IV
Natural
de Rey crecía y prosperaba; su población aumentaba y la vida transcurría en
paz. Muchos naturales hubieran sido buenos reyes de haber podido subir al
trono; mejores que algunos de sus hermanos de padre. Varias familias eran
desplazadas cada año a repoblar diferentes marcas, cada vez mas al sur.
A veces terminaban pereciendo en alguna incursión musulmana, otras eran
ellos los que hacían retroceder a los lugareños, aunque tenían órdenes precisas
de llevar la vida en armonía con todos: moros o cristianos. Eran casos
puntuales en los que no quedaba otra que aniquilar o sucumbir. Todo lo demás
marchaba según lo dispuesto en las normas de la Fundación.
Pero siempre surgen contratiempos. Por mucho
celo que se ponga, si hay algo o alguien susceptible de salirse de lo
establecido, se saldrá. Las normas están para no cumplirlas. Es inherente a la
naturaleza humana.
Los naturales de rey supieron siempre que
eran bastardos. Ocultarlo con tantas obviedades alrededor hubiera sido
imposible, pero no se les informaba, como parece prudente, sobre su corte de procedencia a fin de evitar
curiosidades malsanas, reclamaciones al
trono u otras zarandajas. Sin embargo los que fueron sacados de la corte del
primer Alfonso, ya creciditos, conocían de sobra su procedencia y aunque el
prior les había advertido y el conde amenazado seriamente sobre la tentación de
hablar más de la cuenta, no pudieron resistirse a contar a sus nietos lo que
habían ocultado a los hijos: la corte de origen. El residir en estos momentos,
lejos de la villa original, hizo que se sintieran a salvo, para cometer una
imprudencia tan temeraria como esa. Y sucedió que uno de aquellos nietos se
creyó con más derechos a ocupar el trono que el actual Alfonso que acababa de
proclamarse emperador. Echó cuentas y comprobó que su abuelo debería haber sido
rey antes que el abuelo del tal Alfonso y se juramentó remediar tamaño desvío
en la dinastía.
Los habitantes de la población fronteriza
donde residía este aspirante, fuera del reino de Alfonso, por cierto, se
dividieron en dos mitades cuasi simétricas. Los que estuvieron de acuerdo se
dividieron en otras dos: Una de las partes procuraría alianzas con otros
naturales de las marcas e incluso con otros reinos, moros mejor que cristianos,
no fuera ser que estos se mosquearan con la pretensión, y la otra mitad
proporcionaría armamento e intendencia para el ejército que esperaban formar.
La parte no afecta al alzamiento, se las ingenió para informar a la villa
matriz de lo que se empezaba a preparar, pese a la vigilancia a la que se les
sometió rayana en el acoso más explícito. En principio, no se les perdía de
vista ni cuando iban al corral a hacer las necesidades; mas tarde y ante la
persistencia en no avenirse a razones, se les ajustició sin miramientos, por
traidores a la causa justa de la reclamación dinástica. No se respetaron
mujeres, ni niños, ni ancianos. Se decapitó hasta los perros, porque
sospecharon que había sido un perro adiestrado quien viajó hasta Natural con el
recado atado al cuello en una bolsa de cuero.
Nada mas leer el papel, el actual prior y su
consejo de ancianos tomaron, por unanimidad,
la determinación de caer sobre los insurgentes y hacer un escarmiento.
Porque, si el emperador o cualquiera de los reinos vecinos se enteraban de las
pretensiones del bastardo, capaces eran, de llevar a cabo una razzia contra la
villa y provocar una escabechina. Que había en aquellos tiempos monarcas muy
feroces por los alrededores. Menos mal que los levantiscos habían tenido la
prudencia de no solicitar ayuda de ningún reino cristiano.
El emperador, siempre itinerante con la
corte por todo el vasto reino, tardó en
apercibirse. Cuando lo hizo, por una indiscreción que un miembro del Consejo cometió en una
casa de lenocinio que solía visitar, el asunto ya estaba zanjado. Enfadose
Alfonso, menudo era, tenía el mismo carácter que su madre Urraca, y pidió
airadamente explicaciones al Consejo; el presidente le hizo notar que la
rebelión era un asunto interno. Exclusivamente. Los estatutos prohibían claramente,
bajo pena de muerte, cualquier tipo de reclamación fuera contra quien fuera. Y
ellos ya lo habían resuelto. Además, no constaba en parte alguna que la
reivindicación se dirigiera contra su trono, dado que como era fácil comprobar,
se había producido fuera de su reino, casi en tierra de nadie.
—Sí, pero habéis hecho componendas a mis
espaldas con mis enemigos.
—No ha habido componenda alguna. Nadie ha
pedido auxilio a ningún reino.
—Quiero que se haga un escarmiento.
—Ya se ha hecho, majestad.
El emperador amenazó con una razzia contra
la villa.
—No os lo aconsejo, majestad. Tened en
cuenta que residen en ella multitud de descendientes de varios reyes de los
alrededores. Caer sobre ellos sería considerado una provocación y más teniendo
en cuenta que todo está ya resuelto y que, como ya os hice notar no consta que…
—Voy a suprimir los dineros que doy a la
organización.
—Como gustéis señor.
—¡Quitaros de mi vista!
Menos mal que andaba contento el emperador
aquellos días por el nacimiento de su primera hija, una bastarda por cierto, a
la que llamó Urraca como su madre. En vista de ello, tenía prisa por trasladarse
a Asturias para conocerla, dio por zanjado el asunto con los naturales,
pero no consintió, en represalia, que la
niña fuera entregada a la Fundación que se habría honrado y mucho, con la nueva
vástaga del emperador. En consecuencia, Urraca la asturiana, se educó en León
con sus tías, como una infanta más.
El choque entre naturales había sido peor
que aquel contra los moros en el origen de todo. Las tropas reunidas contra el
pretendiente multiplicaban por diez a
las de este, que aunque disciplinadas y valientes terminaron por ser
exterminadas sin que persistiera rastro alguno
para la posteridad, ya que los cadáveres recogidos del campo de batalla,
fueron apilados por orden de la superioridad, en varias piras e incinerados. Ni
las cenizas permanecieron dado que, tras la cremación, se desató una tempestad
de viento y lluvia que borró cualquier rastro de las hogueras. Las familias de
los sublevados fueron pasadas a cuchillo por los propios naturales. Iba en ello
la supervivencia de toda la población. Estaban destinados a casarse entre ellos
o con gente distinguida de las villas cercanas, o como comenzaba a suceder
ahora, con algún príncipe o princesa extranjeros, pero jamás se les debería
volver a ocurrir pretender el trono de sus ancestros.
Y jamás se les ocurrió. Por lo menos en
España.
Con los siglos llegó a Paris un pupilo corso
que se coronó emperador tras invadir y asolar media Europa. La tenaz
resistencia de la pérfida Albión y el levantamiento popular en España fueron
definitivos para detener a aquel militar bajito y codicioso que instaló,
incluso, a uno de sus hermanos en el
trono de España, arrebatándoselo a su legítimo rey. Se saltó a la torera las
normas de la Fundación
que lo había encumbrado. Lo pagó caro. No obstante con los siglos bastantes
pupilos más se salieron de las directrices del Consejo, y éste en algunos
casos, fue impotente para castigar la desobediencia.
Pero en ese tiempo la Fundación ya estaba en
otras manos.
Se sucedieron los lustros con profusión de
guerras entre cristianos, entre moros y entre unos y otros como había
acontecido siempre. Los naturales supieron estar en su sitio. Lo cierto es que
eran poseedores de una disciplina y un temple envidiables, incluso por sus
hermanos reinantes, algunos de los cuales se interesaron por contar con un
determinado medio hermano, de probada inteligencia, como asesor. Era una
situación nueva no contemplada en los estatutos. Hubo graves deliberaciones
entre los consejeros y al fin se decidió otorgar el permiso, puesto que
encumbrar a uno de los pupilos hasta el Consejo privado del rey era un
reconocimiento y un honor para la Fundación; además el evangelio sugiere ayudar
al prójimo, cuanto más a un hermano y cuanto más si es el rey.
Hubo otra petición por parte de la reina
para contar entre sus damas con alguna natural. Reuniose de nuevo el Consejo.
Este acuerdo fue más difícil de tomar. Sabedores eran, por propia experiencia,
de lo que solía ocurrir entre las damas y el rey. Era el pecado original de la Fundación. Talmente
como mentar la soga en casa del ahorcado.
Tras extensísimas y acaloradas discusiones
se acordó denegar el permiso.
Protestó
la reina. Secundóla el rey y el Consejo se reunió de nuevo. Ante la insistencia
se llegó a un acuerdo puntual: permitir por esta vez, el envío de dos damas a
palacio. Se eligieron con sumo cuidado. Primero, que no fueran parientes
cercanas de la dinastía, por si acaso, evitando así la consanguinidad; segundo,
que fueran virtuosas y disciplinadas y tercero, que no fueran excesivamente
agraciadas. Eran cultas y bien educadas, pero un poco feuchas.
No hubiera sido necesaria tanta precaución.
No ocurrió nada anormal; todas fueron tratadas con una delicadeza exquisita.
Era la corte de Fernando III de Castilla y León, más tarde santo y de su
primera esposa la virtuosa reina Beatriz de Suabia. La vida en palacio fue
dichosa para las pupilas, que terminaron por casarse con altos dignatarios de
la corte. Algunos de sus hijos continuaron ocupando cargos de importancia en
los consejos de sucesivos monarcas. Una de las hijas, de vocación religiosa,
fundó varios conventos y terminó elevada a los altares. Fue la primera santa de
la Fundación ,
aunque no la única. Constituyó aquella una grata experiencia, que no sería la
última. Muchos naturales brillaron en
las Cortes de sus medio hermanos y algunos casaron, incluso, con sobrinas
lejanas. Muchos fueron requeridos para desposarse con segundones y segundonas
de otras monarquías. Se fue terminando así con la costumbre de hacer profesar a
las hermanas o hermanos de reyes, si no encontraban consorte adecuado. Ahora
existía un amplísimo plantel de candidatos y candidatas de todas edades y
condición, instruidos en la disciplina y el deber sobre todo lo demás, para
hacer honor a su procedencia real.
La Fundación se llenaba de gloria y
aumentaba en prestigio lo cual redundaba en beneficio de todos.
Pero, siempre ocurren contratiempos. La
felicidad nunca es eterna. Algo que sabían bien los naturales.
Continuará...
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