ientras
la princesa Ingundis viajaba animosa hacia Toletum, confiando en un futuro pleno y feliz, el mío
se desvanecía entre las caliginosas brumas de la ambición de la reina, donde
cualquier esperanza ajena a sus intereses era segada de raíz por la hoz afilada
de su poder casi infinito. Después de la partida de Recaredo todo habían sido
malas noticias. El presente y el futuro se fundían en un único trazo negro como
la pez. Estaba sola y perdida sin él, enredada en la maraña que habían tejido a
mí alrededor, sin que mis sentimientos ni mi parecer contasen para nada.
“¿Acaso esperabas otra cosa? Ya te lo había advertido”, me reprochaba Brunilda
a todas horas.
La comitiva real se retrasaba más de lo
debido y de lo deseado por mí, porque la princesa había querido detenerse unos
días en la ciudad de Agde donde era obispo Fronimius
uno de los católicos más beligerantes contra el arrianismo de toda la
Galia. Supimos que este hombre, santo para sus seguidores, acogió a la hija de
los reyes austrasianos con toda clase de honores y la previno contra el
arrianismo acérrimo de Toletum y le hizo jurar que, caso de recibir presiones,
se mantendría firme en la fe verdadera, eligiendo el martirio antes que la
conversión.
—Dios va contigo y la iglesia franca
deposita en ti su mayor esperanza —le dijo—.Trata de atraer a tu esposo a la fe
verdadera y la iglesia estará de vuestra parte. Te daré misivas para el obispo
Leandro. El será un padre para ti.
Prosiguieron la marcha llenos de bendiciones,
pero el Dios de los católicos, pese a ir con ellos, no pareció cuidarles
demasiado ya que se toparon con una banda extensa de forajidos que, de no estar
Recaredo y la tropa, hubieran terminado con el viaje de la princesa a medio
trayecto. Ingundis era frágil y el camino la cansaba en exceso, por ello las
etapas eran cortas y siempre que llegaban a alguna ciudad se detenían más de lo
que hubiera necesitado cualquier viajero normal. Sin embargo, el frío no les
acompañó como a nosotros y el viaje fue en ese extremo bastante apacible.
Entretanto, en la corte había un revuelo
desacostumbrado, procurando que todo estuviera en orden y dispuesto para
recibir como se merecía la nieta de la reina, reina futura también, ya que
Hermenegildo sería, con toda seguridad, asociado al trono de Hispania. El
palacio había perdido algo de su seriedad y se había vuelto menos sombrío,
incluso algunos días parecía alegre. Músicos de Hispalis y poetas de
Salamántica habían llegado para animar los fastos y la algarabía de sus
cantares y la belleza de sus versos, aliviaban un poco el tedio de aquella
corte todavía austera y agobiante.
La salud de mi madre había empeorado
considerablemente en los últimos días. Esto, más todo lo hablado con mi aya y
la enfermedad de mi amiga Serena, me habían sumido en la más negra de las
penas. Para ese tiempo tenía ya un aspirante a marido. El africano me lo había comunicado el mismo día que
partió para el norte con el rey, a otra de sus campañas.
—Cuando regrese hablaremos de todo con más
calma, además te daré el anticipo de la herencia para que dispongas de tus
propios bienes. Atanasio estuvo siempre interesado por ti y fue él quien me ha
pedido negociar la dote. Yo sólo he dicho que si.
“Confío en que no sea un candidato a cornudo,
y que tengamos de una vez la fiesta en paz”, comentó mi aya con su desconfianza
natural, cuando se lo comuniqué. Mi probable, o tal vez improbable, futuro
marido se llamaba Atanasio de Melque y
había sido compañero en las clases comunes. Siempre demostró interés hacia mí,
eso era cierto; la verdad, pretendientes nunca me habían faltado, pero yo
solamente había tenido ojos para el príncipe Recaredo y no había prestado
atención a nadie más. “Tú picas muy alto niña, eso no va a ser bueno para ti,”
había dicho mi aya desde el principio de mi amistad con el príncipe.
Atanasio de Melque era el hijo segundo del señor de Melque, un
joven que luchaba por abrirse camino como gardingo al lado del rey, aunque era
evidente que le faltaba madera de caudillo. Era un muchacho noble y honesto,
pero poco inteligente. Era guapo, pero anodino, sin brío. No pienso que fuera
un cobarde, pero no le concedo ni la osadía ni el empaque que se espera de un
jefe militar, de un guía. Era demasiado reflexivo, por ello, yo estaba segura
que su carrera no iba a ser brillante. De todos modos, consideré que estaba
bien alguien así: mediocre, no quería enamorarme ni ahora ni después. Quería
seguir amando al príncipe durante toda mi vida, aunque nuestra historia de amor
fuera irrealizable. Atanasio era atento
y galante y mas amante, en el fondo, de la vida tranquila que de la milicia; el
hubiera preferido vivir en el campo, labrar la tierra y criar animales, no le
agradaban ni la corte ni la vida militar. Le fascinaba el hábito, la costumbre,
la monotonía, diría yo. Por eso, tampoco era feliz; la milicia le exigía mucho
más de lo que él estaba dispuesto a ofrecer. En el escaso tiempo que duró
nuestra relación conoció la calma y la felicidad, y aunque yo fuera incapaz de
darle todo el amor que me demandaba, era fácil evitar quererle, estaba contenta
de haber hallado a alguien que se conformaba con lo habido, aunque esperara
más. El africano, posiblemente sin proponérselo, había elegido bien; me hizo
creer, para no herirme, que fue Atanasio quien solicitó la boda, pero yo bien
sabía que no. Sabía con toda seguridad que la reina le había ordenado buscarme
marido. Lo que no comprendía realmente era su juego, si es que lo tenía, o
simplemente obedecía a ciegas a la reina, como decía mi aya.
Pronto las visitas de Atanasio a nuestra
casa se hicieron frecuentes. Muy a menudo le acompañaba su padre; al saber que
estábamos solas mi madre, mi aya y yo sin ningún hombre como amparo ni como
apoyo, nos tomó bajo la protección de su casa y de su espada y nos frecuentaba
para que la tutela se hiciera evidente. Tal vez pensara que el africano se lo
iba a agradecer o tal vez el africano le pidió que lo hiciera. Fuese como
fuese, nos gustaba el padre de Atanasio; a Brunilda y a mí nos gustaba incluso
más que el hijo; era un hombre
inteligente, campechano y hablador; viudo desde que naciera su tercer hijo, no
había vuelto a contraer nupcias, pero se decía que era amante de una dama de la
reina, casada con otro noble que siempre andaba en guerras por todo el territorio
y la dejaba desatendida y sola a merced de lo que le pudiera deparar el
destino, que un buen día se le manifestó en forma de señor de Melque. Me
recordaba a mis tíos de la Septimania, su presencia hacia que se recobrara el
ambiente familiar y nos sentaba bien a las tres.
Sin embargo en los últimos días yo solamente
tenía tiempo para mi madre y así se lo hice saber. Nuestra queridísima Aimone
se vio obligada a guardar cama, su
debilidad se hacía evidente por momentos. Mi padre estaba con el rey sometiendo
a no recuerdo quien y nuestro querido Sigebert, estaba viajando con el príncipe
y con la princesa Ingundis. Mi aya y yo nos multiplicamos para cuidarla.
Enterada la reina, como de todo lo que acontecía en palacio y en el reino,
envió a su galeno personal que se desvivió por sanar a mi madre, es de ley
reconocerlo, pero que nada pudo hacer. Madre se durmió una tarde y tras unos
días ausente no volvió a despertar. Le
dimos sepultura a la siguiente mañana de habernos dejado, después de un oficio
privado, en aquella tierra fría y triste a la que vino a terminar de morir y yo
envié recado a la Septimania, a mis abuelos, que sufrirían de nuevo el dolor de
perder a una hija, aunque esta vez sin haber podido estar a su lado para
confortarla, y a mis tíos y a mis primos, a mi añorada familia, refiriéndoles
que había muerto sin sufrimiento y en paz y añadiendo cuanto les echaba de
menos en estos momentos tan tristes y de tanta soledad. Luego regresé a mi vida
diaria y a mi relación con Atanasio de Melque, con ánimo escaso y poca
esperanza y, no hace falta que lo exprese, sin ninguna alegría.
La reina me hizo llegar un pésame por la
muerte de mi madre, al que yo respondí dándole las gracias por su amabilidad y
por el galeno y todas sus atenciones y una tarde que nos cruzamos por los
pasillos de casualidad, al pasar a mi altura se detuvo fingiendo deferencia y
me dirigió una frase falaz, audible por todos:
—Celebro tu próxima boda. Veo que has
escuchado mis consejos. Sabré recompensarlo.
Incliné la cabeza en señal de sumisión. Era
el protocolo, pero me hizo sentir peor que el dolor que tenía por mi madre. Era
reconocer que me había obligado a claudicar, cuando no era así. Fue el afán de
no herir a mi madre, que se moría, lo que me hizo simular aceptar lo dispuesto
por el africano sin rechistar. Eso fue.
La promesa de una recompensa por su parte me hizo temblar por dentro de
indignación, noté como el rostro se me encendía por la furia y decidí alejarme
para que no se notara la ira, que me pesaba como algo físico y amenazaba con
hacer que me desplomara allí mismo.
Una semana después de morir mi madre,
conseguí ver a mi amiga Serena durante un corto espacio de tiempo. Fue su
sirvienta quien vino a buscarme en ausencia del marido y los criados, que se habían
ido a prender a unos malhechores que estaban sembrando el caos en las calles
aprovechando el barullo de los preparativos de boda. La encontré en la cama,
había perdido mucho peso y su color era violáceo, ceniciento. Apenas con un
hilo de voz me refirió como había empeorado desde que el médico del príncipe,
“el adivino como tú lo llamas,” le diera un bebedizo con la excusa de
fortalecer sus huesos para soportar el peso de su hijo.
—Desde ese día tuve mareos y vómitos y
terminé por perder las fuerzas y no poder abandonar el lecho. Continúa
administrándome esa pócima; yo creo que me está matando lentamente y que una
vez que nazca mi hijo acabará conmigo. ¿Qué será de él sin su madre? Ha sido un
castigo por haberte contado lo de tu padre y lo peor es que mi marido está de
acuerdo con él, tal vez para salvar su vida y la del niño. Ándate con cuidado
con ellos, Jana, con el mago y con la reina y hasta con tu padre. No les des
motivos para quitarte de en medio a ti también.
Me fui de allí con muchísimo dolor. Había
perdido a mi madre y a punto estaba de perder a mi única amiga, sin que pudiera
remediarlo. Maldita corte llena de víboras. No sé cómo algunas personas
lograban la longevidad en aquella sociedad tan ponzoñosa, tan sombría, tan
insana, tan letal.
12
Desde que llegáramos a Toletum pocas veces
habíamos visto al rey. El año que llegamos, Leovigildo había interrumpido su
campaña contra los cántabros, un pueblo independiente del norte de Hispania,
para curarse una comprometida herida en una pierna que amenazaba con dejarle
cojo y pasar el invierno en la corte dado que el clima en las montañas de aquel
territorio no era propicio a guerras ni batallas; era un aliado natural que les
había ayudado a preservar la independencia, incluso los romanos habían tenido
dificultades para someterlos, pero unos días antes de nuestra llegada y ante el
frío invierno que se anunciaba, el rey partió para Híspalis aconsejado por su
médico, porque el clima era mucho más benigno y el rey ya no era joven y la
herida le había complicado otras dolencias. Regresó con las calendas de marzo y
con las nonas, ya había salido con su ejército de hispanos y godos para el
campo de batalla. Retornó victorioso meses más tarde tras conquistar el principal
baluarte de aquellas gentes y convertir su territorio en una división del reino
visigodo y en base militar contra los vascones, otro pueblo independiente, muy
difícil de someter. En aquel tiempo, no me interesaban las campañas del rey, ni
sus deseos de sojuzgar a todos los pueblos hispanos para lograr una única
nación, pero, en este caso, los indómitos y
orgullosos indígenas del norte, relegados por los ejércitos reales a una
escasa franja en la costa, libres pero prisioneros entre el mar y la selva, me
recordaban mi propia existencia en la corte, prisionera en medio de la llanura abierta al infinito, separada de los
míos, sin madre, sin amigos y sin mi amor. Sobreviviendo sin ilusiones, pero al
igual que astures y cántabros y
vascones, confiando en la venida de mejores tiempos para la reconquista de
libertades y para la cumplida venganza de agravios y sometimientos. Para el
resurgir.
Eran pueblos, ungidos por el misterio de lo
desconocido, de los que se contaban muchas historias fantásticas. Se decía que
se aparecían a sus enemigos envueltos en una niebla que les hacía invisibles y
que con ellos luchaban enormes animales capaces de despedazar a un hombre de un
zarpazo; caían sobre los contrarios de improviso y después, tras causar gran
mortandad, la niebla regresaba a buscarlos y desaparecían. Nadie podía
seguirlos a través de una selva enmarañada donde los hombres se perdían para
siempre o eran devorados por descomunales serpientes aladas o despedazados por
alimañas con dientes enormes, tan grandes como puñales. El africano me contaba
estas historias y otras parecidas, cuando nos detuvimos a nuestra llegada en
Caesaraugusta y yo luego soñaba que era una princesa de rubios cabellos que se desposaba con un
príncipe visigodo al que rescataba de la selva a lomos de un dragón. Eran otros
tiempos. Ahora ya sé que los dragones no existen y que probablemente no
existieron nunca y que los príncipes se casan con quien deben y no con quien
quieren.
En el tiempo presente, días antes de la
llegada de Ingundis, el rey Leovigildo acababa de regresar de una incursión
contra los suevos, pueblo del que yo nunca había oído antes de llegar a
Hispania, que tenía un reino en el noroeste con un rey llamado Miro, convertido
al catolicismo como los reyes francos, al que nuestro señor terminó por someter
y obligar también a rendir vasallaje a Toletum.
Así con las fronteras en paz, pudo
Leovigildo dedicarse a casar a su primogénito, para luego expulsar de una vez a
los bizantinos y cumplir su sueño de lograr un reino único que abarcara todo el
territorio de la Hispania y una nueva sociedad hispano visigoda.
Según me contaba el padre de Atanasio, quien
gustaba de hablar conmigo de los asuntos de gobierno cada vez que nos visitaba
durante los últimos días de mi madre, el rey tenía dos conceptos políticos muy
claros: el nacionalismo y el arrianismo. Leovigildo, se sabía en cierto modo
dependiente del imperio bizantino, aunque practicaba un doble concepto. Por una
parte había respetado, como hiciera el rey Atanagildo, la efigie imperial en
sus monedas, aunque en este momento, acuñaba moneda con su única efigie, y
había fechado el inicio de su reinado de acuerdo al cómputo del imperio, pero
por otra parte, consideraba la presencia de Byzantium en suelo hispano una
ocupación, que era preciso resolver de modo definitivo.
—El rey es también un arriano convencido —me
decía el señor de Melque—, pero su sentimiento nacionalista es más profundo aún
que el religioso. Pese a todo, cuando resulta elegido rey a la muerte de Liuva
I, envía notificación a Justino II y le solicita confirmación. Yo manifesté mi
extrañeza a algunos nobles del Consejo: el nacionalismo del rey no se
correspondía con esta sumisión y uno de ellos, el dux de la Bética, me
respondió sabiamente: “El imperio es una entelequia lejana mucho más efectiva
que real, Melque. El hecho de mantener una apariencia de sumisión no es óbice
para combatir su presencia en suelo hispano luchando en su contra, aunque en
teoría dependamos de él, pero esto es sólo teoría.” Ya ves como es de sinuosa
la política, querida Jana.
Yo asentía convencida porque la política me
había parecido desde siempre un contrasentido y un galimatías. El arte de la
falsedad y de la doblez, y de las verdades a medias. Aunque con el tiempo
comprendí que la política podía ser aplicable a todos los órdenes de la vida,
incluso era conveniente en muchas situaciones comprometidas aprender de la
sinuosidad en el obrar de las gentes a cargo de la gobernación del reino. Yo
aprendía pronto, tenía ese don, y en ese momento manipulaba a Atanasio en mi
provecho haciéndole creer en lo que no podía ser como el rey a Byzantium,
mientras mi pensamiento se concentraba día y noche en el regreso del príncipe
para que nuestra situación se resolviera. Aunque creo seguro que los bizantinos
serían menos confiados y más inteligentes que Atanasio de Melque y, en
consecuencia, estarían al tanto del doble juego del rey. Lo mismo que mi aya,
que sabía perfectamente que yo ni amaba a Atanasio, ni lo iba a amar nunca.
Según parecer de mí, por aquel entonces,
futuro suegro, el rey Leovigildo estaba persuadido de la necesidad absoluta de
lograr un equilibrio entre hispanos y visigodos o dicho de otro modo entre
católicos y arrianos, para colocar en el punto de partida la
nación que anhelaba. Esta convicción rondaba por su cabeza desde mucho
antes de acceder al trono en solitario y ahora, había llegado la ocasión de
llevar a la realidad política lo que hasta el momento había sido solamente un
proyecto de futuro para una nueva nación. Un gran proyecto de transformación
que el rey sabía iba a resultar complicado y a Melque y a otros muchos nobles,
les parecía imposible; lo mismo que opinaba el africano en Caesaraugusta cuando
yo les escuchaba tras la puerta, durante el viaje de llegada.
Los hispanorromanos, eran bastante más
numerosos que nosotros y más instruidos en general y más pacíficos, pero
permanecían al igual que los galorromanos, aferrados al recuerdo de un imperio
que era solamente eso, un recuerdo, preservando en sus casas y en sus vidas
ordinarias y en sus celebraciones, maneras, costumbres y ceremoniales que eran
simples alegorías, remembranzas de un tiempo perdido; y los visigodos hispanos,
más belicosos, más toscos y caóticos, continuaban en su gran mayoría, apegados
como sombras a unas costumbres demasiado tribales, adheridas aún a la más pura
tradición germánica, preservando conductas arcaicas, esteparias, buenas para la expansión, pero no
tanto para el desarrollo de sociedades pacificas y modernas. Éramos dos pueblos
conviviendo de espaldas, cada uno con sus costumbres y su derecho y su
religión, incluso su lengua; aunque el
latín se iba imponiendo con facilidad
sobre la nuestra. El imperio romano hacía muchas décadas que se había
desvanecido en occidente y mientras los
reinos vecinos se habían asentado y prosperado, fusionando todas las
nacionalidades que los ocupaban, la Hispania carecía todavía de un rumbo claro
y de verdadera identidad; urgía ya avanzar en la buena dirección.
Siempre según el señor de Melque, (yo no
conocía al rey lo suficiente, en ese momento, para tener opinión propia),
Leovigildo era un romanizado, admirador de la instrucción del pueblo
hispanorromano y de sus maneras modernas y desenvueltas más acordes con los
nuevos tiempos.
El viejo rey septimano ansiaba devolver al
reino el auge y la prosperidad que había perdido tras la caída del imperio. La
Hispania era, según el rey, una yegua de buena raza, vigorosa, rozagante,
todavía recuperable tras permanecer lustros abandonada a su suerte, sin cuidados,
alimentándose de abrojos, casi sin agua, pero sin haber perdido su lozanía y su
poderío por completo. Unos buenos cuidados y un cambio de hábitos repararían el
desgaste del abandono y la pondrían en el buen camino. Después, solamente necesitaba ser conducida al punto
de partida y darle un buen azote en las ancas para que echara a andar. La
sociedad hispana, no sé si bien o mal comparada por el rey con una yegua
enteca, empobrecida, atrasada, campesina en su mayoría, —los recuerdo cuando
llegamos, temerosos, huyendo a nuestro paso—, muy reacia a las innovaciones,
debería avanzar hacia otra más industriosa y renovada, que diera paso a una
nación con autoridad y brillantez entre
los reinos conocidos. Por duplicidad casual o imitativa, pero oportunamente
concordante con los deseos del rey, entre la población hispanorromana habían
surgido, en los últimos tiempos, firmes puntos de luz alumbrando en la misma
dirección; una élite renovadora apuntaba mejoras, sobre todo de tipo social,
aunque también cultural y político, preocupados por el destino y la identidad
de Hispania, y aconsejaba reformas inmediatas; el rey Leovigildo coincidía con
estas inquietudes y deseaba aprovechar el espíritu innovador y creativo de
estos pensadores, en beneficio de la nueva nación con la que soñaba también. De
esa manera, según Melque, algunos patriotas hispanos junto con el rey
Leovigildo habían comenzado a trabajar en serio para transformar la nación
sabiendo, no obstante, que los inconvenientes iban a ser muchos y muy difíciles de salvar, porque
las reformas precisaban ser radicales. Eran galenos de etnias diferentes
colaborando codo con codo en la sanación de la misma enferma cortejada y amada
por todos.
Pero la enferma, la Hispania, tenía otro
rey, Goswintha, a quien le traían sin cuidado la salud y la recuperación del
reino; esto era algo apreciado con facilidad por todos, daba igual que la
conociéramos mucho, poco o apenas nada. Saltaba a la vista que ella tenía otros
intereses, encontrados por completo con los del rey, y que oponía cada vez más
recelos a la buena relación de Leovigildo con la aristocracia católica y a su
acercamiento cada vez mayor a los hispanorromanos, sin considerar sus
furibundos argumentos en contra. Esta “desviación” del rey podía hacer peligrar
su hegemonía sobre el orden de acceso a la voluntad regia, que era lo único
importante. Cualquier maniobra o cualquier decisión política se habían resuelto
siempre, desde la época de su primer marido, con su participación y con su
influencia y a veces, cuando el rey estaba ausente, con su único criterio, y
lógicamente esa voluntad tenía un precio y un precio elevado. De este modo,
ella y su factio, eran cada vez más
poderosas y esto no podía cambiar en modo alguno. Como consecuencia de este
dimorfismo antinatural e imposible, se produjeron gravísimos desencuentros
entre el rey y ella, que es lo mismo que decir entre el rey y la factio Baltha y sus adláteres, ad hoc de la revisión del Código de
Eurico.
Fueron las primeras batallas de una guerra
de la que Leovigildo iba a salir peor parado.
13
Recuerdo que, coincidiendo casi con nuestra
llegada a la corte, el rey había
intentado atraer a los hispanos al arrianismo. Nosotras y sobre todo yo,
bastante teníamos con tratar de adaptarnos a la nada impuesta, venciendo la
nostalgia y la pena, como para prestar atención a la política del reino o a las
decisiones del rey, siempre y cuando no nos afectasen como era el caso de la
conversión. Mi aya decía que la idea había partido de la reina, fanática
religiosa, aunque yo pienso ahora con la perspectiva del tiempo y de lo que fui
conociendo, que no, con total seguridad y si acaso partió de ella, fue para
obtener el efecto contrario al deseado por el rey
Los reinos francos tenían una sola religión:
la católica. Eso había sido decisivo para implementar cambios en la política y
para lograr la unidad. Los visigodos de la Galia lo habíamos sufrido en carne
propia. Pero la pretensión en Hispania se quedó solamente en eso, en un
intento. Ningún católico se convirtió, pese a las prebendas ofrecidas por el
rey al que lo hiciera. Sin embargo, Leovigildo insistió en ello, convocando
a nuestro obispo Sunna y al católico
Masona a un entendimiento fracasado casi de antemano: ambos terminaron
enfrentados y el rey tuvo que terminar por desterrar a Masona lo que, en buena
lógica, no gustó nada a los católicos. Con ello, hubo que aplazar el intento de
conversión para más adelante. Pero Leovigildo no se detuvo en su intención de
incorporar a los hispanos a la administración del reino aprovechando su
formación romana en derecho y en economía, permitiendo que continuaran con su
religión.
Para que esto pudiera llevarse a cabo, se
hizo necesario derogar algunos principios del Código por el que se regía la
vida del reino; entre los más urgentes
figuraba la revocación de la prohibición de los matrimonios mixtos y, sobre
todo de la no intervención de los católicos en la política. Este era esencial.
Además, todos los pobladores de cualquier etnia íbamos a estar sujetos al mismo
derecho y a los mismos órganos jurisdiccionales, suprimiendo así la dualidad
imperante hasta ese momento. La sociedad hispana debería tender a la
homogeneidad y la monarquía debería abandonar su carácter gentilicio; el pueblo
iba a regirse por una legislación única, la misma para todos, otorgada por el
rey, porque el rey tenía que serlo de
una nación y no de una etnia. Pero no todos lo entendieron así. Algunas
nacionalidades del reino preferían continuar como siempre y sobre todas la
visigoda, alarmada por otros cambios que se vislumbraban en el horizonte más
inapelables.
Algo de esto me había referido el príncipe,
preocupado por la reacción de las tribus, durante alguno de nuestros
encuentros; aunque pronto cambiaba de conversación, porque no abundaba el
tiempo para estar juntos y era mejor aprovechar esta carencia de otro modo más
conforme para enamorados.
Sin embargo, por suerte injusta para la
nación y para el rey, Recaredo tenía razón; lo peor para los clanes visigodos
con la reina al frente, fue con diferencia, la pretensión del rey de instaurar
una dinastía y transformar la monarquía en sucesoria como había hecho antaño en
la Galia el franco Meroveo dando origen a la merovingia; Leovigildo pensaba
seguir su huella y llevar a cabo una política centralizadora para retirar
potestad a la nobleza visigoda y sentar las bases de una monarquía hereditaria
que englobara el mundo terrenal y el espiritual y terminar así con las luchas
de poder y con el asesinato de reyes. El rey pasaría a gobernar en nombre de
Dios y solo sus descendientes directos podían pretender el trono.
Creo haber oído mencionar a Hermenegildo
mientras viví en su casa,
que tal vez su padre el rey debería haber considerado la conversión de
otro modo, es decir, al contrario de cómo se había propuesto. Ya digo que yo no
prestaba demasiada atención entonces a estos asuntos y no acerté a discernir
qué quería decir el príncipe exactamente. No supe interpretar, ni siquiera
pregunté cómo era por otra parte mi costumbre, a que se refería. Tal vez nuestro rey, según su hijo, debería
haber comenzado por fortalecer la monarquía antes de iniciar las reformas y
para ello tal vez resultara indispensable la conversión de la nación a una
única religión. Aunque el rey lo había hecho, ya lo he referido, había tratado
de convertir a los hispanos al arrianismo. Entonces, posiblemente lo que había
querido decir Hermenegildo, era que el rey había elegido mal la religión. Tal
vez el príncipe opinara que el rey debería de haber comenzado por imitar a
Clodoveo en lugar de a Meroveo y haberse convertido al catolicismo. ¿Sería eso
a lo que se había referido el príncipe?
¿Era mejor en su opinión que la nación fuese católica en vez de arriana? En
realidad el arrianismo era ahora mismo una religión étnica, minoritaria,
circunscrita solo a nosotros, los visigodos de Hispania. Quizá si el rey se
hubiera convertido al catolicismo todo hubiera resultado más fácil, ya que
posiblemente los católicos con su poderosa iglesia al frente le habrían
secundado en masa y habrían sostenido, o mejor dicho, impuesto las reformas, _como
sucedió con Clodoveo en la Galia, al que ayudaron incluso a expandirse_, porque
las tribus visigodas nada hubieran podido anteponer contra esa fuerza y
hubieran tenido que terminar por acatar los cambios y no hubiera ocurrido lo
que ocurrió.
Leovigildo, mientras guerreaba con suevos y
vascones, con bizantinos y bagaudas,
trataba de parlamentar con las tribus para lograr un acuerdo y terminar con el
desconcierto y las revueltas que estaba causando el anunciado centralismo,
comenzando por los amelos, factio enemiga de los baltos, de cuya estirpe o parentesco,
provenían la mayoría de reyes de las últimas generaciones, pensando erradamente
que estos apoyarían el fin de la hegemonía baltinga en la elección de reyes. El
rey había enviado a un noble hispano,
para que no hubiera recelos, de su total confianza, al que degollaron con todo
su séquito, en el que figuraban un hermano y un sobrino del señor de Melque,
los amelos reunidos en asamblea sin
darle tiempo ni de saludar en nombre del rey. Esa fue su respuesta a la
petición de dialogo. La pretensión de instaurar una dinastía con la
descendencia de Leovigildo, era según los amelungos,
una treta para perpetuar en el
trono a los odiados baltingas, aunque
el rey no perteneciera a la factio, pero estaba casado con una de ellos. No había nada más que hablar.
Y como no podía ser de otra manera, entre
los más beligerantes en su contra, más aun que los amelos, estaban la reina y sus poderosos baux como les llamaba mi abuela; ahora mismo la dinastía eran
ellos; ellos señalaban reyes y ellos ordenaban su asesinato cuando era
conveniente, cuando el rey se desviaba de la senda marcada, y ponían en el
trono al siguiente. “Son los electores y los regicidas,” manifestaban
acertadamente los nobles católicos, a los que Goswintha y los suyos culparon de
manipular al rey en contra de los visigodos, como si los visigodos fueran
solamente ellos, aunque las tribus, divididas desde
tiempos que se pierden en la memoria, casi mitad por mitad entre amelos y baltos, se habían mostrado por vez primera en la historia unánimes
a favor de algo: de continuar como siempre y de ir, en consecuencia, contra las
reformas del rey, acusando a Leovigildo de absolutismo, de intentar situarse
como monarca en la cima de la pirámide del poder, con la nobleza, la iglesia,
el ejército, y todos los demás a sus pies. Absolutista y usurpador y ambicioso
y falaz y sacrílego; El septimano se
estaba saliendo del camino, estaba yendo demasiado lejos o demasiado alto
pensando ungirse de la gracia de Dios. Solamente el ejército obedecía y en
consecuencia avalaba a su jefe militar supremo, y por supuesto muchos
católicos, inductores según Goswintha del error histórico que Leovigildo estaba
a punto de cometer. Las aguas, colmadas, estaban iniciando la ebullición y si
no se retiraba a tiempo la olla del fuego las salpicaduras podían abrasar al
rey.
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