El tiempo olvidado, noveno capítulo

 




Mis tíos bisabuelos, Manuel y Elvira, eran dueños de la fábrica de galletas y suspiros “La Aviana”, y todos los jueves ponían un puesto en el mercado donde vendían a sus hijas. Era práctica habitual, de todas las familias que tenían un negocio e hijas en edad de merecer. No había dinero para exhibirlas por el mundo como hacían con Estrellita de la Vega y había que echar mano de lo que se tenía. El puesto de los Arias era, lógicamente, de galletas, y las cuatro hijas de los dueños se turnaban cada jueves para que el personal masculino de las villas aledañas las viera. Salían de dos en dos. Las dos mayores primero, porque tenían más urgencia de boda. Si se veía que despertaban interés repetían al jueves siguiente, hasta que el asunto se decidiera, si no, corría el turno a las dos siguientes.

Mi abuela y sus hermanas, acababan de llegar a Avia, por vez primera, para conocer a sus parientes, antes de formar sus propias familias. Vinieron acompañadas por su tía Erin, que había pasado una temporada en La Habana con Isabel y con ellas. Su abuelo don Patricio, el irlandés, se negó a recibirlas en su casa. Era algo con lo que ya contaban y por ello, su padre decidió que se hospedaran en casa de su hermano Manuel, al que tampoco conocían y que se había ofrecido a su padre para acogerlas, en multitud de ocasiones.

Las irlandesas recibieron con los brazos abiertos a sus sobrinas; Sara las esperaba a pie de barco en Gijón, y Victoria las recibió en la casa de sus tíos Manuel y Elvira, e incluso Alicia viajó desde el convento para conocerlas y se ofreció para bordarles el ajuar de novias, cuando se enteró de que tenían novio formal en la isla. Fue una fiesta para ellas conocer a las hijas de su hermana Teresa a la que no habían vuelto a ver. Ahora era como si la vieran de nuevo multiplicada por tres.

Don Patricio, sin embargo, se mantenía fiel a sus principios o lo que fueran, negándose en redondo, a conocerlas. Las tres hermanas le observaban, tras los visillos, bajar la calle camino de sus cocheras, a primera hora. A pesar de ser conocedoras de lo sucedido con la boda de sus padres, el abuelo, tan grande ya, les inspiraba ternura a las tres. Consuelo, que era la más resuelta, decidió abordarlo una mañana en la calle. Salió temprano sin que lo supieran sus tíos, acompañada sólo por su sirvienta habanera, que las había acompañado en el viaje, y le esperó en medio de la calle.

Buenos días don Patricio.

El irlandés la miró de arriba abajo, sin alterar el gesto.

No hablo con desconocidos —respondió, continuando su camino.

No soy una desconocida, soy su nieta Consuelo. La hija mayor de su hija Teresa.

De sobra sabía quién era. Cuando la había visto, el corazón le había dado un vuelco. Era como tener delante a su Teresa, aquella que se le había ido con el bloody cafetero.

Solamente tengo un nieto, Patricio. Nada más. Ni sé quién es usted, ni quiero saberlo.

¡Consuelo! Entra para la casa, ¡por Dios! Cuando se entere tu padre —casi sollozaba la tía Elvira— Como se te ha ocurrido, niña.

Perdóneme tía. Tenía que intentarlo. No volverá a ocurrir, se lo prometo. Yo se lo contaré a padre, no se preocupe por eso.


Aquel primer jueves, tras llegar de La Habana, tanto mi abuela Caridad, como su hermana Consuelo, se pusieron convenientemente enfermas, para no tener que salir a vender galletas, y los tíos decidieron que Teresa hiciera compañía a las primas. Las mayores trataron de interceder aduciendo que Teresa era muy joven y demasiado tímida, pero los tíos consideraban un desaire hacia ellas, no darles la oportunidad de lucirse en el puesto de los jueves nada más llegar.

Ya mi bisabuelo les había puesto al corriente de la situación, bastante cómica para ellas, y les había advertido que una negativa sería muy mal admitida por sus tíos, sería vista, incluso, como un desprecio improcedente hacía ellos, que las trataban como a sus propias hijas.

¿Y si pretenden casarnos con algún cliente, como a las primas?

No se preocupen, eso solamente me concierne a mí. Ellos me informarían y yo lo hablaría con ustedes al respecto, porque puede ocurrir que a ustedes les interese el pretendiente.

Lo dudo mucho —repetían las tres a coro y sobre manera las dos mayores que ya habían conocido a quienes iban a ser sus maridos.

Así las cosas, aquella mañana precisa fue la elegida por Antonino de la Vega de Avia, para salir a ver el género por el mercado. Su madre, ya viuda, a Dios gracias, le había advertido que no fuera por el puesto de los Arias.

Porque son tus primas. Solo por eso.

Medio primas, solamente.

Es lo mismo, pierde la costumbre de replicarme a todo. No vayas por allí.

Antonino salió a la calle y se dirigió derecho al puesto de los Arias. Daba igual lo que dijera su madre, él quería ver a las medio primas de La Habana, que habían despertado tanta curiosidad en la villa. Solo vio a Teresa. La vio, en principio, porque era alta y sobresalía de sus primas, y luego, se fijó porque era guapa: rubia, esbelta, elegante, con los ojos claros de los Moran. Además era muy joven. Así le gustaban a él también: jovencitas. Y se la quedó mirando.

Como un imbécil —le dijo a sus hermanas— Con una sonrisa de bobo como yo no había visto antes.

Tampoco es que hayas visto muchos hombres —dijo Consuelo.

Ni tú. Pero sé lo que es tener cara de idiota, y este la tiene.

Mis tíos bisabuelos por la parte Arias, Manuel y Elvira, se llevaron las manos a la cabeza, y enviaron recado a Estrella madre, que vino a verles a regañadientes, porque sus parientes comerciantes no eran santos de su devoción.

No vamos a tolerar un escándalo. Como se entere Antonio de que Antonino anda mirando a su hija pequeña arde Troya, no hace falta que te recuerde el carácter que tiene tu hermano.

Yo le había prohibido acercarse al puesto, pero este chico no se a quien ha salido.

Elvira se la quedó mirando atónita. Anda que no tenía espejos en casa para salir retorcido el Antonino de las narices. Más raros que un perro verde, todos los De la Vega. Mi abuela y mi tía Consuelo, le quitaron importancia al asunto para tranquilizar a su tía.

No se preocupe. Ni Teresa, ni nosotras saldremos al puesto los jueves. Teresa es demasiado joven, ya lo ve y nosotras tenemos novio en La Habana. Mi padre se lo dirá.

Yo lo hice por mejor. No quería que os sintierais desairadas —casi sollozó la tía Elvira.

No tiene importancia, tía. No se preocupe más. Todo ha sido un mal entendido. Al primo le pudo la curiosidad. Es natural.

Pero no, no era natural. Nada en casa de los Vega de Avia y Rivagodos era natural. Al primo Antonino se le puso Teresa entre ceja y ceja. Volvió al puesto y al no verla, preguntó por ella a las otras primas, que no les dio la gana de contestarle.

Contrariado se fue para su casa, pero antes dio varios paseos por delante de la de los Arias, para ver si veía a Teresa por alguna parte. Las tres hermanas lo observaron caminado arriba y abajo, hasta que Teresa confesó tenerle miedo y el tío Manuel lo echó de la calle con cajas destempladas.

Porque tiene un no sé que en la cara.

Es la marca de los Vega de Avia —aclaró la tía Elvira—ese no se qué, que dice la niña, es la maldad de la casa.

Bueno, no te asustes cariño. Es que le has gustado, es natural por otra parte; eres muy guapa. Pero no se va a acercar a ti.

Antonino, andaba como un alma en pena. Espió a Erin y a Sara Moran, para ver a qué hora pasaban a recoger a sus sobrinas para salir a merendar a la Confitería y se iba tras ellas como un perrito, meneando la cola.

Ahí está el imbécil —informaba mi tía abuela Consuelo.

Ni caso, niñas. Tranquila sweetheart, que no se va a acercar a ti.

A Antonino de la Vega, le estaba resultando complicado acercarse a las medio primas. Estaba siendo misión imposible, porque nunca salían solas a la calle y cuando arreció el acoso, el chófer de las Moran, hizo de guardaespaldas. Tuvo que intentar otra estrategia para lograr ver a Teresa a solas.

No me presione señorito que me compromete —se resistía la chica que venía a servir la mesa y a fregar a casa de los Arias. —No quiero perder el trabajo, tengo que mantener a mi niño.

Te daré el dinero suficiente para vivir bien hasta que encuentres otro trabajo. Tu solo busca el modo de introducirme en la casa, lo demás es cosa mía.

Aquella tarde, a la hora de la siesta, cuando la casa se hallaba en silencio y en semi penumbra, una sombra se coló por la puerta de servicio, pasó al vestíbulo de puntillas, subió las escaleras y entró en el cuarto que Teresa compartía con sus dos primas más jóvenes. Antonino se la quedó mirando embobado mientras dormía: su pelo rubio esparcido por la almohada, su boca de finos labios, entreabierta, su pecho, apenas cubierto por la seda y los encajes del camisón, agitado suavemente por el sopor del leve sueño, todo, todo en ella, era una insinuación, era un ofrecimiento para que él lo tomara. Era como si lo estuviera esperando. Y pensado y hecho. Teresa, al despertar con sobresalto, sintió que no podía moverse bajo el peso de algo que, en principio no supo muy bien que era, hasta que fue tomando conciencia y vio a Antonino sobre ella y lo sintió tratando de besarla torpemente, mientras le sujetaba las manos, para que no se moviera. Teresa chillaba, aprisionados los labios por los de Antonino, mientras pateaba tratando de quitárselo de encima, haciendo todo el ruido posible para despertar a sus primas. Tras más de un minuto, que fue eterno, una de las jóvenes se despertó y comenzó a gritar.

¡Cállate imbécil!

Fue todo lo que pudo decir, antes de que Manuel Arias le diera en la espalda, con un bate de beisbol, que se había traído como recuerdo de sus habilidades habaneras en ese deporte.

Avisa al cabo de la Guardia Civil.

Espera, espera. No ha pasado nada…

¿Qué no ha pasado nada? Mira como está la niña.

Teresa temblaba y lloraba abrazada por sus hermanas, mientras Antonino yacía sin conocimiento, o eso parecía, sobre la cama.

Es mejor no montar un escándalo, que no conviene a nadie. Vamos a avisar a Estrella que venga a por él, y lo solucionamos en familia.

Queremos que venga nuestra tía Sara.

Sí, que venga, seguro que piensa como yo.

Estrella y Sara llegaron casi a la vez. Estrella pensó que Manuel había matado a su hijo.

No te preocupes. Este es como la mala yerba, no muere así como así. Que se prepare cuando Antonio se entere.

¿Y qué le va a hacer, pegarle un tiro por carta?

No se confunda, tía Estrella —advirtió mi abuela— padre no va a tolerar que este atropello quede impune.

Recuerda lo que le pasó a tu marido. Este imbécil va por el mismo camino.

De acuerdo con las niñas, hemos convenido todas en que lo mejor es no dar pábulo a las habladurías, dado que no ha sucedido nada irreparable. Lo solucionaremos de puertas adentro. Pero no quiero ver a Antonino ni de lejos, mientras ellas continúen en Avia. Enciérrelo en casa o donde considere oportuno. De lo contrario, yo misma tomaré medidas, por mi cuenta. —le dijo a una atribulada Estrella, mi tía Sara.

¿Cómo me lo llevo, si no se puede mover?

Le diré a Anselmo que prepare el carro. Él lo llevará a casa. Luego allá tú, haz con él lo que te parezca. Te advierto que no lo quiero ver rondar por aquí, nunca más.





Estrella, hizo venir un galeno amigo y discreto, para que examinara la espalda de Antonino. Tenía varias costillas rotas y alguna lesión en alguna parte que el galeno no apreció y por la cual sufrió el resto de su vida fuertes dolores y bastante dificultad para girar la cabeza, de modo independiente al resto del cuerpo. Tardó en recuperarse, cuando lo hizo ya las irlandesas habían partido hacia La Habana.

Teresa, no se recuperó del susto en todo el tiempo que permaneció en Avia. Mi bisabuelo Antonio, informado por su hermano, vino a por ellas desde La Habana. No se acercó a saludar a su hermana Estrella, ni ella a él tampoco. Fue imposible dar con el paradero de Antonino. Su madre se había encargado de ponerlo a buen recaudo, y aunque mi bisabuelo y su hermano revolvieron Roma con Santiago para dar con él, no lo lograron. De ese modo, Antonino de la Vega de Avia, no sufrió lesiones mayores.

Mi tía abuela Teresa, introvertida como era, tardó en olvidar lo ocurrido en Avia. Una vez en La Habana su tía Isabel se la llevó de viaje a Estados Unidos, con la excusa de necesitar su opinión para adquirir las vajillas y las cuberterías de plata que pensaba regalar a sus sobrinas. Entre el viaje y las posteriores bodas de sus hermanas, se fue olvidando en parte, de lo ocurrido. Su carácter introvertido, melancólico, típicamente irlandés, no le permitía abrir su corazón a los que la querían, soltar el lastre que la continuaba atormentando y lograr olvidar aquel incidente desafortunado.



Con el tiempo, conoció un criollo de origen francés, Pedro Hardy y se casó con él. Fue algo repentino, que pilló a todos por sorpresa, pero que los alegró infinito. La pareja decidió irse a vivir a Pinar del Rio, donde la familia del novio poseía plantaciones de tabaco. No tuvieron hijos y parece ser que fueron felices. Las malas lenguas familiares afirman que Pedro nunca cumplió en la cama, algo que al parecer, Teresa conocía de antemano. Eran como hermanos, buenos amigos que hacían todo juntos, excepto el amor, y se querían y se cuidaban. Viajaban a menudo a La Habana y también a Estados Unidos, incluso vinieron a Europa, recorrieron Francia e Italia, de donde provenía una parte de la familia de Pedro. Pero no pisaron España y menos aun Avia, pese a que sus hermanas vivían allí para entonces. En los últimos años de su vida, tía Teresa sufrió los típicos episodios de tristeza, frecuentes en ambas familias. Su marido la cuidó con infinita calma y paciencia y la lloró después con desesperación. Cierto día día fue a bañarse a Cayo Coco y no regresó. Lo vieron irse mar adentro hasta que se perdió de la vista de todos.

Su cuerpo, como el de su cuñada María, nunca apareció.



                                       

                                                                                         Cayo Coco-Cuba










No hay comentarios: