo y parecía no tener fin.
Navegar por nuestro mar fue maravilloso,
aunque mi madre y buena parte del sequito pasaron el viaje vomitando. Mi aya me
había advertido que aprovecharíamos la travesía
para recuperar la lectura que con todas las vicisitudes acontecidas
había quedado descuidada. Pero tuvo que permanecer, por fuerza, tumbada en su
catre sin hablar ni comer, bebiendo solo agua que expulsaba a continuación como
un surtidor; así que tuve asueto para hacer lo que me pareciera, porque mi
madre tampoco se encontraba bien. Yo pasaba un rato, en la mañana, con cada una
de ellas, después leía para no
contrariarlas, algún pasaje del Codex
Argenteus[1]
de Wulfila que mi aya me escribía, a duras penas, en la pizarra y luego me iba
a deambular por el barco y a preguntar lo que no entendía o desconocía que era
todo lo referente a la navegación. De ese modo aprendí que el barco había sido
construido en uno de los astilleros que viera en el puerto, con maderas de
encina de la Galia y de Hispania y que, a imitación de las naves griegas, tenía
el casco redondeado y bastante fondo, ellos decían calado, para alcanzar más
capacidad de carga. Un solo hombre lo gobernaba por medio de una caña que
accionaba dos remos enormes situados en la popa, rematada por unas majestuosas
alas de cisne amarillas como
cañamones.
Las
tres velas eran cuadras y sobre la mayor largaba una más pequeña, con forma de
triangulo, llamada vela de gavia que
solía usarse con poco viento. Al mástil de proa, muy inclinado, le decían trinquete y en él largaba una vela a la
que llamaban dólon. Me sorprendió que
cada mástil, cada vela y cada cabo tuvieran un nombre propio y que las cosas se
denominaran aquí de modo diferente a como lo hacían en tierra. La derecha era estribor y la izquierda babor, la longitud, eslora y el ancho, manga;
al rumbo le decían derrota y a la
inclinación, escora; apretar era azocar, soltar un cabo, filar
y tirar del mismo, cobrar. No me
imaginaba este léxico en la granja. Desde luego eran mundos diferentes, con
razón el mar siempre me había intrigado. Mi tío abuelo, el naviero, me
escuchaba y me respondía, con paciencia infinita de maestro, a todo lo que
preguntaba y yo me creía en la obligación, para corresponder, de hacerle saber
lo que encontraba de diferente o de similar entre la nave y la vida en la casa
de mis abuelos, que él no tenía por qué conocer. El era un hombre de agua, no
sabía nada de vinos ni de granjas de igual manera que las gentes de tierra ignorábamos
todo del mar. Así pues, do ut des,
cuando me describió la minuciosidad y el esmero con el que eran calafateadas
las naves tabla a tabla, por dentro y por fuera, utilizando con sabio empirismo
resina, lino y pez, yo le describí como se calafateaban los toneles para el vino en casa del abuelo,
tabla a tabla, con los jugos de una planta llamada tabaiba que desecaban hasta obtener la textura adecuada y
convertían en una especie de goma de
sabor dulzón que nos permitían masticar,
porque era buena para fortalecer las encías; eran tareas propias del verano,
antes de la vendimia, luego almacenaban las ramas leñosas de los arbustos, para
encender el fuego, porque en tierra firme, todo se aprovechaba. Ahora mismo
estaría ocurriendo, con mis primos alrededor, como siempre hacíamos, observando
y preguntando, hasta que mi abuela nos mandaba llamar para que no molestáramos
ni distrajéramos más a los operarios. ¡Cuánta nostalgia sentía ya!
Mi tío continuaba hablando con orgullo de
como habían logrado, con los años, un diseño especial para las ánforas que
facilitaba una estiba más segura en las bodegas de modo que ni un fortísimo
temporal las pudiera desplazar ni romper. También me confió, con cierta
añoranza, como desde hacía algún tiempo, se iban utilizando toneles, similares
a los del abuelo, para el almacenaje en las bodegas que estaban cambiando, por
fuerza, el diseño de las naves. El se vería obligado con el tiempo a renovar la
flota, como estaban haciendo ya otros armadores. “Todo se está transformando,
todo cambia, querida sobrina, como nuestras vidas.” Aparte de estos relatos
expertos de los que tanto gustaba, los marineros me referían historias fantásticas
de encuentros con animales enormes, capaces de tragarse el barco entero con el
velamen desplegado, que expulsaban un chorro de agua que llegaba hasta el cielo
y mujeres peces que cantaban con voces bellísimas, para atraer a los hombres
que surcaban los mares, a los que distraían haciéndoles naufragar para
llevárselos con ellas a las profundidades. Por eso muchos, los elegidos, nunca
más aparecían, mientras que el resto eran devueltos por el mar a las costas.
“El mar es misterioso y muy peligroso, no te
fíes porque lo veas tan manso. Engaña más que una mala mujer”. Esto me decía el
patrón de la nave, cuando me veía embobada contemplando la masa de agua
tranquila y perezosa bajo el sol de
junio, que mecía el barco con la suavidad de una madre.
Nuestro barco no hacía escalas nocturnas,
navegaba de noche siguiendo de lejos la línea de costa plagada de faros y de
puntos de referencia. Los marineros me enseñaron a distinguir la Estrella
Fenicia[2]
por la que se guiaban también cuando las
travesías eran más largas y la costa se perdía durante varios días con sus
noches.
Mi padre y yo nos sentábamos cada tarde a
contemplar las encendidas puestas de sol, y a conversar sobre los viajes a Oriente
y sobre los romanos iniciadores del comercio por mar y de la ruta que estábamos
siguiendo y constructores de los puertos y de los rompeolas y de los faros y de
los caminos que conducen hasta Roma, como nuestra Vía Domitia, y hacedores de las leyes y del derecho. Yo los
percibía como gentes muy sabias y poderosas, no me explicaba por qué habían perdido el imperio.
—Porque era ya demasiado extenso, resultó
imposible defender las fronteras y contener la expansión de otros pueblos. En
algunos casos tuvieron que recurrir a tribus como las nuestras para que les
ayudaran en la lucha o para que vigilaran el orden después, en los territorios,
incluso para que los administraran en su nombre. Así conseguimos los visigodos,
que también estábamos huyendo, una tierra en la que vivir, al igual que
hicieron otros pueblos como nuestros vecinos los francos. Luego imitamos su
forma de gobernar, adaptándola como supondrás, a nuestras costumbres y a
nuestro derecho y fuimos sentando las bases de nuevas naciones y creando luego,
con el paso de los años, nuevos reinos independientes por completo del Imperio.
Yo siempre los he admirado. Ellos enseñaron a los aquitanos a cultivar la vid y
a los hispanos a extraer el aceite de las olivas y el mineral de las entrañas
de la tierra. Fueron en tiempos como te he dicho, un vastísimo imperio, una
potencia dominadora. Suponen siempre una amenaza, aunque mi señor los mantiene
a raya.
—¿Has estado en Constantinopolis, padre? He oído cosas increíbles de esa ciudad.
—Desde luego. He ido varias veces. Constantinopolis es una ciudad
maravillosa levantada a imitación de Roma, con sus siete colinas y situada en
un lugar estratégico y por ello, privilegiado. Está rodeada de una triple
muralla que la hace inexpugnable y posee un puerto enorme, veinte veces por lo
menos, el de la Narbo. Tiene infinidad de palacios entre los que destaca el del
emperador en lo alto de una colina
dominando el estrecho frente a Oriente. A la ciudad llegan a diario caravanas
con mercancías de todo el imperio y de los reinos conocidos del oriente y de
África que te dejarían asombrada. Sedas de la India, oro y plata de los
Balcanes, mármol de Egypto, especias de Sudán, tapices y alfombras de Persia,
ámbar, perfumes, que desde sus puertos se reparten por todo el orbe conocido.
Es tan importante el comercio para el imperio que las caravanas cuentan a lo
largo de todo el territorio con lugares fortificados y protegidos para
descansar y pernoctar, donde tienen todo lo necesario para los hombres y las
bestias, desde comida hasta baños especiales para sudar el polvo del camino. En
las cercanías del puerto existen islas convertidas íntegramente en graneros
donde se deposita todo el trigo necesario para alimentar a la población y para
exportar al resto del mundo. La
organización es perfecta. Nunca faltan alimentos aunque la población de la
ciudad ronde ahora mismo las quinientas mil personas.
Yo escuchaba boquiabierta todo lo referente
a aquella ciudad de la que había oído hablar como algo tan lejano y tan bello
que resultaba irreal e inalcanzable para nosotros humildes visigodos, burdos y
pobretones, comparados con aquellos bizantinos viajeros, instruidos, ricos y
hasta extravagantes, que mi abuela consideraba ociosos y sin provecho
alguno y a mí me parecían tan seductores
y tan ejemplares para el mundo. ¡Quinientas mil personas! Más que en toda la
Septimania. No sé si sabría contarlas.
También
me habló, con el mismo entusiasmo, sobre el reino y la reina de Toletum según
mi padre la más bella mujer que había visto jamás.
—¿Más bella que mi madre?
—Es otro tipo de belleza. Es una mujer
atrayente y enigmática; inteligente y poderosa; capaz de hacerte alcanzar el
cielo y mandarte al infierno luego, si la traicionas o la decepcionas. Cuando
la conozcas lo comprenderás. Allí serás feliz, no hagas caso a tu madre. Confía
en mí.
Arribamos a Tarraco, como estaba previsto,
el veinte de junio del 575 y de allí nos trasladamos a Barcino donde nos tenían
preparada una casa cerca del palacio del gobernador. En ella residimos hasta el
momento de emprender el viaje hacia la corte. Esperábamos a alguien, pero no
sabíamos a quien. Barcino, que fuera capital del reino hasta la muerte del rey
Theudis, era una ciudad recogida, luminosa y agradable, al lado del mar, de
nuestro mar. Ese que nos une y nos da carácter y personalidad, pero que también
nos aleja y nos separa. Ese mar que añoré tanto en Toletum y al que regresé de
nuevo para morir, aunque lejos de la Septimania.
En esta época mi madre se quedó encinta de
nuevo. Las tres pensamos llenas de esperanza que una vida nueva nos alegraría,
por fin, la existencia, sería a través
de ella, un comienzo para nosotras también; pero mi futuro hermano no
logró nacer. Se malogró en Toletum, como tantas otras cosas.
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Pilentum |
Una tarde mi padre nos anunció que el
viajero había llegado y que a la mañana siguiente nos pondríamos en marcha. Fue
un viaje por tierra, largo y aburrido, muy diferente de la travesía por mar.
Fuimos desde Barcino hasta Ilerda y desde allí a Caesaraugusta, donde tuvimos
que detenernos. Nuestro nuevo acompañante, al que habíamos aguardado durante
semanas, era un muchacho algo más joven que yo. Viajaba acompañado de un
sequito de militares y de un ayo o mentor. Se llamaba Liuverico y según algunos
podía ser hijo del difunto rey Liuva y de su concubina, porque el rey Liuva no
había tenido esposa. Se habló y mucho entre los siervos y la tropa, de que el
muchacho, por orden directa de la reina Goswintha había sido separado de su
madre a la cual parece ser habían dado muerte, a posteriori, para que todo
resultara más fácil. No fuera que, desesperada, enviara sicarios tras su hijo.
Esto se decía, aunque nadie lo confirmaba. Mi padre me reprendió por prestar
oídos a rumores capciosos y me recordó la conveniencia de no preguntar más de
lo debido, y de no entrometerme, jamás, en la vida de la realeza.
El supuesto príncipe lloró al dejar Barcino.
Miraba hacia atrás y suspiraba con infinita tristeza, hasta que su ayo le
reprendió. Me recordó nuestra propia partida, aunque a nosotras nadie nos
impidió llorar, y yo por lo menos,
viajaba con mi madre. Desde ese momento no volvió a lamentarse, pero estaba
triste y apenas hablaba. Mi madre quiso que se acercara a nosotras, pero él
prefirió hacer el camino en solitario, aunque yo creo que fue su mentor quien
le ordenó hacerlo así. Cuando nos deteníamos comía con el ayo para luego retirarse
a su habitación si estábamos en una casa o a su tienda cuando estábamos
acampados; esto solamente aconteció en la primera etapa del viaje de Barcino a
Caesaraugusta. A partir de ahí, las villas y las ciudades estaban más próximas
y cada noche nos hospedábamos en la casa de algún personaje importante o nos
deteníamos algún tiempo en ella, si era necesario.
Siempre levantaban los campamentos en las
cercanías de alguna mansio,
llamativamente coloradas, donde
estabulaban y herraban a los caballos y a los mulos y a los bueyes y reparaban
los desperfectos de los vehículos, antes de ponernos de nuevo en camino. Las mansio contaban con habitaciones para
pernoctar los viajeros, pero según mi padre, no era aconsejable alojarse en
ellas, porque se habían ido deteriorando al igual que las calzadas, necesitadas
de un mantenimiento que no se efectuaba
desde hacía lustros, porque ni el reino, ni las ciudades, andaban bien de
peculio como consecuencia de la crisis que sobrevino tras el derrumbe del
imperio y en la que parecía haberse estancado la economía de Hispania.
Nuestra caravana, larga como la
procesionaria, estaba compuesta por dos pilentum,
una para Liuverico y su mentor y otra para nosotras, cuyo alquiler era caro,
según mi padre, dos plaustrum para
los siervos y seis serracum, cuatro tirados por mulas que portaban lo necesario para
acampar y para el uso diario y otros dos tirados por bueyes, para el resto de
equipaje y el mobiliario, más los soldados de mi padre y la escolta de
Liuverico. Yo preferí viajar a caballo, soy buena amazona y el tiempo lo
permitía, y no en pilentum como mi
madre, a quien la preñez no le permitió cabalgar, y mi aya. Iba siempre un poco
por detrás de Liuverico al que apenas percibía, porque era muy menudo y no se
veía entre sus guardianes. Una mañana su caballo se encabritó al pisar una
serpiente y a pesar de la porfía de la tropa por apaciguarlo, catapultó a su jinete montaña abajo. Salió
lanzado como una flecha disparada contra ningún objetivo y en un segundo se
perdió de nuestra mirada. Escuchamos el golpe de la caída y creímos en firme
que se había matado, pero solamente se hirió en la cabeza sin demasiada
importancia, no tenía ni un hueso roto, que hubiera sido lo natural. “Los
jóvenes sois muy elásticos” me había dicho Brunilda como explicación. Lloraba
cuando lo subieron, pero al ver a su ayo, que había empalidecido, cesó en su
llanto. Sangraba y temblaba de miedo y se dolía del golpe y daba mucha pena. Mi
madre y mi aya quisieron curarle la herida y consolarlo un poco, pero su gente
como de costumbre, no lo permitió. A partir de ese día tanto él como yo,
viajamos en pilentum. Yo con mi madre
y mi aya y el príncipe con su mentor. Aparte de este accidente y de algún otro
sin mayor importancia, el viaje resultó monótono y aburrido; nadie tenía
conversación; los muleros sólo estaban pendientes de las bestias y de los
carros cubiertos en los que viajábamos
aisladas como vestales, y los
soldados iban en silencio o hablando de sus cosas que carecían de interés y que
se acababan a poco de iniciar el trayecto y mi madre sufría con cada leuga del camino y mi aya se
multiplicaba para cuidar de ella y de mi. A madre le daban, tras la comida, una
cocción de hierbas, para calmar el dolor y las náuseas, receta de una de las
siervas, africana de piel oscura, que nunca supimos como había terminado tan
lejos de su tierra, que la relajaba y la
adormecía y mi aya me hacía, entonces, una señal inequívoca con el dedo índice
sobre los labios. Así fue como descubrí el silencio en compañía, contradicción
no exenta de dolor, a la que sin embargo me acostumbré con el tiempo y que me
acompañó en más ocasiones de las que hubiera deseado, borroneado aquí, por el
roce hiriente de las ruedas contra las
piedras, más el coro de cascos uniformes, monocordes, que retumbaban como
fondo.
Careciendo el viaje a mi pesar de otros
alicientes, contemplaba sucederse encuadrado por las cortinas ocres de la
carroza, el paisaje en movimiento que la Hispania nos iba mostrando ubérrima y
generosa. De improviso, algún tajo lacerante y profundo hecho tal vez por
la espada de un coloso o algún río
colmado y murmurador, el agua es muy parlanchina comoquiera que se manifieste,
partía el valle o la montaña en dos
mitades, y entonces un puente galante, con los pies de piedra bien asentados
sobre el lecho rocoso o húmedo, trasportaba la calzada en brazos hasta la otra
orilla. “Que buenos ingenieros eran los romanos” decía mi aya. Yo pensaba que
estaba en lo cierto. Otras veces, un arroyo inquieto abandonaba el regazo de las peñas, saltando
de gozo sobre el camino, mientras la neblina velaba la recatada pureza de sus
aguas limpias, como el alma de una doncella, para que nadie la mancillara. En
ese momento pudoroso la calzada las vadeaba solícita, haciendo alarde de una
delicadeza que faltaba por completo en nuestras costumbres, para que el hollar
de los viajeros no las agraviara, permitiéndoles continuar su camino montaña
abajo tan puras como habían llegado hasta allí.
Algunas noches claras, contemplaba brillar
desde mi lecho, diminutos luceros, pequeños óculos dispersos entre la espesura
que parecían espiar nuestro descanso y esperar, taimados, a que nos confiáramos
en los brazos del amante dios de la noche, para guiarnos a sus moradas arcanas,
perdidas en el universo. ¿Qué mundos se verían desde allí arriba? Tal vez
divisaría la Septimania y nuestro mar y todos los mares y todas las tierras, o
tal vez serían mundos más íntimos los que nos fueran revelados por la fuerza de
su poder omnisapiente. Aturdida por el penetrante sopor de las quimeras creía
percibir, entonces, lejanos cuernos de guerras y galopar de caballos y fragor
de luchas ¿sería el pasado de mi pueblo antes errante o sería tal vez el
futuro? y podía notar a mí alrededor, como algo físico, incómodo y sofocante,
la ambición y el poder y el rencor y el odio, mientras veía abrirse bajo mis
pies, un abismo de sombras, al que me precipitaba en medio de un torbellino que
me arrastraba en su trayectoria de vértigo hacia ningún lugar o hacia todos
ellos. Entre las tinieblas y la luz
retornaba a un mar azul, deslumbrante, salvador, sembrado de vides, donde el
amor me esperaba impaciente aunque yo fuera incapaz de llegar a sus brazos,
porque una fuerza invisible me retenía
girando en mi inercia, mientras él me miraba sin lograr comprender,
perdido como yo en la vorágine de aquel universo ajeno. Era entonces cuando
regresaba impotente a mi lecho y abría los ojos y no sabía si me había
adentrado en el tiempo, o en el espacio, o simplemente había soñado. Luego
despertaba y veía el campamento y escuchaba el murmullo de las voces y los
relinchos de los caballos y sentía la mañana fría y aspiraba el vaho del pan
reciente y olía el tocino asado y recuperaba la realidad y me disponía a
continuar un viaje que yo no había decidido ni, menos aun, deseado.
4
Recién
nacido octubre, el tiempo cambió inesperadamente a peor; las nubes se
amontonaron en grosero tropel contra los montes y adelantaron el invierno; con
el llegó la nieve y la ventisca dificultó el camino. Algunos enfermamos con el
frío y se decidió, por necesidad,
demorarnos un tiempo en Caesaraugusta en la casa de un aristócrata
hispanorromano, católico y sin embargo, muy amigo de mi padre, donde ya estaba
previsto que nos alojáramos. Cuando llegamos a la ciudad, el mundo había
desaparecido bajo un manto helado sobre el que era imposible avanzar. La
Hispania, que tan benévola nos había acogido, se había cansado de nosotros y
nos conminaba a desaparecer de los caminos bajo promesa de matarnos de frío si
no obedecíamos. Parecía voluble y manipuladora como la reina de Toletum.
La casa o mejor diré el palacio, estaba
increíblemente caldeado cuando llegamos ateridos. No había hogares ni olor a
humo, el calor provenía del suelo; aunque lo pareciera, no era nigromancia; era
un sistema de calentamiento parecido al caldarium
de las Termas, eso me explicaron cuando pregunté continuando con mi costumbre.
El hogar se situaba en el patio exterior, allí quemaban la paja y el humo
caliente llegaba a la casa, por debajo del solado, a través de tuberías de
barro cocido idénticas a las que distribuían el agua. Gloria le llamaban y eso era en realidad, un autentico gozo. “Que
hábiles y que inteligentes eran los romanos y que refinados” repetía mi aya
Brunilda. Epicúreos, así les llamaba mi abuela,
y decadentes. Era lo único en lo que yo no le concedía razón.
En la casa aguardaba para unirse a nuestra
comitiva otro viajero
septimano, que se presentó a saludarnos y que era por lo visto un hombre
de leyes de extensos y valiosos conocimientos, al que aguardaba el rey, y al
que dieron escolta hasta Toletum un grupo de militares hispanos al servicio de
nuestro anfitrión. Ambos y mi padre tuvieron en ese tiempo frecuentes reuniones
con acaloradas discusiones hasta altas horas. Según mi aya hablaban de
política. “De esto y de guerras y de mujeres es de lo único que hablan los
hombres”.
Yo les escuchaba discutir, preservada tras
la puerta entreabierta, acerca de cambios necesarios en la política del reino.
Mi padre parecía estar en desacuerdo con algunas opiniones y afirmaba que
Goswintha no consentiría jamás esas veleidades.
—No son veleidades —decía el hispano—. Son
reformas necesarias. Además, la reina no es nadie.
—¿Que la reina no es nadie? —Se
escandalizaba mi padre—. No sé en qué mundo vivís.
—El cambio será complicado y difícil como
todos los cambios y será lento —decía el septimano— pero inexorable. El reino
debe marchar con los tiempos. No se puede avanzar con una organización tribal.
—¡Jana! ¿Qué haces aquí, cogiendo frío?
—Interrumpía Brunilda inoportuna—. Vamos a la cama. Pareces una niña.
Mi padre me visitaba a menudo mientras
estuve enferma y me traía dulces de la cocina a escondidas de mi madre y de mi
aya que me hacían tomar infusiones de una hierba llamada ulmaria, de sabor amargo que me provocaba náuseas, pero me calmaba
la calentura.
—Padre ¿Qué cambios va a haber en el reino?
—¿Qué? ¿Dónde has escuchado eso? No son
asuntos tuyos Jana. No preguntes nunca lo que no debes. Y no escuches
conversaciones de mayores. ¿Qué te ha enseñado tu madre?
—Ya no soy tan niña.
—¿Ah no? Entonces me llevo los dulces.
—No padre, por favor. No preguntaré más, lo
prometo.
Padre y yo nos queríamos, creo. Yo a medida
que fui descubriendo su verdadera personalidad le fui perdiendo primero el
cariño y luego el respeto y al final mi desprecio por él fue absoluto, aunque
pienso que no le conocí bien del todo. Para entonces ya no vivía mi madre y yo
estaba a punto de irme de Hispania para siempre. Pero en este tiempo aun era
ingenua y casi feliz a pesar del forzado exilio. Ya todos repuestos y una vez
que la Hispania cambió de talante y retiró
la nieve de los caminos, continuamos el viaje. El frío y la humedad
persistían no obstante y yo iba materialmente envuelta en mantas y pieles para
no volver a enfriarme. Viajaba abrigada pero incómoda, porque casi no podía
cambiar de postura y terminaba por no sentir ni los brazos ni las piernas, como
si solamente fuera un tronco mutilado, sin extremidades para caminar ni para
abrazar. Un fardo con entendimiento. Lo mismo hicieron con Liuverico que tosía
continuamente en la pilentum de
delante. Cuando nos deteníamos para comer o para cualquier otro menester, yo
emprendía una frenética carrera alrededor de los carros o del campamento para
entrar en calor y para volver a sentir mi cuerpo en plenitud, lo que dejaba
sorprendidos a todos y hacia que Liuverico se riera. A veces algún soldado, de
entre los más jóvenes, me imitaba y corría en pos de mí, mientras mi padre le
seguía con la mirada y con cara de pocos amigos.
5
Pocas
veces nos cruzamos con viajeros. Gentes de los pueblos o villas cercanos entre
sí, que se desplazaban de un lugar a otro a pie o a lomos de algún mulo enteco,
algún carro de bueyes cargado de mercancía o algún rebaño interminable de
ovejas que atravesaba por sorpresa la calzada interrumpiendo el paso, ante la
impotencia de mi padre y de la tropa, que terminaban dispersando el ganado y
enfrentándose a los pastores, que los repelían a bastonazos y pedradas, y un
grupo de frailes que nos salieron al paso confusos, cuando escapaban de su
monasterio en la falda de una montaña recóndita, porque un enjambre de voraces
hormigas blancas como almas inocentes, había consumido por dentro, la madera de
las vigas y la techumbre se les había venido encima de improviso y los suelos
se habían hundido bajo sus pies y varios compañeros habían muerto aplastados
entre las ruinas, mientras ellos, los sobrevivientes, huían despavoridos a no
sabían dónde, convencidos de que el demonio había poseído su santa casa
travestido de pureza y les perseguiría donde quiera que fueran. Viajaban a pie
y la mayoría descalzos. Mi padre les acomodó en los carros y permitió que se
unieran a nosotros hasta la próxima ciudad. Uno de ellos preparó aquella noche
una cena exquisita para todos y se ofreció en secreto a mi padre para hacernos
de cocinero hasta Toletum, pero mi padre no aceptó la oferta, por desgracia.
Tras Caesaraugusta, pasamos por seis
ciudades importantes, Nertobriga, Bilbilis, Ocilis, Segontia, Caesada y
Arriaga, hasta llegar a Complutum donde, por suerte, necesitamos volver a
detenernos unos días, porque el tiempo se tornó lluvioso y los carros se atascaron
con el barro del camino, haciendo imposible el avance. Di gracias a Dios por la
lluvia, porque todo el viaje de un tirón se me hubiera hecho muy doloroso. Mi
madre también se encontraba mal, aunque no se quejaba. La preñez no iba como
debería, según escuchaba decir a las mujeres y eso le provocaba malestar y
dolores continuos, aunque ella siempre sonreía cuando estaba yo delante. Pero
yo sabía que sufría y me compadecía de ella. La quería mucho, mucho; lo mismo
que ella a mí. Era más que un sentimiento, una necesidad como el respirar; creo
que si dejáramos de querernos, moriríamos sin remedio.
Desde una ciudad hasta la siguiente, nos
daba escolta siempre un sequito más o menos numeroso de milicias locales, según
la importancia de la plaza, como si no lleváramos ya suficiente protección y
los campesinos de los lugares por donde transitaba nuestro cortejo nos
veían pasar con estupor y con mal
disimulado temor al ver tantos soldados con yelmos y lorigas dispares y armas
diferentes y estandartes y gualdrapas variopintos, como un ejército de enajenados. A veces salían huyendo para
poner a salvo a sus familias pensando, tal vez, en una invasión y otras,
inclinaban la cabeza a nuestro paso, creyendo que viajaba el rey, al que nunca
habían visto; ni siquiera sabían cómo se llamaba.
Cerca ya de nuestro destino y tras abandonar
Titulcia, donde descansamos un día entero, el tránsito por la calzada aumentó
considerablemente a pesar del frio y de que amagaba la nieve de nuevo. Se
notaba que la capital del reino estaba cerca. Algunos viajeros nos habían visto
avanzar, tarea fácil dado el trazado rectilíneo de la calzada, y aguardaban
nuestro paso para unirse a nosotros y viajar seguros a nuestra estela, aunque
la tropa les obligaba a guardar una cierta distancia del último carro.
Había sido día de mercado y la gente de las
aldeas cercanas regresaba a sus moradas tras haber hecho negocio con sus
escasos haberes, portando alegres en las alforjas del mulo o del asno, la tela
para el vestido de boda de la hija mayor, o la olla grande para el guiso de la
creciente familia, o una manta nueva para abrigar el postrer invierno de la
abuela, o un sonajero de barro cocido para la nueva alegría de la casa, o el
remedio milagroso para el mal reciente de la madre; casi todos regresaban
contentos y nos saludaban al paso y nos deseaban buen viaje y una buena
estancia en la capital. Todos hablaban latín. Posiblemente ya no se hablara
gótico en Toletum.
A las mismas puertas de la capital, retornó
la nieve como fría bienvenida para acompañarnos hasta palacio. El rio Tagus nos devolvió la imagen de la
muralla, invertida y acribillada por el granizo, mientras nos daba escolta
ciñendo la calzada hasta la misma puerta de la ciudad. Toletum me pareció
oscura y demasiado seria con las calles estrechas, empinadas y sinuosas.
Sonaban las campanas de las torres con un tañido que, tal vez, quisiera
resultar alegre sin conseguirlo. La nieve nos acosaba a la vez que la brisa nos
daba latigazos; el ambiente dolía tanto o más que la pena del destierro, aunque
lo peor nos aguardaba en palacio.
Mi aya decía que la reina Goswintha era una
mujer influyente y poderosa que había arreglado los asuntos del reino visigodo
durante muchos años metida en la cama de dos reyes: su primer marido Atanagildo
y el segundo y actual, el rey Leovigildo. Mi madre siempre la reprendía por
hablar de la reina con tan poco respeto.
—Es la pura verdad —decía encogiéndose de
hombros—. Todo el mundo lo dice, yo no lo he inventado.
El palacio, una aparición velada por la
nieve en la cima de una loma, era enorme, construido sin orden y poco acogedor,
casi agresivo. Tenía un patio acorde con sus dimensiones, lleno de guardias que
nos observaron de soslayo como a bichos raros y un portón de entrada, alto y
macizo, casi inaccesible, capaz de amparar tras de sí el averno insidioso,
donde según los católicos, iba tras la muerte el alma de todo aquel que hubiera
ofendido gravemente a Dios. No era nuestra casa, eso estaba claro como el agua,
ni era tampoco nuestro hogar; no era nada nuestro; aquí éramos extrañas;
siempre íbamos a serlo. Dentro nos recibió una fuerte tufarada a humo y a leña
quemada emanante de los altísimos hogares que calentaban el ambiente. En
palacio desconocían la gloria. Las
antorchas y los hacheros que iluminaban los corredores y las estancias,
despedían también un olor repugnante y la escasez de muebles y adornos ahondaba
la sensación de vacío y de desolación. La corte de la Narbo era mucho más
acogedora y más suntuaria.
—Ya nos acostumbraremos, Jana —decía mi
madre, que procuraba poner entusiasmo pero que estaba tan asustada y se sentía
tan sola y perdida como yo.
El rey Leovigildo no estaba en palacio, ni
siquiera estaba en la capital, pero la reina Goswintha nos recibió
inmediatamente. Solamente a nosotros cuatro. El narbonense se fue a sus
aposentos al igual que Liuverico y su ayo. Llegábamos sucios, cansados y
ateridos, hubiera sido mejor que fuéramos a asearnos y a descansar y que nos
recibiera mas tarde o al día siguiente, pero nos condujeron de inmediato a lo
que supuse sería el salón del trono, porque tenía dos asientos sobre un estrado
con un dosel y poco más. Estábamos solos los cuatro, formados en fila, con la
sola compañía de los guardias que nos guiaron hasta allí, pero pronto
aparecieron diferentes damas y dueñas de edades y tamaños también diferentes y
a continuación entró la reina. Por fin íbamos a conocer a la mujer que nos
había hecho venir, nunca supe para qué.
Saludó a mi padre con cierto afecto, miró a
mi madre, tomándose su tiempo, de arriba abajo y se inclinó delante de mí,
contemplándome a mi altura durante unos momentos que me parecieron años. Tenía
los ojos de un azul imposible, como decía mi abuela que era el cielo de
Septimania algunas veces, el pelo rojo largo y brillante, trenzado con una
cinta dorada y recogido sobre la nuca y la piel blanquísima, fina y a la vez
firme como el alabastro. Era muy hermosa, cierto, pero yo no me sentía nada
cómoda delante de ella.
—¿Cómo te llamas, niña?
—Jana, alteza.
—¡Vaya por Dios! —dijo incorporándose de un
salto—. ¿Has elegido tu el nombre Eberhart? —le preguntó a mi padre.
—Yo no, señora.
—¿Entonces quien, tú? —preguntó a mi madre
encarándose con ella.
—Fue mi padre, alteza.
La
reina emitió un gruñido y se dirigió a la salida, dando la audiencia por
concluida, para alivio de nosotras tres. Al pasar por delante de mi padre le
dijo algo de refilón que no escuchamos, pero después detenida en la puerta, le
dirigió una desafortunada observación perfectamente audible por todos:
—Aunque ella haya yacido con todos y cada
uno de tus espatarios, la niña es tuya. Es igualita a ti. Siempre has tenido
puntería, lusitano.
Me pareció un comentario impropio de una
reina, vano y ofensivo para mi madre que bajó la cabeza, mientras sus ojos se
llenaban de lágrimas. Como mi padre salió detrás de Goswintha y no la consoló,
yo le tomé la mano y se la besé. Estaba fría como la nieve de aquella ciudad
inhóspita. Mi aya se acercó y me acarició el pelo. Las tres nos retiramos
abrazadas, mientras el resto de aquella corte improvisada que nos había
recibido, nos contemplaba y cuchicheaba a nuestro paso sin miramientos.
Más tarde supimos que Jana se había llamado
la concubina del primer marido de la reina, una dama septimana como nosotros,
de quien se alababa su belleza y su bondad y con la que el rey había tenido
tres hijos varones que fueron muriendo uno tras otro, victimas de extraños
accidentes impropios de jóvenes inteligentes y maduros. También falleció la
dama poco antes de morir Atanagildo. Alguien nos confió el rumor de que fue
envenenada por medio de los higos que eran su fruta favorita. Parece ser que la
reina tampoco sentía simpatía alguna por Teodosia, la que fuera primera esposa
del rey Leovigildo, madre de Hermenegildo, el futuro marido de la princesa
Ingundis y de Recaredo, el más joven,
unos años mayor que yo al que conocí más adelante y que determinó el resto de
mi vida. También descubrí tiempo después con gran dolor, porqué la reina había
hecho aquel comentario tan mortificante hacia mi madre.
Aquella primera noche de otras muchas en la
corte, pese al cansancio, el sueño que hubiera resultado reparador y
excluyente, no llegaba. Tras el baño, habíamos cenado unas viandas repugnantes,
que a ninguna nos habían sentado bien. Tenía náuseas y temblores. El frío y la
humedad eran tan intensos que la ropa no se me pegaba al cuerpo. Tiritaba no
tanto de frio, como de temor y de desconcierto. En la Septimania cuando no
podíamos dormir nos juntábamos varios primos en una cama y así abrazados
soportábamos cualquier miedo o cualquier pena o cualquier duda, pero aquí
estaba sola. Ni siquiera podía irme a la cama de mi madre, que dormía tal vez
con mi padre o tal vez tan sola y llena de sobresaltos como yo. No obstante los
temores que me removían, me levanté y miré por el ventanal. La noche era oscura
y tenebrosa. Las siluetas de los palacios romanos y de las casonas visigodas
que había visto a nuestra llegada, surgían de la bruma helada como oscuras
infamias flotando entre dos mundos irreales. Los centinelas, aluzados por las
hogueras que ardían a trechos uniformes alrededor de palacio, conformaban una
ronda de espectros sin rostro, soportando inconmovibles un temporal que parecía
no afectarles, mientras los perros, invisibles, aullaban como lobos. El río Tagus ni se adivinaba. Pensé en la
lejanía del mar. ¿Cuándo volvería a verlo? Aterida por el frío y la humedad y
el desconcierto, volví a mi lecho. Mi aya dormía en su cama en otro rincón tan
desolado como el mío. Me acosté de nuevo, escondí la cabeza entre las dóciles
sábanas y cobijada por aquel mundo blando, me esforcé en alejar de mí mente la
desapacible noche de la corte pensando en la Septimania, recordando los olores
a pan caliente, a leche recién ordeñada, a vino nuevo en los toneles de roble,
a bosque, a mar, pensando en los colores del otoño y de la vendimia que no
volvería a contemplar. Mi querida Septimania, mi amada familia, mis añorados
primos compañeros de juegos y de secretos, mí adorada tierra a la que nunca más
volvería. Pero en ese momento no lo sabía y me dormí soñando con poder
regresar.
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