Los planes del rey, segunda parte
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A criterio del otro rey, los hispanos eran
gentes arrogantes y soberbias, “una elite venida a menos, resentida e
intrigante”, que trataban a los godos sin respeto alguno y que en el fondo
estaban orgullosos de no haberse mezclado con nosotros. Lo cual no era cierto;
antes de la prohibición, las dos etnias se habían mezclado en todos los estamentos
sociales, por lo menos en la Galia y en la Septimania y supongo que aquí
también, porque tengo entendido que hubo en el pasado más de una reina
hispanorromana. Goswintha, discrepaba de Leovigildo, sobre manera, en lo
referente a su fidelidad, más que dudosa. Se daban casos, según ella, de
magnates hispanos tan poderosos y con una extensión tal de territorio, que
hacían y deshacían a su antojo dentro de sus límites, sin que ni las leyes del
reino ni siquiera el rey fueran reconocidos, ni menos aun obedecidos, como el
orden imperante en la nación. Eran reyezuelos, remedando el poder real en sus
enclaves.
—Igual que los visigodos —respondía el rey—.
Solo que los hispanos no votan en el Consejo y por tanto no son culpables de
las coacciones ni de los crímenes que se
cometen antes y durante y después de la elección de los reyes.
—No estés tan seguro. Muchas veces son los
instigadores. No pensarás que les da igual quien les gobierne. Actúan bajo
cuerda que es peor. Son ladinos y miserables, gentuza a la que piensas entregar
el poder. Las guerras te han enajenado el entendimiento y la sensatez.
Estábamos ese día el africano y yo invitados
a comer con los reyes. El, apenas se había inmutado cuando se enteró de la
muerte de mi madre, solamente me preguntó si había sufrido.
—No —le respondí.
—Mejor.
No sé si se refirió a la falta de
sufrimiento o a la muerte en sí. Tal vez para él estaba mejor muerta. Pero yo
me había quedado muy sola y muy triste, así que traté de excusarme por el luto
para no asistir a la comida real, pero el africano me ordenó acudir: “Es una
comida Jana, no es una fiesta. Además el rey quiere conocerte.”
Me vestí de oscuro como para un funeral.
Estaba pálida y ojerosa por la vigilia y la pena. Mi aya me dijo que pese a ello
estaba muy favorecida.
—La pena te sienta bien como a tu pobre
madre, que a pesar de los sufrimientos, cada día estaba más guapa. Recuerda la
mañana que murió, su rostro se había transfigurado y parecía una niña.
Pienso que mi madre había muerto en realidad
siendo una niña, aquella noche nefasta de mi concepción. El tiempo vivido de
más fue una prolongación de su quebranto y de su amargura y de su soledad,
mitigadas solamente por mi presencia en su vida, de eso estoy segura, que se acrecentaron en la corte y terminaron
por fin el día que nos dejó cuando tal vez sus fallidos hijos vinieron a su
encuentro y ella retrocedió en el tiempo y se fue con ellos alegre, como la
niña que había sido hasta aquel día desgraciado.
Cuando llegamos al refectorio, el rey, al
que apenas había visto antes, me observó durante un buen rato. No era muy alto,
tenía el cabello y la barba rojizos y el rostro abotargado, pero bondadoso. No
parecía tan fiero como le suponía, aunque era más viejo de lo que yo pensaba, o por lo menos lo parecía, tal
vez por la vida tan ajetreada de batallas que llevaba; sin embargo, conservaba
el empaque y su figura emanaba autoridad. La
protocolaria reverencia te surgía ante él de modo natural. Nunca estaba
en la corte, pero por lo visto, se enteraba de todo.
—Eres muy guapa, Jana. Muy guapa. No me
extraña que el príncipe Recaredo se haya fijado en ti.
—Muchas gracias, alteza.
La reina me miró de través. Yo tomé asiento
donde el rey me indicó, a su izquierda,
entre él y mi padre. Estaba presente Hermenegildo, sentado a su derecha, y su
mentor, recién llegados de Híspalis; el príncipe, me observaba y me sonreía
cuando yo levantaba la vista del plato, hecho de un material irisado que no
supe precisar. Las copas eran de oro al
igual que los cubiertos. No obstante el rey y el africano, comieron el asado
con los dedos. Creo que el africano en este punto preciso secundaba al rey en
todo lo que éste hiciera; cuando el rey cazaba, él cazaba, cuando el rey comía,
él también comía, si el rey reposaba lo mismo haría su ayudante y si el rey se
volviera loco de improviso y nos degollara con su puñal, el africano nos
remataría. Eran dos grandes lobos con forma humana. ¿Y que era Goswintha? Era
la Hembra de la manada. Los lobos podían matarse por ella en cualquier momento.
No solo estos dos; todos los lobos, los de todas las manadas de lobos de la
Hispania entera. Así veía yo la situación ahora mismo; sin embargo, reconozco
que uno de ellos no se dejó devorar por la horda que ella azuzó contra él, aunque
tampoco se vengó después. La Hembra de lobo tenía mucho poder. Demasiado poder;
al final iba a tener razón mi aya. Goswintha era más que el rey: Goswintha, la
reina de Toletum, era el reino entero.
La conversación, en gótico, se inició con la
boda de Hermenegildo y la llegada de la princesa, pero enseguida derivó a la
revisión del Código. Leovigildo puso al corriente a su hijo de cómo iban las
nuevas disposiciones y le hizo un esquema del reparto de las tareas de gobierno y le incidió en la conveniencia de
continuarlas, si a él le sobreviniera la muerte o cualquiera incapacidad. La
reina levantó su copa. El rey la fulminó con la mirada. Yo observaba muda y
cohibida, pero cada vez más interesada en la conversación.
—Con el tiempo surgirá una nueva sociedad,
mezcla de los dos pueblos. Eso es lo que veo en el futuro, una sociedad hispano
visigoda, más próspera y más instruida, cohesionada y fuerte ante los enemigos.
Los nuevos hispanos.
—Tonterías de viejo cansado. ¿Sabes lo que
lograrás? Que la nueva clase política se haga
paulatinamente con el poder y ¿luego qué? Abrirían la puerta al
emperador de Byzantium. “Ya todo está en nuestras manos, restauremos el viejo
imperio. Para ello os ofrecemos la cabeza del rey visigodo en bandeja de oro.
Por fin la Hispania es católica y de nuevo imperial”. ¡Iluso!
—No harán tal cosa. Los hispanos de ahora
mismo ya no desean vivir bajo el yugo de
nadie. Desean como yo un reino totalmente independiente con identidad propia,
donde todos los súbditos, provengan de la etnia que provengan, tengan una
existencia digna. Ese es el único modo de avanzar. Su propuesta es generosa
teniendo en cuenta que poseen la mayor parte de las tierras y son los que sostienen
al reino con sus impuestos, dado que son seis veces más que nosotros. Saben
leer y escribir, tienen galenos y curanderos, maestros, artesanos que recuperen
y enseñen los diversos oficios que están ahora mismo cayendo en el olvido,
escuelas y academias donde imparten retórica, filosofía y derecho y son buenos
guerreros y súbditos fieles y entregados. Me lo han demostrado con creces. Ya
es hora de que el rey los trate como se merecen. Como se merece cualquier
hombre libre que satisface sus impuestos. Tengo buenos amigos entre esta
aristocracia hispana preocupada por el reino _dijo el rey a su hijo_ ellos me
ayudarán a llevar las reformas a buen término. Ellos serán buenos consejeros
para ti y aliados fieles.
—No me explico cómo eres capaz de fiarte de
esas gentes; no se han rebelado porque están rodeados de reinos amigos del
nuestro y emparentados con nosotros. Entre todos los aplastaríamos _volvió a
decir la reina con testarudez.
—No lo creas. Estamos rodeados de católicos.
Hasta Miro, el suevo, se ha convertido. No sé a quién ayudarían llegado el
caso. Además, ¿en quién quieres que me apoye para llevar a cabo las reformas,
en las tribus visigodas que ya andan sublevándose? Solo saben matar y saquear,
matar y saquear, incluso entre ellos mismos. Necesito puntales de otra calaña.
—Te apoyarían si las reformas fueran
inteligentes, si no actuaras en contra de los tuyos.
—En el reino coexisten varias comunidades,
no sólo estamos nosotros los visigodos. Debo ser el rey de todas y cada una de
ellas, no puedo ser rey de solo unos cuantos. Por eso se hace imprescindible
que todas tengan los mismos derechos y los mismos deberes, aunque respetando
las tradiciones de todos, la lengua que cada etnia hablamos y la religión que
cada uno de nosotros profesamos. Quiero que impere un orden económico y social
justo, porque deseo que todos tengamos una existencia digna en esta nueva
nación. Ese debe der el fin de cualquier gobernante.
—Sofismas griegos. Lo que nos faltaba.
El rey prosiguió como si no hubiera oído
nada.
—Quiero una monarquía sucesoria y un reino
unido y en paz. Así tiene que ser y así
será.
—Te has dejado embaucar por esa aristocracia
católica fanática de las doctrinas griegas y te has dejado arrastrar por ellos
al abismo de la entelequia. Llegarás a la perfección y ese será tu fin, pero tu
fin real. El prestigio, la inmortalidad, se adquieren de otra manera, afirmando
la aventura militar de nuestros mayores y respetando las tradiciones.
—No se puede continuar como siempre. El
mundo avanza y la sociedad debe avanzar también y el gobierno debe encauzar
esos avances en beneficio de todos.
—Sofismas, tonterías, vanidades. Estás
moviéndote por un territorio del pensamiento, desconocido para ti por donde
andas perdido, ciego mejor, y te dejas guiar por el primer retórico que te sale
al paso, por el primer iluso charlatán. Esa no es nuestra filosofía, ni es
proceder serio para un rey.
—Tampoco hace falta que lo hayamos inventado
nosotros. Hay que saber aprovechar las buenas ideas provengan de donde
provengan.
La reina continuó llevando el discurso a su
terreno, obviando el parecer del rey.
—Fíate de la verborrea católica, de sus
quimeras igualitarias, fíate incluso de los judíos, que son todavía peores.
Será tu mayor error. Luego no digas que
no te lo advertí.
—No toleraré discriminaciones por razón de
raza en este nuevo orden. Todos seremos iguales ante la ley. Acabaré con los
impuestos especiales que pesan sobre algunas comunidades, como la judía.
—Oh, qué bien. Voy de asombro en asombro.
De ese modo el estado ingresará menos. Muy inteligente por tu parte. Veremos cómo sostienes al
ejército para lograr la unidad.
—No será así, porque el clero tanto arriano
como católico, pagará impuestos como
todo mundo. La merma quedará compensada.
—Maravilloso, pagaran las iglesias,
gobernarán los católicos, la monarquía dejará de ser electiva, la nobleza
visigoda perderá poder. Maravilloso. Sólo te falta nombrar un comes del tesoro judío.
—¿Por qué no? Son muy listos para las
finanzas. Mira, anotaré la idea. Y no gobernarán los católicos, gobernaremos
visigodos y católicos, en principio. Porque hay más etnias.
—Te lo advierto, piénsate muy bien lo que
vas a hacer. Estas cavando el fin de tu reinado.
—Cállate ya mujer, deja de proferir amenazas
sin fundamento y de hablar de lo que no te importa. Yo soy el rey aquí. ¡A
callar! —Leovigildo, acompañó la orden con un puñetazo en la mesa que derramó
las copas e hizo saltar las ocas asadas dentro de los platos como si hubieran
cobrado vida— ¡Cierra el pico de una vez, vieja urraca entrometida y ambiciosa!
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Recaredo |
La
reina guardó silencio a regañadientes y así el rey pudo detallarnos, con su
entusiasmo contagioso, las reformas previstas y hacernos participes de sus
planes para el futuro de los príncipes y del reino. Así me enteré de que el
aristócrata hispano íntimo amigo del rey era el mismo que nos había acogido en su casa en Caesaraugusta durante
nuestro viaje, aquel que era muy amigo también del africano; Publio Braulio
Crispo era su nombre y en su momento me había parecido un hombre amable, muy
preocupado por nosotras, en especial por la salud de mi madre. Recuerdo su
palacio caldeado por la gloria y
recuerdo los dulces y las viadas exquisitas que nos servían. En la partida nos
proporcionaron caballos de repuesto y un grupo de hombres armados a su servicio
nos acompañó hasta las afueras de Toletum.
El rey y él, iban a encontrarse en Rexópolis,
la nueva ciudad que se estaba construyendo: “porque es bueno colaborar con el
paisaje para transformar el mundo, esto se lo he escuchado a algún emperador
romano”, —decía el rey— como capital de la Celtiberia
y a donde pensaba enviar a Recaredo como gobernador (esto lo afirmó
mirándome), allí terminarían de diseñar la nueva Hispania. El africano iba a
acompañar a Leovigildo y Hermenegildo propuso al rey que me nombrara dama de la
princesa Ingundis antes de partir.
—Jana es septimana y su familia materna
procede de Aquitania. Habla gótico, latín y conoce el griego, es instruida y
discreta. Lo sé porque así me lo ha confiado Recaredo —afirmó sonriendo ante mi
cara de estupor.
Leovigildo asintió. La reina me miró
fijamente y luego hizo una seña casi imperceptible a su amigo el lusitano, que
intervino en la conversación por vez primera en toda la comida.
—Jana tiene concertada boda con Atanasio de
Melque.
—Me suena ¿quién es? —preguntó el rey.
—Es el hijo del señor de Melque. Es gardingo
de vuestra alteza.
—Ah, perfecto. ¿Pero, no era novia de mi
hijo?
Se hizo un silencio espeso, más espeso y
correoso que el puré irreconocible que acompañaba a la carne. Tras él,
respondió Hermenegildo.
—Mi hermano está enamorado de Jana. Nadie
sabía que tuviera dispuesto marido.
—Es posterior —aclaró el africano.
—¿Cómo posterior? ¿Le has buscado marido
mientras tenía relación con mi hijo?
—No pensé que la cosa fuera seria alteza,
creí que eran asuntos de jóvenes sin mayor importancia, una amistad simplemente_ respondió sin perder el aplomo_
bien se que el príncipe se desposará con quien deba cuando llegue el momento.
Una relación con otra mujer es una quimera.
—Repito que mi hermano está enamorado y él piensa
que Jana le corresponde_ insistió Hermenegildo.
—¿Es cierto? —me preguntó el rey— ¿Le
correspondes?
—Si, alteza —dije casi sin voz,
sonrojándome.
—Bien —dijo el rey—, cuando regrese Recaredo
hablaré con él de esto y luego tomaremos una determinación. ¿Hay fecha para la
boda con Melque?
—Recaredo se casará con Clodosintha, la
hermana menor de Ingundis_ cortó la reina.
—¿Pero no odiabas a los católicos?
—Clodosintha es mi nieta y obviamente yo no
odio a mi familia. Recaredo se casará con ella como estaba previsto.
—Eso se verá. No hay nada decidido y con una
merovingia en la corte ya es suficiente, con eso los acuerdos quedan
satisfechos. Además, estoy harto de los francos, harto. Nombraré a Jana dama de
Ingundis como deseas. ¿Me has dicho que no hay fecha?
—Solamente está hablado alteza. No hemos
concretado nada aun.
—Bien. Déjalo así por el momento, hasta que
regrese mi hijo —El rey me miró y me tomó la mano—. Me gustas mucho septimana.
Confío en que sirvas fielmente a mi nuera al igual que tu padre ha hecho
conmigo y con el reino durante todos estos años. Necesito gente de bien en
todas partes, gente noble e instruida que esté a la altura de esta nueva era
que iniciamos con tanta esperanza.
—Los príncipes terminarán traicionados por
esta nueva casta que estás creando, si no te traicionan antes a ti.
—Déjalo ya Goswintha.
—Tu padre el rey se equivoca. Estos hispanos
que se dejaron dominar con tanta docilidad, ocultan algo. Estoy convencida.
Están esperando su oportunidad. Tu padre les está entregando el reino. Errores
de viejo enajenado.
—Vámonos Eberhart. Tenemos mucho que hacer.
Mi hijo se ocupará del gobierno, tú ocúpate de tus asuntos —le dijo a
Goswintha—. Y deja en paz la dirección
del reino. Ah y me gusta Jana para mi hijo, es guapa, discreta, bien educada,
instruida y le ama. Será una buena esposa. No como otras.
—La historia te pedirá cuentas por
irresponsable.
El rey se levantó y tras blasfemar, arrojó
al suelo de un manotazo las fuentes con las viandas y la vajilla; luego, agarró
a la reina por el cuello, llamándola germana ramera ambiciosa, hija de víbora y
de escorpión, antes de abandonar el refectorio dando un portazo que hizo
balancear las lámparas del techo, apagando la mayoría de los velones.
—Has
perdido completamente la cabeza. Terminarás con ella cortada por los católicos
y los judíos y toda esa morralla que piensas ascender al poder_ sentenció la
reina levantando mucho la voz.
El rey volvió sobre sus pasos y parándose
delante de ella, ordenó con voz de trueno.
—¡Mírame!
Goswintha levantó su rostro airado en
actitud desafiante. Entonces el rey le escupió en plena cara y se fue sin más.
La reina se puso lívida. Su hermosura se crispó en una mueca indefinible, el
color había huido de sus mejillas y las manos se aferraban al borde de la mesa,
como si esta fuera el reino de Hispania que se le escapaba. No podía permitir
que una nueva clase política y una nueva familia se instalaran en el poder casi a la vez. Una
nueva familia y septimana además, una casta política de herejes y usureros, una
monarquía hereditaria y un comes que
no fuera balto. Impensable. Ella no
iba a transigir en modo alguno. Se supo más tarde que la reina, pese a la
advertencia, había dispuesto que el obispo Sunna se uniera al rey en la nueva
ciudad.
—No permita que el romano haga su santa
voluntad. Manténgalo a raya y al rey también y procure enterarse de todo.
Luego había llamado al arúspice y se lo había
llevado a sus aposentos. Algo trama esta víbora, habría dicho el rey. Supe
después que el obispo había sido arrojado de Rexópolis con cajas destempladas por Leovigildo, con la amenaza de destierro si no era capaz de
mantenerse al margen de algo que en nada le concernía. Lo que trató con el mago
no trascendió para mí. Supuse que no sería nada bueno y en efecto, no me
equivoqué.
Parece ser que la reina y él habían
adquirido cierta complicidad a raíz de haberle referido lo escuchado de mi
conversación con Serena acerca de la muerte de Liuva I. Tal vez el mago creyera
que conociendo un posible secreto de Goswintha, ésta comería de su mano. Parece
mentira que un hombre de ciencia, según el príncipe, no se diera cuenta de lo
peligroso que podía resultar saber más de la cuenta en esta corte llena de
intrigas y de retorcidos secretos. Tal vez fuera cierto que no era adivino. Por
ello sucedió lo que sucedió.
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Una
noche, días después de aquella comida con los reyes, me desperté de pronto, con
sobresalto, como si hubiera sufrido una oscura pesadilla y vi al arúspice en medio de mi habitación
mirándome fijamente; fue una visión tenebrosa e inquietante, por un momento
dudé que fuera real. Obligué a mis ojos a abrirse por completo y tras
conseguirlo di un alarido y salté de la cama, arrastrando conmigo, en mi
vigoroso y aterrorizado impulso, parte de la ropa. El mago se encontraba
ciertamente en mi alcoba, a los pies de mi cama, esperando algo. Paralizada por el miedo, percibí unos bultos
ondulantes, sibilinos, que se deslizaban hacia mí, reptando por debajo de las
mantas. Eran dos serpientes como las que había visto tantas veces en el Fórum,
bailando dentro de una cesta al son del pungi
que tocaba el encantador. Volví a gritar retrocediendo hasta la pared, mientras
el mago permanecía inmóvil como un farallón, esperando que las serpientes
me atacaran de una vez. Fueron sólo
segundos. De pronto se abrió la puerta y entró el africano que, blasfemando, se fue directo al arúspice y le atravesó con la espada.
Era algo que él no esperaba y no opuso resistencia ni hizo ademán alguno de
escapar. La muerte le llegó por sorpresa, casi como a mí. Porque mientras mi
mirada se desvió sorprendida y aterrada
al inesperado final del mago, las serpientes me acorralaron con astucia
y rapidez de luchador y cuando retorné a mirarlas las encontré erguidas frente
a mí exhibiendo sus lenguas cimbreantes dispuestas para matar en cualquier
momento.
No sé lo que hubiera sucedido, porque no
percibí en el africano intención alguna de acabar con ellas. Pero, atraídos por
mis gritos llegaron unos cuantos espatarios de la guardia de Hermenegildo y fue
uno de ellos quien mató a los áspides o
lo que fueran, de un par de tajos certeros. Salí corriendo hasta la habitación
de mi aya. El africano vino detrás empuñando la espada ensangrentada goteando
un sendero con la esencia del mago y tras él un soldado del príncipe que
permaneció en el umbral.
—¿Estás bien Jana?
—¡No! ¿Cómo voy a estar bien cuando han
querido matarme?
—Todo terminó. Trata de calmarte. Ya no hay
peligro alguno.
—Un compañero y yo haremos guardia aquí el
resto de la noche. Estad tranquilas —dijo el soldado.
Eberhart, el africano le miró de reojo y se
fue sin más. Seguro que se dirigió a los aposentos de la reina para explicarle
que el asunto había salido bien solamente a medias.
—Pero, ¿qué ha sucedido? —preguntó
sorprendida mi querida Brunilda mientras me abrazaba.
Se lo referí y después, aun temblando,
recapitulé lo acontecido. El arúspice intenta
matarme, poniendo serpientes en mi cama por orden de la reina. Luego, llega el
africano y le mata para que no hable, con la excusa de defenderme al haberle
sorprendido en mi habitación, pero dejando que los áspides me maten a mí. Dos
estorbos quitados de en medio de una vez en una jugada maestra. No contaban
Goswintha y el africano, con que algunos guardias del príncipe Hermenegildo,
que teniendo asueto, regresaban de la ciudad, oyeran mis gritos. Esta vez el
juego les salió mal, aunque por los pelos.
—¿Comprendes ahora lo fácil que resulta
liberarse de los estorbos, niña? —preguntó el aya mientras me abrazaba.
—Ahora estoy prometida con otro.
—¿Recuerdas lo que dijo el rey sobre la boda
del príncipe?
—Si, el rey está harto de los merovingios y
no ve nuestra relación con malos ojos.
—Pues eso. No le des más vueltas. Tu padre
tiene que hacer lo que le ordene la reina. Aunque no es cierto eso de que
llegaron los espatarios así por las buenas. Yo le vi tratando algo con el jefe
antes de cenar. Creo que todo estaba dispuesto para que saliera mal. Sigo
diciendo que tu padre te protege. Pero ándate con ojo. Aquí manda Goswintha, no
lo olvides.
Por la mañana, vinieron Atanasio y su padre.
La noticia se había propagado lo mismo que el fuego del rayo en un campo de
mies madura. Mientras hablábamos de lo acontecido, Hermenegildo envió a
buscarme. Sus espatarios le habían referido el suceso de la noche y él se había
preocupado. Escuchó mi relato y confirmó mis sospechas. Llegamos al acuerdo de
referir los hechos como intentaban hacer ver que habían sucedido. El viejo
hombre de ciencia, tal vez enajenado, tal vez celoso del amor del príncipe
hacia mí, pensando que su influencia sobre él se le iba de las manos, intentó
asesinarme metiendo serpientes en mi cama y mi padre alertado por mis gritos de
socorro le mató y evitó la tragedia. Una noche desgraciada, sin duda.
—He pensado que tú y tu aya os trasladéis a
mi casa con la excusa de ponerte al corriente de tus obligaciones para con la
princesa. Hoy mismo recoges tus cosas y os venís a vivir aquí. Ven siéntate,
tomaremos un hidromiel y hablaremos de otros asuntos.
Me preguntó por la Septimania, donde él
había estado de niño, pero enseguida hablamos de Recaredo. Yo estaba a gusto en
su presencia, me hacía sentir bien. Era tan guapo y agradable como su hermano.
Hablamos de cómo nos conocimos el príncipe y yo. De cómo nos fuimos enamorando.
Le conté mi conversación con la reina y tras ella, como el africano me dio la
noticia de mi futura boda.
—Tu padre se ha precipitado Jana. No niego
que tu aya tenga parte de razón, pero mi
hermano está muy enamorado de ti y cuando llegue la hora de su boda, hará lo
que le dicte su corazón. No adelantes los acontecimientos. No hay nada pactado
para su matrimonio. Sé que el rey piensa acabar con esas alianzas familiares y
además, le gustas. Por ello, creo que debes continuar tu relación con mi
hermano. Recaredo es un joven tenaz. No creas que será fácil dominarle,
—Hermenegildo se acercó a mí y me levantó el rostro— no temas a la reina, no
permitiré que te haga daño nunca más. Te doy mi palabra. Muchas cosas van a
cambiar en la política, la reina ya no tendrá tanto poder. Estate tranquila.
Vivirás con la princesa y conmigo y mi hermano y tú podréis veros cuando
queráis. Nada temas. Hallaremos el modo de romper tu compromiso sin que nadie
sufra más de lo debido. A Melque se le compensará adecuadamente. Cuando regrese
mi hermano todo volverá a ser como antes.
Esa noche, por fin, pude volver a dormir.
Uno de mis primeros pensamientos fue para Serena. Ahora ya nadie le daría más
brebajes. La muerte del mago le había salvado asimismo la vida. De todos modos
y por si acaso, me ocuparía de ello. Mi aya también se tranquilizó, que falta
le hacía, contentas las dos tras tanto sufrimiento, por irnos a vivir con los
príncipes al lado de una princesa merovingia, que se nos antojaba diferente.
Era como si un trozo de nuestra añorada Septimania, viniera a la corte, aunque la princesa procediera de
Austrasia. El príncipe, que la había conocido años atrás, hablaba de ella con
entusiasmo. Según él, era dulce e instruida y guapa y buena y generosa. La
mujer que, estaba convencido, le iba a hacer feliz y con la que deseaba reinar
cuando llegara el día y con la que pensaba formar una familia numerosa y feliz.
—Seréis muy buenas amigas, ya verás.
Cada vez tenía más deseos de conocer a la
princesa a la que adornaban tantas gracias. Cuando lo hice, descubrí que
también tenía mucho carácter y fuertes convicciones y demasiada ambición.
Eso no resultó bueno para nadie.
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