Un nuevo destierro, segunda parte
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Mientras
tanto, en la corte se estaban tomando decisiones importantes que iban a cambiar
nuestras vidas. Leovigildo iba a asociar a sus dos hijos al trono, enviando a
Hermenegildo a la Bética y dejando a Recaredo con él aquí en Toletum, con ello
pretendía lograr dos cosas al mismo tiempo: alejar a Hermenegildo y a Ingundis
de la corte para que retornara así la paz familiar y transformar, de una vez,
la monarquía en hereditaria, dando
origen a una dinastía. Pero hubo quien pensó o quien hizo circular el rumor
interesado de que esta decisión favorecía a Recaredo que sería, con toda
probabilidad, rey en solitario a la muerte de su padre, que confesaba
encontrarse ya viejo y cansado, y que esta decisión se debía a la guerra entre
Goswintha e Ingundis. Si esto no hubiera sucedido, si la princesa no fuera tan
testaruda y desobediente y se hubiera convertido, Hermenegildo sería quien se
quedara en Toletum y Recaredo iría, con el tiempo, a la Narbonense. Yo lo
hubiera preferido ya que eso hubiera significado mi anhelado regreso a la
Septimania, que cada día veía más inalcanzable.
El rey pensaba, tras sancionar estas
disposiciones, dirigirse al norte para someter de una vez por todas a los
vascones y lograr así la deseada unidad territorial, pero otra noticia inesperada
le obligó a retrasar el viaje.
Aprovechando la guerra en los reinos
francos, aliados nuestros por razones de parentesco, el rey de Borgoña, llamado
Gontram trató de invadir la Septimania, por lo cual fue necesario que Recaredo
partiera a toda prisa para la Narbonense.
Nuestra decepción fue inmensa. Habíamos
planeado que yo fuera a Hispalis con los príncipes y dejar así transcurrir un
tiempo de calma necesario en nuestra relación. Melque estaba en el norte y el
rey tenía previsto dejarle allí con una dádiva generosa en tierras y soldados y
siervos. Yo regresaría cuando, tras la vuelta del rey de la campaña del
norte, Recaredo fuera nombrado dux de Rexópolis, para hacer efectiva nuestra
unión. Pero la guerra se cruzó en nuestro camino. Parecía ser aliada de
Goswintha. Además esta guerra en la Narbonense podía alargarse más de lo
deseado por todos, porque el dux de Aquitania que hostigaba también desde hacía
un tiempo las fronteras de la Septimania, se había aliado con Gontram; la
situación se había complicado mucho y Recaredo podía no regresar, era el riesgo
cuando se hacía la guerra, aunque yo no quería escuchar semejante posibilidad.
Pero el príncipe la asumía y necesitaba, para irse tranquilo y más motivado si
cabe, desposarse conmigo; así se lo comunicó a su padre la noche antes de
nuestra partida en direcciones opuestas.
—Tengo la corazonada de que no volveré a ver
a Jana, padre. Siento mucha inquietud, nunca antes me había ocurrido algo así.
Necesito sentirme unido a ella ante la ley para irme tranquilo. Desearía que
fuera mi esposa. No sé qué hacer. —Casi sollozó el príncipe.
Leovigildo se conmovió ante la pena del
hijo.
—Un rey tiene solución para todo. Lusitano,
vete a buscar a tu hija. Todo debe quedar entre nosotros, nadie debe conocer lo
que va a ocurrir aquí. Es por el bien de Jana, sobre todo.
Aquella tarde que permanecerá por siempre en
mi memoria, antes de la dispersión de todos, Recaredo y yo hicimos efectivo
nuestro compromiso recíproco en la sola presencia del rey, ni siquiera el
africano, que estaba al corriente, presenció la ceremonia. El rey fue generoso
con las arras y me otorgó diez mil sueldos, equivalente a la décima parte de la
fortuna de mi marido, más la mitad de los territorios y ciudades que
conquistara Recaredo a partir de ese día. Le di las gracias y le confesé que lo
consideraba excesivo. En realidad, para mí era lo de menos, pero esa era la
costumbre en todos los reinos con las esposas de los príncipes.
—Mañana te entregaré pagarés por varios
miles de sueldos. Si necesitas peculio puedes acudir a cualquier cambiador de
Hispalis o de Itálica. Acude a cambiadores hispanos, no vayas a los judíos que
son unos usureros. No sabemos lo que puede ocurrir, con esto vivirás bien si
hay algún problema.
Luego nos fuimos a los aposentos del
príncipe para nuestra última noche juntos antes de la separación. Evidentemente
no hubo morgengabe a la mañana siguiente. Esa noche fue, de
verdad, nuestro último encuentro aunque yo angustiada como estaba por el futuro
inmediato ¡siempre el futuro! no me entregué como hubiera ocurrido de ser las
cosas de manera diferente, ni recuerdo todas las palabras de amor que el
príncipe derramó enardecido, ni las promesas, ni los proyectos que hizo para
nuestro futuro. Algo que lamenté el resto de mis días. Mi cuerpo y mi corazón
estaban con el príncipe y le acompañaban en las caricias, en los abrazos, en
los susurros, en la dulce batalla, pero mi razón y mi espíritu estaban
aguardándome sumergidos en la venidera ausencia dolorida, desamparados,
inciertos, oscuros, vacios. Estaba dividida en dos mitades aisladas que no eran
nada la una sin la otra.
Sin embargo, me quedé con el convencimiento
de que esta vez sí que había germinado la simiente del amor tan inmenso que
sentíamos el uno por el otro.
El rey se presentó temprano en nuestros
aposentos y nos abrazó a ambos, luego me bendijo y yo me fui y les dejé a
solas. La reunión se prolongó. Eran muchos los asuntos a tratar y muchos los
consejos que el rey le debía dar a su hijo antes de marchar para el campo de
batalla. El príncipe partió a media mañana con sus hombres. Por el camino se le
fueron añadiendo otros muchos de los diferentes señoríos por los que pasaba.
Cuando arribó a Septimania llevaba con él tantos soldados como los que le esperaban
allí. Un ejército importante de peones y caballos para defender al rey. Yo
permanecí en el ventanal hasta que la última mota de polvo de su estela se
desvaneció; me violentó entonces, una ausencia desolada que me poseyó por la
fuerza de su salvaje acometida y tras ella un temor aterrador como si me
hallara perdida y desorientada a merced de las alimañas en medio de la noche
helada, sin un lugar donde guarecerme, sin unos brazos a los que acudir en
demanda de auxilio y de cobijo. Ni siquiera pude llorar. Me había quedado vacía
sin él.
Si Recaredo partió con urgencia hacia el
norte, Hermenegildo lo hizo también con prisa hacia el sur. Byzantium podía
aprovechar la debilidad del reino, con los aliados francos inmersos, en este
momento, en una guerra, Gontram atacando Septimania y el rey de Toletum
preparando una campaña contra los vascones, para tratar de expandirse. Se
habían detectado movimientos de lusitanos y de campesinos rebeldes, tratando de
unirse contra Toletum. Además el odio de Goswintha por los católicos crecía
como un coloso bien cebado y su deseo de borrarlos de la faz de Hispania y del
favor del rey iba a la par. Era conveniente partir cuanto antes por el bien de
Ingundis.
Mi aya y yo acudimos muy temprano al
cementerio para despedirnos otra vez de mi madre. Sigebert, nos esperó
prudentemente alejado. Permanecí, tras el adiós, un buen rato en la puerta
contemplando la tumba por última vez. Estaba convencida de que no iba a
regresar.
Leovigildo abrazó largamente a su hijo y
besó en la frente a su nuera, creí ver lágrimas en sus ojos, aunque mi aya me
dijo que eran ilusiones mías, “¿cuándo se ha visto a un rey llorar?” Era el
rey, cierto, pero también era un padre y un padre que adoraba a sus hijos y que
diga mi Brunilda lo que diga, lloró al despedir a su heredero. Tal vez
presagiaba algo de lo que estaba por venir. La reina no se presentó en la
despedida como era de esperar, pero yo la vi en uno de los ventanales
contemplando la marcha con el mismo rostro de despecho que exhibía desde
aquella mañana en la que trató de matar a la princesa y no lo consiguió.
Así partimos hacía Híspalis los príncipes y
nosotras, en una mañana soleada mientras el aire de la sierra refrescaba el
ambiente y limpiaba el cielo, en el que permanecían aun jirones de nubes
tratando inútilmente de resistir, con nuestra lujosa caravana, cinco o seis
veces más numerosa que la que nos había traído desde Barcino. Nos escoltaba la
guardia del príncipe a la que supuse se irían añadiendo fuerzas de las
ciudades, como era costumbre, y una jornada por detrás marchaba un ejercito
hispanogodo, no demasiado numeroso, aunque si armado con profusión, reluciente
bajo el amarillo y núbil sol de febrero, entonando cantos marciales y causando
la admiración de cuantos contemplaron nuestra comitiva marchando hacia el sur,
hacia el nuevo exilio, adonde yo acudía con la esperanza de que mi príncipe, mi
esposo, regresara victorioso y me llevara con él a la Septimania o al fin del
mundo conocido o por conocer. Lo importante era estar juntos para siempre.
Ingundis también viajaba con esperanza y con alegría; aunque ya se hallaba
recuperada, estábamos convencidos de que el clima del sur le iba a devolver la
totalidad de su antiguo esplendor, ese que había enamorado al príncipe, y que
nos había cautivado a todos.
Salimos
por la misma puerta por la que habíamos entrado aquella tarde triste y ya
lejana en el tiempo. El Tagus nos
devolvió otra vez la imagen invertida de la muralla, que ahora parecía
apartarse para dejarnos ir. No miré hacia atrás, no había nada que ver, pero
pensaba en mi madre; si hubiera sobrevivido, le agradaría viajar al sur con
nosotras y vería con esperanza la posibilidad de regresar a su adorada tierra,
pero mi querida Aimone, mi añorada madre, no estaba ya en esta vida, aunque yo
siempre la tuviera presente. Como si adivinara mis pensamientos Sigebert se
había colocado a mi altura y me sonreía con ternura. Era igual que su padre y
yo también me sentía a gusto en su presencia. A gusto y a salvo.
El viaje fue algo lento, a causa de la
naturaleza de la princesa. Fueron siete etapas bastante cómodas comparadas con
lo que había sido mi anterior viaje desde Barcino. El paisaje cambió varias
veces desde la llanura reseca, al bosque frondoso y exuberante y otra vez el llano,
pero aquí verde y fértil, sembrado de olivos y de vides y de naranjos. La
calzada estaba más deteriorada que la que nos había traído a nosotros, tal vez
por la abundancia de tránsito y los puentes, numerosos, continuaban
transportándola en brazos sobre los ríos o los desfiladeros; no habían perdido
la cortesía. El tiempo se comportó como se esperaba que lo hiciera, con
revuelo, coherente con la estación. Acampábamos al atardecer y Sigebert me
hacía compañía hasta que me iba a dormir. A veces dábamos un corto paseo por
los alrededores del campamento y hablábamos sobre la Septimania. El conocía de
vista a mi abuelo, el viticultor, le había visto por la ciudad o en el Fórum con mis tíos. Y conocía el amor
que su padre había sentido por mi madre y un día me confesó que pese a saber
que yo estaba enamorada del príncipe, él se alegraba de que no fuéramos
hermanos. En ese momento no di importancia a sus palabras, que me parecieron
pura cortesía muy propia del carácter septimano, pero más adelante tuve ocasión
de comprobar que había querido decir realmente aquella noche.
Como era costumbre, cuando arribábamos a una
ciudad nos deteníamos una jornada en alguna casa importante. Así ocurrió en
Metellinum y días después en Emérita Augusta, donde nos ofrecieron una
representación de teatro a la que solamente asistimos las mujeres. Yo nunca
había presenciado ninguna. Se titulaba Las
Coéforas y estaba escrita por un griego interesante llamado Esquilo, que había muerto siglos atrás.
Me pareció llamativo y curioso poder asomarnos a las vidas de gentes del
pasado, interpretadas por cómicos que se comportaban como si fueran aquellos
mismos, con los mismos sentimientos y las mismas pasiones, logrando una
metamorfosis perfecta. Me pareció también que no habíamos avanzado demasiado,
dado que el mismo argumento de asesinatos y venganzas acababa de suceder ante
nuestros ojos semanas atrás con mayor
virulencia si cabe, y lo que nos faltaba por ver, y que en ese momento desconocíamos,
era mucho peor que lo narrado en la obra.
Hermenegildo se entrevistó mientras,
con el jefe militar y con un
representante de los campesinos rebeldes. Sigebert me contó al día siguiente
que el príncipe estaba demostrando mucha prudencia y mucha sabiduría al recibir
a todo el que lo solicitara sin importar su pensamiento religioso ni político.
Estaba continuando al dedillo la política de su padre.
Nos detuvimos otro día en Uguitunia y
después en Itálica, ciudad romana maravillosa, donde un noble hispano nos
acogió en su palacio. Disfrutamos de sus relajantes baños de agua caliente y de
su refinada y amable hospitalidad. A todos nos hizo bien, pero sobre todo a
Ingundis, por eso prolongamos la estancia dos días más. Sus mejillas habían ido
recuperando el color y ante tan abundantes y apetitosos manjares le volvió el
apetito y esas noches durmió de un tirón sin pesadillas. El sur ejercía ya su
efecto mágico sobre nosotros.
Cuando estábamos llegando a Híspalis, en una
mañana dorada por la luz que regalaba el generoso sol, una avanzadilla de la
guardia del gobernador, bellamente uniformada, con las monturas ricamente
engualdrapadas, se dirigió marcial a nuestro encuentro. La ciudad apareció ante
nosotros luminosa, cristalina y llena de fragancias. Desde lejos ya se olía el
azahar. El rio Betis brillaba
extramuros, espejado y sumiso bajo la densa luz que pesaba, y los palacios y
las villas flanqueaban la calle por la que avanzábamos, con solemnidad romana,
recta como el tronco de un ciprés. Nuestro palacio era enorme y diáfano,
adornado por mosaicos de colores y columnas majestuosas de mármol blanco que
reflejaban el sol hasta cegar la mirada. Había flores y plantas verdes por
todas partes y un estanque lleno de estatuas en medio del patio donde el agua
cantaba como era su costumbre. Era tan distinto a Toletum y tan parecido a
Septimania que las lágrimas de alegría y de nostalgia acudieron sin llamarlas a
mis ojos y se deslizaron por mi cara polvorienta trazando caminos de agua que
Sigebert interrumpió con sus dedos ásperos, pero llenos de ternura.
—¿Por qué lloras Jana?
—Porque estoy feliz.
—Que raras sois las mujeres.
Ingundis estaba radiante y alegre, aunque
las lágrimas también habían acudido a sus ojos azules. Hermenegildo la llevó en
brazos por todo el palacio. Todos parecíamos felices. En realidad lo fuimos
durante un tiempo. Yo solo a medias, porque seguía preocupada por Recaredo que
estaba en la guerra, no había que olvidarlo, aunque aquí todo invitara a la paz
y la calma.
En los
días siguientes organizamos nuestra nueva vida. El palacio se llenó de nobles
hispanos, viejos conocidos del virrey Hermenegildo que los recibía con agrado,
continuando con las consignas recibidas de su padre. También se presentó el obispo católico, a
saludar a Ingundis, pero ningún representante de la iglesia arriana, a saludar
a Hermenegildo, que hubiera sido lo natural. Leandro se llamaba aquel hombre,
que me recordó al arúspice. La
princesa lo recibió con grandes muestras de afecto y de respeto y el la
proclamó delante de todos mártir y santa.
Pronto comenzó a circular por Híspalis el
rumor de que Hermenegildo había sido víctima del furor arriano de los reyes y
por ello desterrado de la corte y apartado del trono. Leandro, tras abonar la
tierra, aventó con habilidad la semilla de la murmuración. Cada esquina de cada
calle y de cada plaza, de cada pueblo y de cada ciudad de la Bética, se
impregnó con los ecos del odio de Goswintha por su nieta católica a la que
había tratado de asesinar al negarse a renunciar a la fe verdadera, con la saña
feroz propia de una mujer diabólica y hereje como era la reina de Toletum. El
nubarrón de venganza que acompañó a la simiente, depositó su odio a ras de
suelo, hasta que venideros y oscuros vendavales le insuflaron nueva vida. El
obispo Leandro enardecía los ánimos en la iglesia alabando el fervor y el
coraje de la virreina y el amor infinito de su esposo, que había preferido el
destierro y la pérdida de sus legítimas aspiraciones, antes que obligar a
Ingundis a renunciar a la religión verdadera, aunque no fuera la suya. Un
atisbo de futura santidad.
No todo era mentira, pero tampoco era toda
la verdad. Hermenegildo no había sido desterrado ni había perdido el favor del
rey; era virrey en Híspalis, y a su hora sería el heredero con toda seguridad.
Por ello debería continuar siendo arriano como su rey y proseguir su labor
reformadora para lograr la nueva nación unida y próspera y justa con la que
soñaba Leovigildo. Esa era su misión y no la de galantear con la rebelión a la
que parecían querer encaminarle, nada más llegar, algunos católicos muy afines
al obispo Leandro y curiosamente, muchos visigodos, tal vez enfrentados a
Leovigildo por pensar en incluir a los católicos en la gobernación del reino,
pero sobre todo por tratar de convertir en sucesoria la monarquía, haciéndola
más fuerte, anulando con ello los privilegios de los clanes.
Las visitas del obispo a la princesa se
hicieron muy frecuentes. También participaba el príncipe de estos encuentros.
Tras unos días llegó el obispo arriano, que había estado enfermo, parece.
Solamente vino aquel día, sin embargo Leandro acudía a diario. Pronto nació el
rumor de la posible conversión del virrey, que cada jornada transcurrida estaba
más a gusto rodeado de católicos. Con ellos gobernaba, con ellos tomaba
decisiones, con ellos salía de caza y con ellos bebía y se solazaba. Siempre
había unos cuantos en palacio. Se fueron adoptando, con excesiva rapidez pienso
yo, costumbres hispanorromanas; se creó una corte con más boato y más
ceremonia, se fue imponiendo el gusto por las joyas y los ropajes suntuarios;
para las ocasiones solemnes el virrey y su esposa lucían cetro y corona, lo
mismo que los reyes en Toletum, y antes de comenzar aquel verano del 580 el
príncipe hizo acuñar moneda con su efigie y la leyenda religiosa Regi a Deo Vita que era lo mismo que
autoproclamarse rey en solitario.
—Ahora solo falta que se convierta —le dije
a Sigebert, que también se lo temía dados los rumores no infundados que
recorrían el palacio.
Estos rumores no parecían inquietar a los
arrianos o sea a los visigodos. Los nobles godos que lo rodeaban, no se notaban
preocupados ni molestos por las decisiones sediciosas del príncipe. A mi
simplemente me sorprendían. No hubiera esperado una imprudencia semejante de un
hombre inteligente como yo consideraba a Hermenegildo. ¿Qué había ocurrido para
que hubiera cambiado tanto y se hubiera vuelto tan osado? ¿Era ambición? ¿Acaso
creía verdadero el rumor de que Recaredo pudiera ser rey en solitario? ¿Estaba
planeando una rebelión? ¿Le estaban manipulando los católicos con Ingundis y
Leandro al frente? ¿Y por qué iban los católicos a rebelarse contra el rey,
precisamente ahora que les había incluido en la gobernación del reino? No tenía
respuesta, estaba desconcertada y cuando preguntaba a la princesa al respecto,
esta sonreía muy enigmática, y me preguntaba a su vez.
—¿No te estarás volviendo demasiado curiosa,
querida Jana?
Ambos parecían haber olvidado la causa
verdadera del viaje a la Bética: la guerra entre la princesa y su abuela.
Leovigildo tomó la decisión para recuperar la paz en la familia y permitió a su
nuera mantener su religión sin ninguna presión. Y les hizo virreyes. No
obstante, pronto llegó la respuesta de Toletum al desafío de Hermenegildo. El
rey le reconvino gravemente y le dio la orden de rectificar de inmediato. Ante
el silencio del príncipe, Leovigildo le revocó el mando militar y le retiró su
asignación económica. Pero la vida continuó de igual manera. De alguna parte
llegaba todo lo necesario. Alguien sostenía a Hermenegildo.
Yo pensaba en aquellos días de sucesos
incomprensibles para mí, si Hermenegildo no estaría poniendo en práctica
aquello que le había escuchado decir en Toletum, pensando que esto facilitaría
las reformas, que la conversión a la fe católica les haría más fuertes; pero el
príncipe no podía actuar por su cuenta y razón a no ser que todo obedeciera a
un plan previamente trazado y Hermenegildo contara con apoyos sólidos; porque
si no era así ¿quién sostenía la corte si el rey había retirado el peculio al
príncipe? Y ¿por qué Toletum no enviaba un ejército contra el nuevo rey? Lo hablé con Brunilda y ella me aconsejó
quitarme de la cabeza semejante locura.
—Hermenegildo está sorbido por Ingundis que
es tan ambiciosa como su abuela y ésta por Leandro que es un fanático. Todo
esto acabará mal. Ya lo verás. No hay ningún complot; todo es pura ambición.
—¿Y de que vivimos?
—De la dote de Ingundis.
—Pero si el virrey se convierte, los católicos
de toda la nación, liderados por su poderosa iglesia, le seguirán en masa y tal
vez el rey se vea forzado a la conversión para evitar la guerra dado que todos
nuestros vecinos son católicos, además. De este modo, las reformas serán
factibles sin oposición porque la iglesia le apoyaría. Como a Clodoveo, el
salio. Recuerda lo que decía mi abuelo al respecto.
—No busques explicaciones imposibles, Jana.
Al virrey le han sorbido el seso la virreina y el obispo. No le des más
vueltas. Si no rectifica, el rey invadirá la Bética tarde o temprano, cuando
Recaredo regrese del frente, posiblemente. Además recuerda por qué estamos
aquí.
Una mañana Hermenegildo e Ingundis nos
reunieron a los más allegados para darnos una noticia. Yo me temí lo peor.
Hermenegildo se colocó en el centro de todos y dijo en voz alta y emocionada:
—La reina y yo vamos a ser padres.
Todos nos alborozamos y con la buena nueva,
los rumores de conversión se olvidaron de momento. Yo también creía estar
encinta. Era más que probable, estaba casi segura. Si así fuera los dos
príncipes iban a ser padres casi al mismo tiempo. La dinastía que Leovigildo
quería instaurar tendría continuación antes de tener principio. ¡Cuánto echaba
de menos a Recaredo. Como me hubiera gustado darle la noticia en cuanto
estuviera segura por completo! Pero esto no iba a ser posible por ahora. Me
encontraba triste a pesar del contento de mi buena espera, mi futuro sin el
príncipe era algo que no quería ni imaginar. Nuestro futuro sin él. Qué mala
fortuna para nuestro hijo si no pudiera conocer a su padre el príncipe, tan
inteligente, tan noble, tan cariñoso, tan valiente. ¡Qué buen padre iba a ser!
Merecía tener la oportunidad de conocer a su hijo. Le pedí a la vida, como
favor, que me lo devolviera, le rogué a mi madre que lo cuidara como si fuera
su propio hijo, le supliqué a Dios que tuviera piedad de nosotros, de todos
nosotros, incluidos los virreyes que también iban a ser padres. Le pedí a Iesu,
aunque no fuera Dios para mí, que iluminara el camino de Hermenegildo y de
Ingundis. Que si realmente era ambición lo que les guiaba, ésta no anulara la
lealtad y la obediencia que le debían al rey. Que la religión no se convirtiera
en la excusa para una guerra absurda y dolorosa con futuro incierto para los
virreyes y para todos.
Porque no estaba nada segura de que el hijo
de Recaredo y yo tuviéramos cabida en los nuevos y evidentes planes que
Hermenegildo e Ingundis estaban haciendo animados por Leandro y por los nobles
godos y contando con el apoyo económico de
no se sabía bien quién.
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