II
Consuelo, Caridad
y Teresa eran hijas de otro indiano, Antonio
Arias, que había regresado de La Habana con algún dinero y había puesto en Avia
el mejor café de la época: “El café
francés”, con veladores de mármol blanco, lámparas de globo, sillas Thonet
y alargados espejos de marco dorado en las paredes.
Era un moreno de ojos
verdes, alto, y guapo a rabiar. Traía
locas a todas las avianas casaderas,
incluso casadas, pero él se fijó en una rubia de origen irlandés Teresa Moran[1], con la que se casó contra
la voluntad del padre de ella, que veía al indiano como un libertino mujeriego
y derrochador, que no se iba a casar con la niña, y encima, tampoco es que
tuviera tanto dinero como para correr el riesgo.
Patrick y Erin Moran habían huido de su país cuando las furibundas persecuciones inglesas a los católicos, primero, y las hambrunas continuadas, mas tarde, obligaron a los irlandeses a emigrar en masa por el mundo, casi siempre, eso sí, a países de habla inglesa. Don Patricio siempre sostuvo que emigró a España por llevar la contraria, pero lo cierto es que viajó hasta donde le alcanzó el poco dinero que tenían. Salieron del puerto de Cobh, en un carguero que tenía otro rumbo en principio, pero que por una avería, tras una galerna, recaló en el puerto de San Esteban. Los Moran desembarcaron y se sorprendieron con un paisaje de verdor y niebla, campesino, marinero, y melancólico, donde sonaban las gaitas como en su Eyre querido; lo tomaron por una señal y decidieron quedarse. Unos meses después se establecieron en Avia.
Patrick y Erin Moran habían huido de su país cuando las furibundas persecuciones inglesas a los católicos, primero, y las hambrunas continuadas, mas tarde, obligaron a los irlandeses a emigrar en masa por el mundo, casi siempre, eso sí, a países de habla inglesa. Don Patricio siempre sostuvo que emigró a España por llevar la contraria, pero lo cierto es que viajó hasta donde le alcanzó el poco dinero que tenían. Salieron del puerto de Cobh, en un carguero que tenía otro rumbo en principio, pero que por una avería, tras una galerna, recaló en el puerto de San Esteban. Los Moran desembarcaron y se sorprendieron con un paisaje de verdor y niebla, campesino, marinero, y melancólico, donde sonaban las gaitas como en su Eyre querido; lo tomaron por una señal y decidieron quedarse. Unos meses después se establecieron en Avia.
Patrick Moran, era un black irish, un irlandés de cabello y tez más oscuros, descendiente
de aquellos españoles de la Armada Invencible, que naufragaron en las costas de
Irlanda, y allí se quedaron para siempre. Don Patricio, procedía de Grange en
el condado de Sligo, en el noroeste de la isla. Era descendiente de una rama
del clan Ui Fiachrach. Todo el clan había perdido sus privilegios y sus tierras a
manos de los ingleses, que se los habían expropiado para entregarlos a
escoceses presbiterianos fieles a la corona.
Su padre y sus antepasados más recientes
habían sobrevivido como pescadores, pero él era mucho más inquieto; su costa se
le quedaba pequeña. Siempre había soñado con poder hacer grandes viajes
surcando aquel mar hostil y sin embargo generoso, que les proporcionaba
sustento, pero les separaba del mundo. Pensaba en sus ancestros, aquellos que
habían llegado de España[2] en un galeón, el Santa
María de la Visión, con intención de invadir la Inglaterra reformista de Isabel
I, toda vez que el papa Pio V, promulgara una bula que permitía destronarla y
asesinarla. El mar y el clima echaron por tierra las aspiraciones de Felipe II
de contra reformar las islas, pero dejaron semilla española en una de ellas. Y
ahí estaba él, irlandés católico de rasgos hispanos, varios siglos después,
luchando de nuevo contra los ingleses como sus antepasados, e igual que ellos,
perdiendo de nuevo la batalla.
El y su reciente esposa, conocieron el
hambre y la persecución día tras día y mes tras mes. La presión protestante se
hacía cada vez más insoportable en el condado y con ella, el riesgo de perder
la vida. Alguna vez, a él y a otros patriotas gaélicos, se les había pasado por
la cabeza colgar al obispo presbiteriano por los pies, en el puerto, y abrirlo
en canal como una ballena, aunque estaban seguros de que no asomaría nada
bueno. Por ello, antes de convertirse en proscritos, decidieron huir del país
como la mayoría de compatriotas. Había llegado el momento de emprender el viaje
que tanto había soñado desde niño. Su esposa se fue llorando, pensando en poder
regresar algún día, pero el juró no volver a pisar su tierra mientras hubiera
ingleses sobre ella. El azar les devolvió a las costas de donde había salido su
antepasado español y Patrick se quedó convencido de que sus dioses gaélicos les
habían depositado en este lugar para que se quedaran.
Patrick
Moran siempre había tenido mucha imaginación y pocas ocasiones para poner en
práctica sus ideas. Esta vez iba a ser distinto. Se dedico a indagar acerca de
las carencias de la zona, comprobó las necesidades y vio clara la oportunidad. Esta
era una región próspera y dinámica, con mucho futuro, pero mal comunicada, casi
aislada del resto de España, lo que frenaba el comercio y las oportunidades de
negocio. Un transporte rápido y fiable con la capital de la región primero, y con
la meseta y la capital del reino, después, podía ser más que interesante. Era
un hombre vehemente, con buen físico, lo cual ayudaba, y mucha labia para
exponer sus ideas, que por otra parte estaban bien documentadas y muy bien
razonadas. Así pues, consiguió algunos créditos pequeños, fáciles de devolver
uno a uno, y levantó un negocio de transporte de viajeros y mercancías Avia
Oviedo, que funcionó muy bien, y una línea Asturias Madrid, un poco más
adelante, que tardaba ocho días en hacer
el trayecto, lo que era todo un récord. El negocio fue bien desde el principio
y pudo devolver el dinero con bastante prontitud, lo que le dio fama de hombre
cumplidor, serio y fiable. A partir de ahí, cada vez que necesitaba dinero
solamente tenía que pedirlo, sin explicar nada.
Diligencia de la época |
Cuando se vio libre de deudas, compró una
casa moderna en el centro de la villa para criar a sus hijas y rehusó
pertenecer al Casino cuando se lo propusieron.
—No tengo tiempo para perderlo en charlas
inútiles.
Se llevó un disgusto cuando su hija pequeña,
Teresa, comenzó relaciones con Antonio "el cafetero", como apodaba a
su futuro yerno con bastante desprecio. Trató por todos los medios de estorbar
la relación, aunque cuando se enteró era ya un poco tarde. Teresa se había
enamorado del cafetero y testaruda como buena irlandesa, estaba dispuesta a casarse con él por las
buenas o no tanto.
Pero don Patricio era más irlandés todavía, y
tenía la ventaja de que era quien mandaba en casa. Y como mandaba.
—No vuelves a ver a ese fucking cubano y punto.
—Patrick, no emplees ese lenguaje delante de las niñas, I beg you[3].
—Father
—intervino la hermana inmediatamente anterior a mi futura bisabuela—, Antonio
no es cubano, es de Avia. Estuvo unos años en La Habana, con su padre. No es lo
mismo.
—Es igual. Son todos unos libertinos. Ese bloody country corrompe a todo el mundo. O dejas al cafetero
por las buenas o no vuelves a salir de casa.
—Dejaré de comer —amenazó mi futura
bisabuela.
—Mejor. Así te mueres y se acabó el
problema.
—¡Oh,
my God! —se lamentaba mi futura tatarabuela— Patrick, no saquemos las cosas
de quicio. No sería mejor que hablases con el señor Arias y le preguntaras
cuáles son sus intenciones.
—¿Y qué crees que me va a decir? ¿Qué se va
a reír de la niña y de nosotros? Noooo, claro que no. Mentirá como un bellaco,
y en cuanto se canse de ella, se irá a por la siguiente.
—Pero…
—Se acabó la charla. No vuelves a salir de
casa, hasta que me jures sobre la Santa Biblia que has terminado tu relación
con ese individuo.
Las hermanas y la madre, trataron de
convencerla. En Avia había otros hombres, más jóvenes incluso, y tan guapos
como Antonio. Pero Teresa estaba muy enamorada y Antonio también de ella. Le
hacía llegar misivas por mediación de mi futura tía bisabuela Isabel, que
estaba completamente a favor del idilio. Gentes de la villa, con una cierta
amistad con don Patricio, poca, porque no era muy sociable, trataron de abogar
a favor de Antonio, pero don Patricio no dio nunca su brazo a torcer, y el
tiempo pasaba y Teresa se consumía encerrada en casa, sin poder ver a su amor
imposible. La madre, sufría lo indecible por su niña pequeña. Aquel cabello
rizado rojo intenso, que tanto llamara la atención en Avia cuando llegaron, estaba encaneciendo y su salud, que nunca fue
buena del todo, empeoraba con el sufrimiento de la casa, por la desdicha de
Teresa que ni comía, ni dormía, ni había vuelto a sonreír. Que solamente
lloraba a todas horas.
Así las cosas, una mañana, Teresa le dijo a
su padre, con un hilo de voz, que
juraría por la Biblia no volver a ver al señor Arias.
—¿Cómo ese cambio?
—He reflexionado. Creo que tiene razón.
Antonio, perdón, el señor Arias, no ha dado señales de vida, ni ha preguntado
por mi…creo que ya tiene otra novia, —casi sollozó Teresa.
—Te lo dije. Bien, veo que la sensatez ha
vuelto a esta casa. En principio, te permitiré ir a misa con tus hermanas.
—Father,
prefiero acudir a la misa de primera hora. No quisiera cruzarme con el señor
Arias…
—Yo la
acompañaré —se ofreció Isabel.
—De acuerdo. Puedes ir ya mañana, si lo
deseas.
Dicho y hecho. A la mañana siguiente Isabel
y Teresa salieron con el amanecer rumbo a la iglesia que estaba a veinte metros
de la casa. Don Patricio las vio, desde el balcón de su despacho, cruzar la
plaza apresuradas y entrar en el templo. No había un alma aun por la calle. Qué
bien cuando todo vuelve a la normalidad, cuando la oveja descarriada regresa
ilesa al redil, sin que el lobo haya podido hincarle el diente.
Nada más entrar en la iglesia, Teresa se
dirigió al confesionario. Algunas beatas, muy pocas, acudían a misa a esas
horas. La boticaria, aun soltera con su dama de compañía; la marquesa viuda,
con su hija mayor, incasable, y su doncella con el frasco de sales por si se
privaba con los ayunos, y media docena más sin relevancia.
Ya estaba la misa a la mitad cuando Teresita
regresaba de confesar. Risueña y sofocada.
—Disimula un poco —aconsejaba Isabel— y
termina antes. La gente va a sospechar.
Todos los días iban a misa y todos los días
confesaba Teresa, que cada vez estaba más feliz.
—¿No os habéis tropezado nunca con don
Antonio? —preguntaba la madre, mientras desayunaban solas todas las mujeres de
la casa, sin don Patricio que ya estaba atendiendo sus diligencias hacia
Madrid.
—No, nunca —mentían a dúo las hermanas.
—Mejor ¿no?
—Desde luego.
Pero hay cosas que son imposibles de
ocultar, y el cuerpo de Teresita comenzó a cambiar demasiado para que doña Erin
no se diera cuenta de que algo estaba ocurriendo o mejor dicho, ya había
ocurrido.
—¡Oh
my God!
No obstante, el problema no era el embarazo
en sí, porque seguro que Antonio iba a cumplir como un caballero, el problema
era don Patricio Moran.
—¿Cómo pudo haber ocurrido esto?
— Patrick, que
cosas preguntas…
— No hablo contigo,
Erín, le pregunto a ella —tronó el irlandés. dirigiéndose a Isabel—. Se supone
que tú la cuidarías. ¡Contesta! ¿Cómo ocurrió esto?
— No tengo ni idea.
Delante de mí no ocurría nada anormal. Nunca vimos a Antonio.
— ¿Que nunca
visteis a ese? ¿Tú te crees que yo soy
un fucking silly?[4]
— La culpa es suya fath…
Don Patricio
sentó a Isabel en el suelo de un bofetón. Teresa se orinó encima, el resto de
hermanas, cinco más, enmudecieron y doña Erin se privó, en el mismo momento en
el que llamaron a la puerta.
—Señor, es don Antonio Arias. Quiere hablar
con usted.
—Serán sus últimas palabras —sentenció mi
tatarabuelo, mientras iba a por su arma de fuego. Un fusil Henry calibre 44,
con el que pensaba matar a mi bisabuelo.
Evidentemente no lo hizo, y mis bisabuelos
se casaron a la semana siguiente, en la misma misa de alba que había sido la
culpable de todo. Don Patricio no acudió a la ceremonia, ni quiso ver a la
novia nunca más. Para dar su consentimiento había puesto como condición que la
pareja se marchara de Avia, cuanto más lejos mejor. Antonio Arias decidió,
sobre la marcha, volver a La Habana. Allí continuaba su padre, ya enfermo, y
uno de sus hermanos. Trabajo no le iba a faltar. Vendió el café al ferretero de
al lado, que quería ampliar el negocio instalando una mueblería, y regresó a La
Habana, sin saber cuándo iba a retornar a Avia, si es que lo hacía. Sufría por
Teresa, tan joven y alejada de su familia, por la testarudez del irlandés, que
aquel día no lo había matado, porque doña Erin, precavida, había hecho
desaparecer el fusil. La pareja partió dos días después de la boda desde Gijón
en una goleta de bandera inglesa. Don Patricio prohibió a su familia despedir a
la novia. Erín Moran no volvió a ver a su hija pequeña nunca más, ni pudo conocer
a sus nietas. Falleció dos años después de la boda. Tras meses de postración, una
tarde de otoño con niebla y llovizna, la dulce Erin con su pelo rojo y sus ojos
azul transparente, se fue con la bruma, en busca de otro cielo más claro al
otro lado del mar, al abrigo del cual, su Teresa esperaba ya su segunda hija y
la echaba de menos.
[1] Moran:
familia noble originaria de Offaly, Mayo
y Sligo, en el Noroeste de Irlanda. En gaélico se escribe O´Morain, u O´Moran.
Mor significa grande y an es el artículo el, the, en ingles. Sus ramas pasaron
a Belgica, España, Francia e Inglaterra, radicándose en Brabant, Normandía,
Bretaña, Asturias, León, Vizcaya y Kirkcudbright. Es el apellido irlandés más
arraigado en el continente americano.
"Parte de mi familia pertenece al clan celta de los Canechos de
Forcinas de Arriba, concejo de Pravia. Tenemos como apellido Morán (en gaélico,
Ó Móráin). Copio"The
name means a descendant of Mórán. “Mor” in Gaelic translates as big or great
and “an” as the prefix the. Morans were a respected sept of the Uí Fiachrach
dynasty in the western counties of Mayo and Sligo. In Ireland, where the name
descended from the Gaelic, it is generally pronounced /ˈmɒrən/ MORR-ən[1]
anglicised approximate of the Irish pronunciation".
Información de mi primo Koldo San Sebastián.
[2] Morán: Apellido de origen asturiano. Procede del concejo de Gijón,
descendiente, según la leyenda, de un caballero que en la Batalla de Covadonga
apresó a la hija de un rey moro, con la que tuvo algunos hijos que, por ser su
madre mora, se llamaron "Moranes". Otra familia de este apellido está
formada por el caballero irlandés Don Patricio M. Mulay, capitán comandante del
Regimiento del Conde Mahoni, teniente del rey.
[3] Te lo ruego
[4] Jodido imbécil.
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