Un nuevo destierro, primera parte
Un nuevo destierro
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H
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ermenegildo e Ingundis
se desposaron el día primero del nuevo año 578. La primavera había llegado
madrugadora y exuberante queriendo unirse a la felicidad de la corte[1].
Parecía un buen augurio. Los fastos se prolongaron durante días. Yo asistí a la
ceremonia de las arras y también estuve presente, a la mañana siguiente como
dama de la princesa, en el morgengabe o entrega del regalo equivalente al
precio de la virginidad, que en este caso fue muy generoso teniendo en cuenta
el rango de los contrayentes. Los reyes se notaban felices, sobre manera la
reina, que me ignoró cuando nos
cruzamos. El rey, sin embargo, me guiñó un ojo cómplice y bondadoso. Recaredo
buscaba mi rostro durante las ceremonias y me sonreía. Mi aya nos miraba y
meneaba la cabeza. El africano también me sonrió. Yo le correspondí entre
asombrada y cortés. Aun no tenía claro del todo su juego. Siempre me
desconcertó.
Dado mi reciente luto no quise acudir a los
banquetes ni a las fiestas, ni a ninguno de los divertimentos que se
organizaron. Recaredo había venido a verme nada más llegar y me había dicho que
tras la boda hablaríamos de lo nuestro. Hermenegildo le había referido todo lo
acontecido durante los meses que estuvo ausente. Parecían haber transcurrido
años, dada la intensidad de acontecimientos desagradables que habían desfilado
por mi vida, pero por suerte todo parecía haber terminado, aunque la reina hizo
circular la noticia de la boda venidera de Recaredo con su nieta menor.
—No escuches esos rumores sin fundamento —me
aconsejó el príncipe.
Sigebert sufrió mucho cuando se enteró de la
muerte de mi madre. Le vi arrodillado delante de su tumba apoyado el rostro
sobre la cruceta de la espada llorando con amargura. Respeté desde lejos su
dolor. Me dio mucha ternura ver a aquel hombre tan endurecido por las guerras y
los años de servicio, llorar de tristeza por lo que había sido: un hombre
enamorado de mi madre desde que la conoció. Detrás de él había un joven soldado
que era su misma imagen. Igual de alto, igual de rubio, pero mucho más joven.
—Es mi hijo Jana. Se llama Sigebert como yo.
Nació de mi matrimonio, yo había enviudado cuando conocí a tu madre. Sigebert
tenía apenas dos años. Se crió en casa
de mi hermana en la Septimania, la vida de un soldado no era buena para un
niño. El ha elegido esta vida también y aquí está. Me gustaría que os llevarais
bien.
—Siendo hijo tuyo le querré como a un
hermano.
El muchacho sonrió. Tenía el rostro
agradable de su padre. Sigebert me informó de que su hijo iba a estar al
servicio de Hermenegildo.
—Os veréis a menudo.
—Eso me dará seguridad —les dije a ambos.
Recaredo también visitó conmigo la tumba de
mi madre y luego me abrazó largamente. Recordamos a la suya, Teodosia, que
perdió siendo muy niño y me confesó que se había sentido solo y abandonado
cuando ella murió, que se había escondido para poder llorarla, porque su mentor
le había reprendido cuando vio sus ojos anegados, hasta que su padre, que aun
no era rey en solitario, le abrazó y le dijo que llorar era de hombres sabios,
porque los necios no lloran nunca, al igual que las bestias.
—Nunca más te sentirás sola Jana. Yo estaré
siempre contigo. Hallaremos el modo de vivir nuestro amor en paz. Mi padre nos
bendice.
Sé que Goswintha fustigó al africano para
que acelerara mi boda, pero él no podía desobedecer al rey. Así fue que entre
los dos decidieron alejar al pretendiente de la corte por un tiempo. Leovigildo
le concedió un generoso estipendio y un grupo numeroso de hombres y le envió a
la frontera con los vascones, a mantener el orden hasta que el regresara y los
sometiera por completo. Nunca le volví a ver; ni siquiera se despidió antes de
partir, aunque bien pensado ¿para qué? No había nada que decir, ni ningún
reproche que hacer, porque no éramos dueños de nuestros destinos. Ni él me
eligió, ni yo a él. Tampoco volví a ver a su padre al que apreciaba y doy por
seguro que él también a mí. La reina se contrarió una vez más. Leovigildo se le
iba de las manos hasta la exasperación. Con las contrariedades le volvieron los
dolores de cabeza, que por lo visto sufría a menudo y durante unos días
desapareció de la vida pública para alivio de todos.
El príncipe y yo ideamos por aquellos días
felices, un código para comunicarnos en secreto; era como un juego entre
nosotros y además era seguro, puesto que si alguien interceptaba las misivas
nada entendería de lo que en ellas nos decíamos; eran dibujos que podían
significar cualquier cosa. Ni se sabía a quién iban dirigidas ni de quién procedían.
Era sencillo: Un corazón significaba querida
Jana o querido Recaredo. Si era más grande de lo habitual, queridísima Jana o
queridísimo Recaredo. Quiero verte, era un ojo; cuanto más grande, mayor era la
urgencia de vernos. Una rosa era te quiero. Una flecha era Recaredo, dos
flechas Hermenegildo, dos flechas atravesadas por otra, Ingundis y un racimo de
uvas Jana o la Septimania. Un árbol era nuestra cita en el bosque; una línea
quebrada, en el rio. El sol era la mañana; el sol tras el monte era la tarde.
La luna era la noche. Un caballo significaba, salgo de viaje. Un rayo era
peligro. La reina era una serpiente y el rey un pergamino, el reino una corona…y
así, varios símbolos más, necesarios para una misiva donde se dijeran cosas. Lo
ideamos una tarde junto al río haciendo los dibujos en la arena y guardándolos
después en la memoria; luego lo fuimos perfeccionando a medida que el tiempo
transcurría y las misivas se hacían más extensas y precisas. A medida que
íbamos necesitando decirnos más cosas. De este modo la comunicación entre
nosotros era fluida aunque estuviéramos ambos en la corte, ya que a veces no
teníamos tiempo para vernos, sobre todo el príncipe.
Sigebert traía la pizarra y me la daba
personalmente o se la daba a Brunilda o la traía su hijo.
Queridísima Jana, me muero por
verte. Por la tarde en el río. Te quiero Recaredo.
A veces el príncipe hacía el dibujo de una
rosa en una pared por donde sabía que yo tendría que pasar más tarde o me
encontraba una rosa en mi casa sobre la mesa o en mi lugar de bordado sobre el
bastidor, dibujada en la tela. Ya estaba acostumbrada a encontrarme rosas por
todas partes. Le pedí que no exagerara. La reina o sus espías, podían ver los
dibujos y hacerse preguntas y darse cuenta que utilizábamos una clave. No
obstante, a nosotros nos divertían estas cosas. Nos parecía que el amor
manifestado de ese modo era solamente cosa nuestra.
También aprendí con el príncipe a jugar al
ajedrez, aunque no llegué a ser buena jugadora. A Recaredo le apasionaba. Me
decía que el tablero era como el campo de batalla. Era necesario desarrollar
estrategias y sobre todo anticiparse al enemigo.
—El juego te proporciona agilidad mental,
desarrolla tu capacidad de concentración y te permite anticipar el pensamiento
de tu enemigo. Quien sabe jugar bien es capaz de ganar cualquiera guerra.
Luego disponía las piezas y volvía a
explicarme quién era quién sobre el tablero y el modo de moverse durante el
juego, con su lenguaje sencillo para que yo lo entendiera. Recaredo era un
hombre muy inteligente y hacía las cosa fáciles para los demás.
—El rey tiene un valor infinito, no debe
perderse nunca, sin él se acabó el juego; no obstante, la reina es la pieza más
poderosa y la más versátil, puede moverse a su antojo en todas direcciones;
después los alfiles con sus mitras ¿los ves? Son como los obispos,
desplazándose de través, nunca lo hacen de frente; los caballos, el ejército, las
piezas más complicadas; siempre debe haber alguno al lado del rey y por último las torres, las fortalezas. Por
delante, en vanguardia, los peones, los soldados. Como en la vida.
—Si comienzan las blancas es más fácil que
ganen ¿o no?
—No necesariamente. Depende del jugador y de
su estrategia. Debe ser audaz y rápido. No debe dar tiempo al contrario. Yo
estoy en desacuerdo con los jugadores que piensan demasiado, su estrategia es
lenta y el enemigo se puede anticipar. Vamos a jugar y aprenderás sobre la
marcha. Llegarás a ser una gran estratega y me ayudarás a tomar decisiones en
el futuro.
Durante
unas semanas fuimos dichosos todos. Ingundis y Hermenegildo se habían enamorado
rápidamente y había surgido entre ellos una complicidad extrema que nos había
sorprendido. Se pasaban los días a solas sin ver el momento de separarse y
cuando el príncipe tuvo que regresar de nuevo a sus obligaciones palatinas, la
princesa le extrañó tanto que casi enferma de melancolía. No podían estar
apartados durante mucho tiempo uno del otro, sentían ambos una necesidad
imperiosa de verse, aunque fuera de lejos. Por eso, cuando el príncipe
despachaba con el rey y sus asesores los asuntos de la nueva política, Ingundis
paseaba por el huerto bajo los ventanales, hasta que Hermenegildo se asomaba.
Leovigildo se preguntaba que habría en el exterior para distraer al príncipe de
ese modo; cuando observó la cara de embelesamiento de su hijo, comprendió. No
obstante se levantó y se acercó a otro ventanal para ver si era cierto lo que
imaginaba. Al descubrir a la princesa mirando hacia arriba con el mismo arrobo
que el príncipe, dio por concluida la reunión para que sus hijos pudieran
abrazarse o lo que gustaran.
—El amor es buena cosa —comentó el rey a sus
colaboradores.
Recaredo y yo estábamos exactamente igual. Mi aya había vuelto a
reprenderme, pero ya lo había dejado por imposible. Además en casa de los
príncipes nos sentíamos seguras. Pero, una vez más, la paz duró poco a nuestro
alrededor.
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Muerte de la reina Galswintha de Neustria |
La reina de Neustria, de soltera princesa
Galswintha, la hija predilecta de Goswintha, había sido estrangulada por la
concubina de su esposo el rey Chilpéric I. Al menos eso fue lo que se dijo de
modo oficial, aunque corrieron rumores de que la habían matado entre los dos, incluso
el rey, con sus propias manos. La noticia llegó una noche sobresaltando a todo
el palacio. Las campanas comenzaron a tañer a muerto mientras la guardia
formaba a toda prisa. Se escuchaban carreras y blasfemias, golpes y ruido de
armas. Brunilda me despertó y me dio la noticia. Yo estaba aun medio dormida
cuando pregunté:
—¿Es la madre de la princesa?
—No, es su tía, es la reina de Neustria.
Goswintha, siempre excesiva, aullaba de
dolor como una loba herida. Ni que decir tiene que el luto fue esta vez total.
Ni una sonrisa se podía esbozar, ni siquiera una mueca que alterara la
expresión de dolor que la reina quería ver en cada rostro. Hubo exequias
solemnes y Goswintha recitó, para mi sorpresa y la de muchos otros, unos
dolientes versos que escribió en
homenaje a su hija asesinada y que expresaban una sensibilidad que yo no le
suponía, y que era difícil de imaginar en su carácter abrupto y dominante:
“Si nuestra luz ya se extinguió, si
murió nuestra hija
¿Por qué para derramar lágrimas, me
retienes aún vida enemiga?
Erraste en demasía muerte
implacable,
Cuando debieras haberte llevado a
la madre,
Fue a la hija a quien arrebataste.”
El luto oficial se prolongó durante semanas.
En ese tiempo nuestro rey, exigió a Chilpéric I la devolución de la dote en
monedas, veinte mil sueldos, de Galswintha, más las ciudades que aportó la
reina asesinada al territorio del reino. Estas plazas debían ser entregadas al
vecino reino de Austrasia donde era reina consorte la hermana de Galswintha, madre de Ingundis, quien se convirtió a
petición de Goswintha, en vengadora del
crimen. Chilpéric, que ya se había desposado con la asesina, aceptó, pero
semanas más tarde faltando a su palabra, invadió las ciudades entregadas,
declarándose la guerra entre los dos reinos. Ingundis lloraba de dolor pensando
en su madre y sobre todo en su padre y sus hermanos varones en el campo de
batalla y en sus primos, hijos de la reina asesinada, a merced ahora de su
madrastra asesina. Ella casi no había conocido a su tía, pero podía imaginar el
dolor de su querida madre, acrecentado por la preocupación por la guerra y por
sus sobrinos inocentes. El príncipe, que la adoraba, no sabía cómo mitigar su
pena y nosotras tratábamos de consolarla, pero la princesa era de carácter
melancólico y la tristeza añadida a la inquietud por lo que estaba ocurriendo a
su añorada familia, hizo que enfermara durante varias semanas. Lo mismo ocurría
con la reina a la que no vimos durante el tiempo que Ingundis estuvo enferma.
Ambas se repusieron casi a la vez; fue la reina la que vino a visitar a la
princesa. Llegó con buena cara y parece que con el ánimo renovado; le dijo a su
nieta que estaba muy pálida y delgada y que debería reponerse, porque tenían
que hablar de cosas muy serias.
—No me asustéis señora. ¿Ocurre algo malo,
aparte de lo ya sabido?
—No, no se trata de eso. Tenemos que hablar
de tu conversión. Antes debes reponerte, pero hazlo rápido. Una reina no debe
ser melindrosa.
Tras el asesinato de su hija, a manos de un
católico o por lo menos con su consentimiento, la reina que no los soportaba y
menos desde la revisión del Código, comenzó a odiarles a muerte. Goswintha era
muy radical, ya lo decía el africano: “puede llevarte al cielo para luego
bajarte al infierno,” por ello determinó todo su empeño y sus energías que eran
infinitas, en atraer a su nieta al
arrianismo.
Al principio, trató solamente de atraerla
con buenas razones y consejos, mostrándole la conveniencia de la conversión a
la fe de su esposo; luego se lo recomendó muy en firme dadas las
circunstancias, “porque no se puede profesar la misma fe que practica el
asesino de nuestras familias, nuestro enemigo,” y más tarde, ante la poca
fortuna de sus exhortos, ordenó sin ambages a la princesa, bautizarse de una
vez.
—Mi madre y mi padre continúan siendo
católicos, porque lo sucedido no tiene nada que ver con la religión.
—La reina de una nación arriana debe ser
arriana como su marido el rey.
—Yo soy católica, ya lo era cuando se pactó
mi boda. Eso no fue ningún obstáculo.
—No lo fue porque se dio por sentado que una
vez aquí te convertirías al arrianismo. Al igual que tu madre se convirtió al
catolicismo una vez casada con tu padre y tu tía Galswintha, mi desdichada
hija, lo mismo.
—Mi madre se convirtió porque así lo quiso.
Mi padre nunca la obligó. Además vos no sois quien para darme órdenes. Yo
obedezco a mi esposo y al rey.
Brunilda empalideció cuando se lo conté,
pero yo estaba encantada. La princesa merovingia desafiaba a la reina.
—¿Qué
te había dicho yo, Brunilda?
—Esta postura sólo traerá problemas, y
muchos.
—Tú temes demasiado a la reina.
—No la temo, soy realista. Con el tiempo te
convencerás.
Las disputas entre abuela y nieta fueron en
principio esporádicas, luego diarias y por fin continuas; en la mesa, mientras
bordábamos, cuando paseábamos y últimamente incluso estando presente
Hermenegildo, que se posicionaba del lado de su esposa, para grave contrariedad
de la reina.
Esto propició que Goswintha, hiciera ver al
rey la posibilidad de que Hermenegildo se convirtiera al catolicismo influido
por Ingundis. El rey la ignoró una vez más, ocupado como andaba en una nueva
campaña bélica, sofocando una sublevación campesina en la Oróspeda.
La reina prohibió a su nieta acudir a los
oficios divinos en su iglesia y como Ingundis hizo caso omiso, mandó
interceptarla cuando se dirigía a orar. Esto causó un grave conflicto con
Hermenegildo, incluso con Recaredo, que se alió con su hermano y se enfrentó
con él a la reina.
—Estáis los dos embobados con vuestras vaginas galas. No sé que tienen
de especial para que las consideréis el centro del universo. Poco hombres me
parecéis si consentís que vuestras hembras hagan lo que les plazca y no
obedezcan a su reina ni a su rey. Indignos hijos de vuestro padre.
—Señora no mezcléis a nuestro venerado padre
en estas disputas domesticas fruto de vuestra obstinación y terquedad. Nuestro
padre, el rey, está conforme con que mi
esposa y sus damas profesen cada cual la religión que les dieron desde la cuna.
Dejadlo ya.
—Sois tan mujeres como ellas.
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Leovigildo
antes de partir para la Oróspeda
ordenó a la reina dejar de entrometerse en la vida de su hijo y de su esposa.
Pero la reina era tan obstinada como decía mi abuelo que lo eran las mulas
normandas. Por ello, tampoco dejó de inmiscuirse en mi relación con el príncipe
Recaredo. Me consta que le habló de mi desdichada concepción, que el príncipe
ya conocía y que le amenazó con desvelar graves secretos sobre mi padre para
dejar en entredicho nuestra relación; pero yo tenía razón: el príncipe no la
temía en absoluto.
—Eberhart, el africano, obedece vuestras
órdenes, no actúa por su cuenta; de hacerlo así ya no estaría entre los vivos.
Cualquier acto indigno que queráis achacarle, se volverá contra vos. Pensadlo
bien. Y además meteros esto en la cabeza: Yo me casaré con quien yo quiera. Os
guste o no.
—Eso se verá en su momento.
—En su momento se verá.
—Una estirpe de asesinos y rameras sólo
engendrará asesinos y rameras.
—¿Os referís tal vez a los baltos, señora?
—¡Que poco me conoces! —dijo la reina fuera
de sí—. ¡Que poco me conoces insolente y que poco valoras mi posición! Y esa tu
puta septimana no sabe con quién se las juega.
—No insultéis ni amenacéis a mi prometida,
señora. Será lo mejor para todos.
No tuvimos ni un solo día de paz a cuenta de
la conversión de la princesa. Goswintha descargó todas sus iras sobre ella.
Hermenegildo, que desarrollaba con el noble hispano las disposiciones recogidas
en el Codex Revisus, tomó la decisión de alejarnos un tiempo de la corte para
ver si así se calmaban los ánimos y la reina se olvidaba de la religión de una
vez. Nos fuimos lejos de palacio a un lugar precioso al lado de un río en una
casa rodeada de huertos de naranjos donde el aroma del azahar te mareaba si
aspirabas con avaricia. “Hay que ser prudente al respirar,” decía la princesa.
Fueron semanas agradables, aunque tanto la princesa como yo echábamos mucho de
menos a los príncipes.
Llegaron buenas nuevas del frente; siempre
llegaban, en realidad; el rey salía victorioso tarde o temprano, de cada
batalla y esta vez había sofocado con prontitud la rebelión de los campesinos
llamados bagaudas y con ello había
afianzado la posición del reino frente a los bizantinos que ocupaban una franja
costera cada vez más exigua. Cuando regresó a la corte lo hicimos también
nosotras, pensando erradamente que con el rey en palacio la reina cesaría en su
acoso a la princesa. Los primeros días todo fue bien, pero apenas transcurrida
una semana, Goswintha retornó a hostigar a su nieta con más fiereza si cabe.
Aquella decisiva mañana estábamos conversando las tres, Ingundis, su dama y yo,
cuando apareció la reina hecha una furia.
Chloevintha, la dama franca, sentía un miedo
cerval por la reina, así que desapareció nada más aparecer Goswintha. Ingundis
y yo nos sobresaltamos, pero permanecimos como si tal cosa, tomando nuestro
hidromiel de media mañana.
—¡Vaya!, las rameras de los príncipes juntas
como corresponde a dos buenas cómplices. ¡Déjanos Jana, lárgate!
—¡Quieta, no te muevas! Jana es mi amiga,
señora.
—¿Tu amiga? Cuantas confianzas. ¡Que te
esfumes he dicho! y cierra al salir.
Me levanté y salí haciendo una seña a
Ingundis con la mano para que no insistiera. Iba a ser lo mejor. Pasé a una
sala contigua. Desde allí podía escuchar. Estaba tan aturdida que ni siquiera
vi a la guardia de la reina. La puerta había quedado entreabierta, por suerte.
—Ven aquí —le dijo Goswintha a su nieta.
Fue una orden que sonó como un portazo en medio de la noche silente.
La princesa se levantó y se acercó a la
reina que la recibió con un bofetón aun más fuerte que el que me había dado a
mí en el salón del trono aquella tarde. Ingundis se tambaleó y a punto estuvo
de perder el equilibrio. Yo traté de entrar, pero la guardia de la reina me lo
impidió. Goswintha, increpaba en gótico
a su nieta, en un dialecto estepario y arcaico, que yo apenas pude entender.
Parecía que la reina hubiera retrocedido hasta la época de Gothia e incluso más atrás.
Logré entender a duras penas, por en medio
del vituperio, insultos cada vez más subidos de tono, acompañados de sonidos
guturales, como de animal, mientras la reina empujaba a Ingundis aumentando la
violencia, con cada acometida, hasta hacerla caer al suelo. Yo intenté de nuevo
entrar para defenderla pero la guardia me sujetó con fuerza hasta hacerme daño.
Goswintha comenzó a pegar una paliza feroz a la princesa a puñetazos y patadas
primero y a golpes con una lanza, después. En principio, Ingundis trató de
defenderse, pero la reina fue mucho más hábil y mucho más rápida. La princesa
se vio sorprendida por la violencia del ataque y tardó en reaccionar unos
segundos que resultaron decisivos. Pese a todo, conservó intacta su dignidad y
no emitió ni un quejido.
De pronto cesaron los golpes y la reina
ordenó:
—¡Levántate! Levántate puerca y di ahora
mismo que te convertirás.
—¡Jamás!—respondió Ingundis, firme, pero con
un hilo de voz—¡Jamás! Lo he jurado.
—Te mataré, perra franca. Y una vez muerta
te echaré de cabeza a la pila bautismal. Serás arriana viva o muerta.
Hasta mucho tiempo después no fui capaz de
comprender el por qué de la obsesión de
la reina por la conversión de la
princesa, cuando a nadie más le importaba. Mas que el dolor y la
indignación por la muerte de su hija a manos de un católico, parecía ser, tal
vez, la cólera y el despecho por no poder convencer al rey, que ni la escuchaba
siquiera, del error histórico que iba a ser, según ella, incorporar católicos
al gobierno de Hispania. Posiblemente purgaba su temor y su cólera y su
frustración con Ingundis. Estaba golpeando al rey y a los católicos en la
persona de su nieta. Estaba convirtiendo en mártir a la princesa.
Los golpes continuaron con tal saña que yo
pensé que, en efecto, la mataría, así que me puse a dar gritos de auxilio. Los
guardias me taparon la boca, pero ya alguien había escuchado mis lamentos y en
el preciso momento en el que la reina les estaba ordenando que me dieran
muerte, “asfixiad a esa puta, para que se calle de una vez,” apareció Sigebert
con su hijo y un grupo numeroso de espatarios
que obligaron a los guardias a soltarme y los mantuvieron a raya; a la
carrera entramos al dormitorio donde Goswintha pateaba con terrible saña a una
Ingundis medio inconsciente y enteramente ensangrentada, con la lanza clavada
en un costado, “como tu Iesu,” le decía, mientras pretendía arrastrarla por las
trenzas hasta la pila de bautizar.
Trabajo le costó a Sigebert lograr, sin
hacerle daño, que Goswintha soltara a la princesa que se desplomó inane sobre
el suelo, transformada en un caos de llagas y sangre con el vestido roto y las
trenzas desgarradas a tirones. La reina tenía mechones del pelo de su nieta en
las manos, mientras vociferaba a Sigebert que le haría matar por esto.
Alguien había avisado a Hermenegildo que
llegó a tiempo para tomar a su esposa en brazos y depositarla en la cama a la
vez que yo me fui corriendo a buscar a mi aya, que sabía mucho de remedios,
mientras llegaba el galeno que el príncipe ordenaba a gritos que trajeran.
Varios días estuvo Ingundis entre la vida y la muerte, como consecuencia de las
heridas en la cabeza, el lanzazo en el costado y los huesos rotos que tenía por
todo el cuerpo. Su hermoso rostro aparecía hinchado y desfigurado, lleno de
arañazos y completamente bañado en sangre licuada con las lágrimas que había
derramado de dolor y de angustia y de impotencia. Era una masa sangrante y
deforme. Una loba asesina se había ensañado con él. Una hembra descendiente de
Fenrir[2] se
había reencarnado y vivía en la corte hispana causando todo el mal del que era
capaz. La princesa no podía comer ni hablar. Solamente emitía un débil quejido
cuando la movíamos para curarle las heridas. En verdad pensamos que se moría.
La guardia del príncipe vigilaba
permanentemente, desde ese día, la alcoba de la princesa a la que solo podíamos
acceder su marido el príncipe Hermenegildo, el príncipe Recaredo, el galeno, y
su dama franca y yo, que nos turnábamos junto a ella noche y día. Cuando me
tocaba velarla por la noche era relevada por Chloevintha al medio día, para
poder comer y asearme y descansar un poco. En ese momento Recaredo venía a mis aposentos y me ayudaba con el baño para
luego acompañarme en la comida. Mi príncipe, me acariciaba con ternura y me
besaba, pero ni un solo día trató de que hiciéramos el amor. Sabía que mi
estado de ánimo no era el adecuado y que insinuarlo siquiera sería una falta de
consideración de la que él no era capaz. Aquellos días no se sabía nada de la reina y no me atrevía a
preguntar. Nadie la mencionaba delante de los príncipes.
[1] El Año
Nuevo se celebraba el día primero de marzo.
[2] Fenrir
es el lobo gigante. Una de las bestias del panteón escandinavo.
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