Marita llega a La
Habana, y es recibida por el hombre de confianza de Fidel, alguien a quien ella
ya conocía. Le vuelve a preguntar por su hijo. “Todo eso ya lo hablarás con
Fidel, yo solo debo ocuparme de recibirte y alojarte”.
En la misma suite del
Habana Libre, donde vivieron su romance, la espía alemana, que continúa
enamorada de Fidel, se siente incapaz de realizar su misión. Al volver a ver el
lugar donde fue tan feliz y al contemplar la ciudad desde la ventana, siente
como si el tiempo se hubiera detenido, como si no hubieran transcurrido dos
años. Se imagina que Fidel regresa de Sierra Maestra o de otro lugar
cualquiera, incluso de estar con alguna otra, para volver con ella y solo con
ella. Porque aunque visitara a muchas mujeres, siempre volvía. Por eso a ella
no le importaba.
Según contó en sus
memorias: Fidel no era un buen amante. Se
interesaba mucho más por las caricias que por el acto sexual. Era un narciso
enfermizo, tal vez muestra de inseguridad o tal vez pidiendo a gritos la
aprobación de los demás, como un niño chiquito. Pero así y todo el líder
cubano la dejó marcada y su pasión por él perduró en el tiempo.
Castro tiene la
certeza de que ella ha venido a matarlo y se lo pregunta a bocajarro mientras
tomaban un refrigerio, tras el fogoso reencuentro.
“Has venido a matarme
¿verdad? En inútil que mientas, se que trabajas para la CIA. Acepté recibirte
porque tengo curiosidad por saber de qué modo piensan esos gringos de mierda
que se puede acabar conmigo”.
Marita se viene abajo
y le confiesa el plan del veneno ¿Para qué disimular? Fidel se ríe a
carcajadas. Ella se levanta, lo saca de su bolso y lo arroja por el váter.
Cuando regresa a la habitación Fidel le pone una pistola en la mano.
“Déjate de
mariconadas y mátame como a un hombre. Pégame un tiro, carajo”.
Ella le apunta a la
cabeza. Le tiemblan las piernas y las manos. No puede hacerlo. No puede matar
al hombre del que continua y continuará toda su vida enamorada.
“No puedes hacerlo”,
se burla Fidel. “No puedes matarme, nadie puede matarme”.
Tras el fracaso de la
operación, la CIA la saca rápidamente de La Habana, antes de que el servicio secreto
cubano la interrogue y descubra muchas cosas que no debe saber. Ella quiere
dejar el espionaje. “No sirvo para esto”, manifiesta entre lloros. Pero Sturgis
le dice que una vez que se empieza, solo
se sale en un ataúd.
La llevan a vivir a
Miami, nido de anticastristas, y le presentan a dos individuos con los que va a
trabajar y a los que entrenan contra reloj para una misión. Son Lee Harvey Oswald y Jack Ruby.
Oswald
no me cayó bien, ni yo a él. Era pretencioso y solitario. Odiaba a Kennedy, lo
culpaba del fracaso de Bahía Cochinos. El y todos los demás odiaban al
presidente. Yo los escuchaba hablar por las noches siempre de lo mismo.
En noviembre de 1963,
Marita y Oswald forman parte de un convoy que lleva armas de Miami a Dallas.
Cuando llegan a la ciudad tejana los espera Jack Ruby.
Años después, Marita
declara ante la controvertida Comisión
Warren, creada para investigar el asesinato de Kennedy, todo lo que vivió
con los dos implicados en el crimen y sostiene que el día del magnicidio, hubo
dos francotiradores. La Comisión descarta su testimonio por impreciso y porque algunas cosas son imposibles en el tiempo,
y porque, además, consideran que la
testigo padece un desequilibrio importante al sostener que tiene un hijo en La
Habana, fruto de una relación con Castro, que le fue sacado del útero mientras
estaba en coma. La Comisión concluye que el único asesino es Lee Harvey Oswald,
con raíces en la Unión Soviética, que fue a su vez asesinado por Jack Ruby,
ante las narices del FBI.
Entre el magnicidio
de Dallas y su declaración en la Comisión Warren en 1976, Marita es enviada a
Venezuela para coordinar la financiación de los actos de sabotaje contra Cuba
que propicia el presidente de la nación, el general Marcos Pérez Jiménez. De una aventura con el general, Marita adora
el lujo y el glamour, nace su hija Mónica. Posteriormente Marita se casa con un
agente del FBI, y de esta unión nace su hijo Mark.
Marita cuenta que el sexo con Pérez Jiménez no era ni
bueno, y que el general se emborrachaba y llamaba a Castro por teléfono para
decirle que se estaba acostando con su amante.
Ella afirma haber
abandonado la CIA y que la Agencia intentó acabar con su vida en varias
ocasiones. Trataron de envenenarla, tirotearon su casa varias veces, pero lo cierto es que, de un modo u otro,
siempre estuvo vinculada a los servicios secretos. Se divorció de su marido y
se volvió a casar con el gerente de un edificio cercano a la ONU. En esa época
se dedicó a espiar a los diplomáticos rusos en las Naciones Unidas. Al final de
su vida, protegida por un mafioso de poca monta, se traslada a vivir a un
semisótano en el East Side. Su amante es muy irregular en la prestación de
apoyo financiero, debido tal vez, a la naturaleza de su negocio. Ella sobrevive
pagada por las agencias policiales locales y federales, incluyendo Aduanas y la
DEA. Marita Lorenz siempre vivió al límite.
Afirma haber vuelto a
La Habana en 1981. Castro la recibe sin ningún entusiasmo, pero le permite
conocer a su hijo. El muchacho se llama Andrés y estudia medicina. Hoy es un
afamado pediatra en La Habana. Su hija Mónica conserva las cartas que su madre
y él, intercambiaron a lo largo de muchos años. El gobierno cubano siempre negó
este punto y afirma que Marita perdió a su hijo aquella noche.
Casi al final de sus
días, Marita regresa a Alemania, con el
dinero que le paga una TV alemana por rodar un documental sobre su vida, para morir tranquila. Su muerte tiene
lugar el 31 de agosto de 2019 en Oberhausen.
Basada en su
biografía, La espía que amó a Castro,
Hollywood va a rodar una película. Marita Lorenz será la actriz, ganadora de un
Oscar, Jennifer Lawrence. Desconozco
quien hará el papel de Fidel Castro.
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