La viajera del agua



Un nuevo destierro, segunda parte



20


Mientras tanto, en la corte se estaban tomando decisiones importantes que iban a cambiar nuestras vidas. Leovigildo iba a asociar a sus dos hijos al trono, enviando a Hermenegildo a la Bética y dejando a Recaredo con él aquí en Toletum, con ello pretendía lograr dos cosas al mismo tiempo: alejar a Hermenegildo y a Ingundis de la corte para que retornara así la paz familiar y transformar, de una vez, la monarquía en  hereditaria, dando origen a una dinastía. Pero hubo quien pensó o quien hizo circular el rumor interesado de que esta decisión favorecía a Recaredo que sería, con toda probabilidad, rey en solitario a la muerte de su padre, que confesaba encontrarse ya viejo y cansado, y que esta decisión se debía a la guerra entre Goswintha e Ingundis. Si esto no hubiera sucedido, si la princesa no fuera tan testaruda y desobediente y se hubiera convertido, Hermenegildo sería quien se quedara en Toletum y Recaredo iría, con el tiempo, a la Narbonense. Yo lo hubiera preferido ya que eso hubiera significado mi anhelado regreso a la Septimania, que cada día veía más inalcanzable.
   El rey pensaba, tras sancionar estas disposiciones, dirigirse al norte para someter de una vez por todas a los vascones y lograr así la deseada unidad territorial, pero otra noticia inesperada le obligó a retrasar el viaje.
   Aprovechando la guerra en los reinos francos, aliados nuestros por razones de parentesco, el rey de Borgoña, llamado Gontram trató de invadir la Septimania, por lo cual fue necesario que Recaredo partiera a toda prisa para la Narbonense.
   Nuestra decepción fue inmensa. Habíamos planeado que yo fuera a Hispalis con los príncipes y dejar así transcurrir un tiempo de calma necesario en nuestra relación. Melque estaba en el norte y el rey tenía previsto dejarle allí con una dádiva generosa en tierras y soldados y siervos. Yo regresaría cuando, tras la vuelta del rey de la campaña del norte,  Recaredo fuera nombrado dux de Rexópolis, para hacer efectiva nuestra unión. Pero la guerra se cruzó en nuestro camino. Parecía ser aliada de Goswintha. Además esta guerra en la Narbonense podía alargarse más de lo deseado por todos, porque el dux de Aquitania que hostigaba también desde hacía un tiempo las fronteras de la Septimania, se había aliado con Gontram; la situación se había complicado mucho y Recaredo podía no regresar, era el riesgo cuando se hacía la guerra, aunque yo no quería escuchar semejante posibilidad. Pero el príncipe la asumía y necesitaba, para irse tranquilo y más motivado si cabe, desposarse conmigo; así se lo comunicó a su padre la noche antes de nuestra partida en direcciones opuestas.
   —Tengo la corazonada de que no volveré a ver a Jana, padre. Siento mucha inquietud, nunca antes me había ocurrido algo así. Necesito sentirme unido a ella ante la ley para irme tranquilo. Desearía que fuera mi esposa. No sé qué hacer. —Casi sollozó el príncipe.
   Leovigildo se conmovió ante la pena del hijo.
   —Un rey tiene solución para todo. Lusitano, vete a buscar a tu hija. Todo debe quedar entre nosotros, nadie debe conocer lo que va a ocurrir aquí. Es por el bien de Jana, sobre todo.
   Aquella tarde que permanecerá por siempre en mi memoria, antes de la dispersión de todos, Recaredo y yo hicimos efectivo nuestro compromiso recíproco en la sola presencia del rey, ni siquiera el africano, que estaba al corriente, presenció la ceremonia. El rey fue generoso con las arras y me otorgó diez mil sueldos, equivalente a la décima parte de la fortuna de mi marido, más la mitad de los territorios y ciudades que conquistara Recaredo a partir de ese día. Le di las gracias y le confesé que lo consideraba excesivo. En realidad, para mí era lo de menos, pero esa era la costumbre en todos los reinos con las esposas de los príncipes.
   —Mañana te entregaré pagarés por varios miles de sueldos. Si necesitas peculio puedes acudir a cualquier cambiador de Hispalis o de Itálica. Acude a cambiadores hispanos, no vayas a los judíos que son unos usureros. No sabemos lo que puede ocurrir, con esto vivirás bien si hay algún problema.
   Luego nos fuimos a los aposentos del príncipe para nuestra última noche juntos antes de la separación. Evidentemente no hubo morgengabe a la mañana siguiente. Esa noche fue, de verdad, nuestro último encuentro aunque yo angustiada como estaba por el futuro inmediato ¡siempre el futuro! no me entregué como hubiera ocurrido de ser las cosas de manera diferente, ni recuerdo todas las palabras de amor que el príncipe derramó enardecido, ni las promesas, ni los proyectos que hizo para nuestro futuro. Algo que lamenté el resto de mis días. Mi cuerpo y mi corazón estaban con el príncipe y le acompañaban en las caricias, en los abrazos, en los susurros, en la dulce batalla, pero mi razón y mi espíritu estaban aguardándome sumergidos en la venidera ausencia dolorida, desamparados, inciertos, oscuros, vacios. Estaba dividida en dos mitades aisladas que no eran nada la una sin la otra.
   Sin embargo, me quedé con el convencimiento de que esta vez sí que había germinado la simiente del amor tan inmenso que sentíamos el uno por el otro.
   El rey se presentó temprano en nuestros aposentos y nos abrazó a ambos, luego me bendijo y yo me fui y les dejé a solas. La reunión se prolongó. Eran muchos los asuntos a tratar y muchos los consejos que el rey le debía dar a su hijo antes de marchar para el campo de batalla. El príncipe partió a media mañana con sus hombres. Por el camino se le fueron añadiendo otros muchos de los diferentes señoríos por los que pasaba. Cuando arribó a Septimania llevaba con él tantos soldados como los que le esperaban allí. Un ejército importante de peones y caballos para defender al rey. Yo permanecí en el ventanal hasta que la última mota de polvo de su estela se desvaneció; me violentó entonces, una ausencia desolada que me poseyó por la fuerza de su salvaje acometida y tras ella un temor aterrador como si me hallara perdida y desorientada a merced de las alimañas en medio de la noche helada, sin un lugar donde guarecerme, sin unos brazos a los que acudir en demanda de auxilio y de cobijo. Ni siquiera pude llorar. Me había quedado vacía sin él.
   Si Recaredo partió con urgencia hacia el norte, Hermenegildo lo hizo también con prisa hacia el sur. Byzantium podía aprovechar la debilidad del reino, con los aliados francos inmersos, en este momento, en una guerra, Gontram atacando Septimania y el rey de Toletum preparando una campaña contra los vascones, para tratar de expandirse. Se habían detectado movimientos de lusitanos y de campesinos rebeldes, tratando de unirse contra Toletum. Además el odio de Goswintha por los católicos crecía como un coloso bien cebado y su deseo de borrarlos de la faz de Hispania y del favor del rey iba a la par. Era conveniente partir cuanto antes por el bien de Ingundis.
   Mi aya y yo acudimos muy temprano al cementerio para despedirnos otra vez de mi madre. Sigebert, nos esperó prudentemente alejado. Permanecí, tras el adiós, un buen rato en la puerta contemplando la tumba por última vez. Estaba convencida de que no iba a regresar.
   Leovigildo abrazó largamente a su hijo y besó en la frente a su nuera, creí ver lágrimas en sus ojos, aunque mi aya me dijo que eran ilusiones mías, “¿cuándo se ha visto a un rey llorar?” Era el rey, cierto, pero también era un padre y un padre que adoraba a sus hijos y que diga mi Brunilda lo que diga, lloró al despedir a su heredero. Tal vez presagiaba algo de lo que estaba por venir. La reina no se presentó en la despedida como era de esperar, pero yo la vi en uno de los ventanales contemplando la marcha con el mismo rostro de despecho que exhibía desde aquella mañana en la que trató de matar a la princesa y no lo consiguió.
   Así partimos hacía Híspalis los príncipes y nosotras, en una mañana soleada mientras el aire de la sierra refrescaba el ambiente y limpiaba el cielo, en el que permanecían aun jirones de nubes tratando inútilmente de resistir, con nuestra lujosa caravana, cinco o seis veces más numerosa que la que nos había traído desde Barcino. Nos escoltaba la guardia del príncipe a la que supuse se irían añadiendo fuerzas de las ciudades, como era costumbre, y una jornada por detrás marchaba un ejercito hispanogodo, no demasiado numeroso, aunque si armado con profusión, reluciente bajo el amarillo y núbil sol de febrero, entonando cantos marciales y causando la admiración de cuantos contemplaron nuestra comitiva marchando hacia el sur, hacia el nuevo exilio, adonde yo acudía con la esperanza de que mi príncipe, mi esposo, regresara victorioso y me llevara con él a la Septimania o al fin del mundo conocido o por conocer. Lo importante era estar juntos para siempre. Ingundis también viajaba con esperanza y con alegría; aunque ya se hallaba recuperada, estábamos convencidos de que el clima del sur le iba a devolver la totalidad de su antiguo esplendor, ese que había enamorado al príncipe, y que nos había cautivado a todos.







21


Salimos por la misma puerta por la que habíamos entrado aquella tarde triste y ya lejana en el tiempo. El Tagus nos devolvió otra vez la imagen invertida de la muralla, que ahora parecía apartarse para dejarnos ir. No miré hacia atrás, no había nada que ver, pero pensaba en mi madre; si hubiera sobrevivido, le agradaría viajar al sur con nosotras y vería con esperanza la posibilidad de regresar a su adorada tierra, pero mi querida Aimone, mi añorada madre, no estaba ya en esta vida, aunque yo siempre la tuviera presente. Como si adivinara mis pensamientos Sigebert se había colocado a mi altura y me sonreía con ternura. Era igual que su padre y yo también me sentía a gusto en su presencia. A gusto y a salvo.
   El viaje fue algo lento, a causa de la naturaleza de la princesa. Fueron siete etapas bastante cómodas comparadas con lo que había sido mi anterior viaje desde Barcino. El paisaje cambió varias veces desde la llanura reseca, al bosque frondoso y exuberante y otra vez el llano, pero aquí verde y fértil, sembrado de olivos y de vides y de naranjos. La calzada estaba más deteriorada que la que nos había traído a nosotros, tal vez por la abundancia de tránsito y los puentes, numerosos, continuaban transportándola en brazos sobre los ríos o los desfiladeros; no habían perdido la cortesía. El tiempo se comportó como se esperaba que lo hiciera, con revuelo, coherente con la estación. Acampábamos al atardecer y Sigebert me hacía compañía hasta que me iba a dormir. A veces dábamos un corto paseo por los alrededores del campamento y hablábamos sobre la Septimania. El conocía de vista a mi abuelo, el viticultor, le había visto por la ciudad  o en el Fórum con mis tíos. Y conocía el amor que su padre había sentido por mi madre y un día me confesó que pese a saber que yo estaba enamorada del príncipe, él se alegraba de que no fuéramos hermanos. En ese momento no di importancia a sus palabras, que me parecieron pura cortesía muy propia del carácter septimano, pero más adelante tuve ocasión de comprobar que había querido decir realmente aquella noche.
   Como era costumbre, cuando arribábamos a una ciudad nos deteníamos una jornada en alguna casa importante. Así ocurrió en Metellinum y días después en Emérita Augusta, donde nos ofrecieron una representación de teatro a la que solamente asistimos las mujeres. Yo nunca había presenciado ninguna. Se titulaba Las Coéforas y estaba escrita por un griego interesante llamado Esquilo, que había muerto siglos atrás. Me pareció llamativo y curioso poder asomarnos a las vidas de gentes del pasado, interpretadas por cómicos que se comportaban como si fueran aquellos mismos, con los mismos sentimientos y las mismas pasiones, logrando una metamorfosis perfecta. Me pareció también que no habíamos avanzado demasiado, dado que el mismo argumento de asesinatos y venganzas acababa de suceder ante nuestros ojos  semanas atrás con mayor virulencia si cabe, y lo que nos faltaba por ver, y que en ese momento desconocíamos, era mucho peor que lo narrado en la obra.
   Hermenegildo se entrevistó mientras, con  el jefe militar y con un representante de los campesinos rebeldes. Sigebert me contó al día siguiente que el príncipe estaba demostrando mucha prudencia y mucha sabiduría al recibir a todo el que lo solicitara sin importar su pensamiento religioso ni político. Estaba continuando al dedillo la política de su padre.
   Nos detuvimos otro día en Uguitunia y después en Itálica, ciudad romana maravillosa, donde un noble hispano nos acogió en su palacio. Disfrutamos de sus relajantes baños de agua caliente y de su refinada y amable hospitalidad. A todos nos hizo bien, pero sobre todo a Ingundis, por eso prolongamos la estancia dos días más. Sus mejillas habían ido recuperando el color y ante tan abundantes y apetitosos manjares le volvió el apetito y esas noches durmió de un tirón sin pesadillas. El sur ejercía ya su efecto mágico sobre nosotros.
   Cuando estábamos llegando a Híspalis, en una mañana dorada por la luz que regalaba el generoso sol, una avanzadilla de la guardia del gobernador, bellamente uniformada, con las monturas ricamente engualdrapadas, se dirigió marcial a nuestro encuentro. La ciudad apareció ante nosotros luminosa, cristalina y llena de fragancias. Desde lejos ya se olía el azahar. El rio Betis brillaba extramuros, espejado y sumiso bajo la densa luz que pesaba, y los palacios y las villas flanqueaban la calle por la que avanzábamos, con solemnidad romana, recta como el tronco de un ciprés. Nuestro palacio era enorme y diáfano, adornado por mosaicos de colores y columnas majestuosas de mármol blanco que reflejaban el sol hasta cegar la mirada. Había flores y plantas verdes por todas partes y un estanque lleno de estatuas en medio del patio donde el agua cantaba como era su costumbre. Era tan distinto a Toletum y tan parecido a Septimania que las lágrimas de alegría y de nostalgia acudieron sin llamarlas a mis ojos y se deslizaron por mi cara polvorienta trazando caminos de agua que Sigebert interrumpió con sus dedos ásperos, pero llenos de ternura.
   —¿Por qué lloras Jana?
   —Porque estoy feliz.
   —Que raras sois las mujeres.
   Ingundis estaba radiante y alegre, aunque las lágrimas también habían acudido a sus ojos azules. Hermenegildo la llevó en brazos por todo el palacio. Todos parecíamos felices. En realidad lo fuimos durante un tiempo. Yo solo a medias, porque seguía preocupada por Recaredo que estaba en la guerra, no había que olvidarlo, aunque aquí todo invitara a la paz y la calma.
   En los días siguientes organizamos nuestra nueva vida. El palacio se llenó de nobles hispanos, viejos conocidos del virrey Hermenegildo que los recibía con agrado, continuando con las consignas recibidas de su padre.  También se presentó el obispo católico, a saludar a Ingundis, pero ningún representante de la iglesia arriana, a saludar a Hermenegildo, que hubiera sido lo natural. Leandro se llamaba aquel hombre, que me recordó al arúspice. La princesa lo recibió con grandes muestras de afecto y de respeto y el la proclamó delante de todos mártir y santa.
   Pronto comenzó a circular por Híspalis el rumor de que Hermenegildo había sido víctima del furor arriano de los reyes y por ello desterrado de la corte y apartado del trono. Leandro, tras abonar la tierra, aventó con habilidad la semilla de la murmuración. Cada esquina de cada calle y de cada plaza, de cada pueblo y de cada ciudad de la Bética, se impregnó con los ecos del odio de Goswintha por su nieta católica a la que había tratado de asesinar al negarse a renunciar a la fe verdadera, con la saña feroz propia de una mujer diabólica y hereje como era la reina de Toletum. El nubarrón de venganza que acompañó a la simiente, depositó su odio a ras de suelo, hasta que venideros y oscuros vendavales le insuflaron nueva vida. El obispo Leandro enardecía los ánimos en la iglesia alabando el fervor y el coraje de la virreina y el amor infinito de su esposo, que había preferido el destierro y la pérdida de sus legítimas aspiraciones, antes que obligar a Ingundis a renunciar a la religión verdadera, aunque no fuera la suya. Un atisbo de futura  santidad.
   No todo era mentira, pero tampoco era toda la verdad. Hermenegildo no había sido desterrado ni había perdido el favor del rey; era virrey en Híspalis, y a su hora sería el heredero con toda seguridad. Por ello debería continuar siendo arriano como su rey y proseguir su labor reformadora para lograr la nueva nación unida y próspera y justa con la que soñaba Leovigildo. Esa era su misión y no la de galantear con la rebelión a la que parecían querer encaminarle, nada más llegar, algunos católicos muy afines al obispo Leandro y curiosamente, muchos visigodos, tal vez enfrentados a Leovigildo por pensar en incluir a los católicos en la gobernación del reino, pero sobre todo por tratar de convertir en sucesoria la monarquía, haciéndola más fuerte, anulando con ello los privilegios de los clanes.
   Las visitas del obispo a la princesa se hicieron muy frecuentes. También participaba el príncipe de estos encuentros. Tras unos días llegó el obispo arriano, que había estado enfermo, parece. Solamente vino aquel día, sin embargo Leandro acudía a diario. Pronto nació el rumor de la posible conversión del virrey, que cada jornada transcurrida estaba más a gusto rodeado de católicos. Con ellos gobernaba, con ellos tomaba decisiones, con ellos salía de caza y con ellos bebía y se solazaba. Siempre había unos cuantos en palacio. Se fueron adoptando, con excesiva rapidez pienso yo, costumbres hispanorromanas; se creó una corte con más boato y más ceremonia, se fue imponiendo el gusto por las joyas y los ropajes suntuarios; para las ocasiones solemnes el virrey y su esposa lucían cetro y corona, lo mismo que los reyes en Toletum, y antes de comenzar aquel verano del 580 el príncipe hizo acuñar moneda con su efigie y la leyenda religiosa Regi a Deo Vita que era lo mismo que autoproclamarse rey en solitario.
   —Ahora solo falta que se convierta —le dije a Sigebert, que también se lo temía dados los rumores no infundados que recorrían el palacio.
   Estos rumores no parecían inquietar a los arrianos o sea a los visigodos. Los nobles godos que lo rodeaban, no se notaban preocupados ni molestos por las decisiones sediciosas del príncipe. A mi simplemente me sorprendían. No hubiera esperado una imprudencia semejante de un hombre inteligente como yo consideraba a Hermenegildo. ¿Qué había ocurrido para que hubiera cambiado tanto y se hubiera vuelto tan osado? ¿Era ambición? ¿Acaso creía verdadero el rumor de que Recaredo pudiera ser rey en solitario? ¿Estaba planeando una rebelión? ¿Le estaban manipulando los católicos con Ingundis y Leandro al frente? ¿Y por qué iban los católicos a rebelarse contra el rey, precisamente ahora que les había incluido en la gobernación del reino? No tenía respuesta, estaba desconcertada y cuando preguntaba a la princesa al respecto, esta sonreía muy enigmática, y me preguntaba a su vez.
   —¿No te estarás volviendo demasiado curiosa, querida Jana?
   Ambos parecían haber olvidado la causa verdadera del viaje a la Bética: la guerra entre la princesa y su abuela. Leovigildo tomó la decisión para recuperar la paz en la familia y permitió a su nuera mantener su religión sin ninguna presión. Y les hizo virreyes. No obstante, pronto llegó la respuesta de Toletum al desafío de Hermenegildo. El rey le reconvino gravemente y le dio la orden de rectificar de inmediato. Ante el silencio del príncipe, Leovigildo le revocó el mando militar y le retiró su asignación económica. Pero la vida continuó de igual manera. De alguna parte llegaba todo lo necesario. Alguien sostenía a Hermenegildo.

   Yo pensaba en aquellos días de sucesos incomprensibles para mí, si Hermenegildo no estaría poniendo en práctica aquello que le había escuchado decir en Toletum, pensando que esto facilitaría las reformas, que la conversión a la fe católica les haría más fuertes; pero el príncipe no podía actuar por su cuenta y razón a no ser que todo obedeciera a un plan previamente trazado y Hermenegildo contara con apoyos sólidos; porque si no era así ¿quién sostenía la corte si el rey había retirado el peculio al príncipe? Y ¿por qué Toletum no enviaba un ejército contra el nuevo rey?  Lo hablé con Brunilda y ella me aconsejó quitarme de la cabeza semejante locura.
   —Hermenegildo está sorbido por Ingundis que es tan ambiciosa como su abuela y ésta por Leandro que es un fanático. Todo esto acabará mal. Ya lo verás. No hay ningún complot; todo es pura ambición.
   —¿Y de que vivimos?
   —De la dote de Ingundis.
   —Pero si el virrey se convierte, los católicos de toda la nación, liderados por su poderosa iglesia, le seguirán en masa y tal vez el rey se vea forzado a la conversión para evitar la guerra dado que todos nuestros vecinos son católicos, además. De este modo, las reformas serán factibles sin oposición porque la iglesia le apoyaría. Como a Clodoveo, el salio. Recuerda lo que decía mi abuelo al respecto.
   —No busques explicaciones imposibles, Jana. Al virrey le han sorbido el seso la virreina y el obispo. No le des más vueltas. Si no rectifica, el rey invadirá la Bética tarde o temprano, cuando Recaredo regrese del frente, posiblemente. Además recuerda por qué estamos aquí.
   Una mañana Hermenegildo e Ingundis nos reunieron a los más allegados para darnos una noticia. Yo me temí lo peor. Hermenegildo se colocó en el centro de todos y dijo en voz alta y emocionada:
   —La reina y yo vamos a ser padres.
   Todos nos alborozamos y con la buena nueva, los rumores de conversión se olvidaron de momento. Yo también creía estar encinta. Era más que probable, estaba casi segura. Si así fuera los dos príncipes iban a ser padres casi al mismo tiempo. La dinastía que Leovigildo quería instaurar tendría continuación antes de tener principio. ¡Cuánto echaba de menos a Recaredo. Como me hubiera gustado darle la noticia en cuanto estuviera segura por completo! Pero esto no iba a ser posible por ahora. Me encontraba triste a pesar del contento de mi buena espera, mi futuro sin el príncipe era algo que no quería ni imaginar. Nuestro futuro sin él. Qué mala fortuna para nuestro hijo si no pudiera conocer a su padre el príncipe, tan inteligente, tan noble, tan cariñoso, tan valiente. ¡Qué buen padre iba a ser! Merecía tener la oportunidad de conocer a su hijo. Le pedí a la vida, como favor, que me lo devolviera, le rogué a mi madre que lo cuidara como si fuera su propio hijo, le supliqué a Dios que tuviera piedad de nosotros, de todos nosotros, incluidos los virreyes que también iban a ser padres. Le pedí a Iesu, aunque no fuera Dios para mí, que iluminara el camino de Hermenegildo y de Ingundis. Que si realmente era ambición lo que les guiaba, ésta no anulara la lealtad y la obediencia que le debían al rey. Que la religión no se convirtiera en la excusa para una guerra absurda y dolorosa con futuro incierto para los virreyes y para todos.
   Porque no estaba nada segura de que el hijo de Recaredo y yo tuviéramos cabida en los nuevos y evidentes planes que Hermenegildo e Ingundis estaban haciendo animados por Leandro y por los nobles godos y contando con el apoyo económico  de no se sabía bien quién.


Leandro, obispo católico de Hispalis







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