I
Quinta Covadonga, hospital del Centro Asturiano de La Habana |
El elegante Ford avanzó despacio por el puente y alcanzó la calle adoquinada. Tras
caer, la lluvia dejó en el suelo cristales líquidos que estallaban, a su paso, en millares de gotas verdes y negras. Giró en
la plaza alrededor de la fuente, y se detuvo delante del Casino de la villa. Zacarías,
el chofer negro, se apeó presuroso y abrió la puerta a su amo, don José Arango.
Al fondo, detrás de la torre de la
iglesia, las montañas, conservaban harapos de nubes maltratadas por el viento
durante la tormenta, mientras el sol de
media tarde aparecía rojizo de otoño, aunque fuera mayo, ruborizando las nubes y las piedras de los palacios y de
las casonas de la señorial Avia.
Don José Arango, era uno de los muchos
indianos que habían ido regresando, casi para terminar sus días. Liquidó sus
negocios de La Habana y retornó, viejo, para no volver. Deseaba morir aquí, en
el pueblo, en el paisaje de su niñez, que no se le había borrado de la memoria.
Sus largos años en La Habana no habían sido malos; mucho trabajo, bastante
suerte y mucha, muchísima plata. Fueron buenos años para hacer fortuna; el
tabaco siempre había sido un buen negocio. Al principio y durante años, compraba
en las vegas, como hiciera su padre, para abastecer la fabricación de habanos local,
pero un tiempo antes de regresar, se había unido al trust norteamericano de
Ybor City, y sus ingresos habían crecido cuantiosamente. Con más dinero del que
podría gastar en los años que le quedaban, decidió regresar y pasar tranquilo,
sin preocupaciones, sin estar pendiente de la marcha del mundo y de los conflictos
que pudieran surgir, sus últimos años.
Andaba agitado el mundo en 1928. Fascismo y
comunismo se abrían paso en una Europa diezmada por la guerra y por la gripe
española, que había matado más población que la propia contienda global. En
América la producción excesiva acumulaba stocks que nadie compraba, y en la
Bolsa de Nueva York, la especulación había creado una burbuja de crecimiento
totalmente artificial, financiada por una Banca que daba créditos fáciles para
comprar acciones, con insuficientes garantías. Esta burbuja podía explotar en
cualquier momento. José Arango, muy crítico con los Estados Unidos desde la
guerra, presagiaba un panorama negro, aunque en su entorno todo el mundo le
llamaba pesimista. Solamente mi abuelo Honorio, le daba la razón, y tal vez
influido por él, había adelantado su regreso a Avia, dejando a su hijo mayor
estudiando en los Estados Unidos, que para algunas cosas era un país esencial e
indispensable y para otras, las más, no tanto.
José Arango era un hombre pragmático, tenía
la cabeza fría y no se dejaba embaucar por las apariencias. La economía
americana era un desastre en ese momento, pese a los esfuerzos del gobierno por
ocultarlo y si ocurría un crack en la Bolsa de Nueva York, el país se iría al
carajo, Cuba se iría al carajo y el resto del mundo lo mismo. Todos al carajo.
No quedaría ni un dólar para comprar habanos, ni un centavo siquiera para
desperdiciarlo en humo. Por eso liquidó todo y regresó. En el pueblo no se iba
ni a enterar, si se hundía el mundo, y
si la industria tabaquera se arruinaba, tampoco. El tenía su dinero en España
bien seguro, para vivir con tranquilidad hasta el fin de sus días, que se la
tenía merecida.
No entraba en sus proyectos de futuro
conocer a Estrellita; a María Estrella Salomé de la Vega de Avia y Rivagodos,
nada más y nada menos. Aviana popular con falso título nobiliario y un pasado
revuelto, más o menos gozoso, según como se mirara. Esto era algo que la
cuadriculada cabeza de don José, no había previsto, y por eso en este momento, no era capaz de vislumbrar, ni de lejos, que
se le iba a venir encima su crack particular.
En las noches que pasaba en vela, (tenía
insomnio crónico tras unas fiebres raras que se trajo de un viaje a la Santa María
de Puerto Príncipe, llamada Camagüey en el rebautismo que sufrieron las
ciudades cubanas, tras la independencia),
recordaba cómo llegó a la isla analfabeto, pálido, desnutrido,
raquítico, y como su padre se lo quedó mirando como si fuera un extraño. En
realidad lo era; no se habían visto desde que el tenía dos años, y ya había
cumplido los diez.
Si, aquella visión era su hijo. El pobre
estaba en los puros huesos. Don José Arango, padre, había sabido con gran
disgusto, que el dinero que enviaba puntualmente a su familia, se lo quedaba un
pariente de su mujer, que interceptaba desde hacía muchos meses, toda la
correspondencia que llegaba desde la Habana; Dado que ella no sabía leer ni
escribir, ni su familia más allegada tampoco, tenían que fiarse de quien
supiera. Al principio, el pariente instruido, les regalaba un poco de lo que
enviaba José, pero más adelante le cegó la codicia, dejándolos en la más
absoluta miseria, mientras el derrochaba un dinero que parecía lloverle del
cielo, porque no tenía ningún oficio productivo, más bien al contrario. Todo el
mundo sabía que ese capital era el
dinero que José enviaba para sostener a su familia. La mujer del indiano se
presentaba en su casa a pedirle cuentas cada día, a horas diferentes para
cogerlo por sorpresa y que no pudiera esconderse. Al principio la echaba de
mala manera, a pedradas, a palos, o azuzándole los perros, hasta que un día,
intervino un familiar quien escopeta en mano amenazó con “pegarles un tiro a
los canes, si vuelve a ocurrir esto, y como tengo mala puntería, lo mismo el
tiro le da a alguien; quedas advertido”. Tras ese incidente, la esperó una
mañana cuando iba a trabajar a los
campos del rico del pueblo y la amenazó con tomar represalias contra el niño.
—Ese hijo raquítico y feo que tienes, lo
mismo no te dura mucho. Ten cuidado si no quieres que le ocurra un accidente.
Te lo advierto, puta. El cubano se olvidó de ti. Allí hay mujeres muy guapas.
Búscate a otro.
Ella conocía bien a José, su marido, y sabía
que aunque hubiera conocido a otra mujer, jamás se desentendería del hijo que
había dejado aquí.
El capataz del negocio de su padre, que
había venido a Vigo para ver a los suyos, se había acercado al pueblo a recogerlo. El
hermano de mi bisabuelo, en una de sus cartas, le refirió lo que pasaba con la
familia de José, alertado por los vecinos de la miseria de estos y de la
extraña bonanza del pariente. Mi bisabuelo Antonio le mostró la carta a José
Arango, padre, y este envió a su empleado para que actuara en su nombre. El gallego,
se encontró un panorama desolador. Convenció a la madre de que lo mejor para el
niño era terminar de criarse en La Habana con el padre. Allí el porvenir sería
otro muy distinto. Tenía que ser generosa y pensar solo en el hijo. España no
tenía futuro para él. Le dio dinero suficiente para vivir con holgura el resto
de su vida y, antes de partir, ajustó cuentas con el pariente ladrón, al que
dejó tullido para los restos, después de arrasar y quemar todo lo que había
levantado con el dinero robado.
—No llores —le dijo su abuela—. No llores al
irte, porque tu madre se moriría de pena. Se valiente. Prométeme que lo harás,
tu madre ya ha sufrido bastante. Y no la olvides. No nos olvides. Prométemelo.
Lo prometió y lo cumplió. Se fue sin soltar
una lágrima, con la cara sonriente vuelta hacia el pueblo y sus vecinos que
salieron al completo, a despedirlo. Los vio, entre el polvo, hacerse diminutos,
diminutos, apenas un punto, y desaparecer para siempre. Lo mismo que a su perro
que corrió desesperado tras el carruaje sin lograr darle alcance. Luego lloró y
lloró sin darse tregua hasta quedar dormido. Cuando despertó ya estaba a bordo
del barco que lo llevaría a La Habana, a reencontrarse con su padre. Nunca los
olvidó, ni menos aun a su madre, aunque no volvieran a verse.
Partió de Gijón, sin haber visto ni siquiera
la ciudad. Seguro que La Habana era igual de grande o mayor incluso. El barco,
en el que también viajaba mi tía bisabuela Isabel Moran, se hizo a la mar con
suavidad, y se alejó tranquilo dejándose llevar por la brisa suave de la mañana.
A los dos días entraron en Vigo. Los parientes del empleado de su padre
subieron a bordo a despedirse, llenos de comida: empanadas de sardinas, pote
gallego, lacón, pensando acaso que en el barco no daban de comer. Todos lo
abrazaron como si fuera de la familia.
—Pobriño, pobriño —le dijo la madre del
gallego cuando lo besó antes de descender del barco.
—Me llamo José, señora.
—Ya lo sé pobriño mio, ya lo sé.
El barco zarpó de nuevo desde Vigo con la
misma calma con la que había llegado, pero la travesía dejó de ser tranquila
poco tiempo después de haber perdido de vista la tierra gallega. Día tras día y
noche tras noche, se sucedieron las tormentas en alta mar; el viento de las
Azores soplaba con fuerza contra las
olas que se crecían y zarandeaban aquel Bergantín clíper de dos palos, de
nombre San Mamés, que en origen había sido inglés, y del que la gente decía era
majestuoso y marinero, dos palabras que José no había escuchado nunca.
Le gustaba encontrarse con aquella señora
rubia tan guapa y elegante que había partido desde Gijón como ellos. Se la
quedaba mirando absorto. Nunca había visto una señora así: con aquel pelo tan
claro y tan suave y aquellos ojos azul transparente. Era para el cómo alguien
de otro mundo, como un ángel, que le transmitía
paz y confianza. Mi tía bisabuela se sentó a su lado una mañana en el
comedor y le saludó sonriente.
—Buenos días José. Me llamo Isabel Moran,
estoy encantada de tenerte como
compañero de viaje ¿No vas a desayunar?
José asintió con la cabeza. Ese día el
desayuno le supo mejor. Incluso la comida le comenzó a saber mejor, desde que
había hablado con “la señora”, para alegría del empleado de su padre, que no
sabía cómo lograr que comiera bien, para que mejorara de aspecto y no causara
tan mala impresión al llegar a La Habana.
Bergantín cliper |
Pero la alegría duró poco: El temporal de
las Azores arreció y se ensañó con el barco, que avanzaba a duras penas por
aquel mar que enloquecía con el viento y se volvía violento y agresivo. Recostado
en su litera, se convenció de que no llegarían a ninguna parte, porque la
tierra había desaparecido para siempre. Solo se veía agua. Agua que caía sin
parar formando remolinos desde el cielo, sobre aquella otra agua tan oscura que
llamaban Atlántico. Añoraba a su madre, a sus primos, a sus amigos, a su perro,
que cazaba ratas para sobrevivir, porque ellos no tenían apenas para darle de
comer. Estaba convencido de que no volvería a verlos nunca más, y a su padre,
tampoco. Estaba seguro de que no iban a llegar a parte alguna. Sentía unas
ganas terribles de llorar, no lo hacía porque no quería que doña Isabel lo
viera como un cobarde llorón. Menos mal, que en medio de las desgracias estaba
ella. En cuanto la veía, se suavizaban los males.
—Tranquilo que llegaremos a La Habana.
¿Sabes? Mi hermana y mi cuñado son amigos de tu padre. Van a estar todos juntos
esperándonos. ¿Qué te parece? Luego continuaremos viéndonos en la ciudad. Tengo
una sobrina de dos años y pronto va a nacer otro.
—¿Cómo hablan en La Habana, se les entiende?
—Naturalmente. Hablan español como nosotros.
—Entonces, ¿Por qué no entiendo a estos
hombres del barco?
—Porque hablan vascuence.
—¿No son de Cuba?
—No. Son vizcaínos, de Bilbao.
—No me gustan estos peces que nos ponen para
comer. No son como las anguilas.
—Podemos pedir que no te sirvan pescado,
pero haz un esfuerzo y come de todo lo demás.
—Imagina que está aquí tu padre y te lo
suplica porque no quiere verte sufrir
—remató el gallego.
José se esforzó y procuró comer para
complacer las imaginarias súplicas de su padre, y sobre todo para complacer a
doña Isabel. Solo lo consiguió durante unos días. Un mediodía tras el almuerzo, cuando se dirigía a
su litera para reposar y dormir la siesta, comenzó a vomitar en mitad del
pasillo, y no dejó de hacerlo a diario, puntual como un reloj, hasta que la
silueta del Morro se dibujó una mañana a lo lejos y entendió que habían llegado,
al fin. Isabel Moran, que algunos días también se había mareado, pasaba a
visitarlo, y le cantaba una vieja canción irlandesa, que su madre les cantaba a
todas las hermanas cuando estaban enfermas, y que tenía la virtud de relajar el
ánimo, y calmar cualquier dolor. Así y todo, aquellos cuarenta días fueron los más
angustiosos de su vida. Sin doña Isabel a bordo, estaba seguro de que no habría
podido superarlos. Por ello, su aspecto al llegar a Guanabacoa era más que lamentable.
Peor que el que tenía cuando salió del pueblo.
Ese mismo cariz tenía años más tarde en la
Quinta Covadonga[1],
tras el viaje a Camagüey. Mi tía abuela Consuelo se preguntaba que se le habría
perdido a un tabaquero en territorio azucarero, cuando le iban a visitar al
hospital donde permaneció largo tiempo luchando contra aquel mal extraño que se
trajo de recuerdo y que casi le cuesta la vida.
Otra cosa que nunca entendió mi tía abuela,
era el porqué se había traído de vuelta a España, a Zacarías, el negro, a no
ser para llamar la atención, algo extraño porque, don José siempre había sido
un hombre discreto. “A ver si va a ser su hijo de verdad”.
En esas noches sin sueño, recordaba sus años
en el colegio de La Salle, en el barrio de El Vedado, que le había parecido tan
lujoso, tan deslumbrante, bajo esa luz que tiene La Habana, con sus palacetes y
sus criadas uniformadas, y su primera temporada en el colegio con sus
compañeros tan educados y señoritos y el tan rústico y tan tosco todavía,
aunque su padre le hubiera enseñado los modales básicos, sobre todo en la mesa,
pero aun le quedaba mucho por aprender. Doña Isabel y su hermana doña Teresa,
le habían comprado ropa a petición de su padre, y le trataban como a un hijo.
Doña Isabel le ayudó a adaptarse al colegio y a la nueva vida, y a comprender
las diferentes materias, dado que el apenas sabía leer y escribir, y le costaba
incorporarse al nivel que le correspondía por la edad.
Con el tiempo fue un alumno destacado y un
buen deportista que el Colegio supo aprovechar. Al finalizar los estudios, le
hubiera gustado dedicarse al beisbol como profesional, pero su padre consideró
que era mejor ocuparse del negocio. Ese iba a ser su futuro de verdad.
Recordaba a su padre como un hombre listo, que
comprendía la necesidad de saber cuánto más, mejor. No se puede ser un
ignorante, le decía. No hay nada peor. Sabiendo y trabajando se llega lejos. Y
así fue en el caso de los dos, pero sobre todo en el suyo. Su padre no regresó
jamás al pueblo. Murió, relativamente joven, una noche mientras dormía. Nunca había vuelto a
ver a su mujer, la madre de José, con la que vivió apenas tres años.
El no
se había casado. Había tenido amores, claro está, pero casarse nunca. A veces
se sentía solo y pensaba en buscar esposa. Conocía a un buen número de
asturianas, muchas avianas, bastantes de
ellas le hubieran aceptado. Se dijo que siempre le había gustado mucho mi
abuela Caridad, que estaba a punto de nacer cuando él llegó a La Habana. Pero
se tenía por poca cosa para ella. Tenía que ganar más dinero, hacerse con una
buena fortuna, comprar uno de los mejores palacetes de El Vedado y después
hablar con mi bisabuelo, el irlandés, que siempre lo había querido como a un
hijo. Mientras don José andaba ocupado
en esos menesteres, de acá para allá, mi abuela, se casó con mi abuelo, otro
aviano que no tuvo tantos remilgos, y don José se quedó compuesto y sin novia, lo
cual es un decir, porque propiamente novios no habían sido nunca. Y así
continuó y así parecía que se iba a morir, hasta que llegó Estrellita, para
cambiar su destino.
Un día de aquellos de llovizna habanera, don
José se presentó en casa de mis tíos abuelos Consuelo y Agustín, con los que
mantenía buena amistad, para presentarles a un niño que se había traído del bohío.
—Le traje porque su madre acaba de fallecer
y se ha quedado solo. Vengo a pedirle el favor Consuelo de que le compre ropa
adecuada, voy a mandarlo al colegio.
—¿Al colegio?
—Si, a La Salle, al que yo fui.
Mi tía abuela le sacó al porche, para que la
conversación quedara entre ellos, sin que la escuchara el muchacho, al que mi
tío abuelo Agustín hacía señas agitando una banana.
— ¿Usted en qué
mundo me vive José?
— No comprendo.
— ¿Usted se cree
que en La Salle van a admitir a un chico de color?
— ¿Piensa usted qué
no?
— Naturalmente.
Mire, voy a comprarle ropa, pero no para el colegio. Le compraré todo lo
necesario, y haré por el lo que usted me diga, pero será mejor que si piensa
instruirle le ponga un maestro en casa. No pase por esa humillación, ni haga
pasar al niño tampoco.
— Se llama
Zacarías.
— Pues muy bien.
— ¿No va a
preguntarme por qué lo he recogido?
— ¡No! Usted sabrá.
Cuando se fueron, mi tío abuelo se había
disgustado porque el niño no había saltado a por la banana.
—Desagradecido.
—¿Desagradecido? Que no es un mono Agustín,
por Dios.
—¿De dónde lo habrá sacado?
—Del
coño de su madre.
Consuelo
era muy deslenguada, teniendo en cuenta que procedía de buena familia y había
recibido una educación esmeradísima en colegio de monjas católicas irlandesas. Mi
abuela Caridad, se hubiera puesto roja hasta la raíz del pelo si la hubiera
escuchado, más de indignación que de
vergüenza. Y a mi otra tía abuela, Teresa, le habría dado un patatús. Agustín,
al que decían el colorado, estaba acostumbrado y se quedó tan campante. Eso sí:
ya se enteraría el de donde carajo había sacado José Arango al monito.
En los días siguientes, en la Reguladora[2], en los corrillos de
astures y preferentemente en los de avianos se dijo de todo. Mi tío abuelo Agustín,
el colorado, se lo refería a su mujer mientras comían.
— Es hijo de José y
de una negra del bohío.
—¡Qué
notición! Lo mismo te la publica el diario de La Marina. Fíjate que yo pensaba
que la madre podía ser gringa. Gringa y rubia platino.
— Tu ríete, pero
hay quien dice que lo ha robado.
— Ese será el tonto
del bote de Luis García. ¿Para qué tendría que robar un niño y negro además,
que solo le va a traer problemas?
— También se dice
que…
— Mira: no quiero
escuchar más sandeces. De donde haya salido el chico no nos importa, ni a
nosotros ni a nadie. Punto.
— Yo creo que sí, que
es su hijo. Hay negras muy guapas…
Mi tía abuela lo
miró fijamente, y se levantó de la mesa para no comenzar una discusión. Decir
que hay negras guapas, si huelen a cabra. ¡Por Dios!
[1] Casa de salud del Centro
Asturiano de La Habana, inaugurada en 1897. Hoy es el hospital Salvador
Allende.
[2] Hotel restaurant, creado
por una sociedad de tabaqueros asturianos, con el fin de regular, de ahí el
nombre, los precios de las comidas y el alojamiento, creando un servicio
asequible y digno para los empleados de las fábricas de tabaco. En sus cocinas
estaba prohibido el aprovechamiento de las sobras, como ocurría en otros
establecimientos, con los consiguientes problemas de salud que la practica
conllevaba. Ubicado en la calle Amistad, comenzó a funcionar en 1888.
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