De nuevo el mar, segunda parte
Desembarcamos
en Rusadir tres jornadas después, sin ningún contratiempo. Aquí deberíamos
esperar unos días otro barco para Orán. Esta vez la travesía sería un poco más
corta.
—Desde Orán iremos alargando un poco las
etapas, si vemos que los niños están bien —me anunció Cayo.
—Perfecto. ¿Hay alguna noticia?
El romano negó con la cabeza.
—No os preocupéis. En cuanto sepa algo,
correré a contároslo.
—Tengo muchas ganas de llegar a algún sitio
normal, donde se coma como antes en Hispania —dijo Brunilda que últimamente se
quejaba por todo—. Estoy harta de comer el dichoso garum[1].
Todo sabe igual.
—Por el momento será difícil, aya.
Fuimos
hasta Orán y desde allí a Caesarea sin
contratiempos. Llovió, escampó y lo más importante, los niños continuaban el
viaje bien, aunque a Atanagildo le apuntaban dos dientes y con las lógicas
molestias lloriqueaba de vez en cuando. Entonces Sigebert le tomaba en brazos y
le paseaba por cubierta, cantándole una vieja canción septimana que a todos nos
había arrullado de niños, hasta que el príncipe se dormía. Recordé a mi madre y
decidí imitar con los príncipes lo que ella había hecho conmigo: escribir y
guardar cada nueva que acontecía en mi vida, desde la salida de los primeros
dientes, hasta los primeros pasos y desde las primeras palabras hasta el día en
que me hice mujer.
Nos detuvimos un tiempo en Caesarea,
porque hasta Cayo llegaron noticias de
los enviados de las reinas. Por una
parte, en Byzantium, habían convencido a los emisarios de Brunechildis de Austrasia, para que aguardasen allí
nuestra llegada y la de Recaredo o sus enviados y luego ellos discutirían entre
si lo que había que hacer con Atanagildo. Eran asuntos entre el rey de Toletum
y el de Austrasia, Byzantium habría cumplido y solamente sería el anfitrión. No
podía ni debía ir más allá.
—Por este lado el camino está despejado. Los
reyes de Austrasia están de acuerdo, ellos deseaban impedir que Goswintha se
hiciera con su nieto, dado lo que ocurrió con la princesa Ingundis. Los reyes
culpan a Goswintha de su muerte. Otra cosa muy distinta son los enviados de
ésta. Parece ser que, una vez sabido que navegamos por la Mauretania, han
decidido poner gente en cada barco que toque sus puertos y en todos y en cada
uno de estos. Luego, piensan continuar
haciendo lo mismo por toda la costa y seguirnos hasta Byzantium. Han estado
desplegándose sin tregua y saben que estamos aquí, en Caesarea, pero no saben
dónde. En este momento estamos seguros. Mis contactos nos han proporcionado
gente de sobra para repeler cualquier ataque, pero me preocupan las travesías.
Había pensado, incluso, continuar por tierra, pero ahora mismo las condiciones
serían muy extremas para dos niños tan pequeños. De momento no embarcaremos. Os
mantendré al corriente.
—¿No se sabe nada de la guerra?
—Parece ser que continúa ligeramente
favorable a Toletum. Emérita, que yo sepa, aun no se ha rendido. Hay rumores de
que el rey Leovigildo les ha hecho llegar la oferta de libertad a cambio de
rendición, pero Hermenegildo y los suyos no han aceptado, a pesar de estar
prácticamente sin víveres y con poca agua. La Oróspeda estaba casi liberada,
supongo que a estas alturas ya será del príncipe. Son ejércitos muy poderosos,
Leovigildo y Recaredo juntos, son la estrategia y la inteligencia en estado
puro. Debéis confiar.
Asentí. Eran buenas noticias a medias. Yo
pensaba también en Hermenegildo. Su padre, en un último intento por salvar al
hijo le había ofrecido la libertad a cambio de entregarse; creo seguro que
Gesaleico y su gente no consintieron. Estoy convencida de que Hermenegildo
continúa siendo un rehén en manos de la conjura. Él seguro que hubiera
preferido terminar de una vez, arrodillarse ante su padre y abrazar a su hijo,
al que apenas conoció. Que vencieran Leovigildo y Recaredo era lo deseado por
mí, pero la suerte del rey de Híspalis también me preocupaba. Era mi cuñado, yo
tenía conmigo a su hijo. ¿Qué le íbamos a contar el día de mañana al príncipe?
¿Qué su padre había luchando contra su abuelo y su tío y que estos le habían
dado muerte durante la batalla? ¿O que habían ordenado encarcelarlo, una vez
hecho prisionero? Atanagildo iba a descubrir que su padre había sido un traidor
y su madre, la dulce Ingundis, una reina ambiciosa y manipuladora y su
bisabuela una reina cruel y asesina. También existía la posibilidad, aunque no
se contemplara, de que su padre, ganara la partida. Entonces la versión sería
diferente, entonces le contarían que su abuelo, el rey de Toletum y su tío
Recaredo habían marchado con sus ejércitos contra su padre, por haberse
convertido a la religión verdadera proclamada
en Nicea y por haberla defendido arriesgando su vida, y tras morir la reina, su madre, los
bizantinos aliados con Toletum y apoyados por la septimana y por Sigebert, el
traídor, le habían raptado y le habían llevado lejos, separándole de su familia
y de su futuro regio, por la fuerza. El porvenir contaría los hechos, como siempre
ocurre, a conveniencia del vencedor, siempre deformados y parciales, siempre
las verdades a medias. También podía acontecer que
Atanagildo fuera entregado por Toletum a su abuela materna y nunca más
volviéramos a verlo. Podría convertirse en moneda de cambio para evitar una
guerra, o para sellar una alianza. ¡Dichoso futuro! Yo no iba a permitir que a
mi hija la intercambiaran como si fuera una yegua. A mi hija no, era algo que
quedaría claro con su padre tras el reencuentro. De momento el presente tampoco
era halagüeño, acosados en medio de la Mauretania, por los esbirros de la
reina, sin saber qué decisión tomar. Había que planificar muy bien la
estrategia. Volví a pasar noches en vela, hasta que se me ocurrió algo. Supuse
que Cayo habría pensado lo mismo o algo parecido, pero si no lo hablaba con él
nunca lo sabría, además dos cabezas pensando juntas son siempre mejor que una.
—Tengo pagarés del rey que puedo cambiar,
con ese dinero compraremos un barco y lo aprovisionaremos de soldados y
marineros y nos haremos a la mar por nuestra cuenta.
—También lo había pensado. Pero no puede ser
con vuestro peculio. Nos localizarían enseguida. Byzantium lo adelantará, luego
ya se harán cuentas. Otra gente comprará el barco, no yo desde luego, y hará
todos los preparativos. Sería bueno partir desde otro punto de la costa menos
vigilado, no desde el puerto principal. Hay que pertrechar muy bien el barco,
porque la travesía será larga. Tocaremos tierra en alguna isla que haya por el
camino, si la travesía se prolonga. Trataremos de llegar a Sicilia y allí
veremos…
—Podríamos esperar en Sicilia hasta que
finalice la guerra en Hispania, luego iríamos a Byzantium para el reencuentro.
—Planifiqué con poca esperanza. Cada vez lo veía más lejos y difícil.
—Lo primero es lo primero. Vamos a tratar de
burlar la vigilancia y de salir de aquí. Después iremos decidiendo sobre la
marcha, según se sucedan los acontecimientos.
—En esa isla que decís, no sabremos nada de
la guerra.
—Será difícil. Procuraremos pasar a Sicilia
cuanto antes podamos. Tened confianza.
Cayo me iba informando con puntualidad de
todos los pasos que iba dando. Ya teníamos el barco. Fingiría trasportar trigo
e higos secos. La población de Sicilia había experimentado un sensible
crecimiento y precisaban alimentos con urgencia. El barco estaría bajo el
control de una naviera local siciliana, todo parecería real. Se había
descartado la posibilidad de otro puerto más discreto, porque Toletum estaba en
todas partes y un barco grande saliendo de un puerto de menor importancia
llamaría la atención.
—Necesitaríamos un barco que navegara bajo
el mar —le dije a Brunilda cuando me preguntó.
—Veo que la imaginación te sigue acompañando
pese a las dificultades; en estos
momentos ya no sé si es bueno o es malo.
Cayo y su gente habían camuflado muy bien el
flete del barco. Alguien que se hizo pasar por un magnate siciliano se había
presentado en Caesarea y había adquirido dos barcos de la flota de un naviero
local. Uno grande, con tres velas y un enorme cisne a popa, que navegaría hasta
Agrigentum y otro más pequeño que se dedicaría a trasportar la mercancía desde
otros puertos de la zona a fin de aprovisionar al barco grande para su
singladura. ¿Por qué un viaje tan largo, habiendo otros puertos mejores y más
cercanos a Sicilia? Le habían preguntado al supuesto armador. “Precisamente por
ser tan importantes son mucho más caros. Necesito trigo, higos secos y alguna
otra mercancía de primera necesidad. Me sale más barato almacenar y trasportar
desde aquí, que desde Cartago, por ejemplo. Es algo que ya se está comenzando a
hacer con barcos más rápidos.”
Parece ser que la treta surtió el efecto
deseado. El barco cargó mercancía y nosotros nos fuimos trasladando,
camuflados, a bordo. Sigebert y yo, vestida de hombre, embarcamos a los niños
dormidos tras el baño y la comida, metidos en canastas cerradas como si fueran
dátiles. Brunilda protestó, como casi siempre, al tener que ponerse el atuendo
masculino. Al fin con todos a bordo, el barco se hizo a la mar. Esta vez no
permanecí en cubierta mirándolo todo,
sino que consideré más seguro permanecer en nuestros habitáculos, hasta
que el barco se alejó del puerto.
La travesía se prolongó durante cinco días,
con sus noches, bastante tranquilos. Los hombres de Cayo nos dieron unas hojas
procedentes de las montañas, que se masticaban para prevenir el mareo. Por vez
primera Brunilda no pasó la travesía vomitando y pudo salir a cubierta y ver el
mar y ocuparse de los niños que comieron, jugaron y durmieron, ajenos y
felices. Los dos gateaban y se reían exhibiendo un par de dientes inferiores
desiguales y graciosos colocados de cualquier modo sobre la encía por un dios
desmañado o travieso. El barco entero estaba pendiente de ellos, hasta a Cayo
se le caía la baba, incluso muchas veces no podía resistirse y les tomaba en
brazos.
—¿Tenéis hijos Cayo?
—Los tuve —respondió gravemente dejando a
Atanagildo sobre el suelo.
—Lo siento —balbuceé avergonzada.
No pregunté nada más porque hubiera sido muy
desconsiderado, además Cayo se alejó. Quise darme de bofetones en ese momento.
Sigebert se acercó y me tomó la mano y me la besó. Yo continuaba queriendo
agredirme sin misericordia.
Era imposible tener noticias de la guerra,
así que nadie preguntaba aunque Sigebert y yo la tuviéramos siempre presente.
Hispania había quedado muy atrás, pero no en nuestra memoria. Nos cruzábamos
con barcos que iban y venían, así que continuamos con nuestro atuendo masculino
para no llamar la atención. Que nadie pudiera decir que en nuestra nave
viajaban mujeres.
—Esto o permanecer en tu camarín —le dije
tajante a Brunilda cuando protestó.
—Estás insoportable en tu papel de princesa
madre.
Se había puesto a llover de continuo. Ya nos
había ocurrido en otras travesías, pero aquellas fueron lluvias puntuales; un
chaparrón y de nuevo, el sol. Sin embargo estos días la lluvia era continua,
obstinada como yo; el viento caliente del oeste trajo la neblina que dificultó
la navegación y terminó por hacerla imposible. Una nube densa y húmeda borró el
mar y apresó la nave; llegó mansa y suave para envolvernos como un abrazo hasta
apoderarse de todos los rincones, incluso la bodega, haciendo un único todo del
cielo y el mar con el barco dentro. Como una masa. Nuestros marineros conocían
la costa mejor que su casa, así que dirigieron la nave hacía una ensenada
natural cercana. Calcularon la distancia, navegaron hasta allí con extremo cuidado,
arriaron velas y fondearon, confiando en que la luz del día por venir, raleara
las nubes que nos habían engullido, y fuera posible hallar la entrada del
abrigo natural para esperar allí el final de las lluvias y evitar contratiempos
como este. Se escuchaba el cuerno de
otro barco detenido también en las mismas condiciones que nosotros. Según los
marineros estaba dos milias por
delante desviado a estribor.
—Nos hemos detenido quizá demasiado alejados
de la costa, según la posición de ese barco que emite señales, pero por esta
zona hay lajas y es peligroso acercarse más a tierra sin tener visibilidad
—informó Cayo como siempre hacía.
El sonido de nuestro cuerno de señales me
impidió dormir. Además hacía unos días que me encontraba mal. Lo achacaba al
nerviosismo del viaje y a la preocupación
por los niños y por Recaredo y al dolor acumulado desde nuestra partida
de Toletum. Todo me estaba cobrando
factura, mi ánimo ya no aguantaba bien, ya no era el mismo. Tras varias
horas de obstinada vigilia, el cansancio, compasivo, me rindió por fin. Poco
más tarde me desperté al notar una sacudida, como si algo hubiera chocado
contra el barco o éste contra algo, una roca tal vez. El movimiento fue tan
violento que los niños se despertaron y comenzaron a llorar sobresaltados. Yo
iba a salir para preguntar, cuando en la puerta me topé con Sigebert.
—Jana un barco nos ha abordado. No temas ha
sido un accidente, no creemos que haya peligro, de todos modos y por si acaso,
no te muevas de aquí. Cierra la puerta y espera. Si puede ser, que los niños no
lloren.
—¿Es grande el otro barco?
—No, es más pequeño que el nuestro.
Perdieron el rumbo, no nos vieron con la niebla. No sé muy bien que sucedió. No
temas todo está bajo control, si hubiera algún problema nosotros somos muchos
más.
No me quedé tranquila, pese a todo. Que no
nos vieran era lo natural con la niebla, pero podían escuchar perfectamente
nuestras señales a no ser que todos fueran sordos. Cerré bien y aguardé con los
niños a los que di de mamar para que se callaran. Escuchaba en cubierta gritos
y conversaciones en latín, mezclados con alguna blasfemia y bastantes
imprecaciones. Era la voz de Cayo que parecía furioso con alguien que supuse
era el patrón del otro barco. Bastante rato después volvió Sigebert para
tranquilizarme. Todo parecía estar bien, pero la otra nave había sufrido desperfectos y pretendía navegar a nuestra
estela, por si acaso, hasta las proximidades de Regius.
Permanecí despierta el resto de la noche.
Mediada la mañana del siguiente día, la niebla comenzó a ralear como
esperábamos. Cayo llegó para informarme de todo como hacía siempre. Me contó lo
mismo que ya me había contado Sigebert.
—Nosotros continuaremos nuestro rumbo, no
nos aproximaremos a Regius.
—¿Falta mucho para nuestro destino?
—Unos cuatro días.
Continuamos viaje mediada la tarde, cuando
el tul de niebla se rompió por completo, rasgado con desgana por unas manos
invisibles, y la lluvia cesó, con el barco accidentado tras nuestra estela. A
la altura de Regius se dirigió al puerto
y nosotros continuamos viaje. Nuestros marineros habían ayudado a reparar lo
más urgente y Cayo los mantuvo alejados de nuestra nave. Durante un día más
proseguimos nuestra singladura con la costa a la vista, pero luego la costa se
fue alejando hasta que las aguas del dios Neptuno nos rodearon por completo y
la tierra de los hombres desapareció.
Mientras navegamos por mar abierto permanecí
en mi cámara con los niños, me daba miedo tanta agua alrededor sin tierra de
referencia. Me había vuelto temerosa, algo que no me sucedía antes; conocí la
tristeza y la añoranza y la soledad cuando abandoné Septimania y más tarde
sufrí por amor, y por la pérdida de mi madre y por la forzada separación de mi
esposo, pero lo que se dice miedo, solamente la noche del arúspice aunque fue un hecho puntual y un miedo con causa, no fue
como este temor continuo a la nada. Me abrazaba a los niños, pero ni siquiera
ellos con su calor y sus miradas dulces y su sonrisa agradecida y su parloteo alborozado, calmaban la
excitación que me mordía por dentro. Pensaba, para darme ánimo, en el
reencuentro con Recaredo, pero eso era aun peor; desde hacía ya un tiempo lo
daba por imposible ¿Qué sería de nosotros sin él? Aunque estaba Sigebert que
nos protegía con su vida y Cayo que no nos abandonaría, el futuro era incierto
y eso me hacía pensar en la muerte más a menudo de lo deseado.
Brunilda vino a buscarme para salir a
cubierta a tomar el aire. El tiempo era magnífico, pero yo no tenía ánimo,
prefería estar en el camarín.
—Me parece raro que no quieras tomar el aire
y verlo todo. Tanto como te gusta el mar.
—Es que me da miedo tanta agua alrededor.
—¿Miedo el mar? Estarás de chanza supongo.
¿Acaso no te encuentras bien?
—Si aya me encuentro bien, pero estoy
agotada y nerviosa, prefiero descansar,
llévate tú a los niños.
Sigebert vino a verme preocupado. Se sentó
sobre la cama a mi lado y me tomo de la mano. Me dijo que Cayo esperaba estar
en Sicilia primero de lo esperado, la singladura iba muy bien, el viento era
muy favorable y el mar colaboraba con calma y sosiego. Me adormecí recostada en
su hombro. Su voz hablándome bajo era como un bálsamo. Desperté para dar el
alimento a los niños y de nuevo volvió el desasosiego.
Mis preocupaciones tuvieron fundamento al
día siguiente. Un barco romano nos hizo
señales para aproximarse. Cuando estuvo situado en paralelo a nosotros desplegó
algo parecido al viejo corvus, una especie de puente levadizo que servía
lo mismo para el abordaje que para la comunicación, como en este caso. Era un
engranaje complicado, según me parecían a mí estas cosas, sujeto a un mástil
colocado a proa, un poco inclinado, que
se accionaba por medio de un cabo y dos roldanas que lo bajaban y lo izaban de
nuevo. En caso de ataque al barco enemigo, me explicó Sigebert mientras contemplábamos la maniobra, llevaba
atado al extremo un garfio de hierro que impactaba con violencia sobre el casco
del barco rival y lo sujetaba para el abordaje, pero este no iba armado, por
suerte.
—Ahora ya no se utiliza —me informó
Sigebert—, porque el pilón pesaba demasiado y desestabilizaba las naves.
Nuestro barco, carecía de este artilugio,
pero el visitante, preparado para singladuras más largas y peligrosas si lo
incorporaba. Además, creí adivinar que esa nave no trasportaba alimentos, ni
telas, ni vasijas, si no algo más comprometido. Llevaba mucha tropa a bordo.
—¿Quiénes son? —pregunté a Sigebert— No son
como todos los barcos.
—Patrullan por el mar. Vigilan la seguridad,
previenen abordajes y mantienen alejados a los bandidos que asaltan las naves
para robar y para secuestrar y pedir luego un rescate. Ya los habíamos visto
antes. Están por todas partes.
Dos hombres cruzaron la pasarela y una vez
en cubierta, abrazaron a Cayo y conversaron con él durante bastante tiempo.
Consultaron cartas de navegación con el timonel y luego, tras volver a abrazar
a Cayo, regresaron a su barco, retiraron el puente y continuaron su destino,
que a nosotros no nos fue revelado.
—Hay problemas —me dijo Cayo, aunque todos
lo habíamos intuido—. Tras esta nave que nos ha visitado, partió otra de
Agrigentum llena de soldados dispuestos
a interceptarnos. Son mercenarios de las montañas de Catania, gente ruda, que
se vende al mejor postor, a las órdenes de un ostrogodo de la península. De
Cartago partió otra para cortarnos la retirada. Vienen detrás. Saben que
viajamos en este barco; conocen el destino y las características. Posiblemente
la nave que chocó con nosotros nos ha delatado. Hemos tomado la decisión de
desviarnos a una isla llamada Cossyra[2],
que se encuentra a varias milias a
estribor. Aunque nadie nos atacará en medio del mar, porque no se trata de
hundirnos si no de raptar a los niños, en este momento es peligroso dirigirnos
a Agrigentum, porque están esperando nuestra llegada y nos abordarían en cuanto
nos vieran y la suerte sería desfavorable para nosotros. El tiempo juega a
nuestro favor, porque la temporada de navegación está a punto de cerrarse y la
travesía por el canal de Sicilia es muy peligrosa. Ya hemos tomado rumbo;
cuando lleguemos aguardaremos allí hasta el nuevo año. Todo está bajo control.
Arribaremos en un día y medio. Confío en que el barco que nos sigue no se dé
cuenta del desvío. Por otra parte mi
camarada me ha dicho que la
ciudad de Emérita aun resiste, pero opina que será por poco tiempo y que
Recaredo se ha unido al rey con una parte de su ejército. Ha oído referir que
Hermenegildo se halla en Híspalis en este momento. Desconoce cómo ha conseguido
salir de Emérita burlando el asedio. Esto
es todo, señora.
Los espías de Byzantium eran muy
competentes, pero los de Toletum no lo eran menos y la obstinación de la reina
era gemela de su ambición. Por el momento, la nave que envió para perseguirnos,
siguió de largo sin hallar ni rastro de nosotros. Aunque más tarde se dieran cuenta
del cambio de rumbo, ya les habríamos tomado mucha ventaja y para cuando
quisieran ir tras nosotros ya estaríamos en tierra y el recibimiento que les
esperaba no iba a ser grato ni conveniente. Olvidarnos por el momento era lo
más acertado.
Llegamos tras escasamente dos días de
travesía tranquila. No divisamos ninguna nave, la navegación estaba próxima a
concluir y los barcos ya no se arriesgaban en singladuras largas. Pasado el
mediodía del segundo día, avistamos la costa con la misma alegría y la misma
esperanza con la que un naufrago perdido en medio del mar, descubre algo a lo
que asirse para sobrevivir.
La isla era de litoral rocoso con
promontorios y con montañas de escasa altura y contornos suaves, cerrando el
horizonte, en lontananza. Desde lejos era de color pardo, pero a medida que nos
aproximamos divisamos manchones verdes salpicando el paisaje aquí y allá,
comprobando más tarde con regocijo que eran vides en su mayoría. La isla era
vinícola, así nos lo confirmó Cayo, y los cultivos ascendían por las colinas
encerrados entre muretes de piedra que los resguardaban de los vientos. Nos dio
buen pálpito regresar a las vides y a las vendimias que ya estarían en su
apogeo. Nos trajo buenos recuerdos. Era otoño, mi estación favorita en la Septimania.
Pensé en mis abuelos y en toda mi familia y recordé a mi madre, una vez más.
Aquí las hórreas no formaban una muralla. Había apenas dos
edificios y la ciudad era pequeña, blanca y parecía alegre y hospitalaria. Se
veía el Fórum y algún templo. Brunilda parecía muy callada, la busqué con la
mirada. Estaba un poco por detrás de mí, contemplando absorta el nuevo paisaje
que se mostraba ante nosotros.
—¿Te gusta aya?
No obtuve respuesta.
—¿Aya, que te parece? Hay vides.
Seguí sin respuesta, entonces me volví y me
la quedé mirando frente a frente.
—Brunilda, ¿estás sorda o qué?
Negó con la cabeza. No estaba sorda, estaba
llorando como una niña abandonada; sus ojos eran dos veneros en primavera y su
rostro estaba cuajado de agua, como las riberas tras la crecida. Nos acercamos
y nos abrazamos en silencio y con fuerza. Era como si nos hubiéramos
reencontrado tras una ausencia prolongada. Como si a través de nuestros
cuerpos, abrazáramos a nuestra amada Septimania. Era casi como si hubiéramos regresado,
como si los vientos amigos, compasivos con nosotras, nos hubieran desviado y
nos hubieran devuelto a casa.
—Vayamos a tierra —le dije tras el abrazo—.
En la cocina habrá pan reciente y mi abuela estará hilando bajo el olivo del
patio.
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