El tiempo olvidado, tercer capítulo

 III





En el Casino de Avia se hablaba de todo, había opiniones para todos los gustos y gentes de todas cataduras, algunas incluso, buenas. Había hombres cultos, como el médico, viajero y melómano, patanes sin educación alguna como el veterinario, chismosos compulsivos como el boticario, mujeriegos empedernidos como el indiano del Valle, regresado de México, borrachos a tiempo completo como Antonino de la Vega, el hermano de Estrellita, descreídos como el juez, beatos como el director del internado y así sucesivamente, hasta completar un centenar largo de hombres de pro de la villa, que había sido corte, in illo tempore. Cada cual se integraba en el grupo más afín de entre los citados y todos tenían quórum.  

   Don José Arango y mi abuelo Honorio, eran del grupo del médico. Si, pese a haberle levantado la novia, don José y mi abuelo fueron muy amigos, desde que sirvieron juntos en el Batallón de Voluntarios durante la guerra. Sin embargo, no se sabe muy bien por qué razón, si fue el destino u otro hado con mala idea, don José se hizo amigo de Antonino de la Vega. Mi abuela Caridad no se lo explicaba, ni tampoco mi tía abuela Consuelo cuando mi abuela se lo contó. Debo aclarar que en casa de Consuelo no se sabía porque Agustín, el colorado, no era admitido en el Casino al ser comerciante y no hombre de carrera o de negocios. El era del Circulo de la Industria y del Comercio. Una especie de Casino de poca monta, que fundaron los comerciantes de la villa, como réplica.

   Curiosamente, según mi abuela, cuando don José conoció a Antonino de la Vega se hicieron amigos enseguida. Tal vez tuvieran más cosas en común de lo que la gente pensaba. Tenían un edad parecida, estaban solteros, a ambos les gustaba el ron y el vodka, aunque a don José no se le notara apenas, y a los dos les divertían los viajes a Gijón a horas extrañas; aunque hiciera frio o calor, aunque nevara o ventara, el Ford verde y negro, tomaba rumbo al oriente, dos veces al mes, bien entrada la tarde.

   Una noche de despiadado invierno, volviendo a las tantas, calentitos y exhaustos, se averió el Ford en mitad del trayecto y tuvieron que esperar a que Zacarías llegara caminando a Avilés, y regresara a recogerlos, ya amanecido, con un coche de punto. Era Diciembre;  Don José y Antonino pasaron esas Navidades en la cama, cada uno en su casa, con una bronquitis aguda y una dieta estricta de caldo de gallina, que por poco ni lo cuentan, entre las fiebres altas por un lado y las toses y el hambre, por el otro.  Zacarías, que se llevó la peor parte, ni se había resfriado. 

   —Impertinente, que eres un impertinente, —le recriminó su amo cuando subió a ver como se encontraba, tras salir el médico. 

   —No se lo tengas en cuenta —le aconsejó la vieja criada— Es la fiebre. Delira. 

   Zacarías se reía casi a carcajadas, algo que a la vieja criada de la casa, le resultaba incomprensible.

   —No debes reírte así de las desgracias ajenas, hay  que tener misericordia. El amo es bueno contigo.

   Don José, envió a Zacarías a la villa, con un par de gallinas, a interesarse por la salud de Antonino y a darle noticias de la suya. Cuando regresó le contó que don Antonino estaba bastante mal, con fiebre altísima y muchos ahogos. Que doña Estrella le agradecía el interés y las gallinas y que esperaba que su bronquitis fuera más benigna y se repusiera pronto. Cada quincena iba Zacarías a la villa a preguntar por Antonino, con un par de gallinas, hasta que ambos se repusieron por completo y pudieron abandonar el caldo.

   —Menos mal —decía la criada— Nos estamos quedando sin pitas en esta casa.

   Con la primavera, cuando el sol ya se colaba por todos los rincones, levantando los ánimos, volvieron a coincidir en el Casino. La villa estaba de luto con la Semana Santa. Solo había procesiones y oficios religiosos. El reloj de la torre de la iglesia, se paraba para que no diera las horas, hasta el domingo de Resurrección. Solamente se escuchaban las campanas tocando a muerto. Ni siquiera los niños jugaban en la calle. Todo era silencio.

   —Parece que se ha muerto alguien —dijo a modo de saludo, el descreído del juez.

   —¡Por favor don Arturo!, no bromee con esto o al Casino le caerá una multa.

   —Lo siento, lo siento, no he dicho nada. Cambiemos el tercio ¿Alguien ha ganado dinero con la Bolsa?

   —Yo si —dijo el marqués—. Con la Unión y el Fénix, y creo que Honorio se ha forrado también. Que convide a una ronda cuando venga. A esta convido yo.

   —A Honorio lo mata su mujer, como sepa que anda tirando el dinero en convidadas. Y usted don José, ¿no ha ganado con la bolsa? —preguntó el boticario.

   —No hice inversiones, últimamente. Ya saben que estuve enfermo. Y doña Caridad no se mete en esas cosas, no sea malicioso.

   —Mire como defiende a la irlandesa. Todavía le hace tilín.

   —¿Qué dice, hombre? A este le gusta la Selevé. Yo creo que vamos a tener romance otoñal y si no, al tiempo. A los hermanitos les vendría genial, están a punto de quebrar. Arango sería su salvador. Pero no sé yo…Arango no es tonto.

   —Pero ella es muy puta. Se las sabe todas. Ya verá como cae. Podríamos apostar. Entre nosotros dos, digo, para que no trascienda.

   —De acuerdo. Quinientos duros a que no.

   —Lo veo. 

Don José se había alejado del grupo del boticario, para acercarse a Antonino.

   —Ahora que hace buen tiempo volveremos a Gijón —le soltó mientras se sentaba a su lado.

   Antonino tosió un buen rato, antes de responder. Luego, hizo una larga pausa, para coger resuello.

   —Mire don José, me pregunto si estamos para estos trotes.

   —Naturalmente que sí. Ya estamos repuestos y hace buen tiempo, hay que pensarse lo del invierno, eso sí. Lo mismo puede ser conveniente hacer una pausa esos meses.

   Pero Antonino de la Vega, había trazado otros planes para el futuro de su amigo y sobre todo para el de su hermana y para la economía familiar. Así que, en tono grave, le expuso la realidad, el proyecto que había tramado con Estrella, en los meses de retiro forzado.

   —Mire don José, usted y yo ya no estamos para estos trotes, déjese de putas, yo le aprecio mucho, le quiero como un hermano y voy a proponerle una cosa: sí necesita una mujer, cásese. 

   Don José se sorprendió con el consejo.

  —Bueno, no exageremos muchacho, la necesito de vez en cuando, muy de vez en cuando…

  —Es lo mismo; verá, yo tengo una hermana, ya lo sabe, Estrellita. Usted la conoce. Ya no es joven, pero sigue siendo guapa y lo que es mejor es buena, dócil y discreta, sabe llevar la casa maravillosamente y además tiene, tenemos apellido, y título nobiliario —Antonino hizo una pausa larga, para que don José valorara todo el peso del título,  y continuó—. Con ella lo tendría todo, y además, es prima de las irlandesas —apostilló como final para hacer fuerza, sabiendo como sabía, que a don José le había gustado mucho mi abuela.

   Efectivamente, Estrella seguía siendo guapa a sus cuarenta y algo, y desde luego tenía apellidos, y era medio prima de la abuela. Lo que no tenía era ninguna de las cualidades enumeradas por su hermano. Carecía de todas y de vergüenza, también.

  Desde joven, la madre y este hermano, Antonino, bastante mayor que ella, la paseaban por todos los Balnearios, bailes, inauguraciones, reuniones y saraos, en Santander, en Lugo, en Madrid, en Oviedo, en Avia  y en todas partes, para que  encontrara un buen partido, cosa que no fue posible, dada la habilidad innata de la niña para relacionarse con quien no debía. Tanto la mostraban que el boticario le puso un apodo: Estrellita Selevé,  con el que cargó toda su vida. Fueron pasando los años y creciendo la dificultad de casarla, porque la niña había protagonizado algún que otro escándalo amoroso y además el dinero mal invertido y sobre todo, malgastado por los Vega de Avia y Rivagodos, se agotaba y no había para saraos. En el momento presente, muerta la madre, a Dios gracias, que no tuvo que presenciar la cuesta abajo, no les quedaba ya casi nada que vender para ir tirando.

   Don José se dejó convencer fácilmente. En el fondo le había gustado Estrella, desde el día que la conoció, pero con tanto blasón no se había atrevido. Ese continuaba siendo su problema con las mujeres. Un complejo, injustificado, de inferioridad.  A Estrella sin embargo no le gustaba nada el indiano, pero la falta de liquidez que en aquellos momentos amenazaba con la miseria más vergonzante a los Vega de Avia, obró el milagro de mudar el desprecio en atención y estima, incluso extremas. Sobre manera después de la crudísima exposición que le hizo su hermano de la situación familiar.

   —Piensa que casada con Don José no tendrás que preocuparte por el futuro, y además disfrutarás de un tren de vida mucho mejor que el que tuviste nunca. Si lo sabes manejar, tendrás lo que quieras, podrás pasar temporadas en Madrid, a don José le gusta mucho el teatro y la ópera….Aquello ya está olvidado, y si quieres, podrás darle en las narices a la tía Eloísa y a su familia. Además, no te engañes, ya eres vieja, es tu última oportunidad, yo diría la que la única. Piensa un poco…don José es bastante mayor, no tiene buena salud, quedarás viuda pronto y si tienes un hijo, mejor que mejor; asegurarás tu futuro y el de todos…

   —¿Tener un hijo?— se escandalizó Estrellita.

   —Sería lo ideal. Don José tiene un único sobrino, hijo de aquella prima que cuidó a su madre, al que quiere como un hijo. Está estudiando medicina en Santiago. Seguro que es su heredero. Pero si tuviera uno propio…

   —Va a ser complicado, — pensó Estrellita para sí.







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