OCHO
El otoño había
llegado destemplado y lluvioso y la abuela no tenía ganas de salir al bingo y
pillar de camino una mojadura y un resfriado; sin nada mejor que hacer y sin
nuevas pelis de Paul Newman “tengo que buscarme otro novio más actual” se dedicó
a visionar los videos que
había enviado García y que nadie había devuelto. Eligió varias
cintas al azar y se entretuvo viendo a
la gente guapa entrar y salir de las carísimas tiendas cargadas de bolsas.
“Para estos no existe la crisis.”
_ ¡Coño! La Rita Hayworth otra vez. Lleva el
vestido tres tallas menos, como la Ana Obregón.
Aníbal estaba
dormitando a la espera de noticias sobre el operativo y se espabiló al oír el
nombre que no terminaba de saber pronunciar. En efecto. Delante de una de
las cámaras del escaparate de la tienda
de ropa de Carolina Herrera, varios metros más allá de la Torre, una morena
espectacular con melena ondulada y curvas acentuadas por un vestido de talla muy
inferior a la suya, se miraba en el cristal y se lanzaba un beso de aprobación.
Aníbal parpadeó y se
quedó mudo. Llevaba incluso el mismo vestido que el día del ascensor. ¿Qué
había ido a hacer aquella mañana a la Torre, cuando la policía ya tenía montado
un operativo y una vigilancia de cojones? O era idiota, cosa que dudaba, o le
iba el riesgo hasta la temeridad. Vanidosa era desde luego y eso había jugado
en su contra. Un coche último modelo de una marca carísima, se detuvo a su
altura. La morena metió la cabeza por la ventanilla del conductor para besarlo
en los labios y a continuación, rodeó el coche con un contoneo afectado y
provocativo, para sentarse al lado del hombre al que volvió a besar, antes de
que el auto arrancara a toda leche.
_Espera_ dijo Isabel_ ¿Puedes parar la
grabación justo donde aparece el rostro del conductor?
Aníbal lo hizo sin
responder. Se había vuelto mudo y obediente.
_Es el. Es el señor Nieto. Don Bosco, mi
desaparecido, el cuarto, el hedonista, el divorciado, el…
_Si mujer. Ya lo hemos comprendido_ se
apresuró a cortar la abuela.
_ ¿De qué día es la grabación?
_Del martes 18_respondió expectante.
Había vuelto a dar en
el clavo.
“Soy una detectiva de
cojones.”
Capitulo
nueve
Cuando estaba terminando
el montaje de la operación “Tesis,” Anselmo le llamó por teléfono:
_ Jefe, acabamos de encontrar al del retrato
robot.
_ ¿Dónde?_ “Por fin una buena noticia,” pensó
García.
_ En la playa del Oriente, muerto de un
disparo. Lleva varios días en el agua. Pero es él. Fijo.
En efecto, era él.
Muerto era idéntico al retrato robot, parecía premonitorio.
“Genial, el único
testigo. Era de prever que ocurriera esto.”
A García le hubiera
gustado dirigirse al cabaret a la hora de la actuación de Gilda, y ponerle las
esposas una vez hubiera terminado de cantar. “Se acabó, nena.” “Yo lo siento
por ti”, le hubiera respondido ella con su voz sensual. “¡Corten!” hubiera
dicho John Huston, pero estaba convencido de que a estas alturas, andaría
tratando de escapar, si no lo había hecho ya. La muerte del cómplice lo
corroboraba. Llevaba tres días en el agua por lo cual Gilda o como coño se
llamara podría estar ya lejos, incluso fuera del país. “Va a ser cierto eso de
que siempre llegamos tarde.”
Un derroche de coches
policiales tomó la calle para nada. Gilda no estaba ni se la esperaba y todo el
personal parecía haber sufrido un repentino ataque de ignorancia. Nadie la
conocía.
_ ¿Pero cómo que no? Pensáis que somos
gilipollas. Sabemos que es un hombre. ¿Nadie sabe ni siquiera cómo se llama?
García le hizo señas
a Harry el sucio para que se acercara.
_Bueno, verá jefe, la conocemos como cantante,
pero nadie sabe donde vive ni quien es en realidad. Lleva aquí solo unos meses.
Es un hombre, si. Se hace llamar Gil. Es lo único que sabemos.
_ ¿Sois vosotros todos los empleados?
_ Falta uno. El nuevo. Se hace llamar Rocco.
_ ¿Se hace?
_ Si. Aquí a los más principales nadie les
conoce bien. Nosotros solo sabemos eso. Hace unos días que se fue. Vino a
recogerlo un coche. Debía ser de parte del jefe.
_ ¿Quién es el jefe?
_ No lo sabemos_ respondió el de siempre_
Rocco hacía de camarero y era el enlace con el jefe.
_ ¿Quién os contrató?
_ Un tipo raro y bajito amigo de Gilda. El nos
paga también. No sabemos nada más. Se lo juro jefe_ remató el hombre mirando de
soslayo al sucio.
_ ¿Cómo se llama ese elemento?
_ Gilda lo llamaba Johnny y nosotros jefe,
jefe.
_ No soy tu jefe, di señor inspector cuando te
refieras a mi_ le espetó García con cara de muy mala leche mientras respondía
al móvil.
Era Anselmo con una
voz extraña. “Ay, la hostia”, pensó García.
_Tengo dos noticias. Una buena y la otra muy
mala. ¿Cómo empiezo?
García juró mentalmente
mirando al cielo, que le pegaba un tiro en cuanto tuviera ocasión.
_ No me jodas Anselmo. No me jodas.
Hubo un silencio al
otro lado.
_ ¡¡¡Anselmo!!!. Habla hijo de puta.
_ Es Gilda. La han detenido en el control de
la salida norte.
_ ¿Y?
_ Y se han liado a
tiros. Ha matado a uno de los nuestros, herido al otro y se ha escapado. Según
testigos se fue hacia el puerto. Va herida. No, va herido. Es un hombre jefe.
García salió a
escape. Por el camino ordenó a todos los coches dirigirse al puerto y formar
una barrera de modo que “ese cabrón no
se acerque al muelle ni de coña.”
García enfiló la
avenida principal de acceso al malecón a todo lo que daba el motor del Citroën
BX. De pronto un coche se le vino de frente a toda velocidad seguido por los
coches patrulla, que nada más se adivinaban por el ruido de las sirenas. Gilda
giró bruscamente a su derecha y enfiló por una calle transversal en dirección
prohibida, García se fue detrás. Pocos coches venían de frente, por suerte para
ellos y los peatones, muy prudentes, ni osaron cruzar la calle ni siquiera
poner un pie fuera de la acera. Los motores rugían igual que los de una carrera
de fórmula uno. Gilda cambió de dirección varias veces, yendo y volviendo,
buscando salir del entramado de calles, en dirección al extremo norte del
puerto, siempre buscando esa dirección, posiblemente a la vieja fábrica de
hielo, pensó García. ¿Qué habría allí?
En efecto, no se
había equivocado, Gilda hizo lo imposible por despistar a los polis, cosa que
había conseguido tras casi media hora de idas y venidas, en las cuales los
coches policiales protagonizaron varios incidentes destrozando mobiliario urbano
y chocando entre sí dos de ellos, que quedaron parados taponando la calle. El
consiguió seguirla aunque a bastante distancia. Mejor diríamos que se encaminó
hacia la fábrica de hielo por el camino más corto que halló, seguro de que ella
o él se dirigía allí, por un motivo que García, a estas alturas, sabía de sobra
cual era.
Cuando llegó al viejo
edificio, el coche de Gilda no se veía, posiblemente lo hubiera aparcado
detrás. García se detuvo y llamó a su gente.
Aníbal y media
ciudad, tenían una aplicación que permitía escuchar la radio de la policía a
través del móvil. Esta emisora se había convertido en líder de audiencia y en
una competencia desleal para las radios comerciales, tanto que el ministerio
del interior se planteaba, y no era broma, insertar publicidad en las
retrasmisiones de operativos. “Con el tiempo los anunciantes financiaran
delitos para hacerse publicidad” opinaba García al que no le faltaba razón. Así
que cuando el inspector dio la posición de la fábrica de hielo, Aníbal se fue
directo a por el coche.
Cuando llegó, el
Citroën de García estaba en la explanada, pero del poli no había señales y el
resto de coches aun no habían llegado, perdidos como estaban en una maraña de
calles de dirección única, enzarzados algunos en discusiones con otros
conductores. Se sentía a lo lejos el ruido inconfundible de un helicóptero que
supuso vendría a colaborar.
Aníbal empuñó la
pistola y se dirigió en zigzag hacia la puerta. Cuando se disponía a entrar
sonó un disparo. Se puso a cubierto tras un contenedor, pero el tiro no era
para él. Mientras avanzaba en dirección al sonido, escuchó el ruido de una puerta
y al poco el motor lejano de lo que supuso un coche. Seguro que Gilda trataba
de escapar. El helicóptero estaba justo encima.
Cuando llegó a una
especie de sala vio a García tendido en el suelo. Gilda le había disparado por
la espalda, casi a bocajarro. La cosa no pintaba bien. García había perdido el
conocimiento y sangraba abundantemente.
_ ¡Quieto, suelta el arma!
_ Soy Aníbal Manero, gilipollas. El asesino
acaba de salir por la puerta de atrás ¿Vas tu o voy yo?
_ Voy yo ¿Es grave lo de García?
_ Si.
Aníbal pidió una
ambulancia y permaneció al lado de García hasta que llegaron. Mientras se
llevaban al inspector y antes de que apareciera la científica, echó un vistazo.
El resto de polis se habían ido detrás de Gilda. La persecución estaba siendo
caótica.
El viejo edificio
había estado a punto de ser demolido, pero al final una empresa extranjera lo
había comprado barato con la intención de remodelarlo y convertirlo en
restaurante de lujo, con su propio embarcadero, pero llegó la crisis y las
obras no terminaron. Saliendo de la especie de sala donde estaban, posiblemente
el futuro comedor, se llegaba por un pasillo ancho y corto a la cocina. Había un cuartito anexo y en él
unas escaleras que bajaban a un sótano donde se hacía evidente que pensaban instalar la bodega.
Aníbal lo recorrió con calma. En alguna parte tenía que estar la sala de
torturas de Gilda y ese era un buen sitio. De pronto su pie tropezó con algo
casi imperceptible. Se agachó, “nunca llevo la linterna, maldita sea”, y se
alumbró con la luz del móvil. Pudo ver una ranura en lo que parecía una
trampilla. Bendijo su costumbre de llevar zapatos italianos de fina suela; con
deportivas ni lo hubiera notado.
Le costó Dios y ayuda
levantar la chapa de acero que tapaba el zulo. Pesaba lo suyo. El tal Gil era
un forzudo. “Otra vez la linterna me cago en la puta.” Con la lucecita del
teléfono distinguió una sólida escalera metálica apoyada en la pared. Bajó con
cuidado y llegó a una especie de vestíbulo amplio. Al fondo se adivinaba una
puerta y a su lado había una camilla Palpó la pared buscando un interruptor.
“Bingo”, hubiera dicho la abuela, cuando
lo encontró. En efecto había una puerta; una puerta de acero blindada. Abrirla
le iba a resultar imposible como no encontrara la llave, cosa a todas luces
improbable. Se acercó y empujó. Con gran asombro por su parte, la puerta se
abrió. Gilda no había tenido tiempo de cerrar. Pensándolo bien, total ¿para qué?
Una vez en la fábrica era cuestión de tiempo que hallaran el zulo. Entonces
para que fue. Podía haber tratado de escapar por otro lado sin necesidad de
guiar hasta allí a la policía. Tal vez quería que hallaran el sitio y
comprobaran lo que hacía y sobre todo, lo bien que lo hacía. Era una
histriónica, necesitaba público.
Entró. No se había
equivocado, allí estaba la sala de tortura y grabación. La habitación era
amplia. Tenía todo lo necesario para una buena sesión de martirio. Cadenas,
argollas, látigos, cuchillos, sierras, bates metálicos…y curioso, muy curioso,
una sala de maquillaje y una colección de pelucas. Al fondo había un armario
empotrado de pared a pared. Aníbal lo abrió con reservas. No le gustaba nada lo
que estaba encontrando. La sorpresa fue en aumento: estaba lleno de ropa, pero
no común y corriente; era ropa como de actuar. Recordó lo que le habían dicho
la abuela e Isabel de los disfraces de actores y lo comprendió. Gilda
disfrazaba a sus víctimas probablemente de actores y luego los torturaba hasta
la muerte. Una perversión más de sus clientes. Había otra puerta que, posiblemente,
daba a otro cuarto. Dudó un segundo y al final, entró. Era la sala de torturas
propiamente. Allí estaba dentro de una jaula tirado en el suelo el abogado y
sentada en la silla frente a la cámara la novia disfrazada de hombre. Muertos
los dos. La muerte de ella, por asfixia, era reciente. Aun estaba caliente.
Lamentó no ser
aficionado al cine.
Las paredes estaban
empapeladas con posters de actores, “supongo”. Reconoció a Marilyn
“inconfundible” a la famosa Rita “no se que,” al Wayne ese que camina raro y a
un tío con tupé en actitud de bailarín, con traje blanco y camisa negra que supuso
sería el que sirvió de modelo para el disfraz del sanitario del parquin. “Mi
pariente.”
Arriba se oía
movimiento. “Ya llegaron los listos.”
Sobre la silla del
director había un cuaderno. Aníbal se lo metió en el bolso justo en el momento
que entraba la científica.
_ No habrás tocado nada.
_ No habrás tocado nada.
_ Soy un santo.
_ Como hayas echado
algo a perder, te las verás conmigo, Manero.
_ Que miedo me das_
le respondió Aníbal acercándole la cara.
_ ¿Cómo bajaba los
cuerpos?_ preguntó otro.
_ Al hombro. Es un
forzudo. Claro, tú no has tenido que levantar la tapa del zulo_ dijo Manero
mientras subía la escalera.
Cuando estaba a la
mitad, observó otra puerta muy al fondo, retrocedió y se dirigió hacia allí. Se
encontraba solo de nuevo. Cuando abrió, una ráfaga de aire le hizo pararse y
volver el rostro. Estaba a la orilla del mar. El lugar era un embarcadero
debajo del edificio, al otro lado del puerto. Desde allí se salía casi de
inmediato a mar abierto. Por eso Gilda llegó hasta allí. Para escapar. El ruido
que escuchó no era precisamente del motor de un coche. Posiblemente introducía
por aquí a los secuestrados. Tendría el barco esperando en un sitio discreto,
los encerraba y los iba trayendo, tal vez de dos en dos. El acceso a la sala de
torturas era más fácil que por el sótano.
Antes de huir tuvo
tiempo de matar a la mujer del joyero y luego, disparó a García. No hubiera
hecho falta, no necesitaba subir para nada, pero sabía que el policía lo había
seguido y se divirtió pegándole un tiro. “Psicópata de mierda, te echaré el
guante, lo juro.”
_ ¿De dónde vienes por ahí?
_ Mira y lo sabrás, listo. Con cuidado, no sea
que te ahogues.
Cuando salió del
edificio permaneció unos minutos apoyado en el coche respirando aire puro. La
tarde se había puesto gris de nuevo tras una ligera tregua, y el viento soplaba de nordeste. Mal augurio.
El mar ya se había encrespado y parecía hervir. Las olas borboteaban nerviosas.
La espuma salpicaba el malecón.
_ ¿Donde carajo te
habrás ido, hijo de puta?_ se preguntó mirando el horizonte_ Juro que te
encontraré aunque sea lo último que haga. Te traeré ante García como que me
llamo Aníbal Viriato Manero Jiménez. ¿Qué pasa? Yo no me puse el nombre_ le
dijo al coche mientras abría la puerta. “Yo no he dicho ni mu” hubiera
respondido el coche si supiera hablar.
Aníbal arrancó y se
dirigió al hospital. Le contaría a Casimiro lo sucedido, pero sobre todo iría a
ver a García. La herida no presagiaba un futuro agradable para el inspector.
2 comentarios:
¿Cuando acaba? pregunto...
Quedan un capítulo y el epílogo.
Debería de haber puesto al principio cuantos capítulos eran...
Disculpas
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