La Huida, primera parte
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los idus de noviembre de aquel año 580 tan convulso, nació mi hija Aimone. La
hija de Recaredo. Nuestra hija. A diferencia de Ingundis el mío fue un parto
fácil, apenas media hora. Comenzó al amanecer y casi antes de que Brunilda se
hiciera a la idea, ya había venido al mundo mi niña. Me senté en el taburete y
tras un par de contracciones la niña asomó la cabeza. Tenía prisa por conocerme,
igual que yo a ella. Cuando escuché su llanto, me invadió el dulce
convencimiento de un amor eterno, más
firme que el lazo más firme que nos pueda sujetar a cualquiera otra cosa; más
bello que la vida; más grande que el universo, y fui feliz, muy feliz, aunque
recordara a Recaredo y me doliera su ausencia como siempre.
La obstetrix
estaba contenta, por lo menos en este caso la recién nacida y la madre se
encontraban perfectamente. La princesa era morena como yo y tenía los ojos
azules como su padre y sus facciones dulces y armónicas. Nació grande y sana y
fue tranquila. Yo tenía mucha leche y pude darle de mamar a Atanagildo, el hijo
de los príncipes, mi sobrino, porque su ama de cría enfermó y con todos los
acontecimientos no pudimos buscarle otra
así de pronto. Me lo llevé a mi habitación y me hice cargo de los dos. Ingundis
se moría sin remedio y Hermenegildo se desesperaba. Estaba a punto de perder a
su reina; sin ella su mundo se desmoronaba, ya no le interesaba ser el rey de
ninguna parte ¿para qué? todo lo había hecho por ella y todo había sido inútil.
La guerra ya había comenzado. Los hechos,
tanto tiempo remansados los ánimos a contracorriente de los deseos de la
conjura, se habían desbordado desde aquella tarde en la que Hermenegildo quiso
ir al encuentro de su hermano. Gesaleico, que era para mí el director de la
conspiración, el hombre de Goswintha en Híspalis, era quién daba las órdenes.
Tenían el plan perfectamente trazado. No sé a que factio pertenecía; se seguro que no era de los baltos, aunque
probablemente estuviera emparentado con ellos. Su segundo, sin embargo, era el
cuñado de la reina, en cuyo palacio se había educado Liuverico, que no
sobrevivió a la pubertad. Me pareció raro que no fuera él el cabecilla de la
sublevación, pero pensándolo bien nadie mejor que Gesaleico, un hombre frío,
imperturbable, que no se detenía ante nada, que no sentía respeto alguno por la
vida de nadie, ni siquiera por la del rey Hermenegildo, al que llamaba el
católico con sorna y al que no respetaba en absoluto. Solamente le utilizaba
para sus fines, o mejor para los de Goswintha. Por eso, ante la firme
determinación de Hermenegildo de encontrarse con Recaredo para detener la
guerra, ordenó retenerlo para impedir que saliera de Híspalis a verse con su hermano.
El africano vino a decirme que salía de
inmediato para la capital a fin de advertir a Recaredo de los nuevos planes,
para que no iniciara viaje, porque la
conjura podía tenderle una emboscada, dado que los enemigos proliferaban por
todas partes y los rebeldes ya estaban dispuestos a cualquier cosa.
—Decidle a Recaredo que le quiero por encima
de todas las cosas, que cuidaré de nuestro hijo y que nos busque en cuanto
pueda.
—Jana, debes saber una cosa. La reina desea
sobre todo, hacerse con el niño de los príncipes y en cuanto sepa que Recaredo
es padre, también con el suyo. No debes permitirlo. No lo olvides, cuida de
ellos. Ingundis no va a sobrevivir y el príncipe será encarcelado como poco.
Huye a Gades con los niños, Sigebert te acompañará.
—¿Dais por perdida la guerra?
—Sí. La suerte está echada. Dile a
Hermenegildo que acepte la rendición en cuanto su hermano se la ofrezca, que se
entregue a su hermano. Es el único modo de salvar su vida. Y ahora, adiós Jana.
Va a ser muy difícil que nos volvamos a ver. Cuida de ti y de los nietos del
rey.
Me dio un abrazo y salió de mi vida. Nunca
más lo volví a ver, aunque supe de sus andanzas y al final me convencí de que
él siempre me había querido, a su tosca manera, y tal y como me había confesado
un día lejano, en Toletum, a los príncipes también. Su vida había sido muy
azarosa; era un superviviente de miles de avatares, como tantos otros en
aquellas y en estas épocas tan difíciles. Tal vez se apoyara en la reina, en
principio, para medrar al lado de la corona, pero ahora parecía ser cierto que
respaldaba al rey, aunque era muy evidente que siempre había tenido un juego
sesgado y que, navegando entre dos aguas, había sabido remar en el momento
oportuno hacia la orilla del vencedor, había sabido inclinarse a favor del
viento como las sabinas. Era un hombre inteligente y un buen soldado y un buen
estratega. Si decía que vencería Leovigildo, Leovigildo vencería. Y el ya se
había puesto de su lado, aunque sin desvelar del todo su juego, por si acaso.
En palacio los acontecimientos eran de
vértigo. Apenas tuve tiempo de advertir a Hermenegildo del consejo del africano
en caso de rendición. “Solamente con vuestro hermano. El hará lo imposible por
vos. No os fieis de nadie más”. Gesaleico encerró al príncipe en sus aposentos,
tras una áspera discusión, durante la cual incluso llegó a golpearle, para
impedir que se viera con Recaredo. Luego buscó al africano por todo el
palacio. Cuando se convenció de que había
partido, se perdió por los corredores llamándole a voces traidor, perro bereber
hijo de víbora y de ramera y otras muchas cosas por el mismo estilo. Después,
reunió a sus hombres y salió tras él, dejando al príncipe encerrado y
reciamente custodiado, incluso hubo quien dijo que encadenado, sin poder ver ni
a su hijo ni a su esposa que se moría.
Yo pasé aquellos días pendiente de la
princesa que no podía abandonar el lecho. Cuidaba a Atanagildo y tenía la
cabeza en varios lugares a la vez. Chloevintha, la dama franca, lloraba sin
consuelo porque si moría la princesa no tenía muy clara la suerte que iba a
correr dado que ahora ya no se sabía quiénes eran los amigos y quienes los
enemigos. Mi aya lloraba también según su costumbre, porque presagiaba un final
muy negro para los niños y para nosotras. Todo eran dudas y caos absoluto
alrededor. Sigebert había tratado de defender a Hermenegildo, como era su
obligación, y había resultado herido. Sin permitir que nosotras le curáramos,
había sido confinado en una mazmorra con el resto de la guardia fiel al virrey.
Estábamos aisladas de los amigos. Solamente Serena venía a verme y a consolarse
con nosotras. Su marido estaba desaparecido desde la tarde de la revuelta en
palacio y ella trataba de comunicarse con su familia en un pueblo cercano para
irse con ellos.
—Si aparece mi esposo, por favor dile donde
estamos. Que vaya a por nosotros.
—Se lo diré, pierde cuidado.
Regresaron Gesaleico y la tropa. No habían
encontrado al africano ni, por suerte, a Recaredo por el camino “ese perro
bereber le ha prevenido.” Pero además habían comprobado, in situ, como el
ejército real estaba desviando el curso del rio Betis y habían sabido que
Leovigildo pensaba marchar sobre Emérita, porque el ejército ya estaba
avanzando. Tomaron la decisión de dirigirse a Córduba, seguros como estaban de
que el suevo Miro, auxiliado por los lusitanos, presentaría batalla a las
puertas de Emérita, entreteniendo al ejército de Leovigildo. Ellos rechazarían
a Recaredo y procurarían defender la Oróspeda. Menos mal que Byzantium no
aprovecharía para atacar, porque tenía muchos problemas en sus fronteras de
oriente con los persas y no estaba para más guerras.
Pero antes de partir, alguien tuvo una
desdichada idea. Eran sabedores, lo mismo que yo, de que la reina Goswintha
deseaba fervientemente hacerse con el hijo de los príncipes. El aristócrata que
me acosaba había hecho averiguaciones en la corte, llegando a conocer mi
relación con Recaredo y todo lo ocurrido con Melque. Probablemente se lo
hubiera confiado la misma reina. “Fue tu antiguo novio” me dijo Brunilda “el se
lo confió, despechado contra ti y contra el rey. Nadie me ha informado, pero yo
lo sé.” Tal vez fuera cierto, aunque lo dudaba, pero eso ahora era lo de menos.
Este noble era uno de los pocos
católicos aliados con la conjura, al menos visiblemente. Sumó uno más uno y le
dio nueve, nueve meses desde mi partida de Toletum hasta el parto de la niña;
la hija de Recaredo, sin duda.
—La muy puta ha hecho circular el rumor de
que la niña es del espatario.
Conocida la verdad, tomaron decisiones con
rapidez. No es que fueran muy diligentes, es que las decisiones eran fáciles de
tomar. Hacer el mal es asequible a cualquier mente dispuesta para ello, por
elemental que sea.
La primera raptar a los niños. Llevar a Atanagildo a Toletum y entregarlo a la reina, a la misma vez que a
mi hija y la segunda, presentar mi cabeza al africano como represalia por haberse
aliado con Recaredo a quien no gustaría nada, tampoco, que hubieran asesinado a
su putita. Nadie sabía que éramos esposos, aunque el dolor para el príncipe iba
a ser el mismo.
La conjura buscó deprisa un ama de cría
porque había que alimentar a los niños si querían que llegaran en perfecto
estado a la corte. De lo contrario la reina les desollaría vivos. Algún soldado
les habló de Serena que iba a parir de un día para otro y pensaron en ella.
Fueron a buscarla al pueblo para obligarla a abandonar a su hijo recién nacido
y amamantar a los príncipes hasta llegar con ellos a Toletum. Serena,
atormentada e impotente envió a su hermano a palacio para que me relatara la
situación y me suplicara ayuda. Poca cosa podía yo hacer como no fuera huir con
los príncipes, aunque había un serio problema: Ingundis se moría, no podía
acompañarnos como estaba previsto y yo no podía llevarme a Atanagildo sin su
consentimiento. Y faltaba Sigebert, que estaba preso. Y el tiempo se agotaba.
Pero, por lo menos esta vez, todo no estaba perdido. Por suerte, la reina no se
fiaba de nadie y envió a un emisario con instrucciones precisas acerca de
nosotros. Sabía que su nieta se moría, que era cuestión de días, incluso de
horas y dio la orden expresa de esperar al óbito de la virreina antes de
apoderarse del niño, luego deberían matarme a mí y raptar a mi hija. Ella
enviaba un ama de cría de su total confianza. Alimentada en palacio, visigoda y
limpia. Todo lo demás era fácil.
Sigebert era conocedor de estas intenciones
que alguien mencionó delante de él, con el objeto de torturarle más si cabía.
Por ello, urdió con los demás compañeros un plan desesperado para escapar de la
mazmorra y poder sacarnos de la ciudad, antes de que fuera tarde, como le había
aleccionado el africano. Por otra parte
yo, cuando supe de los nuevos planes comencé a tomar medidas para huir, aunque
fuera complicado porque la conjura nos tenía vigiladas día y noche; el hermano
de Serena se había ofrecido para ayudarme con el apoyo de camaradas contrarios
al levantamiento y andaban urdiendo un plan de urgencia para sacarnos de
palacio y llevarnos al campo, de momento. Pero, alguien se había adelantado a
nuestras intenciones. Recaredo nos cuidaba y nos protegía en la distancia.
Brunilda vino a buscarme apresurada y nerviosa porque un emisario del príncipe
había venido de “no sabía bien donde” y deseaba verme “para no sabía qué.”
—Vete con cuidado Jana, puede ser una
trampa. Esconde un puñal o cualquier otra arma. Dice que viene de parte el
príncipe pero puede ser una argucia. Tal vez lo envíe la reina.
—Tendré cuidado, no temas. Yo tampoco me fio
ya de nadie.
Soldado romano |
Cuando llegué a la sala donde me esperaba,
me encontré con un hombre alto, joven aun, moreno y rudo, pero con rasgos
agradables que me aseguró venir a buscarnos de parte de Byzantium. Me asombró
que hubiera podido llegar hasta mí, con tan aparente facilidad, porque tenía
vigilancia por todas partes. Aunque supongo que ese era su trabajo.
—Tengo a mi gente fuera de la ciudad al otro
lado del rio, aguardando. Mis órdenes son llevaros a vos y a la esposa de
Hermenegildo junto con los niños primero a Gades, para desde allí embarcar
hacia Constantinopolis. No hay tiempo que perder.
—¿Cómo se que decís la verdad?
—Se me olvidaba —dijo el forastero
alargándome un trozo de pergamino.
Era un mensaje con nuestra clave que me
enviaba Recaredo y que decía:
Queridisima Jana, cuando recibas
esta nota no hay tiempo que perder. Parte a toda prisa con el portador, Ingundis
y los niños. Tienen orden de llevaros a Byzantium como ya te había comunicado.
Está todo acordado y pagado. Confía en él. Yo os buscaré en cuanto sea posible.
Te quiero y te querré siempre. Recaredo.
Besé el pergamino y se lo devolví al bizantino.
—¿Habéis visto al príncipe?
—No. Esta nota la tenía un noble bético
católico y amigo que luchó con el príncipe en la Septimania. El príncipe se la
entregó para que yo os la hiciera llegar cuando comenzara la guerra. Todo
estaba previsto, pactado con el rey y pagado. La guerra ya ha comenzado y
nosotros cumplimos nuestra parte del acuerdo.
—La princesa no puede venir. Se muere. No sé si va a
permitir que nos llevemos al niño.
—No se lo digáis. No hay tiempo.
—No puedo llevarme al niño sin su
consentimiento.
—La reina de Toletum ha enviado a buscarlo.
Ella lo tomará por la fuerza.
—Ella, puede, pero yo no. Iré a ver a la
princesa y se lo diré.
—Tiene que ser muy rápido. No hay tiempo. La
conjura tiene planes para vos.
Ya no lo escuchaba, me dirigí a la
habitación de Ingundis. Me tropecé al entrar con Chloevintha que salía a mi
encuentro.
—¿Qué ocurre?
—Jana, gracias a Dios que has venido, iba a
buscarte. Mi señora se muere y quiere hablarte.
Entré en la alcoba. Pese a los óleos que
ardían de continuo perfumando el ambiente, olía a muerte. La princesa apenas
respiraba, sus manos sobre el pecho eran de nácar frío y su rostro, antes tan
hermoso, estaba desdibujado y apenas tenía color; era una rosa marchita, seca,
esperando el soplo liberador que arrancara los pétalos del tallo ya sin vigor y
los arrastrara a su definitivo reposo, donde se harían polvo eterno. Me miró
con dificultad y trató de hablarme. La voz era tan débil que apenas brotaba.
Movía los labios pero yo no podía escuchar sus palabras. Me incliné sobre su rostro y puse mi oído
casi sobre sus labios.
—Ja na, llé va te al ni ño………….le jos. No mi
a bue la, no,…….le jos.
Con eso fue suficiente. Le dije que si con
la cabeza y la besé en la frente. Fue como el beso de piedra de la tumba de mi
madre, la misma sensación de ausencia. Ingundis estaba más muerta que viva. Su
corazón resistía tenaz, tal vez esperando poder ver por última vez a
Hermenegildo.
—Chloevintha prepárate. Nos vamos ahora
mismo. No hagas preguntas y no se lo digas a nadie. Ven rápido a mi habitación.
—No puedo, no voy a dejar sola a mi señora.
Tú debes irte y poner a salvo a los niños, pero yo permaneceré aquí junto a la
reina. Es mi obligación.
—Otra dama la atenderá. Tú debes venir con
nosotros.
—No. Yo juré cuando salí de Metz no
abandonar nunca a la princesa y eso haré. No puedo faltar a mi promesa. Vete tú
con los niños. Tú eres la madre de la otra princesa, a ti te corresponde
ponerlos a salvo.
Tenía razón, no podíamos dejar a Ingundis
morir así, sin una mano amiga, apartada por la fuerza de aquella locura, de su
amado esposo y de su niño. Volví sobre mis pasos y le pregunté al emisario si
era posible aguardar unos minutos. El fue rotundo.
—¡No!
—Nos iremos mi aya, los niños y yo. —Él iba
a objetar algo, pero yo le atajé—: La necesito. Yo no puedo sola con dos niños.
Estoy recién parida y Brunilda es como mi madre ahora.
El bizantino asintió. Cuando me dirigía a la
puerta para prepararlo todo, entró Sigebert espada en ristre, cubierto de
sangre, malherido, pero poderoso, fiero, luchando aun por su vida y por la
nuestra. El emisario se puso en guardia y comenzó a lanzar mandobles que
Sigebert esquivó como pudo, escudado tras una silla.
—¡Teneros, teneros por Dios! Es el jefe de la guardia del príncipe
Hermenegildo. Es como un hermano. Estaba en el calabozo. No sé cómo ha
escapado.
—Matando a la guardia. Primero dimos muerte
al que nos trajo el condumio y luego logramos hacernos con la llave y salir.
Dos de mis camaradas han muerto, los otros, heridos todos, hacen guardia afuera
por si hay problemas. Tenemos que irnos.
—Para eso estoy yo aquí —dijo el emisario.
Es de fiar —le aclaré a Sigebert—. Trae una
misiva del príncipe, de las nuestras, ya me entiendes.
—No hablemos más, no hay tiempo. Luego se
pondrán al corriente de todo. Ahora vámonos. De prisa y en silencio si puede
ser.
Brunilda tenía a punto un pequeño lío con lo
esencial, y Sigebert su espada, que ya era suficiente. Ella, llorando, cargaba
a Aimone y yo a Atanagildo. Me pareció
complicado salir de palacio. Atravesar el patio iba a resultar imposible. Había
guardia por todas partes. Sigebert se lo hizo notar al romano.
—Hemos previsto todo. Saldremos metidos en
el carro que provee el trigo. Será fácil hacernos con él. Ellas saldrán dentro
con los niños y nosotros uno a pie y otro a caballo. Yo iré a pie. Fingiremos
ser quienes no somos. Saldrá bien, nadie se ha dado cuenta aun de la huida.
—Yo conozco un pasadizo que, desde los
subterráneos que sirven de almacén, sale al otro lado de la muralla justo al
lado de uno de los puentes. Hemos ido y venido por ellos varias veces en este
tiempo, para salir a, a…, a divertirnos, sin ser vistos.
—Sí, para ir de putas —aclaró Brunilda sin
que hiciera falta.
—Llegar hasta allí puede ser peligroso.
—No, hay que bajar hasta las cocinas lo
mismo que para subir a los carros. Yo iré delante.
—No me gusta este cambio de planes.
—Es bastante mejor que el vuestro. —Presumió
Sigebert, que había sido herido en la cabeza durante la huída y sangraba cada
vez más.
—Si —intervine—. Los niños pueden llorar al
salir dentro de los carros, por los pasadizos nadie les oirá.
—¿Donde espera vuestra gente, no habréis
venido solo?
—Mi gente está al otro lado del Betis.
—Entonces, perfecto. Vamos.
Brunilda, desconfiada, insistía en la
probabilidad de que todo fuera una trampa de la reina.
—Esa mujer es como el demonio, está en todas
partes. Probablemente al salir nos guíen hasta Toletum en vez de hacia Gades.
Terminaremos asesinados todos.
—El bizantino era portador de una misiva de
Recaredo con nuestra clave. Es imposible que…
—Parece mentira que no conozcas aun el poder
de la reina.
—No nos queda más remedio que confiar. No
hay más opción. Así que, vamos. Además, si fueran los esbirros de la reina no
tomarían tantas precauciones.
—No estés tan segura, estate prevenida para
lo peor. Acabaremos mal, estoy convencida de ello.
Decidí no escucharla. Fuera lo que fuera no
había otra alternativa. Además, yo tenía confianza plena en mi esposo, sabía
con certeza que no nos abandonaría. Al salir al corredor vimos los guardias
muertos. Brunilda y yo nos miramos en silencio y comprendimos como tantas otras
veces, sin que hicieran falta palabras. Fuimos bajando por separado, para no
levantar sospechas caso de tropezarnos con alguien. Mi aya con Sigebert a
cierta distancia por delante de ella, por un lado, y el romano y yo por otro.
Dos compañeros del espatario vigilaban la retaguardia por si acaso fuéramos
descubiertos. Sangraban abundantemente por varias heridas. Yo creí que se
desplomarían antes de que llegáramos a las cocinas.
La salida fue tranquila. El palacio dormía a
esa hora y nadie se había percatado aun de la huida de los prisioneros. El
silencio era total, todos parecían haber muerto. El forastero iba delante y yo le seguía con mi sobrino. En el corredor
frente a las cocinas nos reunimos. Tardaron un poco más en llegar para mi
desesperación, aunque el bizantino estaba aparentemente tranquilo.
Descendimos a los sótanos y continuando por
unas rampas laberínticas dimos, al fin, con el pasadizo. Era un túnel largo y
tenía agua. Al principio solamente nos mojamos los pies, pero hacia la mitad del trayecto, el agua nos daba
por media pierna y al final, casi saliendo, se convirtió en lodo que nos
dificultaba el avance. Las ratas, trepaban por las paredes a nuestro paso tratando
de huir a la desesperada, igual que nosotros. Sus ojos brillaban en la
oscuridad a la luz de las teas, como siniestros luceros errantes. Olía a
humedad y sobre todo a podredumbre.”Como todas las cloacas” había dicho el
forastero. “Como todas las ambiciones,” había añadido yo.
Sigebert iba delante y el bizantino cerraba
la marcha espada en mano. Tras un largo recorrido, al doblar un recodo, nos dio
en la cara el aire fresco y salino del río.
—Ya estamos casi fuera —informó Sigebert,
aunque no fuera necesaria la aclaración.
Cuando salimos al aire libre, Atanagildo se
puso a llorar, reclamando su comida y luego Aimone le acompañó en el llanto
para no ser menos. El forastero silbó y otro silbido igual le respondió entre
los árboles. Al poco apareció un pequeño grupo de hombres armados que abrazaron
al forastero y nos rodearon alegres.
—Hay que continuar. No podemos permanecer
aquí.
—Debo de dar el pecho a los niños.
—Lo haréis subida al carro. Vámonos.
Carpentum romano |
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