Aborrecía
la navidad. No recordaba desde cuando, pero hacía mucho tiempo que estas fechas
tan manipuladas le ponían de los nervios. Daba lo mismo en un sitio que en
otro, en todos, la gente comenzaba a cambiar de actitud un mes antes del
veinticinco de diciembre, nada más aparecer en el ambiente síntomas claros de
la fiesta de fiestas, es decir, turrón, luces, lotería, langostinos con bigote,
arbolitos con adornos y villancicos.
—Que falta de imaginación, todos los años lo
mismo.
Aborrecía ese hipermercado en cuya
publicidad nada llegaba hasta que ellos lo dijeran: la primavera, el verano,
las rebajas, y sobre todo la navidad.
Este año tenían la capacidad de transformar en elfos a todo quisque. Una tarde,
no tuvo más remedio que entrar en el susodicho a recoger a su tía Genoveva que
era adicta al chocolate con churros de la cafetería. Desde la puerta, hasta que
se plantó delante de la hermana de su madre, catorce, si, catorce dependientes
y dependientas que se cruzó en el camino, la señalaron con el dedo y le
dijeron: eres elfa. Cuando vino el
camarero y en vez de ¿qué va a tomar?, le dijo casi al oído, eres elfa, se levantó y le dio una ostia.
Fue cuando comprendió que había que hacer
algo.
Decidió invertir las cosas. Ella ya no
formaría parte del rebaño.
Al año siguiente, desde un mes antes del
veinticinco de diciembre, justo cuando todo comenzaba en el exterior, las luces
de su casa dejaron de encenderse, se alumbraba con linternas ecológicas que ella misma
aprendió a fabricar con botellas de plástico. Eran fechas de ahorro de energía.
Dejó de llamar a la gente, y quince días
antes del veinticinco de diciembre, dejó incluso, de saludar. Eran fechas de
ausencia, de introspección, cuanto menos se hablara mejor.
Ese mes, y hasta el ocho de enero, hacía una
dieta vegetariana, casi vegana. Eran tiempos de purificación, de cambio.
En su casa nunca más se celebraron cenas ni
comidas navideñas, ni ella acudió a ninguna celebración de excesos en casa de
nadie. Eran fechas de parquedad en el consumo. Fechas de autolimitación.
Por supuesto quedaron suprimidos los regalos
del gordo Nicolás y de los tres reyes de los elfos. Era época de austeridad
total.
El primer año, la gente le dijo que estaba
loca, pero poco a poco, casi con cuentagotas, algunas personas fueron
adhiriéndose a la causa. Al año siguiente otro apartamento en su edificio,
apagó las luces. Al otro, eran ya ocho. Hoy es casi la mitad del edificio y
ocurre algo parecido en los demás del barrio. También se nota el aumento de la
dieta vegana. El hiper de los elfos, ya no anuncia tanta carne de cordero, ni
tanto langostino bigotudo, ni tanto turrón. Ahora promociona unos rollitos de
algo verde que dicen que sabe a carne. Ni caso. Que lo coman ellos. Por las
calles, hay menos gente con la sonrisa puesta el día entero. Se ven más
personas con la cara normal. Y este año ¡por fin! el ayuntamiento dejó de poner
villancicos como banda sonora todo el santo día, pese a la queja de la farmacia
que, por lo visto, redujo de forma drástica la venta de paracetamol, porque a
la gente ya no le duele la cabeza.
Hay más gente feliz de verdad, aunque no
sonrían todo el día. Hay más gente feliz, porque, se han unido los raros, y con
el ahorro de la austeridad, les alcanza para poner, al principio todo el mes, y
ahora ya todo el año, comida caliente y mantas para los sin techo de la ciudad.
La distopía ha sido buena para muchos.
Lo más divertido es que sirven las comidas
delante del hiper de los elfos, con un cartel que pone:
NADA DE ESTA COMIDA ESTÁ COMPRADA AQUÍ.
PORQUE AQUÍ SOLO HAY ELFOS Y NOSOTROS SOMOS
PERSONAS.
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