OCHO
Había
transcurrido un año y poco desde el incidente de la fábrica de hielo. García no
volvería a caminar y Gilda se había esfumado. Manero no lo olvidaba.
Europa entera se llenó de imágenes de Gilda,
pelirroja o morena más un retrato robot del llamado Gil. Se ofrecía incluso una
generosa recompensa pagada por las empresas afectadas, por una pista fiable que
llevara a su detención.
Aníbal tenía una relación de lo más estable
con Isabel tanto que la abuela quiso mudarse de nuevo a la Residencia, “ya no
pinto nada aquí.” Ni Aníbal ni menos aun Isabel se lo permitieron. Incluso
Casimiro terció en el asunto. “Usted lo que quiere es que yo muera de hambre.
El piso es amplio no molestamos a los tortolitos. Además usted se va a la cama
nada mas cenar, no molesta, mujer.”
Isabel estaba muy a gusto con su nuevo
trabajo en la joyería donde se relacionaba con un sinfín de señoras de la jet.
Una tarde había entrado la mismísima reina de Jordania, “tan guapa, tan
elegante,” que se llevó un aderezo carísimo de esmeraldas. Al principio sintió
un poco de resquemor al sustituir a la mujer del joyero asesinada por Gilda,
pero el nuevo trabajo era tan agradable que pronto lo olvidó. “Tú no te metas
en líos, ya me entiendes, con ningún cliente”, le había dicho Aníbal
completamente en serio “y no tendrás problemas”. Sobre todo con él.
Aquel mediodía de mayo, estaban comiendo los
cuatro un cocido de garbanzos “esto es gloria señora, que Ferrán Adriá, ni que
estrellas Michelin, donde esté la cocina tradicional que se quite todo lo demás”,
mientras en el telediario daban imágenes del festival de cine de Cannes. Se
presentaba la película “Los Mercenarios” y Antonio Banderas acudía sin Melanie
de la que parecía haberse separado. El elenco de actores protagonistas posaba
para la prensa, tras haber recorrido las calles a bordo de un tanque. Todo muy
espectacular.
Estaba petado de periodistas. Había cámaras
y micrófonos de todas las nacionalidades por doquier. Detrás de la valla de
seguridad se apretujaban las fans gritando el nombre de su favorito y
levantando la mano cuando el aludido se giraba, para que las pudiera localizar.
—¡Qué guapo Antonio! Es el que mejor está de
todo el grupo de viejas glorias de esta película —opinó Isabel.
—Tampoco es tan viejo —dijo Casimiro
sintiéndose aludido.
—Yo prefiero al “Chuache” — añadió la
abuela.
—Sayonara baby —soltó Casimiro engolando la
voz. Lo mismo hubiera dicho García.
De
pronto Isabel se puso a gritar como una loca, señalando hacia la pantalla con
el tenedor.
—¡Es el, es el, ES EL!_ Es Gilda. O
sea Gil. Bueno, ese. Ahí detrás de Harrison Ford. Míralo. AHÍ. Es el tipo del
ascensor, sin duda. Es él. Está en Cannes.
En Internet, en el podcast del noticiario volvieron a ver las imágenes. Era él desde
luego. Era Gilda. Estaba en el festival de cine ¿donde mejor?
Aníbal se levantó de un salto. Gilda se
había vuelto a equivocar.
—Iré a por él. Ahora mismo.
Capitulo nueve
Después de dejar el
hospital donde el médico le aseguró que el inspector García no volvería a
caminar, Aníbal se fue derecho a su casa. Hacía mucho que no estaba por allí,
pasaba todo el tiempo en la de Isabel. Incluso había trasladado su ropa y sus
cosas más personales a casa de su novia. Olía a cerrado, por eso abrió las
ventanas y dejó que el aire frío de la noche entrara a placer. Llamó a Isabel y
le dijo que se quedaría en su casa “tengo mucho trabajo que necesito hacer a
solas.” Ella no preguntó. Esa era una de las muchas cosas que a Aníbal le
agradaban de su chica: la confianza que le demostraba y el respeto y la
comprensión que tenía por su trabajo. Era una joya, desde luego. Lo mejor que
le había deparado la vida y “este puto trabajo que me va a marcar.”
Fue incapaz de cenar, el hambre parecía
haberse esfumado de su vida para siempre. A pesar del relente de la noche se
sentó al lado de la ventana y abrió el cuaderno que había recogido en la sala
de torturas. Le había producido desasosiego llevarlo encima el resto de la
tarde.
Comenzó a leer. La
caligrafía era cuidada y fría como los ojos del criminal que la había escrito.
Aparentemente no había nada anormal. Ningún caracter sobresalía ni destacaba
por tener nada discordante. Era uniforme y metódica. Probablemente, hubiera
hecho las delicias de un experto en grafología que hubiera podido definir la
personalidad del asesino con todo lujo de detalles. Aníbal a simple vista
dedujo que esa era la letra de un hijo de puta, sin dudarlo. Meticulosa y
anodina y algo femenina, “parece letra de mujer.” Era clara, eso sí, podía
leerse perfectamente.
Para su asombro no comenzaba con los
crímenes de la Torre, si no que se remontaba a diez años atrás. Todo parecía
haber comenzado en Portugal. Jóvenes africanas de las ex colonias que llegaban
a la antigua metrópoli buscando una oportunidad y se toparon con Gilda. En ese
tiempo relataba trabajar en un cabaret de Lisboa donde imitaba a Barbra
Streisand. “Esta me suena de algo”. La primera víctima trabajaba como camarera
en el mismo local. Llegó de Cabo Verde esperando ganar dinero y poder traer a
su hijo. Fue fácil ganársela. La secuestró, junto con otras cinco, para servir
de juguete sexual a un grupo de depravados millonarios que tenían un yate
anclado en el puerto. Luego Gilda o Barbra las asfixió y las arrojó, lastradas,
al mar alejándolas de la costa a bordo de su barco particular. “El mismo quizá
que tenía fondeado en la fábrica de hielo.” Le gustaba la muerte por asfixia,
le producía placer. Relataba las sensaciones tan excitantes que le provocaba la
resistencia de las victimas primero, la renuncia luego y después la nada.
Sentir como pasaban de la lucha compulsiva y aterrorizada al abandono absoluto,
era una sensación de dominio tan indescriptible y tan placentera que invitaba a
probarla al que leyera esto por el motivo que fuera. “De pantera a muñeca
de trapo, confiesa el muy hijo de puta” y como si lo adivinara, Gilda había
escrito a continuación: Antes de juzgarme, prueba.
Aníbal sintió ganas de vomitar. Soltó el
cuaderno que cayó al suelo. Si no fuera una prueba tan importante lo quemaría
ahora mismo sin leer ni una línea más.
Fue a la cocina y bebió agua del grifo. Le
dolía la cabeza. Rebuscó en la sanitaria del baño algo para el dolor. Encontró
paracetamol. Metió el comprimido en la boca y lo masticó. No era capaz de
tragar ninguna pastilla. Era algo que le ocurría desde pequeño. Regresó a la
salita, recogió el cuaderno y continuó leyendo. A pesar del analgésico, el
dolor de cabeza terminó por hacerse insoportable. Vomitó varias veces, hasta
que terminó los macabros relatos con el último asesinato: el del ejecutivo
metrosexual, al que torturó a placer hasta la muerte. Aguantó seis horas el
pobre infeliz.
Al abogado Estrada le dedicaba solamente dos
líneas. “Me duró poco, no resisten nada. Traté de experimentar algo nuevo pero
se ve que se me fue la mano y palmó en un tris”.
Se sorprendió de que anotara la muerte de la
mujer del joyero. Lo hizo deprisa y corriendo, sabiendo que García le pisaba
los talones. Sin muchos detalles. Simplemente había puesto. “Asfixié a la puta”.
Aparte de los relatos pormenorizados de los
crímenes, cincuenta y seis en total, explicaba cómo al principio trabajaba
solo, luego conoció al que apodaba Johnny Farrell al que contrató, era un modo
de decirlo, cuando llegó a España, para que se deshiciera de los cuerpos y más
tarde como ayudante necesario para poder llevar a cabo algunos de los raptos de
la Torre.
Fue un error, pensó Manero, Farrell no
estuvo a la altura. El hallazgo de la pierna del primer desaparecido de la
Torre, comenzó a tirar del hilo.
También relataba cómo le gustaba coleccionar
objetos pertenecientes a los asesinados, “ya me extrañaba a mí que no
apareciera esto”, y como regresó a la Torre a buscar algo perteneciente al
último raptado: el maricón de la veinticinco como ella o el o lo que fuera lo
llamaba con absoluto desprecio. “Ser homosexual es un delito, ser un asesino en
serie, por lo visto no. Puta ideología nazi”. Tenía que ser algo tomado en su
casa o en su lugar de trabajo; no servía lo que llevara encima. “Cuanto morbo”.
Cuenta como se divirtió burlando sin ningún esfuerzo los controles de la
policía, entrando como un visitante más en la torre, después de que los polis
ya hubieran visto las cámaras y ya hubiera probablemente descubierto que el
asesino actuaba disfrazado. Así y todo se presentó como Lauren Bacall con su
mismo vestido gris, ceñido, su collar de perlas y su mirada felina y retadora y
ni se inmutaron. Solo llamó la atención de un gilipollas ridículo que subió con
ella en el ascensor. Un don Juan de cercanías que empleaba métodos de seducción
tan cursis como los zapatos italianos que llevaba junto con un traje de Emidio
Tucci. Puro Corte Inglés. Por su culpa tuve que marcar otro piso y perder el
tiempo.
Aníbal sentía cada vez más ganas
de tenerlo delante y pegarle un tiro. No, sentía ganas de tenerlo delante y
torturarlo hasta la muerte y terminar metiéndole el cuaderno por el culo, mas
la relación completa de todos los asesinos en serie del mundo desde que se
inventó el modo de dejar constancia de los crímenes.
Dejó el cuaderno sobre la mesa, se puso de
pie y levantando la mano derecha, como haría un detective de cine a toda
pantalla, dijo a voz en grito delante de la ventana: “Juro que te encontraré
hija de puta”. El viento frío de la noche se llevó el juramento junto con las
hojas de los árboles y lo dejó agazapado en cada rincón de la ciudad.
Después del desahogo y ya dentro de la
habitación añadió con esperanza: “volverás a cometer un error. Ese será
tu último error. Ese día desearás no haber nacido, desearás no haberte cruzado
en nuestro camino. Hijo de puta. Lo juro por mis cojones”.
Se sentó en la cocina y se quedó pensativo.
“No sé cómo me ha salido este discurso tan raro, esto debe ser cine, claro se
me ha ido pegando. Hablo como ese que camina raro en la película que me hizo
ver la abuela: el autobús. No, coño: la diligencia. Eso”.
“Bueno, al fin y al cabo ¿qué es la vida?
Pues eso, cine”.
Volvió a visitar a García. El inspector ya
estaba en planta e iba haciéndose a la idea de que no volvería a caminar. “Seré
como Ironside,” le había comentado con su
ironía habitual. Aníbal desconocía el personaje, por supuesto.
Le mostró el cuaderno.
—Aquí está todo. Anotado con sumo
cuidado sin obviar nada. Le van los detalles.
—Te van a matar_ sentenció García con una
sonrisa. No esperaba otra cosa, en el fondo.
—Te juro que lo atraparé.
—¿Tienes un plan?
—No, pero estoy seguro de que volverá a
meter la pata y ese día será su ultimo día en libertad.
—Será difícil de atrapar. Luchará con uñas y
dientes. Cuando creas que lo tienes se te habrá escapado. Cuando le vayas a
echar el guante se escabullirá.
—Mejor. Así tendré excusa para pegarle
un tiro. Me alegrará el día.
—¡Coño! Estás hablando como Harry el sucio.
Acabarás aficionándote al cine.
“Lo dudo mucho” se dijo para sus adentros
Aníbal Viriato Manero Jiménez.
Continuará...
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