Erase una vez, capítulo III

 

III

 


 Doña Gontrodo Petri

 

   Don Alfonso, rey emperador, quedó fascinado por el físico de Gontrodo Petri. Su tez blanca como la nieve, sus ojos traslúcidos, sus trenzas albinas, su porte esbelto y sus maneras delicadas, le habían hecho cosquillas en el estomago, incluso cuando le tomó la mano para conducirla a su lugar en la mesa, su entrepierna comenzó a darle problemas. Hacía mucho que no estaba con una mujer y aquella le gustaba más de lo aconsejable, teniendo en cuenta que era la hija de su anfitrión y que estaba casada. Aunque, bien mirado, su anfitrión parecía empeñado en ponérsela en bandeja y el no tenía por qué ser descortés.

   Doña María, obedeciendo a su esposo,  había tenido una charla con la niña y le había hecho saber la conveniencia de ser amable con el rey.

   —Querréis decir cortés madre. Yo lo soy, y educada. Vos me lo enseñasteis.

   —No; quiero decir amable, que no es igual. Amable…es un hombre ¿comprendes?

   —No muy bien; yo estoy casada, madre.

   —Olvida eso. Comencemos de nuevo. Don Alfonso no es un hombre.

   —¿Ah no? En qué quedamos…

  —No es un hombre cualquiera. Escúchame bien. Es el rey. Es el emperador de León. Y se ha fijado en ti y tú debes corresponder.

    — ¿Y mi esposo?

   —Olvídate de que estás casada.

   —Pero mi esposo llega mañana.

   —Tu padre ya lo ha arreglado.

   —¿Qué queréis decir?

   —Que tu esposo regresa a Ovetum. Se necesita allí una guarnición y no preguntes más. Centrémonos en lo que estamos.

   —¿No a va a volver nunca?

   —Si mujer. Volverá cuando deba volver. Cuando el rey se vaya.

   Ni doña Gontrodo entendió muy bien el por qué de esa insistencia en arrojarla en brazos del rey, ni doña María quedo satisfecha con las entendederas de su hija. Por otra parte era lógico; le había inculcado desde niña la importancia de ser una esposa abnegada, indulgente y fiel con el esposo, por encima de cualquier otra cosa. “La virtud es el bien más preciado que posee una dama y a ella te has de entregar por sobre todas las cosas. Nunca, nunca jamás, ¿me oyes? Nunca debes ser infiel a tu esposo. Antes te has de quemar con carbones encendidos la parte de tu cuerpo que pretendas entregar a otro hombre”.

   —Anda que tú también —le había recriminado don Pedro cuando hablaron al respecto.

   —Es lo que me enseñaron a mi —protestó doña María.

   —Pues cámbiale la norma. Mira de que le entre por la cabeza. Hay mucho en juego. Muchísimo. Es una orden, esposa.

   Doña María, temerosa de que su hija no estuviera  a la altura de las pretensiones del rey, llamó a Aulaga y le pidió ayuda. Después de todo había sido una suerte que la hubiera hecho venir a la Torre. Así la tenía a mano para cualquier emergencia.

   —Le hare una infusión de Epimedium.

   —¿Qué es eso?

  —Es la hierba que comen las cabras espontáneamente antes del celo anual.

   —¡Dios mío! ¿Será seguro?

   —A las cabras no les ha fallado jamás. Y mejor no invoquéis a Dios para estas cosas.

   —Pues ponte a ello, porque la necesito ¡ya! Ah y otra cosa: sería bueno que no quedara preñada.

   Cuando la curandera se fue, doña María se dirigió a orar a la capilla, pese a la opinión de Aulaga unos rezos a la Virgen del Pino Ardiente no vendrían mal; al fin y al cabo eran madres las dos.

   Mientras su madre rezaba, Gontrodo esperaba un tanto turbada, la prometida visita de don Alfonso quien le había solicitado una entrevista en sus aposentos. La bella albina bordaba con sus amigas esperando la cita con el rey de León. Por lo que había observado en el desayuno, Alfonso era bien parecido; algo mayor que ella, no demasiado alto, pero bien formado y agradable. Tenía buenos modales y había sido con ella sumamente cortés. Gontrodo no entendía del todo que podía querer de ella si ambos estaban casados, ni mucho menos por qué su madre, que siempre había sido de moral muy estricta, estaba ahora tan tolerante.



Alfonso VII


   La puerta se abrió para dar paso a un rey sonriente y relajado. Sus amigas se levantaron a coro y se fueron tras una profunda reverencia, el séquito del rey también se retiró y ambos se quedaron solos. Alfonso se sentó al lado de la joven allerana y se interesó por sus hijos.

   —Son tres soles, alteza. Sebastián, Diego y Aldonza. Son mi alegría y la de su padre.

   Gontrodo fue consciente demasiado tarde de que no hubiera debido mentar a su marido, no obstante el rey con mucho tacto, invocó a su esposa Berenguela de Barcelona.

   —Nosotros aun no hemos sido bendecidos con hijos.

   —Pronto lo seréis, señor, lo presiento.

   —Decís bien; yo también lo presiento.

   —Doña Gontrodo no se si sois consciente del agrado con que os veo. Habéis despertado en mí un sentimiento de admiración, una atracción, como hace mucho no experimentaba por mujer alguna.

   —¿Y dona Berenguela? —insistió Gontrodo, metiendo la pata de nuevo.

   —En León, supongo que bordando, como casi siempre —respondió el rey acercándose.

   —Señora —suspiró Alfonso tomándola de la mano —señora, os amo.

   —¿Ya? ¿Tan pronto?

  —No tengo mucho tiempo. En cuanto escampe deberé partir. Pero antes deseo haceros mi dueña. Deseo daros mi amor sincero. Deseo fundirme con vos en un solo ser, que seamos un solo cuerpo y una sola alma, una sola cabeza y un solo corazón ¡ Gontrodo, señora, señora!

   La joven allerana había enrojecido como una amapola y luego se había privado por completo, dejando al rey sumido en un soliloquio amoroso cada vez más ardiente. Alfonso le dio dos suaves palmaditas en las mejillas y luego otras dos un poco más sonoras, hasta que ella abrió los ojos, le miró, se puso bizca y volvió a privarse.

   Alfonso pidió ayuda y su asistente Manrique entró solicito e intrigado de que el rey emperador necesitara auxilio estando con una dama.

   —Se priva continuamente.

   —¿Qué le habéis hecho?

   —Nada, en absoluto. Así no hay manera. Avisa a su madre, no vaya a ser que tenga algún problema que desconozcamos.

   Doña María se llevó un disgusto y tomó la decisión de no contarle nada a su esposo, para no llevarse una reprimenda, además. Después de volver a sermonear a la niña, apremió a Aulaga con los remedios.

   —Dale también un reconstituyente o algo para que no se prive como una tonta cada dos por tres, y recuerda que no debe quedarse preñada.

   —La vamos a matar con tanto bebedizo.

   En el ínterin, don Pedro imploraba a Dios y a todos sus santos conocidos para que no cesara de nevar y el rey no se fuera sin solucionar su pugna con el abad de Eslonza, mientras doña María hacia lo propio para que cesara la nieve y se pudiera cazar, porque los animales de la fortaleza se extinguirían sin remedio con tanta voracidad. Las oraciones ascendían y se cruzaban y se contradecían volviendo loco al encargado o encargados de darles curso o prioridad ante el Altísimo.

    Gontrodo tardó dos jornadas en reponerse del todo; cuando esto ocurrió, estaba lozana y un tanto agitada esperando de nuevo al rey. Notaba como una especie de euforia que le recorría el cuerpo y sin embargo sus mejillas no estaban arreboladas aunque sentía un calor impropio para la temperatura que había en la fortaleza, fría como un carámbano, aunque ardieran buenos fuegos en los hogares.

   Alfonso entró sonriente de nuevo, aunque receloso en el fondo. Se saludaron y el rey le tomó directamente la mano y se la besó, mientras la miraba de soslayo, esperando de nuevo el arrebol y la privación. Pero no ocurrió nada de eso. Gontrodo, sonriendo con dulzura y con cierta apreciable lascivia, o eso creyó percibir Alfonso, tomó la cara del rey con ambas manos y le besó en los labios suavemente. Alfonso, gratamente sorprendido, se abalanzó sobre ella devolviéndole el beso y muchos más, mientras trataba de quitarle el vestido, tarea ardua, por lo cual optó por levantarle la falda directamente, a la vez que ambos resbalaban hasta la alfombra delante del fuego, que sorprendido, se tornó a bailar una frenética danza al unísono de los amantes, iluminando su pasión y acompañando con su crepitar sus gemidos y sus gritos. Así pasó la tarde y la noche.

   —¿No han cenado ni nada? —inquirió preocupada doña María cuando su esposo se lo comunicó.

   —Ay señor, señor —dijo don Pedro mirando al cielo mientras se iba dando un portazo. No obstante volvió sobre sus pasos para advertir a su esposa.

   —No se te ocurra hacer que les lleven ningún refrigerio. Si desean alguna cosa el rey la pedirá. Quedas advertida.

 

 

 


             Doña Berenguela de Barcelona, esposa del Emperador

 

 

 

 

 

 

 

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