VII
El
abad del convento llegó renqueante a presencia del rey. Este le indicó tomar
asiento, porque comprendió que de pie no aguantaría ni un minuto.
__Iremos al grano, paternidad.
__Lo prefiero, alteza.
__Bien, mis hombres han podido demostrar sin
ningún género de duda, que vuestro botánico dio orden y provisionó el veneno
para asesinar a don Pedro Díaz, mi anfitrión.
__Señor, estoy seguro de que se ha producido
un lamentable error, nuestro botánico, fray Benito, es incapaz…
__ ¡No lo negáis! Hemos manifestado estar
seguros. No oséis llevar la contraria a vuestro rey. Yo no obro a la ligera.
Todo ha sido comprobado fehacientemente. Vuestro botánico es un asesino. Quiero
pensar que obró por su cuenta y razón sin que vuestra paternidad lo supiera.
Que, o bien fue idea suya, o bien fue iluminado por otras instancias de la
orden, ajenas a vuestro convento y a vuestra influencia.
El prior comprendió el favor que le estaba
haciendo el rey. Quería hacer justicia con la mano asesina, en este caso la
mano inductora, más bien, y dejaba al resto fuera. Pasaba por alto el hecho de
que él era el inmediato superior a quien el botánico, como todos los demás,
debería pedir permiso para cualquier asunto. No debían, y por ende, no podían
tener ideas propias.
__ ¿Qué propone vuestra alteza?
__Propongo que hagáis justicia para que así
quede vengada la muerte de mi caballero sin que la orden sufra menosprecio, sin
que trascienda que entre los frailes hay un asesino y probablemente entre los
abades. Porque no creemos que nada escape a la vigilancia de la orden. Pero, no
deseamos un escándalo y menos ahora, en estos tiempos tan convulsos en los que
nos necesitamos todos.
__ ¿Qué debo hacer señor?
__Quiero al botánico muerto esta misma
noche. Utilizad veneno o lo que os plazca. Quiero que mis hombres comprueben su
muerte mañana a la hora prima.
Hubo un largo silencio. El rey se levanto y
el abad trató de hacer lo mismo, pero sus fuerzas no le acompañaron. Alfonso le
indicó que permaneciera sentado, mientras el daba un paseo hasta el ventanal.
Así, de espaldas al abad, Alfonso concluyó la orden.
__Decidle al abad de Eslonza, que su primo
el botánico ha sido descubierto, y que ha perdido su pleito con don Pedro Díaz,
pero que ya lo había perdido antes del crimen. En la Torre existe una razón más
poderosa que cualquier voluntad, o que cualquier derecho terrenal o divino. La
razón que mueve el mundo, porque domina los sentimientos y ordena sobre los
intereses. Porque es como el cáliz donde todo se transforma y se convierte en
néctar redentor…En consecuencia, la Orden ha matado para nada. Podéis retiraros__
ordenó sin darse la vuelta, con lo cual fue ajeno a los ímprobos esfuerzos que
hizo el abad para ponerse en pie y para lograr caminar hasta la puerta.
El abad renqueaba por el corredor y sobre
manera por la escalera, murmurando entre dientes las palabras del rey relativas
al “cáliz donde todo se trasforma”. Era lo que le quedaba por oír: ¡El coño de
la albina un cáliz redentor! Debería de ser él quien pidiera explicaciones al
rey ante semejante blasfemia. Debería enviar recado a Roma y excomulgar a
Alfonso emperador. Pero la iglesia ya no era lo que había sido y ahora mismo, él
como abad, tenía otros problemas. Don
Pedro de Gradefes podía mandar en su
casa y dejar a los demás tranquilos. Quieres matar a don Pedro, envía un
sicario por tu cuenta y déjanos al margen. Espero que el botánico no se haya
olido algo y haya escapado, que ya era lo que nos faltaba. Cuando se encontró
con sus acompañantes dio una orden tajante.
___Fray Ansuro, adelántate y encierra al
botánico y si se resiste ahógalo sin miramientos. Sin miramientos.
Con la prima,
los caballeros del rey y los de la Torre, comprobaron el óbito del botánico y
confirmaron al convento que su trampero había sucumbido ahogado en el rio. Nada
trascendió fuera de aquellos muros. La vida continuó igual para todos. Los
brujos quedaron libres. Don Alonso de Camponegro fue vengado. La justicia fue
hecha y don Pedro respiró tranquilo y doña María lo mismo, cuando fue informada
de la inminente partida del rey y su sequito hacia León, porque los caminos ya
eran practicables. Además aquella mañana dos venados, dos nada menos, habían
caído en las trampas. Lo mejor para el banquete de despedida. Parecía que
venían buenos tiempos para la Torre.
Alfonso y Gontrodo continuaron juntos hasta
el momento mismo de la partida del rey.
__Dentro de un par de meses regresaré para
presidir el Aula Regia[1] en
Ovetum. Entonces volveremos a vernos, mi amor. Contaré los días.
__Yo también. Voy a extrañaros muchísimo. No
hay amante como vos.
El shofar,
afinado esta vez, volvió a sonar para despedir con honores al emperador y a su
comitiva. El rey, tras despedirse de don Pedro en el patio, volvió la mirada al
ventanal donde Gontrodo agitó el pañuelo para decir adiós, hasta la vista, a su
amado Alfonso. Estaba segura que algo de él se quedaba con ella para siempre.
El rey de León le lanzó un beso con los dedos de la mano diestra, que la
doncella albina recogió con la suya y se
llevó a los labios.
__Que mariconadas hacen los enamorados__
pensó el lugarteniente del rey, el buey del Páramo.
Don Pedro Díaz sonrió con esperanza.
Parecía, por lo visto, que todo había salido bien. Pensó en Berbio. Menudo
monasterio. Extenso, fértil, abundante en vasallos, en reses, en caza, en
salmones. Una riqueza al alcance de la mano…Si Dios quisiera…Aunque hubiera
sido más propio decir, si quisiera el rey. Y el rey quiso, ¿cómo no iba a
querer? Y más desde que supo que doña Gontrodo estaba encinta. Desde ese
momento llovieron los dones y las abundancias sobre la Torre de Aller.
El marido de Gontrodo, don Gutierre
Estébanez, fue mantenido alejado de la Torre y de su esposa, hasta el retorno
del rey para presidir el Aula Regia. Así lo decidió don Pedro, por si acaso su
hija estuviera preñada. Sin varón a su lado desde seis meses antes de la
llegada de Alfonso, nadie podía dudar de la paternidad del rey. El hijo era de
Alfonso, de todas, todas. Por muchas cuentas que se echaran, que se echarían.
Seguro.
Los hijos mayores de Gontrodo se alegraron
infinitamente de recuperar a su madre, pero la pequeña de todos, la dulce
Aldonza, lloró con desconsuelo cuando su madre la tomó en brazos al no
reconocerla tras semanas de ausencia. La benjamina, albina también, gritaba
desesperada llamando a su nodriza cada vez que Gontrodo se acercaba a su cuna,
cuando antes no consentía en modo alguno, que la separasen de su madre que
debía, incluso, llevarla a su cama por las noches para que conciliara el sueño,
chupando su dedo índice.
__Esta niña tiene poderes de visionaria. Ve
al diablo en su madre, porque se halla en pecado mortal__ se lamentaba doña
María con su esposo__ hay que hacer venir a un fraile de esos que expulsan los
demonios.
__Ay, señor, señor. Nunca hay dicha
completa. Deja de decir tonterías. La niña es una llorona, como su abuela. Y
punto.
Pronto se supo que Gontrodo estaba encinta
de nuevo, aunque para don Pedro fue como la primera vez. Como si este fuera su
primer nieto esperado pacientemente, tras años de infertilidad. Un hijo del
rey. Del rey emperador, nada menos. Doña María continuaba sin entender, por qué
un bastardo era motivo de tanta alegría, aunque su padre fuera el mismo
emperador.
__Antes era mucho mejor. Cuando los
bastardos se arrojaban al río Aller, para que se los llevara la corriente.
Alfonso regresó cuando la primavera floreció
como el vientre de su amada Gontrodo, que se mantuvo impoluta, sin varón
alguno, hasta el regreso del rey y el reconocimiento público de su paternidad.
Ni que decir tiene que el Aula Regia falló el litigio con Eslonza a favor de la
Torre. Y que a don Gutierre Estebánez, le llovieron prebendas y títulos para
mitigar los cuernos. Fue designado teniente en Entrialgo, en la zona oriental,
lo cual le obligó a residir lejos de su esposa, quien continuó toda su vida el contacto
con el rey, aunque sus encuentros fueran escasos, por la vida tan atareada de
guerras y batallas que llevó hasta su muerte el emperador.
El fruto nacido de estas relaciones fue una
niña a quien su padre, el rey, quiso llamar Urraca como su madre y su hermana.
Con apenas un año de vida fue llevada a León y entregada al cuidado de su tía
Sancha. Su padre la casa a los catorce
años, con el rey de Pamplona García Ramírez, viudo y bastante mayor que ella.
Gontrodo asiste a la ceremonia en León, aunque para ese tiempo ya viviera
retirada en un convento como hacían las viudas de rey. Urraca, la asturiana,
fue siempre la favorita entre todos los hijos del emperador.
Urraca enviuda y regresa a Asturias junto a
su madre, residiendo en Oviedo en el palacio de Alfonso II, el Casto, al lado
de la catedral. Su padre el rey le otorga el titulo de reina gobernadora de
Asturias. Casó de nuevo con Álvaro
Rodríguez de Castro. Ambos protagonizaron una rebelión contra el medio
hermano de Urraca, Fernando II de
León, tratando de conseguir la independencia de Asturias.
Tuvo una hija con el rey de Pamplona, Sancha Garcés, y un hijo con su segundo marido, Sancho Álvarez de Castro.
Está enterrada en la catedral de Palencia,
la tierra de su marido. Su hermano el rey Fernando II no consintió que la
enterraran en la catedral de Oviedo como era su deseo.
Doña Gontrodo lo estuvo en el Monasterio de Santa María de la Vega,
que ella misma había fundado con una donación de tierras y dinero del rey
Alfonso. Su sarcófago se encuentra ahora en el Museo Arqueológico de Asturias. En el consta esta inscripción:
Oh muerte, sobrado
justa, que a nadie sabes perdonar: si hubieses obrado con menos rectitud
hubieras parecido más justa, pues igualando a Gontrodo con los demás mortales,
con quienes no era igual por sus méritos, has quitado, con menos justicia, la
vida, a quien no debías quitarla. Mas no murió Gontrodo; pasó por tu medio a
una nueva vida, y es todavía la esperanza de su familia; la honra de su patria
y el espejo de las mujeres. No murió, se nos escondió solamente, porque
habiéndose hecho con sus méritos superior a los demás mortales, no debía estar
en este mundo. Trocó la Vida de esta tierra con la del Cielo el año de la Era
1224.
Tumba de Urraca, La Asturiana |
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