La
rebelión, primera parte
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H
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asta
Híspalis, o por lo menos hasta mi, apenas llegaban las noticias de la guerra en
la Septimania, estando como estábamos aislados de la corte, aunque supongo que
el virrey y sus consejeros estarían mejor informados dado que la situación en
la Narbonense les beneficiaba; pero eran herméticos, nada trascendía; ni
siquiera Ingundis, pese a conocer mi sufrimiento, dejaba traslucir ninguna
emoción que yo pudiera interpretar en cualquier sentido. Estaba perfecta en su
papel de reina, al igual que Goswintha, aunque yo me resistía a creer que
tuviera su mismo carácter.
Fueron de nuevo los sirios quienes portaron
la aureola de la reciente victoria enredada entre los tafetanes y los
terciopelos, prendida en las cintas de raso y seda y en los hilos de oro y
plata, y la hicieron circular por la ciudad, transformada casi en epopeya; tal
vez convenía que en Híspalis se conociera el poderío de los ejércitos reales,
toda vez que ellos serían quienes presentaran batalla tarde o temprano, si
Hermenegildo no rectificaba y se arrodillaba ante su padre. Tal vez la
propaganda fuera una nueva estrategia de lucha.
El dux de Aquitania, hacía días que se
había replegado, tras sufrir un implacable castigo por medio de las tropas que
mandaba Claudio, el nuevo dux de origen hispano de la Lusitania, que habían
desplegado una audaz acometida, ingeniosa y rápida, y le habían vencido a
orillas del rio Aude. Fue Sigebert, una
vez más, quien me narró los hechos según llegaron hasta él. Parece ser que los
hispanos, recién llegados a la Septimania, se dirigieron al encuentro del
ejército aquitano, acampado junto al Aude y una vez que lo tuvieron a tiro,
lanzaron al aire tal cantidad de flechas que el cielo dejó de verse durante
muchos minutos y el sol desapareció anocheciendo el día. Cuando regresó la luz,
los nuestros hicieron amago de retirarse, rehuyendo la lucha y las tropas aquitanas,
después de un instante de vacilación, salieron con furia tras ellos. Cabalgaron
varias leugas a implacable galope, hasta que todos acusaron
el cansancio; los hispanos se frenaron agotados en la lejanía y los aquitanos
les imitaron agradeciendo a la Providencia el favor, permitiendo a las monturas
acercarse al rio para refrescar los gaznates secos por la carrera y por la
angustia del ataque anterior. Se hallaban en medio de un pedregal, lejos de su
campamento, con el rio a la derecha y la montaña a la izquierda. De improviso,
los hispanos, abortando la supuesta tregua, se lanzaron contra ellos a galope
tendido, reforzados en primera línea por tropas septimanas de refresco, que
habían cruzado el rio y estaban aguardando el momento de entrar en liza. Tras
la sorprendente acometida, los desconcertados francos tomados al asalto,
dejaron sobre el terreno bastante más de la mitad de su ejército y los aliados
hicieron tantos prisioneros que se vieron desbordados. La confusión poseyó a todos, vencidos y vencedores. La
lucha se prolongó, no obstante, durante horas. Cayó la noche y los dos
ejércitos continuaron la matanza a la luz de las teas, hasta que los aquitanos
retrocedieron en desbandada como pudieron amparados por la oscuridad. Claudio
Servilio ordenó a los suyos dejarlos ir. Había sido suficiente. Cuando amaneció
el paisaje había mudado por completo. El río había enrojecido mientras el cielo
permanecía tapado por las nubes, reacio a presenciar las consecuencias de la
depravación humana. Los muertos eran más de siete mil, la mayoría aquitanos.
Pude imaginar el espanto de la crueldad sobre la campa como en tantas otras
batallas que había escuchado referir; aunque Sigebert no me diera detalles,
tampoco los necesitaba; por desgracia, me figuraba el resultado del horror.
La victoria hispana fue incontestable y la
Septimania quedó por fin segura y a salvo y los ejércitos pudieron regresar
victoriosos a la corte. Recaredo retornaba del frente sin una herida siquiera.
Esto era lo más importante para mí. Tal vez fuera posible el reencuentro. Tal
vez antes de comenzar la guerra, mandara a por nosotros.
Una vez en la corte, el príncipe debía
ocupar el puesto de su padre en la gobernación del reino, porque Leovigildo
pensaba dirigirse al norte de nuevo contra los vascones, ya que temía una
expansión aprovechando los diversos problemas en los que andaba inmerso el
reino. Nada se decía de iniciar una guerra contra Hermenegildo. Parecía como si
Toletum pasara por alto la situación en Híspalis, como si la ignorase a
propósito. Tal vez pretendía dar tiempo al virrey a rectificar. De no ser así,
estaba teniendo una estrategia lenta o ¿acaso el lento era Hermenegildo? ¿Quién
había movido primero? Hermenegildo. Hermenegildo había lanzado el desafío, el
rey le había desautorizado y así habían quedado las cosas. Híspalis jugaba con
blancas, pero hasta ahora solamente había abierto el juego con temeridad y
había expuesto al rey. Su táctica no había hecho más que comenzar y era
lentísima y eso, según Recaredo, no era inteligente. Aunque yo continuaba
pensando en una trama organizada de antemano, porque todo me parecía
inexplicable y confuso. Brunilda cuando me escuchaba meneaba la cabeza con
desaprobación.
—Tú y tu imaginación desbordada. Esa idea
tuya no tiene pies ni cabeza, es lo más descabellado que te he escuchado y mira
que te he escuchado cosas absurdas. Con lo fácil que es ver las cosas como son
en realidad.
—¿Ah sí? ¿Y cómo son?
—¿Pues como van a ser? Las cosas son, como
tienen que ser. Siempre lo dijo tu abuela, deberías recordarlo.
Los reinos de Austrasia y Neustria
continuaban en guerra; Frédegonde la asesina de la hija de Goswintha y ahora
reina en su lugar, se había revelado como una mujer sanguinaria y ambiciosa y
el terror parecía haberse instalado en los reinos del norte, a la vez que la
noticia de los malos tratos infringidos a Ingundis oscurecía para siempre las
relaciones de las reinas Brunechildis y Goswintha que dejaron de hablarse. Para
rematar el laberinto, el desafío de Hermenegildo se convirtió en el principal
motivo de enfrentamiento entre el rey y la reina de Toletum. Ella le echaba en
cara no haberla dejado convertir a su nieta por las buenas o por las malas o
matarla antes que dejarla ir precisamente a Híspalis donde “estarían rodeados
de católicos y de ese agitador llamado Leandro” y no haberla escuchado cuando
le advirtió del error de incorporar al
gobierno a los católicos “que mira que pronto te lo han agradecido.” Las
escaramuzas más o menos encarnizadas se libraban en la corte entre los reyes y
ahora mismo yo no acertaba a vaticinar ninguna acción próxima contra Híspalis,
aunque imaginaba que el rey y el príncipe tratarían de encauzar la situación
con el hijo y el hermano; pero dada la
lentitud de movimientos cualquier cosa podía acontecer. Era exasperante la
ausencia de noticias.
Aquí en palacio, lo que nos estábamos
temiendo desde hacía un tiempo podía ocurrir en cualquier momento. Leandro
estaba instruyendo a Hermenegildo en el catolicismo a marchas forzadas y todos
dábamos por hecha la conversión y en consecuencia, la rebelión. El príncipe y
algunos católicos, pero sobre todo la nobleza visigoda, andaban tanteando
alianzas. Ya contaban con el rey suevo Miro y con los lusitanos y tras la
conversión, Leandro en persona saldría hacia Byzantium, a pactar acuerdos con
el emperador.
Yo ya sabía con certeza que estaba encinta.
Me gustaría poder darle la noticia a Recaredo y sobre todo me gustaría verlo
aunque solo fuera una vez más. Me gustaría volver a tener una noche juntos, pero
con un instante también me conformaría. Con verlo incluso de lejos. Por el
momento, nadie sabía de mi preñez excepto mi aya, que se alegró como si viniera
un nieto suyo, y lloró toda la mañana y me hizo prometer que si nacía niña la
llamaría Aimone. Eso mismo era lo que yo había pensado. Pero con el tiempo mi
estado se iba haciendo evidente y tuve que pensar en dar la grata nueva, al
menos para mí, a la gente de mi entorno más inmediato. Mi aya me preguntó si
consideraba conveniente decir que mi hijo era de Recaredo estando las cosas
como estaban.
—¿Y de quien voy a decir que es?
—No lo sé. Se nota poco la preñez. Espera un
poco más y mientras tanto pensaremos algo, según lo que vaya ocurriendo.
Una mañana me encontré una sorpresa mientras
bordaba en el patio bajo los naranjos, jubones para el hijo de Ingundis que
nacería en otoño, como el mío. Yo tenía la esperanza de que, para cuando
llegara el momento, estuviera junto a Recaredo y juntos educáramos a nuestro
hijo y a los siguientes. Esa mañana a la que me refiero, apareció de improviso
Eberhart el africano, por no decir mi padre que me resulta todavía doloroso.
—Hola Jana.
—¡Señor! ¿Cómo es que estáis en Híspalis?
—Vengo de hablar con Hermenegildo, como
puedes suponer. El rey quiere verlo en Toletum y yo espero para acompañarle.
Saldremos en cuanto esté preparado para el viaje.
—¿Que se dice de la guerra en la Septimania?
—Ya ha terminado. Fue muy favorable a
nosotros. Recaredo regresa victorioso. Ahora sólo falta que Hermenegildo
rectifique y se entienda con el rey. Leovigildo se interesa por ti y te envía
saludos.
Agradecí la deferencia del rey y me quedé
confiada en que Hermenegildo, que era un hombre prudente en el fondo, recapacitaría
e iría a la corte a entenderse con su padre, que lo adoraba. El rey amaba mucho
a sus hijos era muy evidente y eso haría las cosas más fáciles. Pero Ingundis
apareció para matar esa esperanza.
—Supongo que habrás visto a tu padre, Jana y
te habrá dicho a que ha venido.
—Así es, alteza.
—Comprenderás entonces, que Hermenegildo no
tiene porqué desplazarse a la corte. Que venga aquí Leovigildo.
—Leovigildo es el rey.
—Y Hermenegildo también, no seas
impertinente. Además es él, el que quiere hablar. Que venga si lo desea.
Hizo una pausa, antes de continuar; cuando
prosiguió, su voz había cambiado desde
la arrogancia al temor.
—No comprendes que si mi esposo va a Toletum
será hecho prisionero.
—No lo creo, el rey solo quiere hablar. No
le habrán sentado bien las decisiones que ha tomado el príncipe.
—Debes decir el rey. Que ingenua eres, Jana
¿te has olvidado de Goswintha? En cuanto Hermenegildo ponga el pie en Toletum
será encarcelado como poco. A lo peor ni sale vivo de allí. No irá. Tu padre
partirá mañana solo.
—El rey no se dejará influir por la reina en
asuntos que conciernen a sus hijos y menos aun en este caso, después de lo que
ocurrió…
—¡Hermenegildo no irá! Yo soy ahora tan
reina como Goswintha y tengo también ascendiente sobre mi rey. El rey de
Híspalis no irá a Toletum. Punto.
Había pensado que, no obstante la firmeza de
Ingundis, el príncipe se dejaría convencer por el africano que sabía ser muy
persuasivo. Era su oficio, aparte de otros más expeditivos. Pero la princesa y
sus amigos de rebelión se unieron en el empeño de impedir el viaje: “Una trampa
a todas luces.” El africano le rogó que lo pensara con un poco más de calma,
que lo meditara en la noche, antes de irse a dormir, para que el sueño le ayudara,
después, a ver las cosas con más claridad. “Mañana volveremos a hablarlo” le
emplazó pensando que la soledad de la noche le ayudaría a reflexionar. Pero
Hermenegildo no pasaba las noches solo y los argumentos de la virreina eran más
dulces que los del africano y sus armas
más inofensivas en apariencia, pero mucho más eficaces, y los estragos que
causaban en la voluntad del príncipe, tras la ardiente batalla en la cama,
mucho más contundentes y definitivos. Por eso a la mañana siguiente,
Hermenegildo se negó a ir a la corte a parlamentar con el rey con mucha más
vehemencia.
Así que el africano partió solo portando el
desaire del príncipe a su padre y rey,
que otorgaba, en parte, la razón a Goswintha, cuando reiteraba ante Leovigildo
que los católicos le habían traicionado utilizando a su hijo casi como rehén.
“Entre ellos y la ramera de mi nieta le han sorbido el seso y le han utilizado
contra ti, viejo iluso.”
Yo tenía que hallar el modo de enviar
noticias a Recaredo de mi situación. El tenía que saber que esperaba un hijo
suyo y debía conocer por mí lo que se estaba cociendo en los pucheros de la
conjura. Porque había una conjura dijera Brunilda lo que dijera. Yo tenía que
ser sus ojos y sus oídos en Hispalis. Yo, era él. No podía decirle nada al
africano porque se lo confiaría a Goswintha, con total seguridad nada más poner
pie en la corte. Entonces se me ocurrió algo.
Llamé a Serena que nos había acompañado a
Hispalis, con su hijo y su marido, al que no tuvo más remedio que perdonar, y
que se hallaba de nuevo esperando y nos fuimos a la ciudad a visitar al sastre
que confeccionaba la ropa de palacio. Le encargué una chlamys para el príncipe.
Le dije que tenía que ser para el día siguiente a primera hora. Elegí con
esmero la tela, aunque lo más importante eran los dibujos que tenían que bordar
alrededor del contorno con hilo de oro.
—Le pagaré el doble —le dije cuando vi sus
dudas—. Aceptó sin rechistar.
La misiva, que llevaba cuidadosamente
dibujada en un pergamino, decía:
Queridísimo Recaredo, me muero por
verte. Estoy bien. Vamos a tener un hijo al igual que los príncipes. Nacerá
para noviembre. Confío que cuando llegue el momento estemos juntos, quiero que
contemples su carita desde que llegue al mundo. Es segura la conversión de tu
hermano. No cederá ante el rey. Ingundis, el obispo y varios nobles visigodos
le dominan. No son los católicos, son los nuestros. Yo cada vez entiendo menos
la situación. Tiene a los suevos y a los lusitanos como aliados. Piensa buscar
apoyo en Byzantium, una vez convertido. Por Dios que no haya guerra. Trata de
impedirla por nuestro hijo. Te quiero y te querré siempre. Jana
Chlamys romana |
En una chlamys no cabía nada más. Pensé que
había sido suficientemente explícita. Lo fundamental estaba dicho. Al día
siguiente le di el presente al africano, junto con una nota de Sigebert para su
padre, que el africano leyó atentamente para que no dijera nada más que las
lógicas nuevas que se dan a un padre desde la distancia, sin atisbo de
referencia alguna, a la situación política o militar. Eso eran asuntos entre
reyes y nadie podía, ni debía, ni le era permitido, intervenir. A mí, no se me
notaba la preñez por lo cual el africano no pudo contar ninguna nueva a su
vuelta a Toletum diferente a lo hablado con Hermenegildo y al embarazo de
Ingundis que era de dominio público.
Hermenegildo rechazando la comunión arriana |
Dos días después de la partida del africano,
Hermenegildo se bautizó solemnemente en la iglesia catedral católica. El obispo
Leandro le ayudó en su única inmersión en el agua bendita[1],
mientras Ingundis ejercía de madrina, y varios nobles y magnates católicos, los
más amigos, estaban presentes como testigos. El obispo cambió el nombre del
virrey por el de Ioannes, que por lo visto quería decir, “el fiel a Dios,” aunque Hermenegildo jamás lo utilizó. Fue solamente
algo simbólico.
Luego hubo fiesta en toda la ciudad y
posiblemente en toda la Bética, y un gran banquete de celebración en palacio,
al que no me quedó más remedio que asistir. Debo referir que uno de entre los
magnates católicos que rodeaban al príncipe, un hombre de edad mediana, viudo
con tres hijos legítimos y un buen número de bastardos de varias concubinas, se
había interesado desde hacía tiempo por mí. Yo esquivaba su frecuente presencia
en palacio siempre que podía, haciendo todo lo posible por qué no
coincidiéramos, pero ese día, en la comida, alguien tuvo la desdichada
ocurrencia, tal vez pagada, de sentarnos juntos y me pasé el tiempo desoyendo
sus insinuaciones y esquivando sus intentos de manoseo, cuando el abundante
vino acabó transformado en apasionadas sugerencias, en absoluto compartidas por
mí. Mi incomodidad se hizo tan evidente que la princesa se apercibió y
levantándose me dijo:
—Jana tienes que acompañarme. Me siento un
poco cansada.
Hermenegildo, solicito como siempre con su
reina, quiso ausentarse con ella, pero Ingundis le convenció sin esfuerzo, para
que continuara en la mesa agasajando a
sus invitados como correspondía a la solemnidad del día feliz para los
católicos y sobre todo, para ella, que estábamos viviendo. “Jana me acompañará,
con ella será suficiente. Es una molestia pasajera de mi estado. Han sido
muchas emociones.”
Conversamos del acoso del noble entre
nosotras y ella me prometió decírselo al príncipe para que hablara con el hispano y le ordenara dejarme
en paz. “Le diremos que estás comprometida con un noble de Toletum. Todo se
resolverá, no estés preocupada.”
Entonces, impulsiva como soy, cometí una
imprudencia: le confié a Ingundis mi embarazo y naturalmente no hizo falta
decirle quien era el padre. Me abrazó largamente y luego lloramos las dos.
Últimamente yo estaba también muy susceptible y las lágrimas me acompañaban más
veces de lo que sería deseable. Me estaba pareciendo a Brunilda. Tras el
llanto, arrepentida de mi impulso, le pregunté a la virreina si sería prudente
que el padre del niño fuera de dominio
público.
—¿Por qué no?
—No lo sé, dada la situación a lo mejor es
peligroso. Debería quedar entre nosotras.
—Yo debo decírselo a mi esposo. Es el hijo
de su hermano y sabes que Hermenegildo te quiere como una hermana.
—Bien, pero sólo a él. Yo había pensado
decir que el hijo es de Sigebert. El está de acuerdo.
—¡Pero si todo el mundo conoce tu relación
con el príncipe!
—Aquí no. Desde que llegamos Sigebert no se
separa de mi lado. Somos como hermanos, pero eso no lo sabe nadie.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero, lo hablaré
con el rey y el decidirá.
Se hizo así. Aunque la princesa tenía razón,
mi relación con Recaredo era conocida por muchos, Hermenegildo pensó también
que podía ser mejor mentir sobre el padre de mi hijo. Al fin y al cabo Recaredo
era el enemigo. ¡Recaredo, el enemigo! No comprendía cómo podía hablar así de
su hermano.
A los días siguientes se sucedieron las
semanas y todo continuaba igual. Leandro se había ido, tras la conversión, a
buscar alianzas a Byzantium tal y como yo le había indicado al príncipe. Cuando
regresó proclamó que el emperador estaba del lado de Hermenegildo y que
intervendría si era requerido. Todos lo celebraron como un gran éxito de la
diplomacia del obispo; sin embargo a mi me pareció que era no comprometerse
mucho por parte del imperio.
En la corte de Híspalis se contaba con el
suevo Miro y con los lusitanos. Hermenegildo se reunía cada día con un grupo de
nobles visigodos y algún hispano, pocos diría yo, para planificar la
estrategia; teniendo en cuenta que el virrey se había convertido al catolicismo
lo más lógico hubiera sido que los católicos le siguieran en masa, sin embargo,
esto no había sucedido. Es más, exceptuando mi acosador, un elemento ambicioso
del que no deseo recordar su nombre, y algún otro, pienso que éstos se
esforzaban por mantenerse al margen. Muchos hispanorromanos, aunque
descontentos desde siempre con la dominación visigoda como es natural, poseían inmensas extensiones de tierras y
casas o palacios a ambos lados del conflicto y era difícil posicionarse; creo
que a algunos les daba lo mismo quien
fuera el rey, y la mayoría preferían a Leovigildo, incluso los de la Bética.
Sin embargo, a la nobleza visigoda le había sentado muy mal la pérdida de poder
que avecinaba el empeño del rey por
transformar la monarquía en hereditaria. Leovigildo iba a abolir porque sí, los
fueros ancestrales de las tribus, la esencia misma de su razón de ser, la
memoria de la estepa. Los huesos de sus mayores se retorcerían en su reposo
eterno doloridos por la potestad menguada de ahora mismo y por la nada absoluta
que se avecinaba. Era el fin de todo. El rey se había elevado a
la cumbre del poder absoluto, impulsado por la estela de la gracia de un dios,
antes ajeno, que solo era evidente para él, suprimiendo cualquier prerrogativa
a todos los demás, a golpe de Codex
Revisus. Echando a la cara de las tribus un pergamino de mierda, redactado
por un septimano y varios herejes, que ellos deberían acatar, porque lo
ordenaba el rey. ¿Y quién cojones era el rey? Alguien que ellos habían puesto y
que podían quitar del mismo sencillo modo. Y eso era lo que iba a suceder.
Aunque no iba a ser tan sencillo.
Por todo ello, Cordúba, Emérita y por
supuesto Híspalis reconocieron de inmediato la soberanía de Hermenegildo. Y
curiosamente, al rebujo de los propios visigodos arrianos, pero sobre todo
influido por el obispo Leandro, el nuevo rey anatematizó contra Arrio y sus
doctrinas y ordenó destruir los libros sagrados arrianos y entregó nuestras
iglesias a los católicos y quemó los templos y los conventos de quien opuso
resistencia y pasó a cuchillo sin piedad, a los clérigos que no acataron el
celibato, acusándolos de impíos y de herejes. Contemplé, con el estupor de mis
propios ojos, a la nueva reina besando con fervor y agradecimiento la mano de
su rey tras firmar con ella las sentencias de muerte contra los arrianos
desobedientes con el nuevo orden. Sin embargo, ni a la nobleza visigoda, ni a
la gente de palacio, se nos impuso la conversión, por lo cual continuamos
siendo arrianos quienes así lo decidimos. En mi caso, aunque yo no era
fanática, me hubiera resultado muy dolorosa la conversión a otra religión
distinta a la de mi esposo, el príncipe. Yo debería continuar siendo fiel a
Arrio mientras mi esposo lo fuera. No por sumisión, si no por lealtad.
No reconocía al prudente Hermenegildo ni a
la dulce Ingundis en estos reyes ambiciosos y despiadados en los que se habían
convertido. ¿Quien estaría detrás de todo esto? Los nobles católicos desde
luego, no. Y cuatro tribus enardecidas obrando por su cuenta tampoco. Entonces,
¿quién? ¿Leandro con su iglesia? ¿El reino de Austrasia después de la paliza a
Ingundis? ¿Ambos, unidos contra Goswintha, ganándose a los godos descontentos
con Leovigildo? ¿Todos contra los reyes de Toletum? ¿O sólo contra Leovigildo?
El virrey o el nuevo rey o lo que fuera
ahora mismo, que yo ya no sabía bien, contó desde el momento de la conversión
con un ejército numeroso, joven y bien armado, ansioso por entrar en combate
para repartirse el botín tras la victoria, en la que creían a ciegas. La Bética
era una tierra rica y los repartos serían sustanciosos. Sobreabundaban las
tierras extensas y fértiles y los palacios llenos de tesoros, sobre todo
hispanos, las despensas y las arcas estaban bien surtidas y las mujeres eran
abundantes y bellas. Recordé la historia de mi madre y temblé de angustia
pensando en lo que iba a ocurrir si nadie lo remediaba, que me estaba
pareciendo difícil y por momentos, imposible.
Ruinas de Itálica |
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