La reina hilandera


VII
  




Al pie de un crucero, en el límite geográfico entre la tierra astur y la gallega, un grupo de hombres armados al servicio de Samos, aguardaban a la comitiva. Al frente de todos se hallaba el hombre fuerte del monasterio, Bermudo de Guimará, quien fuera muy amigo del difunto rey Fruela y al que Adosinda conocía por haberlo visto en la corte centenares de veces. Cada vez que su hermano el rey precisaba alguna cosa de Samos, este fraile guerrero se personaba en Cangas con la solución. Tras presentarle los respetos del abad y los suyos propios, saludó con afecto y deferencia a Sisinio de Nepi al que parecía conocer muy bien, lo mismo que a Silo, quien aprovechó para despedirse y regresar con su gente a Flavium Avia donde su padre le necesitaba.
   —Confío en que los levantamientos se solucionen rápidamente. Aquí, de momento, la situación parece controlada. Si precisáis ayuda en cualquier circunstancia contad con la nuestra.
   —Agradecido —respondió Silo llevándose la mano diestra al corazón—. Cuidad de ellos. Sobre todo de los niños, dadles la educación que se merecen los hijos de un rey.
   —Así lo haremos, perded cuidado.
   Tras besar la mano de su prima, emprendió el viaje de vuelta. Era ajeno por completo al hecho de que aquel viaje iba a cambiar su destino. Adosinda había decidido casarse con él y él no podría negarse. Primero porque sería un desaire impropio de un hombre de bien y segundo porque la quería. La había querido siempre, aunque hubiera yacido con otras mujeres, pero eran otros sentimientos.
   Adosinda se interesó por la salud del abad, un tanto delicada últimamente y puso al corriente a Bermudo de Guimará de los pormenores de la elección y la jura del nuevo rey, del cual el fraile tenía buena opinión.
   —Nos gusta Aurelio, es un hombre prudente a la vez que firme.
   —Será un rey de transición.
   —¿Eso creéis?
   —Ha sido elegido en un momento difícil y se ha optado por un hombre afín al grupo regicida, para salvar vidas. En cuanto enfríen los ánimos se le acabó el momio.
   —Perdonad, pero yo tengo otra opinión. Creo que es un hombre inteligente y bueno per se. Será un buen rey porque pese a su bondad no le tembló la mano cuando fue necesario someter a los rebeldes. Tiene autoridad en el reino, se lleva bien con el clero, cosa importante en estos momentos, bien con los moros y es contrario claramente a la herejía de Toledo.
   —Todos lo somos en la familia del rey. Beato de Liébana es nuestro maestro y nuestra voz y nosotros sus valedores frente a Elipando. Me gustaría tanto que viniera a la corte.
   —Sed prudente con eso. No vayáis por delante del papa. Veremos lo que opina Esteban al respecto. En Samos lo hablaremos.



  Llegaron al monasterio al atardecer del siguiente día. La puesta del sol de otoño pintó el cielo de arreboles, mientras los montes se dejaban encender con la pasión de la tarde y los campos ofrecían la lujuria de su verde deslumbrante hasta cegar la vista de los recién llegados, asombrados por el derroche de luz y de color. La grandeza de Samos empequeñeció ante la exuberancia que la Naturaleza mostraba para afirmar su supremacía sobre la raza humana, siempre tan arrogante.
   El abad Argerico salió a recibir a sus huéspedes. Adosinda le encontró asombrosamente saludable para la edad que le suponía y lo que había escuchado sobre su poca fortaleza.  Argerico se emocionó al recibir a los hijos de su amigo y valedor Fruela. Él lamentaba profundamente su desaparición y se sentía honrado de ser el tutor de sus hijos y muy agradecido a Adosinda, por habérselos confiado. Así se lo dijo en privado, en la primera de las muchas conversaciones que compartieron.
    —Sé que algunos aducen en contra de Fuela que  dio muerte a su hermano Vimara; pero cuando las cosas se hacen en beneficio de todos, cuando el motivo se escapa al entendimiento de los simples, solamente Dios puede comprender y juzgar. El Consejo se ha erigido en representante de Dios sin méritos para ello. Pagaran su culpa, no lo dudes. Entretanto rezaremos para que Aurelio sea un rey justo.
   —Agradezco vuestras palabras que me confortan. Sé que mis sobrinos estarán a salvo con vos y sé también que aquí recibirán todos los conocimientos necesarios para cumplir su destino, que en el caso de Alfonso será el de rey de las Asturias.
   —Para Samos será un honor, señora. Haremos de Alfonso un hombre erudito y justo y de Jimena una dama instruida y virtuosa.
   Adosinda decidió demorarse unos cuantos días en Samos para instalar a sus sobrinos y tener ocasión de tratar con el abad el asunto de su posible boda con Silo. Mientras, trató de intimar un poco más con Sisinio de Nepi, sin conseguirlo. El fraile continuaba hermético. Solo conversaba con el abad y con Bermudo de Guimará con quien parecía entenderse a las mil maravillas.
   —Seguro que se sodomizan —le dijo con total descaro su aya Teodomira.
   —¡Que dices mujer! Como se te ocurre… ¡Por Dios!
   —Es práctica habitual. No sé en qué mundo vives.
   —No quiero escucharte. Pareces haber perdido el juicio.
   —No pierdas el tiempo tras el fraile. Céntrate en lo que hablamos. Trátalo con el abad de una vez y regresa a Flavium Avia. No te dejes llevar por la excitación, que no están los tiempos para fornicios.
   —¡Teodomira, no emplees semejante lenguaje cuando te dirijas a mí! Ponte con tus obligaciones y deja de decir sandeces! —replicó con vehemencia la princesa, antes de salir dando un sonoro portazo.
   —Las verdades escuecen, vaya que si —se dijo para sí el aya, mientras contemplaba por la ventana a Bermudo y a Sisinio hablando con pasión de sus asuntos—. Seguro que estos dos se visitan por la noche. Seguro.
   Tras acostar a los niños, cansados por el viaje y excitados ante la perspectiva de su nueva vida lejos de Cangas y de la familia, Adosinda se dirigió a cenar con el abad. Estaban presentes Bermudo de Guimará, Sisinio de Nepi y otro fraile, que le fue presentado como Ermefredo Gutiérrez.
   —Es el hijo del conde Hermenegildo Gutiérrez. Será el tutor de tus sobrinos. Es, además de noble por estirpe y por carácter, un erudito, un sabio, un verdadero hombre de ciencia. Conoció también a tu hermano Fruela. Su padre y el tuyo, el añorado rey Alfonso, fueron buenos amigos. El conde Gutiérrez fue un fiel servidor de tu padre. Verás que he elegido con esmero, como no podía ser de otro modo.
   —Os agradezco en lo que vale vuestra entrega a la educación de mis sobrinos. Samos es, hoy por hoy,  la mejor referencia en cuanto a sabiduría y lealtad al rey. Por ello estamos aquí.
   —No os defraudaremos, señora —afirmó Ermefredo—. Para mi será un honor educar al futuro rey.
   —Desearía hablaros a propósito de esto. Sé que, tal vez es algo precipitado, pero me gustaría conocer los apoyos con los que podría contar mi sobrino, llegado el momento.
   —Lo mejor para las aspiraciones de Alfonso sería que vos estuvierais casada. Dependiendo de la edad del niño cuando se elija el nuevo rey, vuestro marido podría aspirar al trono y luego Alfonso podría ser gobernador de palacio, paso previo importante.  En este caso vuestro marido contaría con el apoyo de los partidarios de Fruela, más los de nuestra influencia que serían importantes, más los de vuestro marido, que bien elegido, podían ser más que suficientes.
   —¿Qué os parecería Silo?
   Sisinio de Nepi, levantó fugazmente la vista del plato y miró alternativamente al abad y a Adosinda; a ella con curiosidad, como si la pregunta le hubiera pillado por sorpresa, algo que no ocurrió con los demás, que parecían esperar la consulta.
   —No me equivoqué con vos —afirmó el abad con cara de satisfacción—. Siempre supe que erais una mujer inteligente. Vuestro padre estaría orgulloso. Creemos que Silo es una magnifica opción. ¿Por qué? Os lo diré: porque es de vuestro linaje, porque es un hombre inteligente, prudente, instruido, que no es muy corriente, porque se nota que os respeta, os valora  y os ama y porque tiene buena relación con el califa, lo cual no es asunto baladí.
   —No manifiesta simpatía por Carlomagno —Se atrevió a alegar Sisinio de Nepi, para sorpresa de Adosinda.
   —Mejor —afirmó el abad—. Así no se verá deslumbrado por la aureola de héroe del rey franco y le plantará cara si se diera el caso. Entre el rey de Asturias y el califa le mantendrán a raya.
   —¿Y la herejía? —inquirió Adosinda.
   —¿Os referís a Elipando de Toledo? Bueno… veréis, esto tiene su miga.
   El abad apartó el plato, que apenas había probado, y apoyó los codos en la mesa, juntando las manos como si fuera a orar. Levantó los ojos al artesonado del refectorio buscando inspiración divina en la madera de roble (Dios está en todas partes), para afirmar:
   —Elipando es más inteligente de lo que la mayoría supone.
   —No sé si os comprendo…
   —No seáis impaciente; dejadme continuar. Elipando reside en Toletum, rodeado de musulmanes y judíos que niegan la divinidad de Jesucristo. Si se muestra inflexible respecto a esto, si se muestra belicoso en algo que puede ser incluso nimio…
   —¿Nimio? —Casi se escandalizó Adosinda.
   —Sí, he dicho nimio. Para los musulmanes y para los judíos Cristo es solamente un profeta, un hombre como cualquiera, pero para nosotros, los católicos, Cristo es Dios. Elipando encuentra en el adopcionismo un fiel para la balanza: Cristo tiene naturaleza humana, cierto, pero siendo hijo adoptivo de Dios, su naturaleza es también divina. Si no es hijo de Dios per se, lo es al ser adoptado por Dios y presentado a los hombres como su hijo verdadero para realizar su misión divina. Sí, pero no, o no, pero si. Como queráis. Al no ser Dios sino un hombre mortal, que de hecho muere en la cruz, adoptado por Dios, no se contradice con lo que de él afirma el Corán y la Biblia Hebrea. Y todos contentos.  Pura semántica.
   —¿Vos lo aprobáis?
   —Ni lo uno, ni lo otro. Me parece inteligente. Debemos situar la afirmación en el contexto en el cual se manifiesta. Tampoco es tan grave. Tiene buenos consejeros en ciertos cristianos orientales nestorianos, que llegaron a Córdoba con los musulmanes. El papa no le da mayor importancia, por el momento, al menos.
   Sisinio de Nepi, movió la cabeza negativamente, ante la mirada inquisitiva de Adosinda, que enmudeció de improviso.
   —Hay algo más —reiteró el abad—. Carlomagno quiere asimilar la iglesia hispana a la franca. El pontificado le debe muchos favores…
   —¿Y?
   —Y ¿Para qué asimilar una iglesia que mantiene unas tesis heréticas? Si lo hace se supone que comparte esas teorías y sabemos que no es así. Lleva tiempo anatematizando contra Félix de Urgel que es el otro adopcionista de pro.
   —¿Pensáis que Elipando promueve el adopcionismo como resistencia contra Carlomagno? ¿Por eso el papa parece no inmutarse?
  El abad Argerico volvió a elevar la vista al cielo, mientras se encogía de hombros.
   —Por el momento, Elipando convive en paz con judíos y musulmanes y mantiene a raya a Carlomagno ¿Qué más se le puede pedir? Nosotros a lo nuestro. A educar al futuro rey y a tratar de aconsejaros bien sobre vuestra boda. La herejía es asunto de Roma. Cuando el papa se manifieste, nosotros acataremos su dogma. Mientras tanto esas disposiciones tan favorables que manifestáis sobre Beato de Liébana y su oposición frontal a Elipando, dejadlas para más adelante. Para cuando seáis reina, si acaso. Antes no. Recordad que Silo es vuestro primo, necesitareis una dispensa papal.
   Adosinda volvió la vista hacia Sisinio de Nepi. ¿A que había venido? ¿A decirle al abad que no se manifestara sobre el adopcionismo? Para esto no hacía falta que se molestara en hacer el viaje, Argerico tenía las ideas muy claras. Otro recado le traería de parte del papa. O acaso no traía recado alguno. ¿Entonces a que había venido? A lo mejor, Silo estaba en lo cierto y no era de fiar. Y si no era de fiar, ¿qué hacía en la mesa escuchando los planes de boda con Silo y todo lo demás referido al futuro de Alfonso?
   El fraile soldado, aparentó no darse cuenta de la mirada de la princesa y continuó cenando como si tal cosa. Bermudo, Ermefredo y el abad, se miraron entre ellos fugazmente, tan fugazmente que Adosinda ni se percató.

Elipando de Toledo







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