Capítulo I
Conseguir mudarse a esa parte
de la ciudad era el sueño de casi todos, desde que aquel alcalde tan
imaginativo y tan recordado tuviera la idea décadas atrás. Pero para hacer
realidad el deseo había que ganarse el sobrenombre o, sería mejor decir, el
nuevo nombre. El que fuera. El caso era tener uno. Hubiera sido preferible que
los sobrenombres hicieran honor a la bondad o a la grandeza de espíritu o a la
creatividad, a cosas positivas en definitiva. Pero no siempre era así. Las más
de las veces, respondían a razones muy
diferentes a estas. Había gente apodada Maledictum o Latronis , aunque estos
últimos elegían para vivir latitudes mas tropicales. Para que pasar frío
pudiendo estar con el trasero al sol el año entero. Con lo que habían robado
tenían más que suficiente para vivir donde quisieran incluso para tener
residencia en varios paraísos: Punta Cana, por ejemplo o las islas del Índico,
donde pasaban más desapercibidos.
Al principio el sobrenombre aparecía en los
censos tras el nombre original. Era un gran honor. Quien tuviera uno era
considerado la elite de la ciudad, incluso del país. Pero más adelante se
convirtió en un problema debido a que podía hacer mención a rasgos de
personalidad poco aconsejables para hacerse públicos como ocurría con los apodados
Carnifex, que pese al deje latino que tenían casi todos los apodos, era fácilmente identificable como alguien
doctorado cum laude en muerte o en el manejo de materiales susceptibles de
matar, que no siempre tenían porqué ser armas blancas o de fuego. Podían ser
drogas o similares que dejaban un reguero de muertos y marginados y hacían más
daño a la sociedad que las bombas de los terroristas, alguno de los cuales
vivía también en el barrio y gozaba de apodo reivindicativo: Miserabilis.
Como les decía, hacer público el apodo y
colocarlo ostensiblemente al lado del nombre, devino en problema, puesto que,
si alguien que hubiera perdido un familiar cercano por culpa de la droga, se
daba una vuelta por el barrio, y veía en el buzón: Fulanito de Tal, (Carnifex), presumía que allí podía morar un capo de los
grandes, un capo de capi, y comenzaba a idear la forma de vengarse, dándose
como se dio, el caso de disparar con lanzamisiles contra las casas de varios
Carnifex desde un cerro cercano,
cargándose a varias familias y ganándose
con ello el apodo de Matarifex y una vivienda en el barrio. Unos se iban y
venían otros iguales o peores si cabe. Pero no todo era negativo. Había alguna
gente buena. Sin embargo, eso también causaba problemas. Si alguien leía Menganita
de Cual, (Indolora) tenía la certeza de
que allí vivía una mujer capaz de curar cualquier sufrimiento humano y la calle
se llenaba de peregrinos en camilla o en silla de ruedas, con muletas o sin
ellas, como si el bario fuera una sucursal de Lourdes sin la virgen, porque
vírgenes no había, todo debe decirse. La susodicha no podía salir a la calle,
ni nadie de la casa. Si cometían la imprudencia de entreabrir la cancela del
jardín una avalancha humana se colaba por la rendija arrollando al osado e invadiendo
la vivienda, necesitando emplear a los GEOS para despejar la casa, la calle y
el barrio.
Los por entonces denominados ay-untamientos
(apodo ganado también a pulso), decidieron en pleno extraordinario y urgente,
tras el último desaguisado por culpa del apodo, que no podía hacerse
ostentación pública del mismo. Decretaron entonces, tras días de
deliberaciones, que los residentes llevaran una marca que les hiciera
reconocibles, pero sin explicitar el motivo. Es decir una marca idéntica para
todos.
En otro pleno anterior habían tratado de
prohibir el acceso de la gente corriente; pero sin público que los admirara y
se diera con el codo cuando aparecían por la calle, ¿para que servía el
sobrenombre y vivir en el gueto? Para nada. Era mejor esta última opción,
aunque tenía un inconveniente: cualquier tatuaje, marca o similar podía ser
copiada y parecer así que toda la ciudad era especial, cuando la realidad era
otra muy diferente. Las elites siempre son minoría, faltaría más.
Los
ediles del ay-untamiento se reunían cada día tratando de dar con el remedio,
mientras el barrio se cerraba a cal y canto a los visitantes. De pronto, el
concejal de basuras recordó algo: Un científico que en ese momento estaba en la
cárcel por tratar de implantar un chip a los políticos ladrones para que la
cara se les pusiera roja, como de vergüenza, y así los votantes les
reconocieran fácilmente y les pudieran apedrear o lo que considerasen oportuno,
podía ser la solución. (Debo hacer notar que en aquellos tiempos solamente se
iba a la cárcel por cosas así. A los ladrones y demás delincuentes se les
premiaba con el barrio). El alcalde mandó traer al inventor y le ordenó exponer
todas las propiedades del chip si es que tuviera más de una o en su defecto
mostrar otros artilugios con diferentes habilidades. El inventor disponía de
varias opciones. Al final tras espesas y ásperas deliberaciones, se optó por
implantar uno que cambiaba el color de los ojos.
¿Cómo es eso? Preguntó el alcalde, como si
fuera muy entendido en el asunto.
El
chip actúa sobre el EYCL2 que se
encuentra en el cromosoma 158, explicó el sabio, y transforma la
melanina del iris a otro color; en este caso un color imposible de encontrar en
el ojo humano: el amarillo rojizo.
O sea el naranja, corrigió el alcalde.
Llámelo como quiera. Eso se consigue
alterando el pigmento del epitelio del iris que en todos los ojos es producido
por la eumelanina. Pues bien mi chip
la sustituye por la feomelanina, no
se crea que es broma, se llama realmente así, lo cual produce ese color
peculiar que les dije.
Nadie más poseerá el invento.
Desde luego que no.
De acuerdo.
Alguien puede utilizar lentillas, observó el
concejal de cultura, haciendo honor al cargo.
Muy difícil conseguir ese color mediante
lentes de contacto. Además, serían muy dañinas para la vista, se defendió el
inventor.
Si descubrimos a alguien en cualquier
momento utilizando lentillas, le sacamos los ojos, así de claro, amenazó el
alcalde que era admirador desde siempre del ojo
por ojo bíblico.
Hubo que reunir un equipo capacitado a fin
de ayudar al sabio en la implantación del micro-micro chip, lo cual llevó
tiempo, antes de comenzar con las operaciones que se realizaban de modo
ambulatorio, sin precisar ingreso hospitalario. No obstante teniendo en cuenta
la población del barrio, animales domésticos incluidos, transcurrió más de un
mes trabajando a destajo, hasta que todo el mundo tuvo los ojos color naranja.
Fue maravilloso.
La gente se apartaba respetuosa cuando veía
avanzar alguien con ojos cítricos. Una mirada por encima de las gafas de sol y
cualquier empleado, fuera de donde fuera, al reconocer el color, sufría una
especie de transformación, acompaña de un ligero temblor de piernas, que cambiaba la impertinencia en servilismo
de modo automático. Las mejores mesas en los restaurantes, la mejor tribuna en
el futbol, la mejor barrera en los toros, los mejores sitios en iglesias,
bares, teatros, etc, eran para esa gente excelsa, diferente, poderosa e influyente
de ojos color Fanta de naranja.
Fue lo máximo entre lo máximo, porque además
nadie sabía si eran carnifex o pius, indoloros o dolendus, miserabilis o
magnánimus. Todos estaban magnificados por el color del iris, sin que corrieran
riesgos de venganzas ni rencores.
Es la rehostia, dijo el alcalde. Lo más
grande que ha salido de este ay-untamiento.
Y eso que habían salido cosas. Sobre todo
millones de euros.
Así transcurría la vida feliz para todos,
admirados y admiradores, hasta que ocurrieron dos hechos simultáneos: surgió la
resistencia, por un lado, y mi primo Genaro se empeñó en conseguir unos ojos
anaranjados, por el otro.
Continuará….
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