El tiempo olvidado, octavo capítulo

 





Mi tía bisabuela Isabel, llegó a La Habana casi a la vez que nacía mi abuela Caridad. Ambas hermanas se abrazaron largamente en el puerto, adonde mi bisabuela Teresa se trasladó, pese a la opinión contraria del médico, a recibir a su hermana. Lloraron largamente abrazadas por la muerte de su madre y se preocuparon por la suerte de las hermanas solteras, dado el afán casamentero de su padre.

   —Creo que Erin es feliz, a su manera. Ya sabes que tiene buen talante y su marido es buena persona, aunque tenga tantas manías, pero la trata bien y ella está radiante con su hijo. Y Alicia está bien en el convento. Te envía muchos abrazos y te traigo para la niña y para lo que venga, una ropita preciosa trabajada por la comunidad. Ya verás.

¿Y nuestra pobre María?

Se habrá encontrado con madre.

¿No pensará padre casar a Sara con ese hombre?

Eso no me preocupa tanto, ya ves. Sara es una mujer de recursos.

   La tía Isabel era muy guapa, como todas las hermanas, y con un carácter muy afable y extrovertido. Pronto tuvo una legión de admiradores alrededor. La casa de mis bisabuelos se llenó de pretendientes; españoles, avianos, cubanos, criollos y norteamericanos. Fue uno de estos, John Taylor, tabaquero de Virginia, el elegido por Isabel como compañero de vida.

   El virginiano, como le llamaba mi bisabuelo, era un hombre del sur, apuesto, elegante, extremadamente bien educado, instruido, seductor y mujeriego. Isabel cayó rendida, y eso que era bastante pragmática, no se dejaba llevar por el romanticismo, pero así y todo, las armas de seducción del caballero del sur, surtieron efecto en una mujer joven, con ganas de amar y de ser amada, que había vivido en un régimen estricto de obediencia y recato, y que en La Habana, había comenzado a sentirse libre.

  John, decidió fijar su residencia en La Habana, en el barrio de Miramar, donde comenzaban a establecerse los nuevos ricos del país, sobre manera los que hacían negocios con los americanos, y los americanos que hacían negocios en la isla, y querían tener en ella una residencia. Allí compró una bellísima casa, para vivir con Isabel y fundar su propia familia. Hubo, en principio un problema: John era anglicano e Isabel católica. La tradicional familia Taylor, no iba a consentir ni en broma, que uno de sus miembros se convirtiese al catolicismo, para casarse con una española de origen irlandés. Si don Patricio hubiera estado allí, hubiera ardido Troya, antes de consentir una boda así, aunque el virginiano fuera hombre de muchos posibles. Pero, como no estaba, por suerte, Isabel no tuvo inconveniente alguno en convertirse al anglicanismo, para desposar a su amado John, que además estaba divorciado de su primera mujer, y esto para la iglesia de Roma, hubiera sido un problema y para don Patricio no digamos. John no había tenido hijos en su matrimonio, con lo cual partían ambos de cero.

   Isabel y John, se casaron poco después de nacer mi tía abuela Teresa, cuando mi abuela Caridad tenía dos años, mi tía abuela Consuelo cuatro y mi bisabuela Teresa, estaba a punto de morir, de modo sorpresivo, dejando a mi bisabuelo Antonio sumido en una tristeza de la que nunca se recuperó. 





   Fue una boda discreta, con la familia de ambos y algunos amigos muy íntimos de las dos familias. Los novios hicieron un viaje, durante un par de meses, por todo el sur de los Estados Unidos, y a la vuelta se instalaron en Miramar. Allí fueron felices por épocas, como casi todas las parejas. Tuvieron tres hijos: Juan, Isabel y Antonio, que se fueron a estudiar, en su momento,  a los Estados Unidos, incluso Juan, el mayor, fue a la universidad en el norte, mientras los dos menores prefirieron la universidad de La Habana; en el caso de Isabel, porque allí, estudiaba también quien iba a ser su marido, un criollo de origen catalán, que más tarde fue embajador de Cuba en varios países de América del Sur, y un play-boy reconocido. Su hijo menor, Antonio, era aficionado a la Literatura. Dicen que llegó a ser un buen poeta. Antonio era ingeniero agrónomo y tenía proyectos para optimizar los ingenios de azúcar Se casó muy joven con la hija de un exiliado dominicano, y ambos, bohemios y viajeros se dedicaban, en el tiempo que tenían libre, a recorrer la isla en el automóvil, que les había regalado el abuelo yanqui de Antonio como presente de bodas. En uno de esos viajes, por la provincia de Santiago, perdieron la vida ambos. Antonio se mató en el acto y Norma permaneció en coma varios meses hasta fallecer también. Isabel viajó hasta Santiago para ver a su hijo por última vez y acompañar su cuerpo hasta el cementerio habanero de San José. Allí lo dejó junto a su hermana Teresa, mi bisabuela. 

   —Cuídamelo, Tere, como yo cuido de las tuyas. Quiérelo mucho, que no se sienta solo.


                                                   Cementerio de San José-La Habana

   Cuando triunfó la Revolución castrista en el año 1959, Isabel Taylor, no quiso abandonar La Habana. El hijo de su Antonio, Antonio también, formaba parte del grupo de guerrilleros que entraron aquella mañana en Santa Clara con el Che, después de hacer descarrilar el tren de armamento y lograr que una parte del ejército de Batista se uniera a ellos. 

   Isabel lo había criado, tras fallecer sus padres. Era todo lo que le quedaba de su hijo pequeño Antonio, ahijado de mi bisabuelo y llamado como él en su honor. Isabel lo recogió con solamente cinco años y fue su madre y su padre. La relación con su marido se había enfriado para entonces y John pasaba mucho tiempo en los Estados Unidos, atendiendo sus negocios. Tía Isabel permaneció siempre en la isla, con sus tres hijos, Juan, Isabel y Antonio, y cerca de mis tías abuelas, de las que también se ocupó tras fallecer su madre y quedar su padre sumido en una  tristeza perenne, que muchas veces le imposibilitaba para ocuparse al ciento por ciento de su familia y de sus asuntos. 

   Antonio Taylor junior,  había conocido en la universidad a un tal Fidel Castro, estudiante, como él, de Derecho Diplomático y se habían hecho amigos. A Isabel no le desagradaban las ideas de aquel apuesto y culto muchacho, hijo de un hacendado gallego de Mayarí, que hablaba por los codos, y con mucha vehemencia, de sus ideas revolucionarias de tinte marxista. Sin embargo, no fue su nieto quien se lo presentó; lo había conocido tiempo antes en casa de una prima de mi bisabuelo. Castro, doctor también en Derecho Civil, se había ocupado de los asuntos de la herencia del marido, un asunto complicado, porque era socio de multitud de empresas por toda la isla, de las que su mujer no tenía conocimiento. En una comida posterior en la mansión de Miramar, Isabel conoció las teorías marxistas de las que su marido John echaba pestes, ya que según él, arruinarían el libre mercado y el albedrío para hacer negocios en cualquier parte del mundo. “Igualdad, igualad, menuda tontería. Siempre ha habido diferencias y siempre las habrá”. Le reprochaba a Isabel que le bailara el agua a su nieto Antonio y a sus amigos levantiscos. 

   —No hay nada para Cuba mejor que Batista. Y punto.

   —¿Para Cuba o para los Estados Unidos?

   —Lo que vale para uno, vale para los dos. Y punto. Este país vuestro tiene la renta per cápita más alta de toda Latinoamérica. Si triunfan estos desarrapados, todo se irá al garete. 

   —Tu nieto no es un desarrapado, ni Fidel…

   —¡Shit! —Era lo que respondía John, invariablemente, cuando se mencionaba a Castro.

   —Y punto —sentenciaba Isabel con sorna, antes de que su marido diera por concluido el diálogo.

   Antonio le había regalado el Manifiesto Comunista, que ella había leído casi con devoción, pero Castro le dijo:

   —Yo le voy a regalar una novela que es lectura obligada, y ya luego me dirá.

   Pocos días después le hizo llegar Los miserables de Victor Hugo, junto con un ramo de rosas y una nota que decía: “Cuando la termine, hablamos”.





  Y hablaron en su casa, largo y tendido. Fidel y Antonio, venían con sus novias y con otros amigos de la misma ideología, hasta que Juan Taylor, el mayor de los hijos de Isabel, casado con una yanqui, hija de un banquero judío, que había conocido durante una vacaciones en Florida, consideró peligrosa su reiterada presencia en Miramar. No obstante, mi tía continuó hablando con ellos del nuevo orden siempre que tenía ocasión, hasta que, tras el asalto al cuartel Moncada, ambos fueron hechos prisioneros. Para entonces, John Taylor permanecía bastante enfermo en Virginia, y mi tía Isabel removió, en soledad, cielo y tierra para tener noticias de su nieto y lograr, si fuera posible, su liberación. Recurrió incluso a Grau San Martín, que había sido médico de la familia, y pretendiente de su sobrina nieta Consuelo, la hermana mayor de mi padre, pero Grau, entre el nulo aprecio político que tenía por Castro y los suyos, y las calabazas de la “criollita”, hizo caso omiso de las súplicas de Isabel Moran.



Ramón Grau San Martín, presidente de Cuba 1933-34 y 1944-48

   En ese tiempo, nadie de la familia Arias Moran vivía ya en la isla. La mayor parte habían regresado a Avia, sobre el año veinte del nuevo siglo y el resto, cuando la Gran Depresión del año 1929. Isabel acudió al embajador de España, que ni la recibió, y después al de Estados Unidos, que si la recibió, dado que su marido era un buen contribuyente a la causa republicana, pero que hizo poco o nada por Antonio Taylor, al que consideraban elemento peligroso, para los intereses americanos. Antonio permaneció dos años en la cárcel, con Fidel y los demás, hasta la amnistía general de 1955. Después se exilió en México y volvió a la isla con la invasión guerrillera de I956, que terminó con el triunfo de la Revolución en 1959. Su mujer Patricia, permaneció en La Habana con mi tía, de la que no se separó hasta su muerte. 

   Isabel Moran O´Riordan, falleció, lúcida y más que centenaria, en su casa de Miramar, al año siguiente al triunfo de la Revolución, sin haber regresado a España, aunque sus hermanas, excepto Alicia, viajaron a La Habana en más de una ocasión.

    Tía Isabel, tan importante en la vida de mis bisabuelos, permaneció siempre en la memoria de sus sobrinas, y de sus sobrinos nietos, y de todos los que vinimos después, aunque no tuviéramos la suerte de haberla conocido.



Barrio Miramar



Barrio Miramar, en la actualidad

Continuará...


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