II
La reina Adosinda |
—Los niños ya no son tuyos —le dijo Adosinda,
la hermana de Fruela, a la mañana siguiente— Son los hijos del rey. Alfonso
será rey en su momento y debe permanecer dentro de su reino y no huir como un
villano, aventurándose por tierras moras, para vivir en un territorio indómito
sin orden ni concierto, con unas gentes que si siquiera hablan latín. Ni lo
sueñes.
—Los niños necesitan a su madre.
—Pues quédate aquí con ellos, como por otra
parte sería tu obligación.
—Aquí corremos peligro los tres.
—Aquí corremos peligro todos. Si los nobles
se han atrevido a derramar sangre de rey, y a maldecir la tierra que pisan,
nada les detendrá si nos ven como una amenaza; pero la hija y los nietos de
Alfonso I no huyen como cobardes. Pondré a los niños a salvo dentro de las
fronteras del reino, en un lugar seguro. Haré que los eduquen como lo que son.
—Yo no puedo continuar aquí, tengo muchos
enemigos. Nunca me vieron con buenos ojos. Mi vida no vale nada.
—Márchate pues si es tu deseo, pero te irás
como llegaste: sola. Tus hijos ya no te pertenecen.
La bella Munia, la vascona botín de guerra,
que había encandilado al rey Fruela, dudó un tiempo entre sus hijos o su vida y
al final el miedo a la nobleza y al clero
enemigos de su difunto marido, pudo más que el amor a sus hijos y partió
para Álava donde su familia se había establecido tras huir de Vardulia[1]. No se
fiaba ni siquiera de su confesor y su vida en la corte se había convertido en un suplicio insoportable. Terminaría por volverse loca y
eso no sería bueno para nadie. Sabía que los niños estarían a salvo con
Adosinda, porque era la hija de Alfonso I y una parte importante de la nobleza
y de los monasterios la respetaban y no dudarían en ponerse a su servicio si
fueran requeridos.
Desde mucho antes de la muerte de Fruela, se
venían sucediendo en el reino las revueltas y los enfrentamientos entre los
nobles y el clero y entre facciones de la nobleza, a favor y en contra del rey
y sus decisiones; Estaba a punto de estallar una contienda civil de
consecuencias imprevisibles para el reino astur, asediado en las marcas por omeyas
y vecinos levantiscos.
Aprovechando la confusión, muchos siervos
descontentos se levantaron contra sus señores. Un tal Máximo[2], hombre
inteligente y ambicioso, encargado por
Aurelio de Cantabria, el primo del rey, de supervisar los trabajo de desbroce y
acondicionamiento de la explanada donde iba a levantarse el monasterio de San
Martin, había liderado la primera revuelta contra los señores de la zona.
Aurelio, que en esa fecha se hallaba en Cangas, llamado por el Consejo tras el
asesinato de Vimara, hubo de regresar a toda prisa y ponerse al frente de las
tropas para sofocar la rebelión, lo que logró tras meses de contienda igualada
y difícil. Los rebeldes eran menos, pero cada hombre se crecía en la batalla
como un gigante y cuando alguno caía, aparecía otro con más furia aun. ¿De
dónde sacarán las energías, si no comen?, se preguntaban los soldados
sorprendidos por la increíble rabia del enemigo.
La revuelta de San Martin fue imitada en
casi todos los señoríos y reprimida en algunos con excesiva crueldad, lo que
propició nuevas y más encarnizadas revueltas al mezclarse el deseo de libertad
con el de venganza. Así las cosas, El
Consejo decidió elegir rey cuanto antes, poniendo los cinco sentidos en la
elección. Se necesitaba un hombre inteligente y capaz, diplomático a la vez que firme y de la estirpe reinante a
ser posible. Y que no tomara represalias contra los asesinos de Fruela.
Aurelio de Cantabria se perfiló como el mejor
candidato. Había demostrado su firmeza y arrojo al sofocar las primarias
rebeliones contra los señores locales. Sería bueno alguien con fama de duro al
frente del reino para frenar las actuales y las sucesivas tentaciones
levantiscas. Además era un buen negociador con los moros, sabía entenderlos, y
ese era otro punto a su favor. Si bien no había participado directamente en el
crimen regio, tampoco lo había estorbado. Limpio del todo no estaba, por lo que
no cabía esperar represalias. Y era devoto partidario de Beato de Liébana, a quien apoyaba en sus diatribas contra Elipando[3], cuyo
pensamiento teológico no gozaba de predicamento en el reino astur. El
arrianismo había quedado atrás desde hacía siglos. Así pues, con el rey
anterior todavía insepulto, Aurelio de Cantabria fue proclamado quinto rey de
Asturias, con muy pocos votos en contra.
Adosinda, la bella hija de Alfonso I, hilaba
con sus damas en una fría sala de palacio, cuando llegó la noticia.
—Señora, el Consejo ha decidido.
—¿Y bien?
—El elegido ha sido Aurelio, el hijo de
Fruela de Cantabria.
—Sé de sobra de quien es hijo. Un títere en
manos del Consejo; en manos de Mauregato, ese mal nacido. El dirigió la
revuelta que acabó con mi hermano.
—Yo pienso que Mauregato no tuvo nada que
ver, creo que te equivocas. Sin embargo Aurelio, ese montaraz, si no participó,
tampoco hizo nada por impedir el crimen. Además Mauregato es tu hermano. No
deberías hablar así de él —Le recriminó Teodomira, su dueña y nodriza.
—Medio hermano, que no es lo mismo. Hijo de
mora.
—Como tu primo Silo, el pésico[4].
—No te atrevas a comparar a una dama
emparentada con el califa, con una esclava lasciva y artera que hechizó a mi
padre.
—A tú padre no le hacían falta hechizos de
ningún tipo cuando veía una mujer bella. Y Sisalda lo era y mucho.
—¡Ni la menciones! Ese hijo de puta se ha
salido con la suya.
—Sabes de sobra que han elegido al linaje
cántabro. Si tú estuvieras casada, el elegido hubiera sido tu marido con toda
probabilidad.
—Yo soy nieta de Pelayo como mi hermano
Fruela.
—Sí, pero dado lo acontecido han preferido
obviar al linaje de Pelayo y retomar el de tu otro abuelo[5].
—Me gustaría hablar con Silo. Manda a buscarlo, le veré en mis aposentos.
Adosinda se levantó y se dirigió a sus
habitaciones. El aire de su tocado flotando por los corredores hacía oscilar la
tenue llama de los velones; su vestido almidonado se frotaba contra el
pavimento en un sensual roce que acompañaba su caminar apresurado, como una
contradicción. Así era la hermana del rey asesinado: resuelta y precavida, recatada
y sensual, femenina y varonil.
—Hay que poner a salvo a Alfonso, ese mal
nacido le hará asesinar. —Le espetó a Silo nada más aparecer por la puerta.
—¿Aurelio? No lo creo. Aurelio viene a poner
paz. Se le ha elegido por ser prudente y moderado…
—No me
refiero a Aurelio, sabes de sobra que hablo de Mauregato. Ese es el peligro.
Intrigará y no cejará hasta conseguir el trono.
—Difícil lo veo. Que consiga el trono, me
refiero —explicó Silo ante la cara de extrañeza de Adosinda—. Es un bastardo,
no lo olvides.
—Por eso. Intrigará, matará y hará lo que
sea para ser rey. Voy a llevar a Alfonso y a su hermana Jimena a San Julián de Samos, en Lucus[6].
Allí con los frailes estarán a salvo. Ellos les protegerán y darán a Alfonso la
instrucción que precisa para ser el futuro rey. Me gustaría que me acompañaras
hasta el límite de vuestras tierras. Necesitaré una escolta fiel y preparada.
No me fio de casi nadie.
—¿Necesitarás?
—Naturalmente. Yo les acompañaré. No voy a
permitir que viajen solos tan niños. Es mi última palabra.
—Está llegando el invierno. Además hay que
dar sepultura al rey en la catedral de San Salvador.
—Si salimos mañana mismo, hay tiempo de
sobra. No vamos a acudir al entierro. No quiero ver allí presentes a los mismos
que le dieron muerte, no lo soportaría. Que vaya el nuevo rey y sus adláteres
regicidas.
Adosinda hizo una pausa. Sus sentimientos
eran contradictorios. El rey asesinado era su hermano, pero también lo era
Vimara, al que Fruela dio muerte con su propia mano. Fruela era un fratricida,
algo que se solucionaba de puertas adentro, pero los nobles que le dieron
muerte eran regicidas, habían cometido un delito contra el rey y contra el
pueblo; eran sacrílegos y traidores, merecían la muerte, incluido Aurelio y sin
embargo continuaban impunes y el cántabro incluso era el nuevo rey, protector
por tanto de los nobles asesinos y enemigo de la familia del rey asesinado.
Aunque ella prefería arremeter contra Mauregato. Era un odio patológico, algo
que la sobrepasaba, algo que no podía evitar. Más de una vez se reprendió ella
misma por su parcialidad en contra de Mauregato. Pero siempre encontraba argumentos
para justificarse. Las más de las veces costaba encontrarlos, pero siempre lo
conseguía.
Silo permaneció en silencio mientras
Adosinda hacía esfuerzos para no echarse a llorar. Con el aplomo digno de una
hija, nieta y hermana de reyes, se sobrepuso al dolor y a la rabia, para lograr
concluir la conversación con su primo.
—Había pensado hacer un alto en Flavium Avia[7] en tu
casa, si te parece bien. Hace mucho, además, que no veo a mi tío Fruela. Desde
allí las comunicaciones son mejores. Según pinte el tiempo, elegiremos el mejor
camino.
Silo se maravillaba de las aptitudes de
mando de la hija de Alfonso I, su prima Adosinda. Si hubiera nacido hombre,
hubiera sido un gran caudillo. Hubiera sido un gran rey. Controlaba el reino a
la perfección, lo tenía entero en la cabeza. Mientras sus manos hilaban, su
cabeza daba vueltas como la rueca; giraba en torno al acontecer de palacio, de
la corte, del reino astur y del resto de reinos. Conocía cada personaje, cada
idea nueva o vieja, cada punto de vista; estaba al tanto de lealtades y
deslealtades, de rebeldías y de fidelidades. Era amiga de moros y cristianos,
de guerreros y frailes. Sabía donde saltaba la herejía y donde estaba la
verdad. Conocía los caminos, los ríos, los valles y las montañas. Todos los
vericuetos del reino. Podía ver en el fondo de unos ojos y adivinar los más
recónditos pensamientos. Por ello, si decía que Alfonso peligraba en Cangas,
haría lo indecible por ponerlo a salvo, y nadie podría convencerla de lo
contrario.
—De acuerdo, haré lo que me pides. Pero
mañana por la mañana será demasiado pronto…
—Si te pones a ello en vez de perder el
tiempo discutiendo conmigo, llegarás de sobra. Partiremos a media mañana,
mientras todos están de funeral. Por la noche habremos llegado cerca de la Puebla de Aguilar[8].
Pernoctaremos en el castillo de Soberrón.
Con suerte llegaremos a poblado cada noche. De no ser así, acamparemos. Dispón
material y carros suficientes. Silo, —llamó cuando él ya se iba— Solamente me
fio de ti.
A Silo le gustaba su prima desde que la
había conocido siendo aun muy niños. Era delicada y suave, instruida y culta,
pero además, tenía carácter, algo de lo que él adolecía. El era más un hombre
de letras, el estatus guerrero le venía grande. Era hombre de paz. Le hubiera
costado sofocar rebeliones con la ferocidad de otros y nunca, bajo ningún
concepto, hubiera asesinado a su hermano, ni ordenado degollar, así porque sí,
a ningún prisionero y menos siendo primo de Abderramán.
Tal vez porque su madre descendía de moros y el los veía como sus parientes, de
igual manera que ellos a él. Recordaba la sentida misiva de condolencia que le
hizo llegar el emir de Córdoba cuando falleció su madre. Amaba a Adosinda, si,
la amaba; estaba seguro. Ella también le demostraba afecto y se fiaba de él,
acababa de decírselo. Tal vez durante el viaje a Flavium Avia tuviera ocasión
para hacérselo saber, aunque iba a costarle. Era tímido y de poco hablar.
Adosinda, caso de querer algo con él, tendría que dar el primer paso.
Ella se había enfrentado valientemente, casi
con temeridad, a una parte de los nobles y les había lanzado una encendida
diatriba seguida de una férvida
maldición por haber osado derramar sangre de rey. Además, protegía a Alfonso,
su sobrino, el hijo del rey asesinado, a quien pretendía ascender al trono,
cuando tuviera edad para ello, y eso suponía un peligro para la nobleza
asesina. No era conveniente que el niño llegase a rey, como no lo era que
Adosinda llegase a reina. Él, no tenía opción alguna a pretender el trono, ni
intención de hacerlo, por ello Adosinda no suponía peligro por ese lado. Aunque
tal vez ella ansiase el trono para su futuro marido. Entonces él no sería el
adecuado. En ese instante preciso andaba desconcertado, no sabía que había en
la mente de Adosinda. Tal vez durante el viaje lo averiguara. No podía perder
tiempo en disquisiciones, había que organizar la marcha. Todo tenía que salir
bien. Tenía que estar a la altura que esperaba ella. No podía defraudarla.
Aurelio de Cantabria, rey de Asturias |
[1] Antiguo
nombre de Castilla
[2] Hay
quien dice que era un presbítero, otros dicen que era un liberto.
[3] Defensor
de la herejía del adopcionismo, que
niega la divinidad de Jesús, a quien considera hijo adoptivo de Dios. Arrianos
en época visigoda, actuales testigos de Jehová.
[4] Pésicos:
Tribu que habitaba la franja costera desde Valdés, hasta el Cabo Peñas y desde
la Cordillera hasta la margen izquierda del rio Nalón. Se cree que eran
pastores trashumantes como los posteriores vaqueiros de alzada. Tenían un
cierto enfrentamiento con los astures. Ambos
eran celtas romanizados. Silo no era pésico, propiamente. Vivía en zona pésica.
La capital de la zona era Flavium Avia ( Pravia)
[5] Su
abuelo paterno fue Pedro de Cantabria, consuegro de Pelayo. Silo era hijo de
Fruela, hermano de Alfonso I, por ese motivo era primo de Adosinda.
[6] Lucus
Augusti: Nombre latino de Lugo.
[7] Antiguo
nombre de Pravia.
[8] Antiguo
nombre de Llanes.
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