VI y último
Los tiempos pintaban mal para las monarquías.
La noticia del encarcelamiento de la familia real francesa causó inquietud en La Fundación. Por años
surtieron de consortes a la monarquía de la flor de lis con bastante buena fortuna.
Durante el reinado de Luis XVI, la fertilidad de las pupilas enviadas por La Fundación se había
convertido en un problema dado que la consorte del Delfín, María Antonieta, no
lograba quedarse encinta, mientras sus cuñadas y primas parían sin parar. La
madre de la delfina, la emperatriz María Teresa, lo tomó como una afrenta
personal por parte de La
Fundación puesta ahora al servicio del Borbón que no perdonó
jamás a la monarquía austriaca la pretensión del trono de España, que solo a él
le pertenecía.
—Bastardos —les llamó la emperatriz con toda
propiedad— solo quieren hacer de menos a mi niña.
—No comprendo por qué protesta. Nosotros no
tenemos culpa de que su hija sea presuntamente estéril.
—No es eso. Parece ser que el delfín no
consuma.
—Razón de más. Estos franceses no traen más
que problemas. Y encima la casa de Austria piensa que se trata de una
conspiración. Dichosa guerra.
Por
fin, la delfina se quedó encinta, para alivio de todos. Sin embargo la revolución echó por tierra el gozo de la
dinastía.
El Consejo nunca entendió por que los
revolucionarios franceses se empeñaron en prender y ajusticiar a los reyes. No
había ninguna necesidad. Luis XVI y María Antonieta habían sido unos monarcas
con muchos defectos, frívolos y dilapidadores en unos años difíciles para el
país, es más que cierto, pero, con haberlos destronado y enviado al exilio
hubiera sido suficiente. Para poder
llevarlos a la guillotina, los revolucionarios tuvieron que acusarlos de lo
único de lo que no eran culpables: de traición a Francia.
Robespierre
probó años más tarde la misma medicina que había obligado a recibir a la
familia real.
—Quien a hierro mata…—Fue la aguda
observación de la presidenta de la Fundación en ese momento.
Una vez que Luis XVI de Francia y su esposa
austriaca fueran guillotinados, los contratiempos parecieron cebarse con la
Fundación. Los consortes suministrados a
otras cortes no daban los buenos resultados que cabía esperar dado el esmero
con el que eran instruidos. Como los matrimonios se concertaban entre
diferentes casas reinantes, un mal resultado era tomado como una afrenta
personal de la Fundación
a la corte afectada e incluso a los padres de ambos cónyuges, que culpaban al
Consejo de errar a propósito para fastidiar o para provocar un conflicto y
reclamaban los dineros pagados, que en algunos casos no hubo más remedio que
devolver, con el consiguiente perjuicio para las arcas de los naturales.
Andaban muy nerviosas y preocupadas las
diferentes monarquías. Por cualquier nimiedad el pueblo podía amotinarse como
habían hecho los franceses; no debían de proporcionarles excusas para ello. Se
habían tornado excesivamente susceptibles las casas reinantes en aquel momento
delicado. Escuchaban la palabra revolución y salían bufando como el demonio
ante la cruz.
En esos años tan particulares de revueltas e
ilustración, la Fundación estaba presidida por una mujer. Una culta y erudita
dama hija bastarda de Carlos III. No era lo acostumbrado. Había habido graves
disensiones dentro del Consejo, pero al final se acordó que siendo la mejor
candidata, poco importaba el sexo. No fue la mejor época de la Fundación a nivel
compromisos institucionales, por las circunstancias que atravesaban los reinos
en Europa, pero fue la más decisiva, dada la determinación que hubo que tomar.
Eran tiempos de cambios. En el mundo se
sucedían los acontecimientos significativos. La revolución había triunfado nada
menos que en Francia ¿quién lo hubiera pensado? Y al otro lado del mar océano
una nueva nación acababa de nacer: Los Estados Unidos de America habían
conseguido la independencia de Gran Bretaña, tras una larga guerra en la que
había participado España ayudando a los rebeldes, como debía ser, dada la
enemistad crónica con Inglaterra. Había surgido una nación joven con nuevas
ideas y aires renovados de democracia, libertad e igualdad. Muy diferente de
los estados de la vieja Europa.
La presidenta se hallaba despachando con su
secretario. La Fundación
andaba otra vez con apuros económicos. Habían tratado de remediar el mal
comportamiento de los pupilos, echando mano de los criados en el exilio,
fiándose de los informes de los diferentes Consejos formados por el mundo. El
resultado fue bastante peor. La conducta de los jóvenes era una autentica
anarquía. No eran ni tan siquiera cultos, ni menos aun educados. Parecían
gañanes. Había que remediar aquello con prontitud. Estaba resultando muy
difícil controlar a los pupilos exiliados, para lograr tener una instrucción
uniforme que sirviera a un fin concreto: la buena marcha de la Fundación. A medida que pasaban
los años, se iba haciendo muy complicado, casi imposible, traerlos de nuevo al
redil.
—Así no vamos a ninguna parte. Esto es el
caos. Es indispensable la unidad, la cohesión. No se puede actuar de modo
independiente. ¿Cómo hacer que lo comprendan?
—Va a ser difícil, señora. Como buenos
españoles prefieren ser cabeza de ratón que cola de león. Necesitaríamos un
milagro.
—Confiemos.
No tenían ni la más remota idea de lo iba a
ser el milagro americano. ¿Cómo la iban a tener? Jamás se les hubiera pasado
por la cabeza que la solución a la cada vez mas atronadora anarquía, iba a
venir del otro lado del mar, de la mano del embajador de un tal George
Washington, primer presidente de la nueva nación, que había surgido con ganas de
comerse el mundo.
El Consejo pasó días con sus noches reunido
deliberando, tratando de dar con la mejor solución; procurando conservar la
mente fría y no errar al tomar la vía que conduciría a la probable salida para la sociedad, que había permanecido
durante siglos funcionando tal y como se pensó en el principio. Pero, los
tiempos cambian y no siempre a mejor.
Al final se decidió vender, siempre y cuando
la oferta colmara las expectativas aconsejables. No iban a vender a cualquier precio. La duda ofendía.
Aquella tarde, la ilustrada presidenta y su
secretario, amante y mano derecha, esperaban al americano-portador de una
oferta que “no iban a poder rechazar”- con curiosidad y escepticismo y mataban
el tiempo platicando acerca de él y sobre todo, acerca de los malos resultados de los últimos
casorios. Para la presidenta constituía un ejercicio de auto convicción. No le
agradaba tener que ser precisamente ella, quien enajenara la Fundación.
—Esta gente de la nueva nación son ingleses
en realidad ¿no?
—Bueno, son de origen inglés, pero ya han
nacido en las colonias. Son americanos.
—Son de familia inglesa, súbditos de Jorge
III, educados en la monarquía. ¿Por qué esos aires republicanos?
—Están de moda las revoluciones. Ellos
piensan que la república es el mejor
sistema.
—Entonces ¿Por qué esta oferta?
—Misterios que él tendrá a bien explicarnos.
— ¿Como van nuestros últimos envíos?
—De mal en peor.
—Explícate.
—El consorte enviado a Polonia, tiene el
mismo problema que en su día tuvo el delfín de Francia: no consuma. No hay
manera.
—Algo de culpa tendrá la esposa. No sabrá
estimularlo convenientemente.
—Ten en cuenta que es casi una niña. ¿Qué va
a saber?
—¿Y la que enviamos a Hungría?
—Esa es todo lo contrario. Le puso los
cuernos al marido hasta con el mismo rey, su suegro. Han ordenado decapitarla.
—Que moda tan absurda de cortar cabezas. ¿Y
el de Rusia?
—Se pasa el día en los fumaderos de opio y
es adicto a otras sustancias que, por lo visto, le hacen entrar en una especie
de trance, parecido al éxtasis de los santos. Está medio idiotizado. Dice que
se le aparece San Pedro lanzando anatemas contra el papa. Su suegro ha ordenado
encarcelarlo por blasfemo. Acabará mal.
—¿Y el de Turquía?
—Ha salido ladrón.
—¿No lo habrán decapitado?
—No. Le han cortado las manos.
—¡Por Dios!
La puerta se abrió y el ujier anunció al
señor embajador de los Estados Unidos de America: Excelentísimo señor John
McIntire.
Un hombre joven, alto y con impecable
aspecto avanzó resuelto por el salón. Cuando llegó estrechó la mano de la
presidenta con energía, haciendo a la vez, una ligera inclinación de cabeza.
Reminiscencias del reciente pasado monárquico.
Una vez que tomaron asiento, el americano
fue directo al grano.
—Como ya les habrán informado, mi gobierno
está muy interesado en adquirir los derechos de explotación de la Fundación que
usted preside.
—Hombre, explotación no me parece el término
adecuado. Son seres humanos, no son bestias de carga.
—Perdón, señora, no ha sido mi intención
faltar al respeto, es un modo gráfico de exponer las cosas. Nosotros hemos
creado una sociedad transnacional para hacernos con el control de las distintas
fundaciones que, como la suya, se ocupan de recoger e instruir a los hijos
naturales de diferentes monarcas. Sé que tras las revueltas y guerras que
asolaron Europa, estos pupilos de varias nacionalidades se hallan esparcidos
por el mundo con poco orden. Nosotros tratamos de agruparlos de nuevo en un
territorio que ofrezca garantías de estabilidad. Hemos pensado en Gran Bretaña…
La presidenta iba a objetar algo, pero el
embajador la detuvo con una sonrisa y un gesto de la mano; cortés pero tajante.
—En un lugar de la campiña inglesa iremos
reagrupando a los diferentes naturales dispersos por el mundo. Los que
permanecen en sus países de origen les dejaremos, de momento, en su sitio.
Ustedes, por ejemplo, son necesarios aquí. Nuestra intención es distribuir por
el mundo una elite preparada y capaz para asumir cualquier roll importante en
el futuro, no solo como consortes sino como dirigentes al frente de los
estados, los gobiernos y las finanzas, siempre al servicio, claro está, de los
ideales americanos.
—Me gustaría conocer esos ideales.
—Están muy claros, señora. Libertad,
igualdad y democracia.
—Algo parecido proclamaban los
revolucionarios franceses y ya sabemos cómo terminó la monarquía.
—Le confesaré un secreto. Volverá la corte a
Francia. Estamos trabajando en ello. Le doy mi palabra. Tenemos puestas mucha
esperanzas en un pupilo corso.
—Me inquieta tanta perfección. ¿No se les
irá de las manos?
—Puede ser que alguno sienta la tentación de
ir por libre, ocurre siempre, pero la organización no vacilará. El castigo será
ejemplar. Como ya han hecho ustedes en el pasado.
—Aun no hemos hablado de dinero. Sería
conveniente conocer la oferta para no perder el tiempo.
El americano sacó un sobre del bolsillo
interior de su levita y se lo extendió al amante secretario que previamente
había alargado el brazo. Este se lo paso a la presidenta sin mirarlo. Cuando
ella lo examinó puso los ojos en blanco y por un momento imaginó estar viendo
visiones. Tantos ceros a la derecha la habían mareado. El secretario se alarmó.
Pensó que le estaba dando un vahído a su amada. Ella le devolvió el papel sin
decir ni una palabra. Se había quedado muda de la impresión.
—¿En efectivo? —preguntó cuando pudo hablar.
—Naturalmente.
—Hecho. Solo una curiosidad.
—Dígame.
—¿Y si no sale bien?
—Saldrá bien, señora, confíe en nuestra
capacidad de organización.
—¿Sabrán manejarlos? Son descendientes de
reyes.
—Yo también.
—¿Ah sí? ¿De un rey inglés, supongo?
—No lo sé. Ya conoce las normas.
El americano pidió permiso para hacer entrar
a su ayudante; mientras este se acercaba con un baúl lleno de doblones de oro,
él extendió ante la presidenta el documento de venta listo para la firma. Ella
puso sobre la mesa los poderes otorgados por el Consejo para la sanción, mas
los estatutos y el documento original de
constitución de la
Fundación. Mientras ambos comprobaban los documentos, el
secretario y tres funcionarios mas contaban el dinero. Cuando todo hubo
concluido la presidenta acompañó al yankee hasta la puerta. En la despedida él
volvió a inclinar cortésmente la cabeza.
Cuando
ya se alejaba por el largo corredor, la bastarda del tercer Carlos preguntó de
nuevo:
—¿Seguro que podrán?
—Yes, we can —respondió el americano con
energía.
—¿No estás contenta? —quiso saber el secretario
al observar el ceño fruncido de la presidenta.
—No lo sé. Creo que se les irá de las manos.
Tengo el convencimiento de que tras estas buenas intenciones se solapan deseos
de dominar el mundo.
—No debe preocuparte, si sucede nosotros ya
no lo veremos, ni siquiera nuestros nietos.
—Por suerte, porque no creo que me gustara
el mundo en esa época. No creo que me gustara en absoluto.
FIN
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