La huida, segunda parte
Dejando atrás el puente, oculto en medio del
bosque, había un carro como los que nos trajeran desde Barcino, y una recua de
caballos custodiado todo por mas soldados. Íbamos a llamar mucho la atención.
—Vamos a partir de inmediato y viajar de
noche, que nadie nos verá. Cuando amanezca ya estaremos lejos. Enseguida
llegaremos a la frontera del imperio. Entonces ya estaremos en casa.
Se decidió que Sigebert nos acompañara. El
dudó entre la fidelidad al príncipe o el amor que nos tenía y al final yo le
convencí de que sin él iba a ser muy difícil la vida dondequiera que fuéramos y
además si por cualquiera motivo el príncipe y yo no podíamos reencontrarnos
¿Quién iba a cuidar de nosotros? El resto de compañeros se quedó en Híspalis
para tratar de liberar al virrey, algo harto complicado. No sé de cierto la
suerte que pudieron correr, aunque me la imagino. Entre ellos no estaba el
marido de Serena y no pudimos hacerle llegar su mensaje. Otro compañero nos
prometió buscarle y hacerle llegar las nuevas de su familia.
Partimos a toda prisa de nuevo hacia el sur.
Los niños se durmieron nada más tomar su comida. Sigebert sangraba cada vez
más. El aya le curó lo mejor que supo, pero era conveniente lavar la herida con
más cuidado y darle unas hierbas que detuvieran la calentura. La herida era
profunda. “No me gusta” me confió Brunilda. Terminé por dormirme como los niños,
vencida por el cansancio y mecida por el movimiento de la carreta. Casi de
amanecida me desperté con los gritos de un soldado:
—Vienen visigodos tras nosotros.
—Seguro que son los enviados de la reina. La
gente de palacio no creo que se moleste en seguirnos. Si estos nos dan caza
todos se verán satisfechos. Debemos de escondernos.
Nos desviamos hacía los montes a toda prisa.
Ascendiendo por la ladera, por un camino de pastores cada vez más escarpado y
angosto por el que apenas cabía la carreta, llegamos ante unas grutas naturales
que se abrían en la roca. Eran los ojos de la montaña. A través de ellos
observaba al mundo, cada vez más loco, que tenía a sus pies. Descendimos de la
carreta y nos cobijamos en una de ellas. Los soldados escondieron el carro y se
llevaron los caballos. Un vigía espiaba encima de una roca a nuestros
perseguidores. Gritó, con alivio para todos, que habían seguido de largo. El
bizantino decidió esperar allí seguros, hasta que se dieran la vuelta para no
tropezarlos por el camino, pero nuestra alegría duró poco. El grupo había
retrocedido y desde el lugar donde habíamos abandonado la calzada, se dividió. Un
reducido retén aguardó allí y el resto, subió en dirección a donde nos
encontrábamos.
—Hay pastores más adelante, seguro que les
informaron de que por allí no pasó nadie. Id al fondo de la cueva. Preparados
para el combate.
Nos instalamos al fondo como ordenó el
bizantino. Desde allí escuchamos primero el galopar de caballos y a
continuación las imprecaciones, los gritos de furia y el fragor de la lucha y
pudimos adivinar la fuerza de los mandobles y la violencia de las cuchilladas.
Las voces de rabia, las blasfemias, el entrechocar de las espadas y los
lamentos de los heridos eran constantes, los soldados no se concedían tregua.
Sigebert quería unirse a la contienda; tuvimos que impedírselo casi por la
fuerza. “¿Te has vuelto loco?”, le increpaba Brunilda. La fiebre le comía y
casi no se tenía en pie. Incorporarse a la lucha era ir hacia una muerte segura
e innecesaria; le necesitábamos vivo cada vez más. Tras un largo tiempo de
batalla se escuchó, por fin, el silencio y rompiéndolo unos pasos apresurados
en la cueva que delataban nuestra búsqueda. Sigebert se incorporó en guardia a
duras penas y yo arrebaté su espada, que él era incapaz de sostener, dispuesta
a plantar cara y lo que fuera preciso para defender la vida de los príncipes.
Moriría si fuera necesario, pero matando. Pensé en Recaredo ¿Qué estaría
haciendo él en este momento?
El bizantino me gritó que tuviera calma al
verme dispuesta a la lucha con la espada lista para cercenarle la cabeza.
—Calma, soy yo. Todo terminó, de momento.
Vamos a por los de abajo. Continuad aquí.
Le dije al aya que cuidara de los niños y
salí tras él. Afuera, varios soldados retiraban los cadáveres de los
luchadores. Había muertos de los dos bandos. Los enviados de la reina habían
perecido todos. Las heridas de los cadáveres eran horribles. Había cuerpos
abiertos en canal, manos y brazos y piernas esparcidos por el suelo, incluso
cabezas separadas por completo del tronco o colgando de él, desgajadas como
ramas tras el violento temporal. La tierra apretada que asentaba el camino
cuando llegamos había desaparecido bajo un charco viscoso que supuse sangre
mezclada con todo tipo de fluidos y suciedades, incluso vísceras y trozos de
carne desgarrada de los cuerpos que yacían en un caos de muerte como nunca
había visto, ni siquiera imaginado que podría ver alguna vez. Hedía a sangre y
a odio. Comencé a tiritar. El amanecer era frío, el sol remontaba los montes
con pereza y sus rayos recientes, no tenían fuerza aun. Más parecía morir que
despertar. Volví la mirada hacia Híspalis. Un halo rojizo tintaba el horizonte
de presagios sangrientos. En otro momento el resplandor me hubiera parecido
arrebol de enamorados pero ahora solo veía muerte por todas partes. ¿Qué habría
sido de Ingundis? Estaría muerta ya probablemente. ¿Qué habrían hecho con
Chloevintha? Y a Hermenegildo ¿qué le habría sucedido? Era capaz de sentir su
dolor al enterarse de la muerte de la princesa y al saber que tal vez, no vería
a su hijo nunca más. Su deseado hijo, al que apenas había sostenido en brazos.
Seguro que le sería imposible recordar los rasgos de su carita, cuando asomara
confusa entre las brumas de la memoria de aquellos días desdichados en los que
comenzó a cosechar el fruto prohibido que había sembrado con tan mal consejo.
¿Dios mío, para qué toda aquella locura? Pensé en el sufrimiento del rey
Leovigildo y en Recaredo que tampoco conocía a su hija y tal vez no lo hiciera
nunca. ¿Qué se iba a conseguir con la rebelión? Delante de mí tenía la muestra.
Al final iba a ser una lucha de hermanos contra hermanos, para que Goswintha se
saliera con la suya. Para impedir unas reformas que en mi opinión, y en la de
muchos, eran buenas para todos.
—No miréis, no es necesario que presencies
esto. Meteos dentro. Se queda aquí un retén para protegeros, nosotros
volveremos pronto.
Salieron corriendo montaña abajo. Tras un
trecho, continuaron despacio y en silencio para caer por sorpresa sobre los
enviados de Toletum que aguardaban confiados. Fue rápido. Todos fueron
degollados con habilidad en un ataque coordinado y perfecto.
Cuando todo estuvo de nuevo en orden
continuamos la marcha. Habíamos perdido seis hombres y llevábamos algún herido
además de Sigebert que empeoraba.
—Necesitamos hallar un médico —le suplique
al bizantino—. Sigebert se morirá si no lo hacemos.
—Vamos a llegar a la casa de un noble amigo.
Allí estaremos a salvo hasta que podamos continuar. Ellos nos proporcionaran lo
necesario, incluso un médico. No temáis señora. ¿Cómo están los príncipes?
—Perfectamente. Muchas gracias por vuestra
ayuda.
—Es mi trabajo. Señora.
Agradecía el respeto y la amabilidad,
después de tanto odio, conque el bizantino nos trataba, como lo que éramos en
realidad: la esposa del príncipe
Recaredo y los nietos del rey de Toletum, convertidos en fugitivos
huyendo de la reina, de la instigadora de la rebelión y la causante de tanto
dolor innecesario.
Apenas hablaba con Brunilda enfrascada como
iba en los cuidados de los heridos. Solamente nos mirábamos y yo comprendía la
gravedad del estado de todos, pero sobre ellos de Sigebert. Me moriría a si él
lo hiciera. En ese momento pensé también en su padre fiel al príncipe Recaredo
y sufriendo por la suerte de su hijo al lado del otro príncipe. Volví de nuevo
mi pensamiento a Hispalis y le pregunté al bizantino:
—¿Cuándo tendremos noticias de la corte?
—En cuanto sea posible. No temáis, llegaran
con regularidad. Pero haceros a la idea de que no serán buenas.
—¿Dais también la guerra por perdida?
—Desde luego. Es una locura. Jamás podrán
contra el ejército real, contra el rey y
el príncipe Recaredo juntos. Son magníficos estrategas. Lo lamento por
Hermenegildo al que conozco y al que estimo. Ya estamos llegando a nuestro próximo
destino. Las cosas cambiarán a mejor. Estad tranquilas.
Llegamos a una casa en medio del campo. Era
bastante suntuaria pero no se parecía a los palacios hispanos ni mucho menos a
los de Itálica. Me recordó un poco a la casa de mis abuelos en la Septimania.
La casa donde me crié. Salieron a nuestro encuentro; el que parecía nuestro
anfitrión se abrazó con el bizantino que nos sacó de Híspalis. Luego éste nos
lo presentó.
—Es mi hermano Scipio. Nos quedaremos aquí
durante un tiempo, hasta que los heridos curen y los ánimos se calmen un poco.
Estaremos seguros y a salvo. Hasta aquí llegarán noticias de la guerra. Sabéis
que no podemos navegar hasta las nonas de marzo. Cuando sea posible nos
trasladaremos a Gades. Por cierto, me llamo Cayo. Estaré siempre a vuestro
servicio. Señora.
Hizo una inclinación de cabeza y se retiró.
Brunilda y yo nos instalamos ayudadas por las siervas que la casa puso a
nuestra disposición. Los niños se durmieron en sus cunitas tras el baño y la
comida y nosotras lavamos y curamos a Sigebert que estaba muy débil y solamente
tenía sed. Nada más terminar llegó el médico. Tras examinarle nos dijo que las
heridas eran feas, sobre todo la de la cabeza, pero estaba seguro de que iba a
sobrevivir. Esto nos alegró y calmó un poco nuestra ansiedad.
Los días se sucedieron todos igual, hasta
que una mañana Sigebert se levantó de la cama. La fiebre había cesado y él se
encontraba mejor y demandaba alimento. Luego le pusimos al corriente de la
situación y terminamos todos pensando en lo mismo, en la suerte de los virreyes
en Híspalis y en la crueldad de una guerra inútil.
Transcurrieron casi dos meses que yo contaba
día a día pensando en Recaredo cada minuto. Una tarde Cayo se presentó con buen
semblante en el huerto donde estábamos a la sombra con los niños. Acababan de
llegar noticias frescas. Leovigildo había sitiado Emérita y, previo, había
diezmado a los suevos y hecho prisionero al rey Miro que solo tuvo ocasión de
llegar hasta allí. El romano se sentó con nosotras y nos narró, con detalle,
los hechos que había conocido.
“Los dos ejércitos se presentaron con pocas
horas de diferencia; eran prácticamente iguales en efectivos. Primero llegó el
rey Miro con un ejército nutrido de suevos y lusitanos y campesinos rebeldes y
varios miles de mercenarios de acá y de allá. Acamparon amparados por el
bosque, en la margen izquierda del Anas
flumen[1].
Tras unas horas como os dije, llegó el rey Leovigildo que acampó en frente,
sobre una pequeña elevación. Ambas huestes se hallaban separadas por una
vastísima campa, donde se suponía iban a librar las hostilidades. Las gentes de
los pueblos y de las granjas cercanas huyeron de sus casas llevando consigo a
sus animales, los que pudieron, y se cobijaron tras los muros de fortalezas y
monasterios, en cuando divisaron las tropas, previniendo el fragor que se
avecinaba y los casi seguros saqueos más el pillaje de todo tipo, asociados a
cada batalla. Nadie atacó de momento. Los suevos sintiéndose a salvo abrigados
por la fronda que proporcionaba, además, comida, esperaron con calma. Miro
permanecía en su tienda dentro del bosque. Desde ella podía ver a lo lejos la
del rey Leovigildo ligeramente por encima de la línea del horizonte. Eso fue
todo lo que hicieron durante dos días: contemplarse. Leovigildo asomaba sobre
su caballo en la mañana, cuando el sol arrancaba destellos a su armadura y la
hacía parecer de oro puro, brillando deslumbrante como la coraza de un dios
invencible. Los haces de luz atravesaban la campa y llegaban hasta el mismo
umbral de la tienda de Miro. “Fantoche” decía el suevo. “Germano fanfarrón de
mierda”.
A media mañana del tercer día, el rey
Leovigildo vio levantarse por el este una columna de humo. Era la señal; las
tropas de Claudio Servilio, el dux de la Lusitania, mayoritariamente hispanas,
que habían vencido al dux de Aquitania en la guerra reciente de la Septimania,
habían llegado y habían cumplido su cometido. Entonces, una parte numerosa de
la tropa inició jubilosa el atronador ataque, sin alejarse demasiado de sus posiciones,
obligando a los suevos a salir a campo abierto.
El ejército del rey Leovigildo adoptó su típica formación en cuña
con el menor de sus lados frente al enemigo y una profundidad, en principio de
solo tres filas, que fueron aumentando hasta seis a medida que la lucha
avanzaba, con la caballería en los flancos. Mientras los ejércitos de ambos
reyes se enfrentaban en campo abierto, los hispanos habían rodeado el bosque y
le habían prendido fuego, sorprendiendo al resto de los suevos, forzándolos a salir
a escape con bastante desorden; a la misma vez, un contingente trataba de huir
a la desesperada protegiendo al rey y bordeando el Anas emboscados bajo los chopos y amparados por la polvareda de la
batalla y por el humo de la quema; pero el africano y sus hombres, les estaban
aguardando previendo la huida por el único lugar que era posible y les dieron
muerte con relativa facilidad y apresaron a Miro sin una herida. Leovigildo le
quería vivo. Mientras, el resto de hombres de la Lusitania atacó por la retaguardia
a los suevos, diezmándolos. Muchos, trataron de salir de entre los infiernos
arrojándose al rio con todo el pertrecho, donde se ahogaron sin remedio. Fue
una masacre. El campo de batalla se cubrió de cuerpos muertos, heridos y
mutilados. El horror fue inconmensurable comparado con el que vos
contemplasteis delante de la cueva la noche de la huida. Los lamentos de los
todavía vivos, desahuciados, desoídos por la clemencia que la muerte había
tenido con los demás, se alzaron sobre el rumor del río en el silencio de
después, hasta que el filo de la espada enemiga, incluso de la amiga, terminaba
con el suplicio de la espera y les transportaba al umbral de su última morada a
la que se iban al fin con la misma gloria que el resto de camaradas muertos durante
la batalla. Los heridos que tuvieron remedio fueron escasos; el rio cambió de
color con la sangre de los mártires y el suelo de la campa, antes verdeado de
confianza y de ánimo y de arrojo, dejó de verse, cubierto como se hallaba de
muertos, y de vísceras y de despojos, mientras el cielo se oscureció de buitres
esperando el festín. Todo perdió dimensión; cielo y tierra desaparecieron
compañeros de la nada absoluta que había sobrevenido para tantos. Las viles
nuevas y el olor a podrido llegaron hasta la ciudad; malos augures, vientos
purulentos, minando la moral de la tropa que se aprestaba a la defensa y
aterrorizando a los habitantes con su mensaje de muerte. Entre tanto, en el
otro bando, en el de los vencedores, Leovigildo y el dux Servilio dieron descanso
a las milicias antes de proceder a sitiar Emérita, la ciudad de donde procede
mi familia, señora, a la que deseo poco mal, porque no es culpable del horror.
Y esto es todo”.
Emérita Augusta |
Permanecí en silencio tras el relato de
Cayo. Descubrí que la certeza del odio y del furor y del caos absoluto que
engendran las guerras está muy por encima de lo que somos capaces de imaginar,
muy por encima de lo peor de todas las razas humanas. Me compadecí también de
Emérita. Me compadecí de todos, incluso de los vencedores. Me alegró su
victoria, porque eran los míos, pero me compadecí de su futuro, del futuro del
rey Leovigildo luchando contra Hermenegildo. Del amargor de la victoria cuando
se produjera y tuviera que apresar a su propio hijo en el mejor de los casos.
Era imposible saber cuánto resistiría la ciudad. En cuanto
cayera,
los ejércitos del rey marcharían sobre Itálica. Por lo visto no pensaban
ajusticiar a Miro hasta entrar en Híspalis. El rey suevo viajaba encadenado en
una jaula, sucio del polvo del camino, pero sin perder un ápice de su dignidad
y de su aplomo como corresponde a un rey. Leovigildo no consintió que se le
insultara ni se le vilipendiara. Con la derrota tan fulminante ya era más que
suficiente escarnio.
A la misma vez que esto ocurría en Emérita,
Recaredo y su tropa estaban reconquistando Córduba y la Oróspeda. El rio Betis
había sido desviado; Híspalis comenzaba a notar los efectos de la falta de agua
y de alimentos. Ingundis había muerto semanas atrás y Hermenegildo se preparaba
para enfrentarse al rey de Hispania al frente de sus ejércitos.
—Le habrán obligado —pensé en alta voz.
—Es su deber como rey. No debería haberse
rebelado, ahora debe afrontar sus decisiones y acaudillar a los suyos.
—Me sorprende que un católico rechace la
conversión de Hermenegildo.
—Ha sido una traición a su rey. Eso yo no
puedo verlo con buenos ojos.
—¿Pensáis vos acaso, como yo, que todo ha
sido una conjura perfectamente tramada?
—Desde luego que sí.
—¿Desde Toletum?
—Sí.
—¿Qué pensáis que sucederá cuando termine la
guerra?
—Si sobrevive, Hermenegildo será encarcelado
y luego con el tiempo, se verá.
—¿Y qué hará Goswintha en vuestra opinión?
—Intrigará lo que pueda, pero el rey se
habrá hecho más fuerte y será imposible desacreditarle. Además está Recaredo
que será asociado al trono y el no obedece a la reina. Esta lo va a tener
complicado.
—Insistirá. Hará lo que sea para salirse
con la suya.
—No le conviene. Recaredo la hará encarcelar
si se propasa. Estoy convencido. Conozco a los príncipes. Son dos hombres
inteligentes. Hermenegildo se dejó llevar por Ingundis y por Leandro, pero sobre
todo por Gesaleico; este fue el que supo
de verdad regalarle los oídos; le trastornó la razón, le llevó a su terreno.
Estoy convencido de que se arrepintió con creces. Ahora ya no puede retroceder.
Pero Recaredo es más firme. Con él no va a poder la reina.
Mezclada con el temor y la pena por la
suerte de Hermenegildo, me llegó la alegría por
la firmeza que el bizantino le concedía a Recaredo. Era lo mismo que yo
había pensado siempre y lo mismo que le
había dicho aquella noche a Brunilda. Recaredo no temía a Goswintha y sería él,
con toda seguridad, quien la pusiera por fin en su sitio. El ganaría la partida
anulando a la reina, y tras ello nos buscaría y podríamos por fin vivir nuestro
amor junto a nuestra hija y al hijo de los príncipes al que yo consideraba como
mío también. Esa era mi esperanza. Era lo único que tenía para sujetarme con
fuerza en estos momentos tan inciertos.
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