Tierra amiga, primera parte
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Cóssyra, hoy Pantellería |
os
instalamos provisionalmente en una casa cercana al puerto, donde los niños
podían jugar y fortalecerse con el aire sano del mar. Luego, Cayo buscó otra
más retirada y discreta, teniendo en cuenta que continuábamos siendo fugitivos,
en el campo en medio de las vides y los olivos. A nuestra espalda la montaña
grande daba cobijo y seguridad y nos protegía del viento difícil de la isla.
Subiendo hasta su cima se podía ver Sicilia en los días claros. Frente a la casa, el mar agitado y vacío nos
separaba de África y entre medias, los fértiles huertos de las casas y los
viñedos preñados de uvas en sazón, le hacían parecer un erial.
Los isleños, cultivaban la misma variedad de uva blanca que en la
casa de mi abuelo, que allí se convertía en un caldo amarillo con sabor a fruta
madura, placentero y dulce, y aquí en esta isla hermosa, en un vino peculiar,
licoroso, elaborado con la uva secada al sol sobre una cama de paja, que
llamaban passum,
y también vino santo, y que
hubiera hecho las delicias del abuelo. Algún viticultor secaba las uvas
colgándolas de vigas, continuando una costumbre importada de más al norte, pero
lo general era secarlas sobre paja por lo menos durante tres meses. El
resultado era un vino dulce, cálido, frutado y aromático, con sabor ligero a
higo seco y a dátil y a miel, que era envejecido en barriles de roble y que
estaba delicioso empapando una especie de torta de harina de trigo con nueces
molidas que elaboraban ex profeso para acompañarlo.
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Passito di Pantellería |
La espera se presentaba apacible.
Desembarcamos el mismo día que Atanagildo cumplía un año de vida. Recordamos a
Ingundis una vez más. Brunilda y yo rezamos por ella y por mi madre y por el
fin de la guerra. Aquí imposible tener nuevas así que tratamos de olvidar,
aunque para mi fuera imposible. Pensaba en Recaredo de continuo y veía su
rostro en la carita de nuestra hija Aimone cada día y cada hora y cada segundo.
Sabíamos que debíamos permanecer en Cossyra
hasta las nonas de marzo por lo menos. Yo cada mañana contemplaba el mar
temerosa de que apareciera un barco a lo lejos, pero con el tiempo lo fui
olvidando. Aquí, como en la Septimania, estábamos seguras. Mi hija cumplió un
año de vida al mes siguiente de llegar. Los niños estaban sanos, aunque mi
leche comenzó a escasear y hubo que alimentarlos con leche de oveja que Cayo
hizo traer desde las montañas y que tenía un sabor exquisito y peculiar como
cada cosa de aquella isla deliciosa. Brunilda les preparaba desde hacía un
tiempo una papilla de trigo molido tostado ligeramente, la misma con la que
crecimos en la Septimania, que a todos nos había alimentado y nos había ayudado
a criarnos sanos y fuertes.
Pasó el otoño distraído con la vendimia y la
elaboración del vino ordinario que
hacían para consumo propio y para vender a las naves que arribaban y que eran bastantes más de las que se podría
pensar en principio, dada la posición de la isla en medio del canal de Sicilia.
Para el passum reservaban la uva de la primera
floración, bien soleada. Cada semana, retiraban la uva seca que iba cambiando
de color y añadían uva fresca, tiraban
los granos estropeados y quitaban el raspón del racimo que de lo contrario,
amargaría el vino. Me gustaba contemplar como la uva iba cambiando de color y
de tamaño al secar y como la mimaban los isleños para que el néctar fuera
único.
Nuestra mirada se acomodó rápidamente al
paisaje oscuro de la isla, determinado por las rocas que había expulsado la
montaña cuando se había abierto siglos atrás y había escupido fuego. De vez en
cuando de las faldas y de la cima de la montaña grande, ligeramente prominente,
con la cresta rota por el cráter del fuego, salían fumarolas que los isleños
decían eran los suspiros, que aliviaban el pesar que la consumía por dentro, y
evitaban que reventara de dolor como antaño.
Llegó el invierno casi sin darnos cuenta. El
tiempo enfrió algo pero el clima era muy benigno comparado con la severidad del
carpetano que habíamos sufrido estos últimos
años en Hispania. Conformábamos todos juntos una gran familia. Sigebert
era más que un amigo, un hermano mayor para mí y un padre para los niños con
los que no se cansaba de jugar y Brunilda era mucho más que una abuela. Cayo,
nuestro querido bizantino, pasaba con nosotros mucho tiempo; a mí me intrigaba
la personalidad de aquel hombre solitario, fiel e inteligente que tenía control
sobre cada cosa, que estaba al tanto de todo
y que alguna vez había tenido una familia. Nunca más le volví a
interrogar al respecto. Le veía jugar con los niños y pensaba que hubiera hecho
mi padre de haber conocido a su nieta. Pensé en él al lado del rey en el asedio
a Emérita, pero sin preocupación. Estaba segura que fuera cual fuera el
resultado final, saldría adelante al lado del vencedor.
Cayo andaba reclutando entre los jóvenes
desocupados en el invierno o con menos trabajo por la estación, candidatos a
soldados temporales a los que daban instrucción él y sus hombres mostrándoles
el manejo de la espada y del resto de armas. Sin embargo en la isla, los
hombres tenían una táctica de lucha ancestral común por lo visto a muchas islas
de nuestro mar. Eran capaces de disparar piedras de buen tamaño, con hondas que
hacían estragos en el enemigo. Los romanos los habían utilizado en el campo de
batalla y también los enemigos del antiguo imperio occidental se habían
aprovechado de esta pericia dándoles trabajo como mercenarios. Cayo organizó un
peculiar ejército, conformando tres secciones diferenciadas: los tiradores con
arco, los honderos y los luchadores a espada. Luego se dedicó a construir armas.
En el barco habían traído armamento, pero él lo consideraba insuficiente.
—¿Insuficiente para qué —preguntaba yo.
—Insuficiente si nos atacan.
—¿Ahora? ¿Aquí?
—Siempre hay que estar preparados.
Buscó un ferrarius,
que halló al otro lado de la isla. Allí forjaron espadas y construyeron
flechas. También fabricaron escudos con la madera que recogieron de barcos
varados y maltratados por la severidad de la intemperie en las playas. Eran
bastante rudimentarios pero Cayo opinaba que serían eficaces. Luego ensayaron
tácticas de ataque y de defensa y construyeron camuflajes. No se dieron tregua
ni tuvieron un solo día de descanso.
Sigebert quiso colaborar, pero Cayo le dijo
que debería estar siempre con nosotras, acompañado de cuatro hombres que él
dejó en nuestra casa para nuestra protección.
—Aunque nos sintamos seguros, no debemos
descuidarnos. Cualquier cosa puede suceder. Hay que estar prevenidos. No os
mováis del lado de ellas y de los niños.
Sigebert cumplió a rajatabla; desde ese momento
fue como la única sombra de los tres. “Es la mejor orden que han dado en mi
vida.” En ese tiempo fue cuando una tarde, sentados bajo una higuera desnuda
aun y torcida a poniente por la fuerza del viento, mientras los niños
correteaban por la ribera pedregosa del mar vigilados por Brunilda y por dos
hombres de Cayo, Sigebert me confesó su amor.
—Jana sé que no debería decirte esto, pero…
—Pues no lo hagas —interrumpí presumiendo lo
que iba a acontecer.
—Jana, es que no puedo callarlo. Falta poco
para que nos dirijamos a Agrigentum, la guerra posiblemente haya concluido,
Recaredo enviará a buscaros y ya no habrá oportunidad. Jana, yo te quiero, te
he querido desde que te vi aquella mañana en el cementerio frente a la tumba de
tu madre. Sé que mi padre siempre amó a tu madre y a mí me ha ocurrido lo mismo
contigo…
—Sabes que no puede ser. Yo también te
quiero, pero como a un hermano. Siempre quise a tu padre como si fuera mi
verdadero padre.
—Lo sé y sé que te debes al príncipe, pero
tenía que decírtelo Jana, no puedo ocultarlo. Eres muy especial para mí.
Siempre lo serás.
—Yo te agradezco el amor y la lealtad y la
compañía y todo lo que haces por nosotros y te quiero, mucho, mucho, pero como
a un hermano. No puede ir más allá ¿comprendes? Y te ruego que no vuelvas a
mencionarlo. Resulta doloroso.
—Jana, no he querido que te sientas molesta…
Me levanté y le abracé.
—No estoy molesta, estoy muy orgullosa de
que un hombre como tú me quiera, pero ya sabes que yo amo al príncipe y debes
comprender. Ya me has dicho lo que querías y se acabó. Por favor.
Le acaricié el rostro, hermoso y curtido por
el tiempo y el sufrimiento, y me fui en busca de los niños y de Brunilda, dando
por terminada la conversación, por el bien de todos.
En los días siguientes el tiempo estuvo
ventoso y permanecimos en casa contemplando a través de las ventanas, como Cayo
y los hombres que había reclutado en la isla, rodeaban por completo el recinto
con matorral espinoso traído de los montes, formando una especie de paredón
vegetal a bastante distancia de la vivienda. Yo salí al huerto e inquirí a Cayo
con la mirada levantando la barbilla en dirección al matorral.
—En caso de ataque le prenderemos fuego. Evitará
que se acerquen a la casa.
—¿Pero, ¿es que pensáis que alguien nos va a
atacar?
—Conozco bien al jefe de la partida que se
formó en Agrigentum, espero cualquier cosa de él. Pero no estéis inquietas; es
pura precaución, por si acaso. Todo va bien.
Todo iba bien, pero yo comencé a sentirme
mal de continuo. Ya no era ansiedad ni temor, era realmente malestar. Un día,
cuando faltaba poco más de un mes para el nuevo año, cuando ya la primavera
estaba haciéndose notar, cuando ya las vides habían verdeado tras la pausa del
invierno y los frutales ofrecían al sol sus brazos plateados llenos de botones
a punto de reventar, el motivo de mi mal se hizo evidente y supe de modo
irremediable que la suerte estaba echada. Era el mal de mi familia materna, el
que había acabado con la vida de varias de mis tías y con alguna de mis primas
jóvenes. “La maldición de las mujeres Wothan” decía mi abuela. Sabía que no tenía curación, así que no dije
nada a nadie, para no provocar una desazón innecesaria por el momento, pero
comencé a tomar medidas para cuando llegara el final. Sabía que tendría tiempo.
En el peor de los casos, que había sido mi tía Leonora, la vida le regaló casi
un año desde que descubrió el mal. Si yo era igual aun quedaba tiempo, incluso
para que Recaredo viniera a por nosotros. Lo único seguro desde ese momento,
era la permanencia obligada en Sicilia. El viaje hasta Byzantium sería
impensable. Al igual que Cayo con la defensa, me apliqué en lo que iba a ser mi
quehacer cotidiano, aparte de criar a los niños, hasta el final.
Comencé a escribir un diario para Recaredo
contándole el día a día desde que comencé a notar a nuestra hija dentro, hasta
el momento en el cual ya no pudiera continuar. Tenía que referirle la
conspiración, el nacimiento de nuestra hija, la huida, la persecución de los
esbirros de la reina, los cuidados de Sigebert y de Brunilda, la fidelidad y la
lealtad de Cayo y la hospitalidad de los bizantinos. Mi esposo tenía que
conocer nuestros pasos desde el principio de todo hasta mi final y mi hija lo
mismo cuando tuviera edad para ello. Cada tarde, mientras los niños dormían
tras la comida, yo me iba a mi habitación y allí en soledad, con la compañía
del silencio que aprendí a apreciar durante mi viaje de llegada, le iba describiendo
a Recaredo nuestras vidas con detalle, poniendo en el relato todo el amor que
me rebosaba y que no había podido darle.
Así continuamos tranquilos, sin ninguna
noticia de Hispania, aislados y por eso mismo seguros. Los niños crecían sanos
y felices, su vida era juegos y amor, sobre todo amor. Mi relato para Recaredo
avanzaba, como mi enfermedad, que
continuaba su camino implacable. Que mala suerte. Confiaba en que la vida me
diera una tregua y me permitiera ver el fin de la guerra, aunque presentía que
mi anhelado reencuentro con Recaredo no se iba a producir, pero por lo menos,
esperaba de la vida que permitiera a mi hija conocer a su padre y también a
Atanagildo conocer al suyo, si fuera posible. Confiaba en la clemencia del rey
y en las dotes de diplomático de Recaredo. Me apenaba la vida de Aimone sin
madre, me apenaba esto más que mi propio final. Tenía que rogarle a su padre
que la criara con él en palacio, en su palacio, que no la dejara en manos de
nadie y menos aun de Goswintha, aunque esperaba que para entonces ya hubieran
tomado medidas contra ella. Ya hubieran descubierto su juego y le hubieran dado
el castigo que se merecía.
Un mes antes del inicio de la temporada de
navegación, cuando ya andábamos preparando la nueva singladura y los hombres de
Cayo subían diariamente a bordo para hacer reparaciones y poner la nave a
punto, tras unas semanas de niebla, el
vigía que Cayo había apostado en la cima del monte grande, se precipitó a
galope montaña abajo dejando tras de sí una estela sicofante que se confundía
con el humo blanco de las fumarolas. El bizantino lo vio y ordenó de inmediato
que nos metiéramos en casa. El vigía saltó del caballo y casi sin resuello,
soltó la noticia.
—Hay un barco detenido en la costa. Apareció
tras levantar la niebla. Comenzó a percibirse una silueta, yo creí que era un
enorme pez. Están desembarcando soldados sin cesar. Es un ejército.
—Nosotros también.
—¿Qué va a pasar? —inquirí.
—Lucharemos y venceremos. Confiad.
Desde el lugar del desembarco, mientras
transportaban hombres y armamento hasta la playa y se encaminaban luego hasta
la casa, tendríamos un intervalo de un par de horas a nuestro favor para
prepararnos. Cayo apostó a sus nuevos soldados en rigurosa formación como si
fueran realmente un ejército, aunque eran no más de cien hombres. Sigebert
preparó la defensa de la casa por si hubiera que luchar cuerpo a cuerpo. Yo
encerré a los niños con Brunilda en una habitación sin ventana donde Cayo me
había dicho que lo hiciera en caso de ataque y le pedí una espada a
Sigebert para colaborar como pudiera.
Pero siguiendo con mi costumbre curiosa me dispuse a contemplar el choque desde
la ventana del piso superior.
—Jana, retírate de la ventana. Puede ser
peligroso, una flecha puede alcanzarte —me aconsejó prudente Sigebert.
—Déjame ver el comienzo. Cuando vea peligro,
me retiraré, pierde cuidado.
Por el oeste era el único modo de acceder
con facilidad a la casa y al resto de casas diseminadas por el valle, porque el
este eran promontorios escarpados que morían sobre el mar. Cayo mandó advertir
al resto de habitantes del valle para que se encerraran en sus casas, convocó a
los hombres y les dispuso para la lucha. Se camuflaron de tal modo que era
imposible distinguirlos del matorral que cubría en ese momento la campa, que se
extendía hasta la falda de la colina donde comenzaban las vides.
Desde mi atalaya en la ventana, distinguí el
avance acompasado e inexorable, de una mancha oscura y polvorienta hacia la
campa. Marchaba a buen ritmo, sin temores, pensando en la victoria que seguro
daban por hecha sin mayores sobresaltos. Pero no conocían a Cayo o no le
valoraban lo suficiente. De todos modos, aunque yo confiara ciegamente en el
bizantino, me inquietó el número tan abundante de tropas que avanzaban a buen
paso, enfilados hacia la casa que tenían sobradamente localizada. Habían
desembarcado al otro lado de la isla y se habían dirigido derecho hacia
nosotros. En la isla había un informador. Había un espía al servicio de
Toletum. Era cierto que estaban por todas partes.
Mientras los agresores avanzaban, por
delante de ellos, todo era quietud. El aire que precedía a la marcha, peinaba
la hierba que se agitaba diligente y coqueta con un verde contoneo, suavemente
desvanecido contra el rompiente matorral que ocultaba al ejército de Cayo y que
parecía haber estado siempre allí. Seguro que los invasores estaban viendo la
barrera de espino y pensando que tras ella se hallaba Cayo oculto con sus
hombres.
De pronto, cuando los invasores estuvieron a
tiro, el matorral se apartó con violencia, surgiendo de él una súbita nube de
flechas que voló compacta hacia los recién llegados quienes, tomados por
sorpresa, se detuvieron en seco y levantaron los escudos para protegerse. Fue
un ataque que no esperaban y que causó desconcierto y mortandad. A continuación
nuestros honderos hicieron su trabajo, estrellando las piedras contra las
cabezas de los arqueros enemigos que se preparaban para contraatacar, mientras
los nuestros habían vuelto a desaparecer
bajo el camuflaje, dejando libre el campo para las hondas. Fueron varios
ataques por ambas partes, alternos, acompasados como una danza, hasta que de
pronto los dos ejércitos se lanzaron ferozmente el uno contra el otro, en medio
de un griterío atronador que helaba la sangre y detenía el tiempo.
Aunque tomados por sorpresa habían tenido
muchas bajas, los invasores eran bastantes más, pero los nuestros luchaban con
arrojo impidiendo el avance. Sin embargo, visto desde mi posición, la victoria
se antojaba difícil, porque el enemigo parecía surgir de todas partes. Caían
diez y aparecían veinte por detrás. Pronto la masa comenzó a progresar
lentamente hacia la casa. Algún luchador avanzaba por los flancos, tratando de
rebasar la barrera espinosa que nos rodeaba, pero era fácilmente ensartado por
las flechas de nuestras defensas. Probablemente hubiera muchos cuerpos sobre la
campa, pero los dos ejércitos continuaban
su lucha feroz manteniéndose en pie, sobre los muertos y sobre los
heridos. La progresión hacia nosotros era lenta, pero inexorable. No puedo
calcular el tiempo transcurrido. Los enemigos cada vez se aproximaban en mayor
número a la casa y llegó el momento en el cual hubo que incendiar la cerca.
—Retírate de la ventana —me gritaba
Sigebert—. Por Dios Jana, quítate de ahí. Si te ocurre algo, Cayo me desollará
vivo.
No tuve más remedio que obedecer. El humo,
además, no me dejaba ver la lucha que continuaba feroz e inclinada hacia los
enemigos. Todos nuestros soldados iban a morir y, después, nosotros seriamos
llevados hasta Toletum por la fuerza. Aunque pienso que nosotras no, nosotras
seríamos ejecutadas y los niños raptados y conducidos hasta Goswintha.
Estos pensamientos tan negros fueron
interrumpidos por un soldado que irrumpió en la casa con una flecha clavada en
el brazo y otra en la espalda y que antes de desplomarse nos anunció:
—Algo está ocurriendo por detrás del
enemigo. Han llegado más soldados.
—Lo que nos faltaba —comentó Sigebert con
desaliento, desde su puesto.
Yo me acerqué al herido para socorrerle.
Cuando me arrodillé a su lado, el tomó mi mano y me susurró con apenas un hilo
de voz:
—Son amigos, están atacando…son amigos.
—Sigebert ¿has oído? Son amigos. Han venido
más soldados a ayudar.
—Que extraño ¿de dónde pueden haber venido?
Jana, voy a salir. Cierra y no te muevas de aquí. ¿Cómo está el soldado?
—Ha muerto. No salgas, puede ser peligroso.
Sigebert ni me escuchó. Miré hacia afuera
desde la puerta. El fuego y el humo no me dejaron ver lo que ocurría, pero la
lucha se escuchaba feroz, aunque parecía que ya no estaba tan próxima a la
casa. Pero eso podía ser deseo más que realidad.
—Jana, entra en casa y cierra —ordenó la voz
de Brunilda desde el umbral del cuarto en el que se ocultaba con los niños—.
¿Qué está ocurriendo?
Se lo referí. Le referí sobre todo la
noticia reciente de la venida de más soldados de no se sabía dónde.
—Al igual que los enemigos supieron donde
estábamos y como hallarnos, los amigos
también han sabido que venían a atacarnos y les habrán seguido. Byzantium
cumple. Ya lo sabes.
—¿Cómo están los niños?
—Perfectamente. No te preocupes.
Cerré la puerta, subí de nuevo al piso
superior y volví a mirar por la ventana. El humo se iba disipando y pude ver
lejos ya de la casa, el mismo panorama de lucha, pero más favorable a nosotros.
En efecto, por detrás había llegado otro grupo de soldados, menos numeroso que
el enemigo, pero que fue suficiente para conseguir acabar con la hegemonía de
los atacantes y con la mortandad de los nuestros que había sido grande y que
por un momento a punto estuvo de hacer que la batalla fuera favorable por
completo al enemigo. No pude saber quiénes eran los refuerzos ni de donde
habían venido, pero lo importante estaba siendo el resultado, luego ya me
enteraría. Mi mirada retrocedió esperanzada y agradecida para descubrir con
horror a Sigebert luchando a muerte con un soldado enemigo y algo por detrás, surgiendo
de entre el humo, como sombras evadidas de entre los muertos de la batalla,
distinguí la silueta de Cayo, ensangrentada, doliente, luchando desesperada
contra otra silueta tan desesperada y doliente como la suya. Imposible saber si
combatían aún con vida o si eran sus espíritus los que continuaban la lucha
persiguiéndose con saña infinita en la antesala del más allá, si eso fuera
posible. Miraba alternativamente a Sigebert y a Cayo. Les veía continuar la
lucha sin tregua y casi ya sin fuerzas. Les veía solamente a ellos, de espaldas
a mí, blandiendo la espada contra alguien o contra algo que hacía lo mismo
contra ellos, el mismo movimiento, la misma acometida, la misma furia. En ese
momento no me importaba nada más. El fuego había consumido por completo la
defensa de espino y el humo se había disipado
y posiblemente, la lucha en campo abierto hubiera concluido, pero
delante de mí, los dos hombres que nos habían acompañado y defendido desde la
huida de Hispania, estaban librando su última batalla, sin fuerzas ya, pero sin
ceder ni un palmo, mantenidos en pie por la furia y el coraje y el valor y la
lealtad y el sentido del deber. De pronto, vi a
Sigebert en el suelo y vi a su contrario levantar la espada haciendo un
supremo esfuerzo para rematarle. Grité su nombre y me maldije por no tener a
mano un arco para disparar. Me maldije y me desesperé y baje corriendo y agarré
la espada del soldado muerto abajo y salí dispuesta a vengar a mi hermano del
alma, al hijo de mi querido Sigebert, al hombre que también me amaba y al que
yo no había podido corresponder.
Pero si podía vengar su muerte.
Emprendí una carrera frenética con la espada
izada sobre mi cabeza, contra la silueta que vi de pie frente al cuerpo de
Sigebert tendido en el suelo. Mientras avanzaba presa de la furia y del dolor,
noté como la silueta se desviaba de mi camino y me hacía señas para que me
detuviera.
—Eso es lo que tú quisieras, pero vas a
morir, llegó también tu hora, cerdo, asesino —gritaba fuera de mí, en gótico,
mientras descargaba mi espada contra la suya en un golpe tan violento que la
partió en dos, haciéndome tambalear. Entonces, el soldado me desarmó con
facilidad y me sujetó por la cintura.
—Señora, calma, clama. Soy amigo, acabo de
salvar la vida del visigodo. Está mal herido, llevémosle a casa. Todo está bajo
control.
—¿Quién sois?
—Amigo, soy amigo. Luego hablaremos.
—¿Sois bizantino? —volví a preguntar
mientras recogíamos a Sigebert con la ayuda de dos soldados que el “amigo” hizo
acercarse para ayudar.
—Sí, soy bizantino. Soy el hombre que subió
a bordo de vuestro barco en alta mar. ¿Me recordáis?
Afirmé con la cabeza. Entonces caí en la
cuenta de que Cayo continuaba su lucha contra el otro espectro.
—¿Están vivos? —pregunté al nuevo bizantino,
que sonrió antes de contestarme.
—Sí lo están. Cayo vencerá, no temáis.
Me di cuenta que varios hombres de los
recién llegados esperaban prudentemente retirados formando un semicírculo por
detrás, para socorrerle; pero Cayo no necesitó ayuda y logró rematar en un
esfuerzo postrero, al luchador contrario, que había caído de rodillas, antes de
que, nuestro bizantino tambaleante, le abriera la cabeza con su espada, para
caer de rodillas también. Me acerqué corriendo a sostenerle. Cayo me miró y sin
apenas resuello, me confió su secreto antes de perder el conocimiento:
—El fue quién mató a mi familia. A mi mujer
y a mis dos hijos.