Un lugar para leer historias inventadas o no, de las que nunca soy protagonista. Aunque, a veces, me gustaría...
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Cuento distópico de Navidad
Aborrecía
la navidad. No recordaba desde cuando, pero hacía mucho tiempo que estas fechas
tan manipuladas le ponían de los nervios. Daba lo mismo en un sitio que en
otro, en todos, la gente comenzaba a cambiar de actitud un mes antes del
veinticinco de diciembre, nada más aparecer en el ambiente síntomas claros de
la fiesta de fiestas, es decir, turrón, luces, lotería, langostinos con bigote,
arbolitos con adornos y villancicos.
—Que falta de imaginación, todos los años lo
mismo.
Aborrecía ese hipermercado en cuya
publicidad nada llegaba hasta que ellos lo dijeran: la primavera, el verano,
las rebajas, y sobre todo la navidad.
Este año tenían la capacidad de transformar en elfos a todo quisque. Una tarde,
no tuvo más remedio que entrar en el susodicho a recoger a su tía Genoveva que
era adicta al chocolate con churros de la cafetería. Desde la puerta, hasta que
se plantó delante de la hermana de su madre, catorce, si, catorce dependientes
y dependientas que se cruzó en el camino, la señalaron con el dedo y le
dijeron: eres elfa. Cuando vino el
camarero y en vez de ¿qué va a tomar?, le dijo casi al oído, eres elfa, se levantó y le dio una ostia.
Fue cuando comprendió que había que hacer
algo.
Decidió invertir las cosas. Ella ya no
formaría parte del rebaño.
Al año siguiente, desde un mes antes del
veinticinco de diciembre, justo cuando todo comenzaba en el exterior, las luces
de su casa dejaron de encenderse, se alumbraba con linternas ecológicas que ella misma
aprendió a fabricar con botellas de plástico. Eran fechas de ahorro de energía.
Dejó de llamar a la gente, y quince días
antes del veinticinco de diciembre, dejó incluso, de saludar. Eran fechas de
ausencia, de introspección, cuanto menos se hablara mejor.
Ese mes, y hasta el ocho de enero, hacía una
dieta vegetariana, casi vegana. Eran tiempos de purificación, de cambio.
En su casa nunca más se celebraron cenas ni
comidas navideñas, ni ella acudió a ninguna celebración de excesos en casa de
nadie. Eran fechas de parquedad en el consumo. Fechas de autolimitación.
Por supuesto quedaron suprimidos los regalos
del gordo Nicolás y de los tres reyes de los elfos. Era época de austeridad
total.
El primer año, la gente le dijo que estaba
loca, pero poco a poco, casi con cuentagotas, algunas personas fueron
adhiriéndose a la causa. Al año siguiente otro apartamento en su edificio,
apagó las luces. Al otro, eran ya ocho. Hoy es casi la mitad del edificio y
ocurre algo parecido en los demás del barrio. También se nota el aumento de la
dieta vegana. El hiper de los elfos, ya no anuncia tanta carne de cordero, ni
tanto langostino bigotudo, ni tanto turrón. Ahora promociona unos rollitos de
algo verde que dicen que sabe a carne. Ni caso. Que lo coman ellos. Por las
calles, hay menos gente con la sonrisa puesta el día entero. Se ven más
personas con la cara normal. Y este año ¡por fin! el ayuntamiento dejó de poner
villancicos como banda sonora todo el santo día, pese a la queja de la farmacia
que, por lo visto, redujo de forma drástica la venta de paracetamol, porque a
la gente ya no le duele la cabeza.
Hay más gente feliz de verdad, aunque no
sonrían todo el día. Hay más gente feliz, porque, se han unido los raros, y con
el ahorro de la austeridad, les alcanza para poner, al principio todo el mes, y
ahora ya todo el año, comida caliente y mantas para los sin techo de la ciudad.
La distopía ha sido buena para muchos.
Lo más divertido es que sirven las comidas
delante del hiper de los elfos, con un cartel que pone:
NADA DE ESTA COMIDA ESTÁ COMPRADA AQUÍ.
PORQUE AQUÍ SOLO HAY ELFOS Y NOSOTROS SOMOS
PERSONAS.
La reina hilandera
XI
Fue
la única alegría del viejo Fruela en años; los ojos se le arrasaron de lágrimas
de emoción. Qué alegría le acababa de dar su sobrina Adosinda pensando en
desposar a Silo y más aun pensando en hacerlo rey de las Asturias, con el apoyo
nada menos que de Samos. Cuanto honor para su casa las palabras de Argerico
sobre Silo, el buen concepto que el abad tenía de su único hijo. El bueno de
Silo. Tan preocupado por la cultura, aficionado a leer y a escribir. Lo había
heredado de su madre. En honor a la verdad, a él siempre le pareció un débil,
un hombre que prefería leer a luchar no era muy de fiar como adalid en estos
tiempos difíciles, pero algo había en su hijo que hacía que los hombres
importantes del reino confiaran en él y le consideraran digno de la mano de la
hija de Alfonso I y digno también para asumir la corona cuando llegara el
momento. Lo cierto es que era instruido y diplomático y cuando tenía que luchar
lo hacía, aunque no fuera muy de su agrado, pero lo hacía y bien. Para que
darle más vueltas.
—Hija mía, me acabas de hacer el hombre más
feliz del reino en estos momentos. Silo será tu esposo, será un inmenso honor
para esta casa, que es la tuya, que yo te agradezco en lo que vale. Espero que
Dios me permita vivir para veros desposados.
—¿No sería mejor que permanecieras aquí un
tiempo y luego yo te acompañara a Cangas a dar la noticia al rey Aurelio?
—preguntó casi afirmando Silo.
—Ya lo
había pensado. Pero pienso que es mejor que vaya ahora y le dé la sorpresa, si
permanezco aquí, pueden sospechar y urdir alguna trama. Hablaré con el rey,
recogeré mis cosas y regresaré a Flavium Avia. Nos desposaremos aquí. En Cangas
ya no hay nadie de la familia. Además como estamos de luto por el rey, será una
boda discreta.
Cuando Fruela, tembloroso por la emoción se
retiró a descansar, Silo manifestó a Adosinda la necesidad de aclarar algunos
puntos referidos al futuro como esposos.
—¿Que te preocupa?
—No es preocupación —Silo titubeó unos
segundos, no sabía cómo abordar una duda que creía importante y que, por lo
visto y oído, no se había tratado en Samos, ni en ninguna parte— Me pregunto,
que ocurrirá con Alfonso, si nosotros tenemos hijos varones…
—Alfonso será antes, puesto que es mayor y
será, con total seguridad, gobernador de palacio, cuando llegue le hora de
sucederte. Si tenemos hijo varón, el será el siguiente.
—¿Accederá Alfonso?
—Desde luego. Ese será el acuerdo. Nuestro
hijo varón o el marido de nuestra hija, si elije bien. Eso se pactará con
Alfonso, en su momento. Argerico también me lo había preguntado y en eso hemos
quedado. Esta completamente de acuerdo. Alfonso será rey, después de ti, para
eso lo estamos educando.
—Me parece bien.
—Aun no somos esposos y ya estás pensando en
los hijos, como sois los hombres —sentenció resuelta Adosinda levantándose,
mientras Silo se ruborizaba.
Llovía de nuevo en Cangas, cuando la hija de
Alfonso I, pidió audiencia al rey Aurelio. Este se la concedió de inmediato,
posponiendo todos los asuntos que tenía entre manos.
Adosinda iba a arrodillarse, cuando Aurelio
se adelantó para impedírselo. Besó su mano y la invitó a tomar asiento.
—Me alegro mucho de verte. ¿Cómo están los
niños?
—Perfectamente, señor. Pero no vengo a
hablaros de eso.
—Pues tú dirás.
—Tengo intención de contraer matrimonio.
Hubo un ligero titubeo en el rey, que
Adosinda interpretó como producto de la sorpresa.
—¿Quién es el elegido? —inquirió Aurelio
secamente.
—Silo, el hijo de mi tío Fruela.
—Me parece bien.
—Pues mucho mejor. Porque será mi esposo en
breve.
Adosinda iba a levantarse, dando la
audiencia por terminada, ya estaba todo dicho, pero Aurelio la detuvo.
—Podías haberme dicho que querías casarte.
—No entiendo a que os referís.
—Podíamos haber hallado otro marido.
—¿Qué tiene de malo este? Es el que yo
elegí.
—No es eso. Podías ser reina desde el mismo
momento de tu matrimonio.
—Bueno, bueno —pensó Adosinda— pero este no
era medio monje, medio ermitaño, y mira con lo que me sale.
—Lo seré toda vez que mi marido sea elegido
rey, tras vuestra muerte o vuestra renuncia. Mi marido os sucederá. Gracias por
vuestro tiempo, señor.
La princesa salió de la estancia a toda
prisa. La afirmación del rey Aurelio, la había dejado descolocada. Lo cierto es
que tenía ganas de reírse a carcajadas, cosa que hizo nada más cerrar la
puerta, sin preocuparse de que sus risas fueran oídas por el rey y por todo el
palacio, puesto que continuó riendo hasta que entró en sus aposentos, cerró la
puerta y llamó a su sirvienta para que la ayudara a quitarse la ropa.
Al día siguiente el rey salió para San Martin, donde pasaba la
mayor parte de su tiempo, casi a la vez que Adosinda salía para Flavium Avia.
La princesa no regresó a Cangas hasta el día
en que Silo fue coronado rey de las Asturias, seis años más tarde.
FIN
La reina hilandera
X
Adosinda no sabía cómo abordar a Silo y
hablarle de sus planes. Casi hubiera preferido decírselo a su tío y que este
hablara con él y le pusiera la corriente y le hiciera notar la conveniencia de
aceptar. Pero el abad había sido muy claro: “Habla primero con tu primo”, y eso
debía hacer.
Una mañana que su tio Fruela se levantó
pronto de la mesa, puesto que su galeno venía a hacerle una visita para vigilar
una tos preocupante para todos menos para el enfermo, que consideraba la visita
una molestia innecesaria,
Adosinda
tuvo la posibilidad de hablar un rato a solas con Silo, sin tener que
concertar cita, lo cual le parecía demasiado solemne.
—¿Yo te gusto? —Le espetó así por las
buenas.
Silo se azoró, según su costumbre, miró a su
prima y tartamudeó al responder.
—Natu-tu-raal-mente. Tu guuus-tas a todo-do
el mundo.
—Solo quiero saber si te gusto a ti.
—¿A qué viene esto?—preguntó a su vez
recuperando el aplomo.
—Viene a lo que viene. Responde a mi
pregunta sin evasivas. Es muy importante.
—Sí.
—Si ¿Qué?
—Que si…me gustas. Siempre me has gustado,
desde niños.
—No te disgustaría casarte conmigo…
—¿El qué?
—Lo que has oído. Casarnos tú y yo. Las
Asturias necesitan un rey como Dios manda. Un rey que no tenga las manos
manchadas con la sangre del anterior, un rey civilizado y culto y no un gañan
montaraz como Aurelio, ni un bastardo resentido como Mauregato. El reino te
necesita a ti y yo, la hija de Alfonso I, también y los hijos de mi hermano lo
mismo. Tienes que ser el próximo rey, debes serlo, y eso será más fácil casado
conmigo, si no te desagrado.
—Tú no, pero la idea de ser rey…esa idea…no
la contemplo. No sabría.
—Tonterías. Nadie sabe, pero todo el mundo
puede aprender si quiere. Tú eres inteligente. Serias un buen rey, tranquilo,
amigo del califa. Sabrías junto con Abderramán mantener a raya a Carlomagno.
Seguro que contigo el reino viviría en paz, que tanta falta nos hace, y
comenzaría a prosperar de nuevo, tras años de problemas y revueltas.
—Tu hermano no fue ajeno a esos problemas;
tomó decisiones cuanto menos, discutibles.
—Lo sé. Sé que tú no seguirías ese camino.
Tú podrías restaurar la confianza perdida en la corona. Devolver al pueblo la
fe en su rey, controlar al clero, hallando un fiel entre las disposiciones de
mi hermano y sus necesidades y deseos. Beato te ayudaría en esto. ¿Qué me
dices? ¿No te tienta la idea?
—Sí y no. Casarme contigo me agradaría
mucho, colmaría mis sueños…pero la corona…
—No tengas temor. Sabrás gobernar
perfectamente, además podrás contar con todo el asesoramiento que precises.
—Supongo que cuando me lo propones, es que
has hablado con Argerico y sabes con que apoyo contaríamos y tienes claras las
probabilidades. ¿No es así?
—¿Ves como eres listo? A la muerte de Aurelio,
tú serías el nuevo rey. Alfonso sería gobernador de palacio y el siguiente en la elección. Y todo en
orden.
Silo mantuvo un silencio prudente y
reflexivo.
— ¿Tú me quieres Adosinda?
—Naturalmente.
—No como parientes, sino como hombre, me
refiero.
—Pues claro. Te quiero de ambas maneras.
—¿Has hablado con mi padre, respecto a esto?
—No. He preferido hacerlo antes contigo. Es
lo lógico. Al fin y al cabo esto es entre tú y yo.
—No estoy tan seguro.
—¿De que no estás seguro?
—De que sea un asunto entre tú y yo. Pienso
que es un asunto de estado, de conveniencia, pensando en el futuro de Alfonso,
sobre todo.
—Eso también. Por todo ello, será una boda
conveniente para todos. No puede salir mal. Se lo diremos juntos a tu padre y
luego hablaremos de los plazos.
—¿Sisinio de Nepi lo sabe?
Adosinda se sorprendió.
—Sí, lo sabe. Estaba presente cuando
hablamos el abad y yo.
—¿No podías tratarlo con el abad sin
testigos?
—Estábamos en la mesa. La conversación
surgió. Aunque no estuviera presente, se hubiera enterado igual.
—De eso estoy seguro. Veremos de qué lado se
pone.
—De ninguno. Él ni pincha ni corta. Su reino
no es de este mundo.
—A veces eres muy ingenua. Ese hombre no es
lo que quiere parecer. Tiempo al tiempo.
—No vamos a discutir por Sisinio.
Centrémonos en lo nuestro y en nuestros aliados. Vayamos a hablar con tu padre.
El galeno ya se habrá marchado.
![]() |
Piedra laberíntica del rey Silo, fragmento que se conserva en Santianes. |
La reina hilandera
IX
![]() |
Mauregato de Asturias |
Sisinio de Nepi prosiguió
viaje, pero no se dirigió a Roma. Una vez lejos de Flavium Avia, su caballo
puso rumbo a los dominios de Mauregato. El príncipe no se hallaba en casa en
ese momento puesto que se había unido a las huestes del nuevo rey para repeler
un nuevo levantamiento en San Martin que
estaba siendo peor de lo esperado. El fraile se aposentó en el castillo como si
fuera suyo y se entretuvo en escribir algo que el mayordomo supuso sería un
diario para el papa.
Una vez que Mauregato llegó al castillo —Hay que estar a bien con Aurelio. Nunca se
sabe que puede pasar— justifico como excusa por la ausencia, Sisinio
interrumpió su trabajo para ponerle el corriente de las nuevas aprendidas en
Samos, acerca de los planes de Adosinda y de la opinión de Argerico con
respecto a ellas.
—Así que el primo Silo, y que opina
Argerico.
—Le parece de perlas. Eso allanará el camino
de Alfonso hacia el trono. El monasterio será el protector y el preceptor del
nuevo rey, al que habrán educado a su imagen y a su conveniencia.
—No dudo que Alfonso llegue a rey algún día,
pero no será el sucesor de Silo. Yo estoy antes.
—Tú puedes suceder a Aurelio.
—Si matrimonian Silo y Adosinda, será
difícil. Entre los dos tienen muchos adeptos y Samos movilizará a todo el
occidente a su favor. Salvo que, por algún motivo, cambien mucho las cosas. Y
luego está la conveniencia del califa, y ya sabemos que es pariente de Silo y
tiene con él buena relación. Le apoyará con todos sus medios. Pero no
adelantemos acontecimientos. Todo a su tiempo.
—Mañana proseguiré camino.
—¿Vas a ver al califa?
—Haré lo que convenga. Pienso que el califa
es menos importante para nosotros ahora mismo. Todavía está furioso por la
muerte de su sobrino. Dejemos que enfríe el asunto, y mientras, hagamos ver
ante él que Silo puede ser el próximo rey. Le gustará. Entre tanto, nosotros
hacemos nuestro juego.
—Así que al abad de Silos, no le parece mal
la herejía…
—No le da importancia y cree que es buena
estrategia para que Carlomagno no asimile la iglesia de Toletum a la franca.
Además hay algo, digamos, chocante: al príncipe Alfonso le gusta Carlomagno.
Está deslumbrado por su aureola de héroe y de conquistador. Si prefiere al rey
franco antes que al califa, puede ser bueno para ti.
—Supongamos que Aurelio es rey durante mucho
tiempo y Alfonso llega a la edad para reinar. Entonces ¿Qué?
—Puede ser que pacte con el franco, incluso
que quiera casar a su hermana con él, para sellar una alianza. Ya sabes el
gusto del rey por las jovencitas.
—¿Entonces? ¿Nos acercamos al califa?
—Será bueno, de momento, estar a bien con
ambos. Porque puede trascurrir mucho tiempo y las cosas en Hispania cambiar
mucho también. Pienso que debo ir a Aquisgrán. Es bueno que Carlomagno sepa
todo esto.
—¿No crees que Samos hará cambiar la opinión
de Alfonso con respecto a Carlomagno?
—No olvides que está Bermudo de Guimará. Él
le guiará.
Mauregato iba a objetar alguna cosa, pero
Sisinio le interrumpió.
—Sabrá hacerlo. Es muy hábil. Cuando Alfonso
salga de Samos, su opinión acerca de Carlomagno no habrá variado, incluso se
habrá fortalecido.
—¿Y no debería saberlo el califa?
—De momento, no. ¿Quieres que comience a
pensar en otra guerra, por si las moscas? Deja que se casen Adosinda y Silo y
que el califa piense en su pariente como un aliado y que esté tranquilo.
Mientras nosotros haremos planes con el rey franco.
La reina hilandera
VIII
El principe Alfonso encajó bien
la estancia obligada en Samos, pero la pequeña Jimena lloró con desconsuelo
cuando su tía Adosinda se despidió de ellos. Llamaba a su madre a gritos y
asestaba patadas y mordiscos a todo aquel que trataba de disuadirla, cuando se
agarró a las faldas de Adosinda con la
intención de regresar con ella a Cangas.
—En Cangas no hay nadie de tu familia.
¿Acaso no recuerdas que el rey murió? ¿Te has olvidado de que tu madre huyó a
Alava? La vida allí ya no es segura ¿por qué piensas que os he traído hasta
aquí? No ha sido por gusto, niña; ha sido por necesidad. Aquí se queda
Teodomira, que es como si fuera yo misma, y tu nodriza Gaudiosa. Estarás lo
mismo que en Palacio, pero a salvo. Aquí harán de ti una autentica princesa.
—Cuando yo sea rey, te casaré con el rey de
alguna nación importante —afirmó Alfonso como consuelo. Tenía muy asumido su
papel en el futuro.
—No quiero que tú me cases con nadie. Yo
quiero regresar contigo, tía Adosinda.
—Sabes que no es posible, ya lo habíamos
hablado. Vendré a visitaros todo lo a menudo que pueda y durante los veranos
estaremos juntos el mayor tiempo posible. Necesito ver que ocurre en la corte y organizar
nuestro futuro.
Antes de abandonar Samos, mientras Jimena
continuaba sus lloros y gritos, que se escuchaban por todo el recinto, Adosinda
tuvo con Argerico una última conversación a propósito de su boda.
—Cuando os detengáis en Flavium Avia,
manifestad a vuestro tío vuestros propósitos, pero habladlo antes con Silo. Si
se muestra demasiado reticente hacédmelo saber, yo trataré de convencerle,
aunque creo que no será necesario. Estando casada con él, podéis residir en
Flavium Avia, o a caballo entre ahí y la corte, y podéis llevaros a vuestros sobrinos
durante las vacaciones; les hará mucho bien algo de vida familiar. Todo son
ventajas. En la próxima elección seréis la reina con total seguridad.
Comenzaremos a trabajar para ello desde ya.
—¿Quién es Sisinio de Nepi?
—Uno de los nuestros.
—Eso
ya lo sé.
—¿Entonces para que preguntáis?
—Pregunto si es de fiar y a que ha venido.
—Tiene una misión que no os concierne y es
absolutamente de fiar. ¿Contenta?
—Está al tanto de nuestros planes de futuro.
¿Viene de parte del papa, como afirma?
—Ya os he dicho que sus motivos no os
conciernen —respondió Argerico con firmeza— Pero si, es bueno que conozca
vuestros planes. De lo contrario no estaría presente en nuestras
conversaciones. Quiero haceros notar una cosa.
—Decidme cuanto deseéis.
—Sería bueno para los niños mantener
contacto con su madre…
—Pero Munia ¡los abandonó!
—La reina no tuvo otra que huir ante el
temor, no infundado, de ser asesinada también. Mi consejo es que se le mande
recado de donde están los niños y que se le permita comunicarse por escrito con
ellos. No es bueno que ellos se sientan abandonados por su madre. Solicito
vuestra venia para hacerle llegar noticias.
—De acuerdo, si vos creéis que es lo mejor,
proceded. Sé que todo lo que dispongáis será bueno para mis sobrinos.
—Así lo haremos entonces.
Adosinda dejó Samos con pena por sus
sobrinos, sobre todo por Jimena, que tras los llantos se había quedado dormida,
pero contenta porque su futuro parecía haberse encaminado, al fin, tras tantos
meses de dudas y de miedos, por qué negarlo. Hizo mil y una recomendaciones a
Teodomira acerca de los niños, abrazó a Alfonso, que no pudo reprimir una
lágrima y besó la mano del abad Argerico, el amigo fiel del rey Fruela, a quien
dejaba sus bienes más preciados: sus sobrinos, los hijos del rey.
Una vez salvado el rio Oribio, cuando dirigió una última mirada a la abadía, observó un
jinete que les alcanzaba al galope. Miró a Bermudo de Guimará que les
acompañaba hasta el mismo crucero donde les había recibido, y esté afirmó sin
ni siquiera ver al jinete:
—Es Sisinio, Sisinio de Nepi. Regresa con
vos.
—¿Vuelve a Roma?
—¿A Roma? De momento os acompañará hasta
Flavium Avia. Luego continuará hasta el final de su viaje, sea el que sea.
No volvió a preguntar. Era inútil. Vería el
modo de sonsacar a Sisinio cuando estuvieran a solas, aunque lo veía difícil.
—Estaréis contento —le dijo a Bermudo, con
impertinencia, arreando la montura antes de que este le pudiera responder.
Adosinda les observó, cuando se despidieron
todos de todos en el crucero. Los dos frailes simplemente se desearon buen
viaje, lo mismo que le dijo Bermudo a ella, antes de volverse a Samos.
—Os estoy muy agradecida, por vuestra
hospitalidad y vuestra compañía.
—El monasterio os agradece la confianza,
señora y yo personalmente, aunque no soy nadie, estoy humildemente satisfecho
por el honor de cuidar de vuestros sobrinos, los príncipes.
—Volveremos a vernos en cuanto me sea
posible.
—Será un honor, señora.
Reanudaron la marcha en direcciones
opuestas. El camino no estaba transitado por lo cual la comitiva avanzaba a
buen ritmo. Llegando a Grandas aminoraron el paso. Ya estaban en poblado para
pernoctar.
—¿Y ahora, que? —preguntó a Sisinio.
—Ahora continuaremos hasta Flavium Avia,
donde os entregaremos sana y salva a vuestro primo Silo…el candidato.
—¿Acaso no veis con buenos ojos mi posible
boda con él?
—Tengo por norma no opinar acerca de asuntos
terrenos y menos aun si conciernen a los sentimientos o a la política. Mi reino
no es de este mundo.
—Se me olvidaba que picáis más alto.
—No es soberbia, señora, es prudencia.
Adosinda sonrió con diplomacia, pero pensaba
que Sisinio era un insolente. Casi lo mismo pensaba él con respecto a ella,
aunque le gustaba su carácter fuerte, esa decisión que no se detenía ante nada
y esa lengua audaz que le había costado más de un disgusto y que tras el
asesinato del rey, había puesto su vida en serio peligro. Si él fuera un hombre
normal, con una vida normal, no dudaría en conquistarla.
Pasaron días sin que se dirigieran la
palabra, hasta llegar a Tinegio, precisamente.
—Podríamos no pernoctar en casa Santa Cruz,
si lo preferís. En la abadía estarán encantados de acogernos.
—No sé por qué hacéis esa sugerencia. No
podemos hacerles ese feo innecesario.
—Lo que ordenéis.
—No es una orden, es pura lógica. No veo
motivo para no visitarles.
Sisinio de Nepi sabía que si había motivo y
sabía también que para Adosinda no era plato de gusto. Circulaban rumores
acerca de Silo y la hija de los señores y todos habían notado la tensión sexual
que había en el ambiente cuando estaban los dos. A lo mejor era solamente eso:
algo puramente físico. Probablemente el sentimiento por parte de Silo no fuera
más allá. Pero como eso solo lo conocía el, o tal vez ni siquiera, la situación
era incómoda, máxime siendo Silo ahora mismo la más firma opción que tenía
Adosinda para encarrilar el futuro del reino a su favor y al de sus sobrinos.
Llegaron, se hospedaron, cenaron con los
señores y su hija, la rubia flaca, según Adosinda, se retiraron a descansar y a
la mañana siguiente se fueron con el viento fresco del otoño occidental, que ya
se hacía notar y más parecía invierno en ciernes.
—No sé que ve en esa rubia tan plana. Parece
un muchacho vestido de mujer —pensaba la princesa mientras se alejaba del
palacio con bastante alivio. Si no fuera porque el poderío del señor era bueno
para sus planes de futuro, no se habría molestado ni en saludarles.
El resto de jornadas hasta Flavium Avia
transcurrieron sin casi nada de particular. Sisinio hermético, ella prudente,
todos a buen ritmo y el camino perenne, servicial y firme bajo su marcha,
compañero y amigo hasta la meta.
Desde Beriso hasta Villapañada, la niebla se
infiltró en la comitiva, para hacerse llovizna hasta la casa de Silo. A
tontas estaban empapados cuando
llegaron.
En casa de Fruela de Cantabria les esperaba
un buen fuego. Silo no había regresado de visitar a unos colonos en la raya con
los pésicos del sur; “problemas con las lindes entre vecinos”, le aclaró su
tío; “tenemos que ocuparnos de todo”.
Adosinda presento a Sisinio de Nepi a su tío
Fruela.
—Ya me había hablado mi hijo de vos. Os
agradezco la compañía que habéis brindado a mi sobrina. Seréis nuestro huésped
el tiempo que preciséis.
—Os lo agradezco, señor. Me iré mañana
temprano. Debo proseguir mi camino.
—¿Va a Roma? —preguntó a su sobrina, cuando
el fraile se retiró.
—Eso creo, pero es muy hermético. Todos lo
son con respecto a él.
—La iglesia y su cerrazón de siempre. Todo
son secretos. A veces es más difícil saber qué opina la iglesia acerca de algo
concreto que ver nevar en verano. Y menos en estos tiempos tan contestatarios
en todos los estamentos. Si hubiera más claridad, todo sería más fácil. Pero
supongo que eso forma parte de su pompa.
—Parece tener que ver con la herejía.
—¿Con Elipando? Creo que se le da demasiada
importancia.
—Eso creo yo también. Argerico piensa de él
que es un hombre inteligente y que la supuesta herejía forma parte de una
estrategia.
—¿Ah sí? Tendrás que contarme. Ha llegado
Silo. Vayamos a recibirle.
La reina hilandera
VII
Al pie de un crucero, en el
límite geográfico entre la tierra astur y la gallega, un grupo de hombres
armados al servicio de Samos, aguardaban a la comitiva. Al frente de todos se
hallaba el hombre fuerte del monasterio, Bermudo de Guimará, quien fuera muy
amigo del difunto rey Fruela y al que Adosinda conocía por haberlo visto en la
corte centenares de veces. Cada vez que su hermano el rey precisaba alguna cosa
de Samos, este fraile guerrero se personaba en Cangas con la solución. Tras
presentarle los respetos del abad y los suyos propios, saludó con afecto y
deferencia a Sisinio de Nepi al que parecía conocer muy bien, lo mismo que a Silo,
quien aprovechó para despedirse y regresar con su gente a Flavium Avia donde su
padre le necesitaba.
—Confío en que los levantamientos se
solucionen rápidamente. Aquí, de momento, la situación parece controlada. Si
precisáis ayuda en cualquier circunstancia contad con la nuestra.
—Agradecido —respondió Silo llevándose la
mano diestra al corazón—. Cuidad de ellos. Sobre todo de los niños, dadles la
educación que se merecen los hijos de un rey.
—Así lo haremos, perded cuidado.
Tras besar la mano de su prima, emprendió el
viaje de vuelta. Era ajeno por completo al hecho de que aquel viaje iba a
cambiar su destino. Adosinda había decidido casarse con él y él no podría
negarse. Primero porque sería un desaire impropio de un hombre de bien y
segundo porque la quería. La había querido siempre, aunque hubiera yacido con
otras mujeres, pero eran otros sentimientos.
Adosinda se interesó por la salud del abad,
un tanto delicada últimamente y puso al corriente a Bermudo de Guimará de los
pormenores de la elección y la jura del nuevo rey, del cual el fraile tenía
buena opinión.
—Nos gusta Aurelio, es un hombre prudente a
la vez que firme.
—Será un rey de transición.
—¿Eso creéis?
—Ha sido elegido en un momento difícil y se ha
optado por un hombre afín al grupo regicida, para salvar vidas. En cuanto
enfríen los ánimos se le acabó el momio.
—Perdonad, pero yo tengo otra opinión. Creo
que es un hombre inteligente y bueno per se. Será un buen rey porque pese a su
bondad no le tembló la mano cuando fue necesario someter a los rebeldes. Tiene
autoridad en el reino, se lleva bien con el clero, cosa importante en estos
momentos, bien con los moros y es contrario claramente a la herejía de Toledo.
—Todos lo somos en la familia del rey. Beato
de Liébana es nuestro maestro y nuestra voz y nosotros sus valedores frente a
Elipando. Me gustaría tanto que viniera a la corte.
—Sed prudente con eso. No vayáis por delante
del papa. Veremos lo que opina Esteban al
respecto. En Samos lo hablaremos.
Llegaron al monasterio al atardecer del
siguiente día. La puesta del sol de otoño pintó el cielo de arreboles, mientras
los montes se dejaban encender con la pasión de la tarde y los campos ofrecían
la lujuria de su verde deslumbrante hasta cegar la vista de los recién
llegados, asombrados por el derroche de luz y de color. La grandeza de Samos
empequeñeció ante la exuberancia que la Naturaleza mostraba para afirmar su
supremacía sobre la raza humana, siempre tan arrogante.
El abad Argerico
salió a recibir a sus huéspedes. Adosinda le encontró asombrosamente saludable
para la edad que le suponía y lo que había escuchado sobre su poca
fortaleza. Argerico se emocionó al
recibir a los hijos de su amigo y valedor Fruela. Él lamentaba profundamente su
desaparición y se sentía honrado de ser el tutor de sus hijos y muy agradecido
a Adosinda, por habérselos confiado. Así se lo dijo en privado, en la primera
de las muchas conversaciones que compartieron.
—Sé que algunos aducen en contra de Fuela
que dio muerte a su hermano Vimara; pero
cuando las cosas se hacen en beneficio de todos, cuando el motivo se escapa al
entendimiento de los simples, solamente Dios puede comprender y juzgar. El
Consejo se ha erigido en representante de Dios sin méritos para ello. Pagaran
su culpa, no lo dudes. Entretanto rezaremos para que Aurelio sea un rey justo.
—Agradezco vuestras palabras que me
confortan. Sé que mis sobrinos estarán a salvo con vos y sé también que aquí
recibirán todos los conocimientos necesarios para cumplir su destino, que en el
caso de Alfonso será el de rey de las Asturias.
—Para Samos será un honor, señora. Haremos
de Alfonso un hombre erudito y justo y de Jimena una dama instruida y virtuosa.
Adosinda decidió demorarse unos cuantos días
en Samos para instalar a sus sobrinos y tener ocasión de tratar con el abad el
asunto de su posible boda con Silo. Mientras, trató de intimar un poco más con
Sisinio de Nepi, sin conseguirlo. El fraile continuaba hermético. Solo
conversaba con el abad y con Bermudo de Guimará con quien parecía entenderse a
las mil maravillas.
—Seguro que se sodomizan —le dijo con total
descaro su aya Teodomira.
—¡Que dices mujer! Como se te ocurre… ¡Por
Dios!
—Es práctica habitual. No sé en qué mundo
vives.
—No
quiero escucharte. Pareces haber perdido el juicio.
—No pierdas el tiempo tras el fraile.
Céntrate en lo que hablamos. Trátalo con el abad de una vez y regresa a Flavium
Avia. No te dejes llevar por la excitación, que no están los tiempos para fornicios.
—¡Teodomira, no emplees semejante lenguaje
cuando te dirijas a mí! Ponte con tus obligaciones y deja de decir sandeces!
—replicó con vehemencia la princesa, antes de salir dando un sonoro portazo.
—Las verdades escuecen, vaya que si —se dijo
para sí el aya, mientras contemplaba por la ventana a Bermudo y a Sisinio
hablando con pasión de sus asuntos—. Seguro que estos dos se visitan por la
noche. Seguro.
Tras acostar a los niños, cansados por el
viaje y excitados ante la perspectiva de su nueva vida lejos de Cangas y de la
familia, Adosinda se dirigió a cenar con el abad. Estaban presentes Bermudo de
Guimará, Sisinio de Nepi y otro fraile, que le fue presentado como Ermefredo Gutiérrez.
—Es el hijo del conde Hermenegildo Gutiérrez. Será el tutor de tus sobrinos. Es, además
de noble por estirpe y por carácter, un erudito, un sabio, un verdadero hombre
de ciencia. Conoció también a tu hermano Fruela. Su padre y el tuyo, el añorado
rey Alfonso, fueron buenos amigos. El conde Gutiérrez fue un fiel servidor de
tu padre. Verás que he elegido con esmero, como no podía ser de otro modo.
—Os agradezco en lo que vale vuestra entrega
a la educación de mis sobrinos. Samos es, hoy por hoy, la mejor referencia en cuanto a sabiduría y
lealtad al rey. Por ello estamos aquí.
—No os defraudaremos, señora —afirmó Ermefredo—. Para mi será un honor educar
al futuro rey.
—Desearía hablaros a propósito de esto. Sé
que, tal vez es algo precipitado, pero me gustaría conocer los apoyos con los
que podría contar mi sobrino, llegado el momento.
—Lo mejor para las aspiraciones de Alfonso
sería que vos estuvierais casada. Dependiendo de la edad del niño cuando se
elija el nuevo rey, vuestro marido podría aspirar al trono y luego Alfonso
podría ser gobernador de palacio, paso previo importante. En este caso vuestro marido contaría con el
apoyo de los partidarios de Fruela, más los de nuestra influencia que serían
importantes, más los de vuestro marido, que bien elegido, podían ser más que
suficientes.
—¿Qué os parecería Silo?
Sisinio de Nepi, levantó fugazmente la vista
del plato y miró alternativamente al abad y a Adosinda; a ella con curiosidad,
como si la pregunta le hubiera pillado por sorpresa, algo que no ocurrió con
los demás, que parecían esperar la consulta.
—No me equivoqué con vos —afirmó el abad con
cara de satisfacción—. Siempre supe que erais una mujer inteligente. Vuestro
padre estaría orgulloso. Creemos que Silo es una magnifica opción. ¿Por qué? Os
lo diré: porque es de vuestro linaje, porque es un hombre inteligente,
prudente, instruido, que no es muy corriente, porque se nota que os respeta, os
valora y os ama y porque tiene buena
relación con el califa, lo cual no es asunto baladí.
—No manifiesta simpatía por Carlomagno —Se
atrevió a alegar Sisinio de Nepi, para sorpresa de Adosinda.
—Mejor —afirmó el abad—. Así no se verá
deslumbrado por la aureola de héroe del rey franco y le plantará cara si se
diera el caso. Entre el rey de Asturias y el califa le mantendrán a raya.
—¿Y la herejía? —inquirió Adosinda.
—¿Os referís a Elipando de Toledo? Bueno…
veréis, esto tiene su miga.
El abad apartó el plato, que apenas había
probado, y apoyó los codos en la mesa, juntando las manos como si fuera a orar.
Levantó los ojos al artesonado del refectorio buscando inspiración divina en la
madera de roble (Dios está en todas partes), para afirmar:
—Elipando es más inteligente de lo que la
mayoría supone.
—No sé si os comprendo…
—No seáis impaciente; dejadme continuar.
Elipando reside en Toletum, rodeado
de musulmanes y judíos que niegan la divinidad de Jesucristo. Si se muestra
inflexible respecto a esto, si se muestra belicoso en algo que puede ser
incluso nimio…
—¿Nimio? —Casi se escandalizó Adosinda.
—Sí, he dicho nimio. Para los musulmanes y
para los judíos Cristo es solamente un profeta, un hombre como cualquiera, pero
para nosotros, los católicos, Cristo es Dios. Elipando encuentra en el
adopcionismo un fiel para la balanza: Cristo tiene naturaleza humana, cierto,
pero siendo hijo adoptivo de Dios, su naturaleza es también divina. Si no es
hijo de Dios per se, lo es al ser adoptado por Dios y presentado a los hombres
como su hijo verdadero para realizar su misión divina. Sí, pero no, o no, pero
si. Como queráis. Al no ser Dios sino un hombre mortal, que de hecho muere en
la cruz, adoptado por Dios, no se contradice con lo que de él afirma el Corán y
la Biblia Hebrea. Y todos contentos.
Pura semántica.
—¿Vos lo aprobáis?
—Ni lo uno, ni lo otro. Me parece
inteligente. Debemos situar la afirmación en el contexto en el cual se
manifiesta. Tampoco es tan grave. Tiene buenos consejeros en ciertos cristianos
orientales nestorianos, que llegaron a Córdoba con los musulmanes. El papa no
le da mayor importancia, por el momento, al menos.
Sisinio de Nepi, movió la cabeza
negativamente, ante la mirada inquisitiva de Adosinda, que enmudeció de
improviso.
—Hay algo más —reiteró el abad—. Carlomagno
quiere asimilar la iglesia hispana a la franca. El pontificado le debe muchos
favores…
—¿Y?
—Y ¿Para qué asimilar una iglesia que
mantiene unas tesis heréticas? Si lo hace se supone que comparte esas teorías y
sabemos que no es así. Lleva tiempo anatematizando contra Félix de Urgel que es
el otro adopcionista de pro.
—¿Pensáis que Elipando promueve el
adopcionismo como resistencia contra Carlomagno? ¿Por eso el papa parece no
inmutarse?
El abad Argerico volvió a elevar la vista al
cielo, mientras se encogía de hombros.
—Por el momento, Elipando convive en paz con
judíos y musulmanes y mantiene a raya a Carlomagno ¿Qué más se le puede pedir?
Nosotros a lo nuestro. A educar al futuro rey y a tratar de aconsejaros bien
sobre vuestra boda. La herejía es asunto de Roma. Cuando el papa se manifieste,
nosotros acataremos su dogma. Mientras tanto esas disposiciones tan favorables
que manifestáis sobre Beato de Liébana y su oposición frontal a Elipando,
dejadlas para más adelante. Para cuando seáis reina, si acaso. Antes no.
Recordad que Silo es vuestro primo, necesitareis una dispensa papal.
Adosinda volvió la vista hacia Sisinio de
Nepi. ¿A que había venido? ¿A decirle al abad que no se manifestara sobre el
adopcionismo? Para esto no hacía falta que se molestara en hacer el viaje,
Argerico tenía las ideas muy claras. Otro recado le traería de parte del papa.
O acaso no traía recado alguno. ¿Entonces a que había venido? A lo mejor, Silo
estaba en lo cierto y no era de fiar. Y si no era de fiar, ¿qué hacía en la
mesa escuchando los planes de boda con Silo y todo lo demás referido al futuro
de Alfonso?
El fraile soldado, aparentó no darse cuenta
de la mirada de la princesa y continuó cenando como si tal cosa. Bermudo,
Ermefredo y el abad, se miraron entre ellos fugazmente, tan fugazmente que
Adosinda ni se percató.
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