La rebelión, segunda parte
Trajes, armas y joyas visigodas |
Hermenegildo
era instado con vehemencia a marchar sobre Toletum, ahora que no había rey,
dado que Leovigildo estaba por el norte, de nuevo contra los vascones.
—Sí hay rey. Está mi hermano que es un gran
guerrero y un hombre inteligente, buen estratega además. Nunca iré contra mi
hermano.
—Estos me parecen prejuicios pueriles. En la
guerra no hay hermanos, del mismo modo que no hay padres. Nuestros aliados
suevos están viajando hacia Emérita. He sabido que por el camino muchos godos
se están uniendo a ellos contra Toletum. Os prefieren como rey. Salgamos a su encuentro
y marchemos contra la corte.
—Todavía no.
Todos estaban deseosos de comenzar la
campaña, pero el nuevo rey católico no quería luchar contra su hermano o eso
era lo que manifestaba. Yo creo que temía a su padre y que se conformaba con
ser rey de Híspalis nada más. Tal vez pensara ingenuamente que Leovigildo, que
retrasaba el ataque, se lo iba a permitir. ¿Y por qué retrasaba tanto el ataque
el rey?
—Porque está guerreando contra los vascones,
Jana. No le des más vueltas —repetía Brunilda que no quería ver la negra mano
que yo veía detrás de todo.
Una mañana ya otoñal tuvimos otra sorpresa.
El africano llegó de nuevo desde Toletum.
Esta vez venía por orden de Recaredo con una petición para Hermenegildo. Su
hermano le instaba a que se reunieran en territorio neutral, para tener una
conversación al respecto de la situación a la que se había llegado.
Hermenegildo se alegró con la misiva y en principio pensó acudir.
—Fijaremos un lugar seguro e iré al
encuentro de mi hermano.
—Pienso que no debéis —opinó el noble de
siempre, el que se había convertido en su mano derecha—. Que venga el príncipe
aquí. Puede ser una treta. Es posible que la orden no haya partido de vuestro
hermano sino de la reina. Es posible que Recaredo ni esté al corriente.
—La petición la ha traído el africano.
—Precisamente por eso. La reina se lo habrá
ordenado mientras Eberhart le calentaba las sábanas en ausencia del rey.
Volví a alegrarme, pero sin crearme
demasiadas esperanzas, por si acaso. Había un serio inconveniente; el parto de
Ingundis se acercaba y el estado de salud de la princesa se complicaba cada
día. Hermenegildo había hecho llamar a una famosa obstetrix de origen griego que residía en Gades y todos la esperábamos con fe, pero con mucha,
muchísima inquietud. Por eso el príncipe no deseaba ausentarse. Su esposa le
importaba demasiado.
Yo escuchaba a mis hermanos visigodos hablar
despectivamente de la excesiva preocupación del rey católico, como ellos le
llamaban, por las cuestiones personales o sentimentales abandonado y apartando
las cuestiones de alta política, decisivas para el reino, como era el deseado
ataque, sin más demoras, a Toletum. Ahora era el momento. Si la princesa y su
hijo morían, mujeres de sobra tenía el reino y los reinos vecinos que le darían
hijos a montones.
—Es más importante una puta vagina franca
que el trono de Hispania. Con un rey así no vamos a ninguna parte. Primero el
hermano y ahora la mujer. Excusas cobardes. —Salió diciendo su lugarteniente,
mientras escupía al suelo y daba una patada sin miramientos al sirviente que me
acompañaba con los remedios para la princesa.
—¡Apartaros necios! Nos está bien empleado
por confiar en un niño, sin personalidad y sin arrestos.
Esa falta de personalidad era la que, según
mi parecer, había facilitado que el príncipe cayera en sus garras y se dejara
manipular. Así habían logrado que se rebelara. Le habían presentado al pueblo
como mártir por una fe que no era la suya, pero que servía para alzarlo contra
el rey que pensaba dar entrada en la gobernación del reino a los católicos,
precisamente. Era una retorcida trama que yo no acertaba a comprender por más
que lo intentaba. ¿Si ganaban la contienda que iban a hacer, convertirse
también? No lo creo. De querer convertirse ya lo hubieran hecho. No era una
guerra de religión. Eran otros los intereses, era simplemente el deseo de
acabar con el rey Leovigildo o con ambos reyes, incluso tal vez con Goswintha,
utilizando la religión como excusa.
El africano no pareció extrañarse de mi
preñez, cuando nos vimos por la mañana. Me preguntó si Recaredo lo sabía.
—No
—mentí— ¿Cómo iba a saberlo?
—Bien, yo se lo diré. Como me consta que
eres inteligente no habrás dicho públicamente quien es el padre ¿cierto?
—Cierto. He dicho que es de Sigebert. Solo
lo saben los virreyes y Brunilda, por supuesto.
—Muy bien. Ten cuidado con esto. Los ánimos
están muy encendidos. Si alguien sospecha que el hijo es de Recaredo, tu vida y
la de tu hijo correrán grave peligro. Cuando estalle la guerra deberías huir de
Híspalis. Vete a Gades, los bizantinos podrán ayudarte. Hablaré con Sigebert.
Yo haré gestiones desde Toletum. Te haré llegar noticias. ¿Podrías viajar de
ser necesario?
No pude responder porque en ese mismo
momento mi aya vino a buscarme para llevarme casi a rastras; me necesitaban al
lado de la princesa con mucha urgencia.
Permanecí mucho tiempo con Ingundis,
mientras mi cabeza seguía dando vueltas a la situación en pie de guerra que
estábamos viviendo. La virreina tenía dolores y estaba muy débil. Se aferraba a
mi mano y llamaba a su madre. Sentí una pena infinita. Éramos unas niñas, en
realidad. Yo iba a cumplir quince y ella apenas tenía diez y seis. Estábamos
solas, sin nuestras familias, en el centro de un mundo de hombres lleno de
ambiciones y de traiciones, donde no contábamos para nada, viviendo situaciones
que nos excedían y dónde se podía prescindir de nosotras con total impunidad.
Menos mal que Hermenegildo era un buen hombre, en el fondo, y estaba muy enamorado.
Si le ocurriera algo inesperado a la virreina, se hundiría y no sería capaz de
dar ni un paso. Esto lo sabíamos todos los que le conocíamos bien. Con la
desaparición de Ingundis la ambición del virrey desaparecería también.
Conformaban una simbiosis que quedaría deshecha, destruida por completo: el uno
sin el otro no podrían subsistir. La conjura se quedaría sin rey que les
sirviera como coartada. Si esto no fuera tan irrebatible, capaces hubieran sido
de ayudar a la princesa a morir más deprisa, para que no fuera una rémora en
sus pretensiones. Hermenegildo luchaba por la vida de su esposa y de su hijo y
ponía en espera todo lo demás, pero ¿hasta cuando se lo permitirían? Hasta
ahora habían cedido, pero dadas las urgencias que manifestaban por iniciar la
guerra capaces eran, en cualquier momento, de prescindir del rey y actuar por
su cuenta. Habían conseguido que se rebelara, ahora ya no lo necesitaban. ¿Se
puede jugar sin rey?
Ingundis se había puesto al fin, de parto.
La situación me recordó los abortos de mi madre y recé para que tuviera otra
solución distinta a aquella. La princesa se retorcía de dolor y el niño se
resistía a salir como si conociera de antemano el mundo al que venía y no
tuviera interés alguno en asomarse a él. Así estuvimos un día interminable con
su noche. A la mañana del segundo día,
la matrona que esperábamos llegó portando el taburete, con agujero en
forma de luna creciente, a través del cual nacería el niño. Ya los había visto
en la Septimania cada vez que había un nacimiento en la casa, que era a menudo,
aunque yo nunca había presenciado ninguno. Muy diligente, echó a los hombres y
nos dio instrucciones a las mujeres que íbamos a ayudar.
La obstetrix
se cortó las uñas y se lavó cuidadosamente las manos. Luego procedió a examinar
a la princesa y le presionó el abdomen con suavidad. Ingundis sudaba y se
quejaba.
—Está demasiado abultado. Esto ya debería de
haber empezado ayer.
Comenzó a dar órdenes. Todas hicimos con
premura lo que ella dispuso. Sentamos a la princesa en la silla. Ella se
resistía y pedía casi a gritos que la dejáramos morir tranquila.
—Agárrate fuerte a los brazos de la silla.
¡Fuerte!
La griega la acarició suavemente, incluso le
cantó una canción muy bajito como una nana, mientras le masajeaba el abultado
abdomen. Yo me coloqué tras la princesa y la sujeté. Scribonia, así se llamaba
la obstetrix, se colocó en frente de
Ingundis, sentada sobre un taburete bajo, y comenzó el proceso aplicando
primero una especie de ungüento que explicó ayudaría en la dilatación, mientras
le daba instrucciones de cómo respirar y de cómo empujar durante las
contracciones, a la vez que dos ayudantes de la matrona presionaban
constantemente el abdomen de la princesa. Pasaron los minutos y todo continuaba
repitiéndose paso a paso como un ritual largo y doloroso. Ingundis se quejaba
cuando la obstetrix trataba de ayudar en la dilatación utilizando los dedos.
Transcurrieron horas. La griega temía por la
vida del niño. La princesa sufría dolores terribles con cada contracción y
según la médica no empujaba lo suficiente. Ella hacía lo que podía con los
dedos y la princesa era un puro grito que nos helaba la sangre. Yo pensaba en
mi propio parto. Estábamos a punto de
desfallecer cuando, por fin, asomó el niño.
—¡Ya está aquí la cabeza! Haz un último
esfuerzo. ¡Empuja! ¡Empuja fuerte, todo lo que puedas, más, más!
La griega tenía cogida la cabeza del niño y
tiraba de él. Yo cerré los ojos, mientras asía a la princesa con fuerza,
temiendo que su espíritu se escapara, no se adonde, al salir el niño.
La matrona recogió al recién nacido, lo
envolvió en la manta de lino que le
tendieron y cortó el cordón que lo unía aun a la madre.
—Es un hombrecito.
El pequeño príncipe rompió a llorar cuando
la matrona lo espolvoreó con sal fina como era la costumbre. Luego lo enjabonó
y lo volvió a espolvorear y otra vez a enjabonar. En la puerta Hermenegildo
pugnaba con las mujeres por entrar. “Es un niño” le comunicamos de manera
totalmente informal.
—Debéis esperar señor —dijo la griega—. Todo
va bien.
La matrona limpió uno por uno todos los
orificios del cuerpecito del niño y colocó un trozo de vellón humedecido con
aceite de oliva sobre el ombligo. Luego llevó al niño cerca de la luz y procedió
a examinarlo con atención. Se cercionó de que no tenía ninguna anormalidad
congénita y tras esto, le palmeó para oír su llanto de nuevo. Sonó fuerte y
prolongado.
—Es un niño sano. Que entre el padre.
Hermenegildo irrumpió como un vendaval, la
griega le obligó a lavarse las manos antes de
tomar en brazos a su hijo, algo que hizo con muchas precauciones, como
si se le fuera a romper. La matrona se reía sin pudor alguno.
—Se llamará Atanagildo, como su bisabuelo
—dijo levantándolo con solemnidad y dirigiéndose sobre todo a la virreina.
Habíamos devuelto a Ingundis a la cama.
Estaba extenuada y se durmió tan deprisa que yo le pregunté a la obsterix si era lo normal.
—Si. Está rendida. De todos modos me
preocupa el estado de la reina, creo que puede tener algún problema posterior.
Hay que estar muy atentos. Temo que lleguen al asalto las fiebres puerperales.
—¿Eso acabaría con su vida? —inquirí con
temor.
—Si.
Hermenegildo le habló de la posibilidad de
que se quedara, por lo menos hasta que yo diera a luz también y así cuidara de
la reina. La griega afirmó que lo haría encantada. Todos nos quedamos más
tranquilos. Aquella mujer sabía muy bien lo que hacía. Había sido una suerte
poder contar con ella, aunque posiblemente el sino de Ingundis estuviera ya
trazado por los malos hados.
Era octubre del 580. Mi hijo nacería en noviembre. Si no hubiera
guerra todo sería distinto.
Permanecí en la habitación con Ingundis y el
nuevo principe. Antes de retirarse, la
griega me preguntó si teníamos un ama de cría, porque era seguro que la
virreina no podría alimentar al niño. Le dije que sí que todo estaba dispuesto,
que las damas de Híspalis se habían ocupado de ello. Cuando se fue para hablar
con ellas, me senté mirando a Ingundis que dormía como su hijo y traté de
seguir descifrando el enigma que era para mí la sedición de Hermenegildo.
Retrocedí hasta el momento de la conversión. Solamente dos nobles visigodos y
sus familias se habían convertido con el nuevo rey, el resto permanecía fiel a Arrio,
aunque me reiteré que eso era lo de menos en este conflicto. Sin embargo era
muy posible que la guerra la ganara Leovigildo y ¿entonces que iba a suceder?
Todos serían ejecutados, profesaran la fe que profesaran. Claro que ese era el
juego, de otro modo no habría partidas, ni guerras. Nadie contemplaba la
derrota de antemano. No obstante, aunque pareciera que las blancas jugaban
siempre con ventaja, en este caso la percepción de victoria podía ser puramente
ilusoria. Yo estaba segura de que a medida que avanzara el juego la apertura
tan arrojada de “los blancos” iba a pasarles factura, porque su estrategia
había sido lenta y “los negros” habían tenido tiempo de sobra para haberse
anticipado a sus planes y en este caso mover primero habría supuesto una desventaja.
La griega regresó con el ama de cría que se
dispuso a dar de mamar al niño y yo me fui. Me dirigí a mis habitaciones para
descansar y tratar de aclarar un poco el intríngulis que estaba resultando para
mí todo lo acontecido desde que llegamos. Resultaba delirante no saber, no
comprender, vivir inmersa en una situación tan comprometida y no ser capaz de
descifrarla; ser una pieza sin albedrío alguno en un juego de otros; permanecer
en el tablero esperando, sin más, cuando el resultado podía ser la muerte para
todos.
Mientras avanzaba por la galería escuche
voces en el patio interior. Eran mi acosador, recién regresado de Toletum donde
parece que había logrado entrar sin mayores problemas disfrazado de clérigo
arriano huyendo de la quema de iglesias en Híspalis, y el noble visigodo mano
derecha del rey, que no había apostatado, como hubiera sido lo esperado. Se
llamaba Gesaleico. Ambos hablaban animadamente aunque a veces parecían
discutir. A medida que me fui acercando escuchaba palabras sueltas sin ningún
sentido para mí. Cuando estuve a su altura me puse en cuclillas tras una
columna y presté atención a lo que decían. Estaban de espaldas y no me habían
visto llegar. Gesaleico le preguntaba al recién llegado, que opinaba el rey de
que Hermenegildo no quisiera atacar. Si el agua del surtidor estuviera en
silencio escucharía mejor.
—Leovigildo cree que solamente desea ser rey
de Híspalis, con eso se conforma. Conoce al príncipe, no cree que tenga
intención alguna de marchar contra Toletum. La reina y yo estimamos que todo
esto le desborda, que piensa que el rey no atacará y que todo se resolverá por
las buenas. La reina opina que no debe verse con su hermano en modo alguno. El
africano ha llegado con el mensaje, pero debéis de convencerle para que no
vaya. Entre los dos pueden hallar una solución que no debe producirse.
—No irá. Estamos perdiendo un tiempo
precioso. ¿Cómo está el rey?
—Viejo, viejo y cansado. La rebelión del
príncipe le ha hecho mella y la guerra lo rematará.
—Mejor. Todo será más fácil sin él. ¿Qué hay
de Recaredo?
—El príncipe trata por todos los medios que
no haya guerra. Es muy astuto y tiene muchos partidarios. Muchos también entre
los católicos. Nos traerá problemas. Si no hubiera regresado de la Narbonense
hubiera sido mejor. Gontram no ha sido tan fiero como pensábamos. Y el dux de
la Aquitania ha resultado ser un cantamañanas. Esto ha salido mal.
—Calma. ¿Ya habéis matado al obispo Frominius?
—Han salido los sicarios. Dadnos tiempo.
—¿Qué piensa hacer el rey con el obispo
Leandro?
—Piensa desterrarlo.
—Debe hacerlo pronto. Cuanto primero mejor.
Esto enardecerá a los católicos en su contra.
—Posiblemente ya haya dado la orden. La
reina no hace más que insistir. ¿Qué vais a hacer ahora?
—Idear un
plan para apresar a Recaredo. Iremos dentro. Los patios oyen.
Fue en ese instante, cuando se hizo al fin
la luz en mi atribulado entendimiento. Pero que tonta había sido. Por ahí
debería de haber comenzado la sospecha. Por la reina. ¿Por quién si no? En ese
instante vi clara por fin la mano de Goswintha en toda la conspiración. ¿Pero,
cómo no lo había pensado antes? Era muy propio de ella. Muy retorcida, pero muy
astuta. En ese momento tuve la certeza absoluta de que todo obedecía a un plan
rigurosamente estudiado. Desde el principio. Desde la inexplicable paliza a
Ingundis. La reina sabía que, tras la guerra doméstica, Leovigildo sacaría a su
hijo y a su nuera de la corte, para enviarlos con total seguridad a Hispalis y
sabía también que ahí residía Leandro “el fanático” su más ferviente enemigo,
el adalid católico en Hispania contra la herejía arriana. Sabía que entre él y
su nieta presionarían sin tregua a Hermenegildo para lograr su conversión.
Sabía que Ingundis era ambiciosa y obstinada. Les conocía bien a ambos y les
proporcionó el pretexto. Goswintha había sabido utilizar también el descontento
de los nobles godos contra el rey, en su provecho, para inducir una rebelión
contra Leovigildo. Había juntado todos los ingredientes con suma habilidad y la
masa había fermentado tanto y tan bien, que estaba a punto de reventar.
Leovigildo iba a pagar caro su intento de
dar un giro a la historia. La política se estaba convirtiendo en un caos y el
poder tenía imperativamente que continuar donde siempre había estado. Ese era
el quid de la cuestión. El poder. Eso era lo conveniente, que todo continuara
igual, sobre todo para ella, la gran dama blanca. Por eso, ante el riesgo, cada
vez más inminente, de perder el juego, incendió el tablero y se llevó por delante
a los dos reyes.
Tenía que hacer saber a Hermenegildo la conversación que había
escuchado. Tal vez él ya sospechara algo y por eso quería ver a su hermano. La
situación era muy peligrosa y se complicaba por momentos. Ahora Hermenegildo se
estaba volviendo en contra de los intereses de la conjura, preocupado por la
salud de su esposa. Yo no acertaba o
mejor, no me atrevía, a dilucidar el final como la situación se prolongara
demasiado. Me dirigí a mis aposentos muy preocupada por lo escuchado y por lo
que deduje después, en consecuencia, y me encontré una sorpresa. Sigebert me
estaba esperando. Su padre le había enviado un presente por medio del africano.
—Jana, mira esto. Mi padre acaba de enviarme
una nueva espada.
—Oh, qué bien —le respondí sin ningún
interés—. ¿Cómo está tu padre?
—Jana, mírala bien. Mira la leyenda de la
hoja, entre ambos filos —me rogó con suavidad colocando la espada sobre mi
cama.
En ese momento entendí lo que Sigebert
trataba de decirme. El corazón se me aceleró hasta parecer querer salirse de mi
cuerpo haciendo estallar mi pecho, y con la vista borrosa por la emoción,
acaricié la hoja como si fuera el rostro de Recaredo, antes de leer.
Queridísima, queridísima Jana. He
llorado al saber que seremos padres. Por
favor que Hermenegildo acuda a la cita. El rey está regresando a Toletum.
Piensa cortar el rio y bloquear la ciudad. Llegará el hambre. El rey ha
comprado a Byzantium. No intervendrán. Se verá solo. Yo le he rogado y el ha
accedido a que los bizantinos os saquen de la ciudad a vosotras y a los dos
niños antes de que todo esté perdido una vez que estalle la guerra. Os llevarán
a la capital del imperio. Luego yo os buscaré. Por favor que mi hermano entre
en razón. Nunca ganará esta guerra. Hallaré el modo de salvarle la vida, le doy
mi palabra. Aun no está todo perdido. Te quiero y lo haré por siempre.
Recaredo.
Debía mostrarle la misiva a Hermenegildo.
Solamente a él. Cuando estaba hablando
esto con Sigebert que se mostraba de acuerdo, vinieron a llamarme de parte del
príncipe. Debía volver a quedarme con la princesa, el tenía que despachar con
el africano. Cuando llegué a los aposentos de Ingundis, le dije a Hermenegildo
que teníamos que hablar sin más dilación.
—Vuestro hermano me ha enviado una misiva
personal.
—¿Cómo?
Se lo
expliqué. Le puse al corriente de nuestro código y le dije lo que acababa de
leer en la hoja de la espada. Iba a contarle lo escuchado de la conversación en
el patio entre el hispano y Gesaleico, cuando éste irrumpió en la habitación
sin llamar.
—Alteza debéis venir con urgencia. Han llegado
noticias. Están intentando desviar el curso del rio. Hay que actuar.
—Iré a parlamentar con mi hermano. Debemos
impedir la guerra, me he dado cuenta de que es un error.
Gesaleico tenía el rostro hierático, no
trascendió ninguna reacción, no se inmutó, no movió un músculo, ni hizo gesto
alguno, ni cambió de color, pero yo supe que esa respuesta de Hermenegildo,
caso de perseverar, iba a ser su posible sentencia de muerte. Para él y
probablemente para todos nosotros. Permanecí rezando por la salud de la
virreina y porque todo se resolviera como querían los príncipes. Aunque tenía
la certeza de que era ya demasiado tarde, el juego estaba decidido de antemano.
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