El tiempo olvidado, sexto capítulo

 





Llegaba el siglo XX también en La Habana. José Arango y sus amigos se disponían a celebrarlo como correspondía haciendo planes para viajar a Nueva York. Todos ellos habían luchado en la guerra de independencia cubana, más tarde guerra contra Estados Unidos, formando parte de un batallón de voluntarios asturianos, avianos la mayoría. Sin embargo, una vez terminada la contienda, todo continuó en su sitio, como si no hubiera ocurrido nada. Los voluntarios que lucharon contra la independencia, en el lado de España, volvieron a la vida civil y continuaron con sus negocios. Con los yanquis sucedió lo mismo. Llegaron en tromba a La Habana, tras la rendición, e hicieron negocios con todo el que quiso, sin preguntar.

   A don José, siempre le dolió el oportunismo americano en la guerra de Cuba, llegando al final con la excusa del Maine, cambiándole el nombre a la guerra de Independencia por el de guerra hispano-norteamericana, disolviendo el ejército de los Mambises, los auténticos libertadores, y presentándose como salvadores del pueblo cubano. Todo eso para poder hacerse con el control económico, militar y político de la isla, instaurando una republica a su medida. Por eso, decidió no viajar a Nueva York,  y recibir al nuevo año en La Habana, como todos los anteriores desde que llegara a la isla.

   —Usted, viejo, es un antiamericano furibundo

   —Los conozco muy bien, se lo que me digo.

   El día de Navidad, acudía a comer a casa de mi bisabuelo Antonio, y sus hijas, que ese día, juntaban a un montón de avianos solitarios por diversas circunstancias, viudos, solteros, abandonados, etc., para comer ajiaco y rabo encendido.

   Antonio Arias y su familia vivían en el Vedado, en la calle 17. El Ford verde  de don José salió de la Reguladora en la calle Amistad y cogió, a la derecha, el Paseo del Prado hasta llegar al Malecón; mas allá, dobló en la intersección del Malecón con la 23 y enfiló calle arriba para torcer luego a la derecha y embocar la calle C, hasta la 17. Justo al doblar don José le dijo a Zacarías:

   —Déjame aquí, iré caminando.

   —Muy andarines nos hemos levantado hoy

   Arango sonrió.

   —Es un paseo corto hasta la casa. Me gusta llegar caminando. Fíjate cómo están los flamboyanes, ¡que olor!

Cuando se apeó, le dijo a Zacarías que le sostenía la puerta:

   —Tómate el resto del día libre, regresaré a pié

   —Es mucho trayecto —respondió el negro— se va a cansar.

   —Volveré dando un paseo. Quiero caminar La Habana de nuevo. Hace mucho que no lo hago.

   —Escuche: le estaré esperando en la intersección….

   —Volveré por dentro, quiero pasar por la Moda —le cortó don José—no te preocupes, hombre, si me canso, haré que te avisen los Berckovich.

   Zacarías asintió con la cabeza y Arango se alejó por la C. Poco rato después ya estaba frente a la casa de Antonio Arias.





   A la tarde después de despedirse de todos, y en particular de mi abuela Caridad, Arango salió acompañado de José García, otro aviano solitario, que estaba próximo a regresar a la patria, con dirección a Neptuno. José lo acompañó un trecho hasta donde estaba su oficina. Allí se separaron, después de abrazarse.

   –Cuando regrese a Avia, le avisaré con tiempo, muchacho, –le dijo José García– para que podamos vernos y despedirnos como Dios manda.

   –De acuerdo.

   En ese momento ninguno de los dos imaginaba que no volverían a verse. José quedó parado en la acera. Cuando Arango dobló en la esquina de la calle L se volvió hacia él y ambos se sacaron el sombrero y se hicieron una mutua reverencia.

   Arango contemplaba los exuberantes flamboyanes que teñían de rojo la avenida entera. Flores coloradas en las ramas y en el suelo y hasta en el pelo o en el escote de las mulatas con las que se tropezaba por la calle. ¡Qué mujeres, que caderas! ¡Qué bien caminan los cubanos y sobre todo, las cubanas! Con ese contoneo de palma real, acariciada por la brisa tibia de La Habana. Con esos culos típicamente caribes, únicos en el mundo. ¡Y qué olor!, Dios mío, ¡qué bien huele La Habana!   

   De un solar cercano le llegaba el ritmo de un son, tan de moda en esos momentos. El son había llegado a La Habana, desde Oriente, varios años antes, traído por los soldados del ejército permanente y se hizo popular en la capital gracias a varios artistas, pero sobre todo al Trío Oriental. En el solar un grupo de muchachos negros cantaba un montuno haciendo percusión sobre una lata y utilizando las vainas maduras del flamboyán como maracas: “Bota la muleta y el bastón y podrás bailar el son”, repetía el coro; y el solista:


”Hace tiempo que vivía

postergado en un sillón

Hace tiempo que vivía

postergado en un sillón

y hoy corro la población

mas rápido que un tranvía”…


   Don José repitió el estribillo con el coro e incluso se marcó unos pasos de baile, ante el regocijo de los muchachos, y no porque lo hiciera mal, que don José era un gran bailarín, en especial de danzón, sino porque no era habitual que un señor blanco se parara delante de un solar y se pusiera a cantar y a bailar con los improvisados soneros. Chiquillos habaneros, de no más de doce años, que eran como mimbres bañados de chocolate.

   Arango se acercó al solista y le deslizó unos pesos en la mano. El cantante, sin perder el compás y sin dejar de cantar, los botó hacia arriba con maestría, volviendo a recogerlos y haciéndolos desaparecer en el bolsillo del pantalón que llevaba arremangado hasta media pierna, regalando  al aviano una sonrisa de dientes blanquísimos.




   Don José continuó por la calle L, parándose a tomar un helado y a descansar un rato, hasta Neptuno y Galiano. Allí quería pasar por La Moda Americana y saludar a los dueños. Se paró un buen rato en la acera de enfrente a contemplar el bellísimo edificio porticado antes de entrar. Después de salir de La Moda, continuó por Galiano hasta El Encanto, el comercio emblemático de La Habana, siempre abierto, en el que entró para comprar unos regalos de última hora.

   Al día siguiente cuando desayunaba en La Reguladora, leyó la noticia en el Diario de la Marina: El hombre de negocios español José García y varios cubanos habían resultado muertos accidentalmente, en una redada  contra una supuesta reunión conspirativa de antiguos mambises, que se juntaban clandestinamente en un local de la calle Neptuno.

   –Pero ¡por todos los santos!, que conspiración ni que mambises. Estos yanquis de los cojones, siempre atropellando a la ciudadanía. ¿Cuándo piensan restituir el gobierno a los cubanos? ¿Para que hicimos una guerra? 

   José Arango sabía de sobra que su tocayo José García, se reunía un par de noches a la semana con un grupo de amigos masones. Eso eran en realidad: masones, tratando de reunir dinero para fundar un diario. El mismo, aunque no era simpatizante, había estado varias veces invitado por José. España había masacrado a los masones como desafectos al régimen español y ahora los americanos hacían lo mismo. Se decía que Máximo Gómez, el generalísimo mambí, había logrado huir del tiroteo y se decía también que contra él, iba dirigida la redada promovida por el gobierno de ocupación, con orden de tirar a matar. Fuera como fuera, su amigo José estaba muerto, sin haber podido regresar a la patria.

   —¿Y ahora qué? A quien le pedimos responsabilidades por lo ocurrido. ¿Para que hicimos una guerra?

  —No se repita muchacho, ahora ya no hay remedio. ¿Quién se va a ocupar de sus asuntos?

  —Lo hará Antonio Arias con toda seguridad. Voy a llamarlo por si necesita ayuda.

   En efecto, mi bisabuelo se ocuparía de cumplir las últimas voluntades de su amigo José García. Había que liquidar sus negocios y enviar el dinero a su familia en un pueblo de Avia, perdido en los valles donde nace el rio Aranguín. 





   José García, llevaba muchos años en La Habana. Siempre había sido un tipo peculiar. Cuando la guerra había pertenecido al mismo batallón de voluntarios que Arango y mi abuelo Honorio. Casi a punto de finalizar la contienda, el batallón de voluntarios, que siempre operaba por los alrededores de La Habana,  fue enviado al campo para expulsar de sus casas a un grupo de campesinos que, o no habían sido reconcentrados, o habían desobedecido la orden. Las órdenes de arriba eran claras y escuetas. “Cerquen el bohío y préndanle fuego”.

   Mi abuelo Honorio era el capitán. La orden de incendiar el poblado con los campesinos dentro, siguiendo la política de tierra arrasada ordenada por el general Weyler, les pareció a todos excesiva, máxime en aquellos momentos que la guerra estaba perdida.

   –Sacaremos a la gente.

   –¿Y a donde los llevamos, no hay sitio en parte alguna, todo está lleno? Además esas no fueron las órdenes.

   –Sacaremos a la gente. No vamos a quemarlos vivos. Nosotros no.

   –Nos recibirán a tiros.

   –¿Con que armas? Son campesinos, los mambises les requisan la comida, solo tienen hambre.

   –Capitán, no voy a consentir que haga eso, no son las órdenes recibidas. Si lo hace así, tendrá que atenerse a las consecuencias. A la vuelta referiré al alto mando lo ocurrido.

   –Con toda seguridad, a la vuelta ya no haya alto mando. ¿No sabe lo de Santiago? La guerra se termina y está perdida. No vamos a matar para nada.

   –El alto mando piensa que estos cerdos dan albergue a unos sublevados evadidos.

   –Nos aproximaremos con cuidado y hablaremos con ellos.

   –¿Los cerdos hablan?

   –Yo los conozco capitán. Déjemelos a mí –concluyó José García.

   Así fue, García se aproximó solo a hablar con los campesinos que aun estaban durmiendo en sus caneyes. José llamó a voces a alguien de nombre Tarsicio. Tras varios gritos, un campesino de pelo blanco salió de una de las chozas y se aproximó a José García. Hablaron un trecho largo, gesticulando en exceso, a veces. Tras haberse entendido, el aviano volvió con sus camaradas.

   –Pues es cierto que tienen un evadido que les obligó a acogerlo a punta de pistola. Ayer noche, precisamente, lograron desarmarlo. Nos lo va a entregar y nosotros a cambio nos iremos sin más. Eso les he prometido, siguiendo su consigna, capitán.

   –Perfecto.

   En efecto, Tarsicio apareció de nuevo apuntando a un mambí desarrapado, sucio, con el uniforme hecho jirones, cojeando y con una herida en la cabeza.

   –Parece un Cristo. Nos lo llevamos, justificamos el viaje  y dejamos en paz a esta pobre gente.

   –Esto le honra capitán. Yo conozco a esta gente. Solo son cultivadores de caña, campesinos que ganan lo justo para vivir. No hacen política, ni menos aun la guerra. Son solamente víctimas.

   –Yo sigo manifestando que las ordenes son para cumplirlas, y si no se cumplen informaré al…

   José García le colocó la pistola en la sien. 

   –¡Me tienes hasta los cojones con tu puta disciplina cuartelera. Cállate ya, o te vuelo la cabeza!

   –¡García baje el arma, es una orden! Que cada cual haga lo que crea conveniente. Cabo Iglesias, llévese unos hombres y prendan unos montones de zafra para que salga humo mientras nos vamos.

   –Las órdenes son quemar el bohío. Cuando regresemos… 

   –Si acusas al capitán ya puedes esconderte para que no te encuentre nunca más por La Habana. Si te veo, eres hombre muerto, y tengo ojos por todas partes –le advirtió José García, mientras lo adelantaba.



 

   Pero mientras regresaban al campamento por la manigua, el aviano desapareció misteriosamente sin dejar rastro. Lo llamaron, lo buscaron, regresaron al bohío, los campesinos se unieron a la búsqueda, pasó un huracán, tuvieron que esperar refugiados en los caneyes, que salieron volando la mayoría, y la guerra terminó antes de que volvieran a La Habana, sin José García. Cuando llegaron, don Juan Bances ya había disuelto el Batallón de voluntarios.

   De nuevo en la vida civil, Arango, mi abuelo Honorio, que aun no lo era, y mi bisabuelo, encargaron al hombre de confianza de José García la continuación de sus negocios hasta ver que ocurría. 

   –Usted ocúpese del negocio como si José estuviera aquí. Estamos seguros de que volverá.

   –¿Y si no?

   –Pues si no, ya se irá viendo. Por lo pronto todo debe continuar igual.

Transcurrieron casi dos años, hasta que una mañana, José García se presentó delante de José Arango, mientras desayunaba en La Reguladora.

   –Soy yo –le dijo con naturalidad mientras José le miraba sin pestañear–. Necesito recuperar mi vida.

   Le acompañaba  una negra criolla espectacular que nadie supo nunca de donde había venido ni porque llegó con él. José García, compró una casa en la calle Dragones, cerca del trabajo y en ella vivió con la negra de nombre Celia, hasta que ella murió. Fue entonces cuando él comenzó a pensar en regresar a Avia.

   Cuando se reunían los antiguos camaradas del Batallon de Ingenieros siempre lamentaban la política de Reconcentración del general Weyler que mató de hambre y miseria a un tercio de la población campesina cubana y que dio lugar a más de un episodio como el de García.

   —Me cago en las putas guerras y en los políticos que las dirigen desde los despachos, carajo. —Decía siempre que venía a cuento y aunque no viniera.

   —Usted desapareció para que corriera el tiempo y se acabara la guerra mientras lo buscábamos, ¿verdad?

   —Celia y los suyos me raptaron al pasar. Me costó convencerla para que viniéramos a La Habana. Ya lo vio, muchacho, me llevó casi dos años.

   Era lo que respondía siempre que le preguntaban y no había quien le sacara otra respuesta, ni siquiera mi bisabuelo, que era como un padre para todos.

   Su madre muy anciana, ciega y postrada en cama desde hacía tiempo, aguantaba viva con el único propósito de volver a ver a su hijo varón. Había tenido seis hijas y un solo hijo. Su marido se había muerto cuando José, que era el último, cumplía apenas un año. Desde ese momento, ella se las había apañado para sacarlos adelante con mucho esfuerzo y bastante hambre, aunque un hermano que tenía en La Habana, le había ido enviando dinero una vez que conoció la noticia, no demasiado porque las cosas no le iban del todo bien y además tenía que mantener a su propia familia. 

   Así fueron saliendo adelante, hasta que su hermano, en una carta que le leyó el párroco, le hizo  el ofrecimiento de traerse con él a La Habana a su sobrino, para que se labrara un porvenir mejor que el que le aguardaba en la aldea y pudiera mandarles dinero para continuar sobreviviendo. Ella se lo pensó mucho, pero José insistió, desde el principio, en aceptar el ofrecimiento de su tío y embarcar para América. Al final, aconsejados por el párroco, decidieron que tal vez fuera lo mejor, aunque estaban todos convencidos de que no volverían a verse, en el mejor de los casos, en muchísimo tiempo. Y así fue. A José le fue bastante mejor que a su tío; comenzó como peón de albañil en los nuevos edificios de La Habana, para terminar poseyendo una empresa constructora bastante importante y un buen número de inmuebles en las mejores avenidas habaneras. Todo eso convertido en dinero contante y sonante, llegaría a manos de su madre y de sus hermanas y sobrinos, que se verían dueños de una fortuna sin haberse movido del pueblo y sin saber ni lo que era una inmobiliaria.

   A la tragedia que supuso para la familia la noticia del asesinato de José, y la muerte de su madre, una vez desaparecido el motivo que la mantenía viva, le siguió la sorpresa de la herencia y la desazón de no saber qué hacer con tanto dinero.

   —Espero que no se les vaya la cabeza con tanta plata, y la dilapiden en tonterías, o caigan en manos de desaprensivos que les estafen —le confiaba José Arango a mi bisabuelo, antes de proceder a enviar el dinero a España— Recuerdo el caso de mi madre, de cómo mi tío nos estafó y nos hizo vivir en la miseria quedándose el dinero de mi padre.

   —Nosotros hemos cumplido el mandato de José, ahora su familia que haga lo que quiera, muchacho.

   —Es que me daría mucha lástima, que lo que tanto sacrificio costó conseguir, tantos años de trabajo no siempre fáciles, tanta soledad y tanta ausencia, sirva ahora para que alguien ajeno por completo a la familia se lucre.

   —Confiemos en que no sea así. Don Andrés, el director del banco de Avia, es un caballero que sabrá aconsejarles bien. La gente de los pueblos confía en él. Estoy seguro que estará al tanto y evitará que nadie les time. Ya lo hizo por otros. De todos modos, puedo hacer un seguimiento discreto, si eso hace que se sienta mejor.

   —Me parece muy bien y se lo agradezco, don Antonio.

   —Pues no se hable más.




Continuará...

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