El tiempo olvidado, cuarto capítulo

 IV






Patrick Moran, había jurado sobre la Holy Bible, el día de la boda de su hija Teresa, que iría casando una a una a sus hijas desde ya mismo. No iba a correr ningún riesgo más. El iría buscando candidatos y concertando las bodas. Casaría a las niñas con quien conviniera. Las intercambiaría por dinero o por socios o por cualquier otra cosa útil, como si fueran yeguas.

   Conociendo las intenciones del padre, mi tía bisabuela Isabel, la cómplice de Teresa, se embarcó para La Habana, tras morir su madre, con la oposición del jefe del clan, que no pudo prohibírselo porque tía Isabel ya era mayor de edad, pero que no le dio ni un céntimo, ni para el viaje, ni para nada. Antonio y Teresa le mandaron dinero y encargaron a mi tío bisabuelo Manuel, hermano de Antonio, que se ocupara de todo lo que Isabel fuera necesitando, incluso que él y su mujer Elvira, la acogieran en su casa, cuando don Patricio la echara de la suya. Su hermana Erin, también le dio dinero y la ayudó con los preparativos del viaje, y la acompañó hasta el puerto de Gijón, consciente de que iba a pasar mucho tiempo sin que se vieran de nuevo.

   Don Patricio gobernaba su casa como si fuera un internado prusiano. Sus cinco hijas anteriores a Isabel y Teresa, iban a ser sacrificadas en aras del bienestar familiar, que solamente se medía por el dinero.  Así pues, las jóvenes fueron dadas en santo matrimonio a quien su padre le fue pareciendo oportuno. Erin, la mayor, al dueño de la Banca Local, gris y nada atractivo. La única ventaja para Erin es que vivía en frente de su familia y podía ver a su madre y hermanas todos los días. Además consiguió tener un hijo varón, pelirrojo, al que llamó Patricio, antes de que su marido se sumiera en una nebulosa de delirios y manías que le impedía hacer vida normal, y le volvía agresivo, durante periodos cada vez más largos. Erin, a la que dio plenos poderes, vendió la Banca a un consorcio bilbaíno y con el cuantioso capital le ingresó, de acuerdo con los médicos, en un sanatorio especializado en enfermedades mentales. El mejor del país en aquellos momentos. Ella continuó viviendo en su casa de Avia, crió a su hijo, un buen muchacho, inteligente y simpático, y dicen que fue feliz. Visitó a su marido cada semana hasta su muerte y, una vez viuda, se dedicó a sus pasiones: viajar y consentir a sus nietos. 

   La segunda hija, Alicia, prefirió profesar en un convento, antes de que su padre la casara con un gallego avinagrado y patán, por el simple hecho de tener dinero a espuertas, de dudosa procedencia. Pero eso a don Patricio le daba igual. Había pasado tanta hambre y tantas privaciones y había sufrido tanto por pertenecer a una minoría católica,  hostigada por los ingleses, que le impedía trabajar para  poder mantener honradamente a su familia, que se juró no despreciar el dinero jamás, viniera de donde viniera. “Con dinero dejas de ser católico irlandés y pasas a ser ciudadano del mundo, eres bien recibido en todas partes”. Era su máxima y nunca le importó si sus hijas pensaban lo mismo. En realidad, le importaba una mierda lo que pensaran. “Las mujeres no tenéis que pensar; las mujeres obedecer y callar”. Y por eso, Alicia prefirió hacerse monja que meterse en la cama con aquel esperpento de novio que le buscó su padre. Porque a don Patricio no se le ocurriría jamás llevar la contraria a Dios. Si El había elegido a una de sus hijas, suya para siempre.

   —Pero no abuses, Señor; con una te basta. Ya te he pagado el diezmo.

   Por eso, hizo una advertencia en la casa.

   —Ninguna más contará con esa excusa. Dios se ha quedado con una. Es suficiente.

  Perdida Alicia para la causa del gallego, decidió pasar el turno a María, la tercera, una joven delicada, introvertida y tímida en exceso, con frecuentes altibajos de comportamiento, que al verse sin escapatoria ni religiosa ni de ningún otro tipo, prefirió tirarse por el puente al rio Nalón. Los hombres en general, le daban miedo y ese, con el que su padre la obligaba a casarse, mucho más aun. Además faltaba su madre, que hubiera sido su auxilio, y en su defecto, su consejo y su apoyo incondicional.

   Así las cosas, se fue de casa una tarde con todo sigilo rumbo al rio. El marqués que regresaba a la villa en su carruaje la vio lanzarse al agua desde el puente, aunque no la reconoció. Paró y corriendo, se asomó a la barandilla, pero ya no pudo distinguir nada, entre la oscuridad y la turbulencia del río que, además, bajaba crecido. Dio aviso cuando llegó a la villa, aunque en principio nadie supo de quien podía tratarse, hasta que los rumores de la desaparición de María Moran, comenzaron a circular por las calles. Entonces se dirigió a la casa de don Patricio para ponerle al corriente de lo visto y a su disposición para lo que necesitara.

   El cuerpo de María jamás apareció, pese a las intensas búsquedas. A Dios gracias, doña Erin se había muerto hacía unos meses.  En Avia, todo el mundo pensó que estuviera donde estuviera, se habría vuelto a morir ese día desgraciado.

   —Pare father, por Dios se lo pido. Detenga esta desgracia. Olvídese de ese individuo. Busque otro candidato —suplicaba Isabel.

   —¡Cállate!, o te caso a ti con él mañana mismo. He dado mi palabra, y mi palabra es sagrada.  

   — ¿Acaso más que la vida?

   —Mi palabra es la ley en esta casa, y la ley está por encima de todo. Además este hombre ya ha adelantado un dinero.

  —El dinero es lo que está por encima de todo —musitó Isabel sin decirlo en alta voz, para no llevarse otro bofetón.

  Sara fue la que cargó con el gallego. Sara, el vivo retrato de su madre, parecía muy frágil, pero no lo era en realidad. Tenía mucho carácter y era muy resuelta, y muy buena actriz, cuando convenía. Obedeció sin rechistar, aunque con resignación. De ese modo, nada hizo sospechar a don Patricio, pensando que, al fin, se imponía el orden en la casa. Encargó un precioso vestido de novia en Oviedo, que trajo una de las diligencias de la familia, y el día señalado a las cinco de la tarde salió de casa de su padre, para contraer santo matrimonio con aquel estafermo de hombre que había hecho una fortuna con el tráfico de esclavos, rivalizando en Las Antillas con el primer marqués de Comillas, y que había llegado a la zona buscando aires nuevos para invertir, lavar su dinero y adquirir una mujer joven, guapa y con buena educación para lucirla cuando la hubiera que lucir. Y para que le diera descendencia, que ya tocaba.

   El doctor Ayuso, el médico de la familia, observó el movimiento de invitados, por detrás de los visillos de su consulta. Había avisado en casa que esa noche no iría a cenar. Iba a tener asuntos que resolver a altas horas.

   El banquete de bodas se celebró en el Gran Hotel de la villa, donde los novios habían reservado habitación para la noche de bodas. El novio dedicaba a la novia miradas lascivas, mientras ella parecía tranquila, charlando con sus hermanas y otras invitadas.

   —Yo estaría muerta de miedo —confesaba Victoria, la menor de las hermanas.

   —Sara tiene mucho temple y es una mujer de recursos —decía Erin— verás como todo sale bien.

   —¿Cómo va a salir bien con ese hombre, tú lo has visto con detenimiento?

   —Cálmate Victoria. Verás cómo sí.

   Por fin los invitados se fueron y los novios pudieron subir a la habitación.

   —Creo que he bebido demasiado —dijo la novia.

   —Desnúdate de una vez —ordenó el novio— Si no puedes te desnudo yo.

   —Quieto ahí. El vestido ni se toca, que me costó una fortuna. Yo me desnudaré. Todo con calma, please.

   —A mi no me hables en extranjero. Te lo advierto por las buenas.

   —Son of a bitch  —pensó Sara, mientras se descalzaba.

   —Espabila, mujer, pareces una tortuga.

    —Ahora verás.

   Y lo vio. De pronto, la tortuga se convirtió en un torbellino. Gritó, rodó por el suelo, tuvo espasmos, convulsiones, habló en gaélico, echó espuma por la boca…Cuando comenzó a romper cosas, el gallego que se había quedado estupefacto, hizo traer al médico. El doctor Ayuso, viejo conocido de la familia, por visitar a María cada vez que tenía alguno de sus episodios, dictaminó epilepsia sin ninguna duda.

   —¿Es grave? —preguntó el gallego.

   —Mucho.

   —¿Pero podrá hacer vida normal, de casada, me refiero?

   —Depende. Cuando algo la desasosiegue, o la excite, puede sufrir una crisis.

   —¿No le va a dar medicinas?

   —Sí, pero ya le digo que las crisis son imprevisibles. Parece tener una fase muy aguda.

   —Pues vaya un chollo que me endilgó el irlandés.

   El médico miró a la dulce y hermosa Sara y luego al gallego y meneó la cabeza. 


   El doctor Ayuso, Alfredo Ayuso, siempre había estado enamorado de María, sin esperanzas por supuesto, porque él estaba casado y ella era excesivamente tímida con los hombres. Desde que la visitara por primera vez, un par de años atrás, se había prendado de su cara y de su cuello de cisne, y de su porte, y de sus modales, y sobre todo de aquellos ojos azul cielo, desvalidos y tímidos. Nada más verla le daban ganas de abrazarla, y de besarla, y de poseerla con calma y con dulzura, con delicadeza, para que no se asustara, para que se dejara llevar. A lo mejor sería imposible la primera vez, pero lo intentaría todas las que fuera necesario, con toda la sensibilidad y la ternura que fuera necesaria, hasta que María se convenciera de que aquello era lo normal, lo mejor, lo sublime, entre un hombre y una mujer. 

   Lo cierto era que en la casa se había establecido un trío. Sara Moran era quien recibía al doctor y le acompañaba hasta la habitación de María donde estaba doña Erin. Al principio, al doctor enamoradizo, le había gustado Sara, la pelirroja, a la que había curado una amigdalitis, y se había establecido entre ellos mucha complicidad, toda la que se podía estando el casado y siendo aquella casa, la casa del irlandés. Podía correr la sangre. Por eso, siempre había imperado la discreción y el comedimiento, hasta que Ayuso conoció a María, y Cupido en vez de una flecha, descargó el carcaj entero.

   Por ella hubiera sido capaz de dejar a su mujer y de hacer lo que fuera necesario. Por ella hubiera enfrentado al irlandés, se hubiera batido en duelo, que don Patricio no le hubiera dado tiempo, y se la hubiera llevado al fin del mundo. Por eso, cuando supo de la boda con el gallego, la abordó trastornado, una tarde dentro de la iglesia, cuando ella iba al rosario con la doncella y le propuso ocuparse del novio para siempre.

   —Yo lo haría todo, tu solo tienes que seguir mis pautas…

   María se tapó los oídos, sin dejarlo terminar. El doctor la tomó del brazo y le dijo casi a gritos.

   —Escucha, ese hombre es un criminal. No merece vivir.

   Ayudada por la doncella, aterradas las dos, María se soltó de su mano y salió corriendo como si hubiera visto al demonio, entró en la casa, y se encerró en su habitación de donde costó hacerla salir.

   Ayuso miró alrededor, por suerte, nadie había visto ni oído la escena. María no mencionó en casa el episodio e hizo prometer a su doncella que no diría nada, bajo ningún concepto. No quiso volver a la iglesia y se pasaba los días encerrada en su cuarto. Sus hermanas no sabían cómo hacer para que levantara el ánimo. Era difícil alentar a una joven como ella a casarse contra su voluntad con aquel individuo que parecía un sapo.

   Ayuso veía acercarse la fecha del enlace con desesperación, hasta que una mañana fatídica llegó la noticia: María Moran había sido vista arrojándose al rio. La estaban buscando. A punto estuvo de matarse el también. Se culpó de la decisión de María. No debía de haberle hecho aquella propuesta, siendo ella como era. Pensó en dejar la medicina, en irse de la villa. Pensó un montón de salidas en su desesperación, pasó días y meses como un alma en pena, hasta que llegó otra noticia de nuevo: la boda de Sara. Entonces recordó que Sara se había mostrado receptiva a sus halagos e insinuaciones, y venciendo el temor a una nueva metedura de pata, habló con ella.

   —¿Por qué no le propuso esto a María en su momento? Tal vez estaría viva.

   —Se lo propuse. Fue un error. No quiso ni escucharme. Me sentí culpable…Fue por esto que no quiso volver a salir…yo…

   —María era demasiado introvertida. Si viviera nuestra madre, hubiera sido diferente. María se hubiera abierto a ella, y entre todos, tal vez... no lo sé yo tampoco. Es difícil. No se culpe. ¿Así que tenía un plan?




   Aquella noche de bodas, se estaba complicando la consumación del santo matrimonio. Lo que Sara conocía de los planes de Alfredo Ayuso, era la necesidad de que el novio resultara herido de alguna manera; eso haría que el doctor tuviera que inyectarle un analgésico o cualquier otra medicamento. No necesitaba saber nada más. Por eso Sara fingió la crisis de epilepsia, que continuó tras la marcha del doctor Ayuso. El gallego ya no pudo más y, desesperado, trató de lograr consumar por las malas, pero Sara se defendió sin contemplaciones, clavándole primero, unas tijeras en el costado y dándole luego en la cabeza con un florero de alabastro, cuando él, fuera de sí, le dio un par de bofetadas,  le arrancó el camisón de un tirón, y cinturón en mano, se disponía a darle una paliza como si de uno de sus esclavos se tratara. En realidad la había comprado, y a él nadie le colaba mercancía defectuosa.

   Tras el golpe, el gallego puso los ojos en blanco, flexionó las rodillas y estuvo un buen rato oscilando como un péndulo, antes de enderezarse de nuevo con muchas dificultades, sin soltar el cinturón; Sara con el florero aun en la mano, le observó,  a prudente distancia, buscar la puerta, casi a tientas, para salir al pasillo sin rumbo definido; tras un largo titubeo, avanzó unos pasos y se paró en lo alto de las escaleras. 

   — ¡Oh my God! Esto no está saliendo bien. ¿Qué va a hacer? ¿Bajará para llamar a la policía?

   Nunca supo a ciencia cierta qué fue lo que ocurrió. El pasillo estaba solitario y en penumbra, solamente se oía tronar a lo lejos, y segundos antes, el tenue resplandor del relámpago lejano, entraba por las ventanas e iluminaba fugazmente todo el recinto. Sara había llegado hasta la puerta casi de puntillas para no ser descubierta, y observaba la silueta de su marido detenido al borde del precipicio.

   De pronto, una sombra fugaz pasó veloz por delante de la puerta entreabierta; en ese mismo momento, el novio saltó al vacío, dio varios pasos absurdos en el aire, agitando los brazos, y se desplomó rodando por las veinticuatro escaleras que restaban, hasta el hall de entrada, desnucándose durante el trayecto. “Con todas las aventuras que he corrido y todos los peligros y enfermedades que he desafiado y todos los motines y rebeliones que he aplastado y voy a matarme aquí en unas putas escaleras”, le dio tiempo a pensar mientras rodaba.

   El sonido del golpe se vio acompañado por el trueno y por el grito de Sara al verlo caer. El encargado de la recepción dormitaba en aquel momento y se despertó con el estruendo sin saber muy bien que había ocurrido. 

   El doctor Ayuso, entró en la habitación, abrazó a Sara, la cubrió con una bata y la llevó a la cama. 

   —¿ Que ha ocurrido? Lo has empujado por las escaleras…

   —¿Qué dices? ¿No has sido tú?

   —No, yo estaba abajo, aguardando.

   —Pasó una sombra.

   —¿Una sombra? Bueno, ya lo hablaremos.

   Antes de que viniera la policía recogió el florero y lo colocó en su sitio con las flores dentro. También vació en el lavabo una botella de orujo casi por completo. Ese no era el plan, pero de todos modos había salido bien.

   Delante del cabo de la Guardia Civil, el médico justificó el pinchazo en el costado como “una consecuencia de las crisis de epilepsia de doña Sara; ya le dije al esposo que no era conveniente acercarse a la paciente durante esos periodos. Ella también se puede dañar a sí misma”.

  —¿Cómo piensa usted que ocurrieron los hechos? —preguntó el cabo.

   —Probablemente salió a pedir ayuda en plena crisis de la señora, y con el apuro y los nervios perdió el equilibrio. También es posible que hubiera bebido. Me he dado cuenta que hay una botella de orujo casi vacía sobre la mesilla.

   —Parece tener un fuerte golpe en la cabeza.

   —Rodó dándose golpes por las escaleras, tendrá por todo el cuerpo.

   —¿Usted que hacía aquí todavía?

   —Le había dicho al señor, que si tenía dolor por la herida del costado, le inyectaría un analgésico, para que pudiera consumar. Esperaba por si acaso.

   —Ah, ya.

   Sara durmió la noche de bodas en su propia casa a donde la acompañaron el doctor Ayuso, el juez, y el cabo en persona, que no había vuelto a ver al irlandés desde la desaparición de María. La relación entre ellos distaba mucho de ser cordial. Don Patricio le había culpado con su conocida  vehemencia, de no haber sido capaz de encontrar el cuerpo de su hija, y el cabo, cansado de escuchar improperios, le había respondido que el cuerpo no se habría movido de casa si no le hubieran ordenado casarse contra su voluntad.

   —¿Acaso me va a decir usted como tengo que gobernar mi familia?

   —No, si usted no me dice como tengo que hacer mi trabajo.

   —No se lo diría si lo hiciera como es debido.

   —Bueno, calma, calma, por favor —había terciado el juez—. Todos hemos hecho lo que hemos podido. No se puede pedir más, don Patricio, no culpe a nadie. Discúlpelo usted, cabo.

   —Desde luego, señoría.

   Al juez, joven aun, le gustaba también Sara, aunque sabía que no tenía opciones. Tras la muerte de María, pensó con mucha lógica, que la candidata sería ella. Cuando comprobó que estaba en lo cierto, sufrió algo parecido a un ataque de celos, sintió una rabia inmensa contra el irlandés, y contra el futuro marido a quien hubiera fulminado si hubiera podido, si la razón no se hubiera impuesto como correspondía.

Cuando llegó al Gran Hotel esa noche y comprobó lo ocurrido, le pareció de perlas que el novio hubiera tenido un accidente. Le pareció justo, incluso, aunque esto no sirviera para devolverle la vida a la otra hermana, pero si, la libertad a esta, que era además, quien le importaba. En el fondo, el accidente, le dejó un regusto a justicia de lo más agradable.

   —Buenas noches doña Sara —se despidió. 

   —Buenas noches, señor juez. Muchas gracias por todo. A los tres. —dijo al ver que todos se iban juntos.

   Desde las cinco de la tarde, hora en la que salió de casa de su padre, hasta su vuelta a las doce de la noche, Sara había pasado por todos los estados civiles que podía tener una mujer: soltera, casada y viuda. Todo un récord. Y lo mejor de todo: era rica. Por lo menos, le correspondía la mitad de todos los bienes del marido. Luego resultó que éste había muerto sin testar y toda su fortuna pasó a manos de Sara, para alegría del irlandés. 

   El juez le hizo conocer sus sentimientos a través de un amigo común de los pocos que visitaban la casa, donde Sara estuvo un tiempo recluida por el luto. A ella no le disgustaba ese hombre, con lo cual no le cerró la puerta, aunque tampoco le dio esperanzas claras. Con el tiempo, y ante la pasividad de la viuda, el juez se casó con otra, con una amiga de Sara, precisamente. Dijeron las lenguas avianas que para poder verla a menudo. Ella continuó teniendo una relación más o menos discreta con el doctor Ayuso. Le gustaba desde que lo había conocido cuando la inflamación de amígdalas, y, aunque él la cambió por María en su momento, al final mató por ella. O no, porque él siempre sostuvo que el gallego se cayó solo por las escaleras.

   —No pretendas aguarme la fiesta. Aunque así fuera, estabas dispuesto a matar por mí.

   —Eso sí. Pero te juro que en ese momento estaba en el hall. El recepcionista así lo corroboró.

   —¿Y la sombra que yo vi pasar?

   —Yo no soy una sombra. Estabas muy nerviosa.

   —Vi una sombra, algo pasó rápido por delante de la puerta.

   —¿Desde tu posición veías a tú marido?

   —Sí.

   —¿Y viste que alguien lo empujara?

  —No. De pronto lo vi volar, pero pasó una sombra…

   No llegaron a ningún acuerdo, aunque quedó claro que Alfredo Ayuso estuvo dispuesto a matar por ella, pero también por María. El trío continuaba y siempre estaría ahí. María estuvo  presente toda la vida en medio de la relación, aunque a Sara no le importaba. Era como si, a través de ella, María hubiera conocido también el amor. A lo mejor aquella sombra…

      Sara, había tenido con su padre, a propósito de la herencia, una bronca monumental que se escuchó en toda la villa, porque el irlandés se había opuesto a sus ideas de mejorar el convento donde residía su hermana Alicia, para que las condiciones de vida fueran óptimas y no se murieran de frío en el invierno, ni tuvieran goteras cada vez que llovía.

   —Si te opones, me caso con el primero que llegue y todo mi dinero pasa a ser administrado por mi marido. Me caso con el inglés del ferrocarril, que me ha tirado los tejos.

   Mencionar a un inglés y además de la competencia, en aquella casa era un sacrilegio. Así que don Patricio cedió, porque estaba seguro que Sara cumpliría su amenaza.

   Más adelante, con el inglés de nuevo como excusa, donó dinero a la parroquia con el fin de abrir un albergue para chicas con problemas familiares, que se vieran obligadas a dejar sus casas y no tuvieran a dónde acudir. De este modo, la muerte de su hermana María no habría sido en vano. 

   Tras Sara solamente quedaba por casar Victoria. Don Patricio decidió que se quedara soltera para que lo cuidara en la vejez. Victoria respiró aliviada, conociendo a su padre y sus elegidos. Sara siempre le dijo que si conocía a alguien de su gusto se lo hiciera saber.

   —Soy rica, recuérdalo. Yo compraré tu felicidad.

   —¡Qué pena que el gallego no te hubiera elegido antes, el a ti! María estaría viva ahora. ¿Qué habrá sido de su cuerpo?

   —No te tortures inútilmente. El cuerpo ya es lo de menos. Pensemos que está con madre. Estarán juntas en algún sitio, felices las dos, velando por nosotras, contentas de que estemos bien. Así que, para darles una alegría, tú y yo nos vamos a ir a La Habana. ¿Qué te parece?





Continuará...



No hay comentarios: