No voy a hacer la biografía de José Manuel, ya todos la conocemos y si no, está en Google con toda su obra, ni menos aun la hagiografía, porque vendría a reprenderme: "Oye, que no soy un santo".Voy a hablar del amigo del alma, de la persona que ha estado en mi vida desde que era niña.
Muy amigo de mi familia, en especial de mi padre, con el que tenía grandes afinidades, pese a que mi padre nunca fue creyente, y con el que, según José Manuel mismo me contó, aprendió grandes cosas de la vida; sobre todo, aprendió que la vida, precisamente, no es aquello que te cuentan, sobre todo en aquellos años, es algo que tienes que descubrir por ti mismo, con la mente muy abierta. Hay un punto de partida y multitud de caminos, y es bueno explorar antes de decidir por cual o por cuales, quieres caminar.
Comenzaron la amistad, con mal pie: discutiendo
porque don José Manuel, recién salido del seminario, quería aplicar las normas
de la iglesia al dedillo, y mi padre le hizo ver un día, en un entierro, a los
que acudía sin pisar la iglesia, que no se puede tratar a la gente como si
fueran borregos. La cosa comenzó porque Feito, con veintitrés años, salió de la iglesia, un día de funeral, a llamar la atención a los que se quedaban
fuera.
“No se puede estar aquí hablando como cotorras,
hay que entrar y escuchar la santa misa, parecéis una horda comunista”.
Mi padre se adelantó y le replicó:
“Dice el Evangelio que la gente seguía a Jesús,
hablando y cantando, formando una masa
compacta, que es lo que hay aquí ahora”.
“Vosotros no sois una masa compacta, sois una masa
con patas”.
Después de esto, se vieron un día por la calle, y
don José Manuel, le dijo: “Tenemos que hablar de la masa”. Mientras tomaban un
café de reconciliación, mi padre sugirió:
“Usted está muy verde todavía. Le voy a presentar a unos amigos, que le van a
gustar, porque no me cabe duda que usted es un hombre inteligente; solo le
falta mundo”.
Y así fue. Una noche lo llevo a casa de José Pire
en Somao, donde se reunían un grupo de amigos, ateos, agnósticos, algún
creyente también, algún masón, ningún comunista, todos desafectos al régimen…y
a Feito le encantó. Era la última década del franquismo.
Había entre ellos un científico, Blas Aznar, médico
forense, que acababa de llegar de Houston donde había participado en un
seminario sobre el asesinato de Kennedy. Contaba que se había enfrentado al
representante del FBI en la conferencia, porque según Aznar “con esa manera de
argumentar los hechos están logrando que no se sepa nunca quien asesinó al
presidente”, y dice que más tarde en petit comité el susodicho le espetó: “Eso
es exactamente lo que queremos”. Feito me confesaba, años después, que enmudecía
escuchando aquellas cosas. “Luego venía para casa y no dormía en toda la noche”.
“Con tu padre y con Pepe Pire y con todos los
demás, descubrí realmente la vida, el pensamiento, la pluralidad. Yo había salido de Somiedo, de niño, y había visto el mundo a través de los ojos del seminario y ellos me enseñaron la
realidad. Que efectivamente hay otra manera de hacer religión, y que todas las
ideas tienen cosas buenas, y que el libre pensamiento es la mejor práctica para
crecer como persona. Luego uno cree en lo que cree, pero respetando el punto de
vista y las creencias de los otros”.
Tengo que decir que esas reuniones le pasaron
factura, porque llegó a oídos del obispado, que el coadjutor del Colegio de Los
Cabos, se reunía con gentes de mal vivir, ateos, masones, comunistas, y demás
morralla, y en casa del líder del grupo, Pire, que para mayor inri, convivía
con una mujer con la que no estaba casado. “Ese impresentable tiene una
concubina”.
Yendo un día con mi padre y mi madre por la villa, se acercó a nosotros la
superiora del Colegio y reprendió a mi padre, eso sí, con suavidad. Estaba en
su papel de monja, pero era buena gente. Eso al menos, fue lo que dijo mi
padre.
“Usted don José, no debería de haber llevado al
padre a casa de ese hombre que vive con su concubina, por Dios”.
Antes de que mi padre abriera la boca, me adelanté
yo: “No se llama concubina, se llama Carolina”.
“Bueno, pues ya está todo dicho”, ratificó mi
padre.
Naturalmente tuvo que dejar de asistir a las
reuniones en Somao. Pero no perdió el contacto con ninguno. Se reunían en mi
casa, en casa de mi abuela, donde acudía casi todas las noches porque estaba
enferma en aquel tiempo y había coartada, o en casa de mi tía Elvira, donde se
aficionó a la ópera y a la zarzuela, y continuó la amistad con todos, una vez
instalado en Miranda, después de que las monjas del colegio le echaran del
pueblo. Muchos años después, llamó a casa para contarle a mi padre, que había estado en Miranda sor Covadonga, y
le había pedido perdón. Más vale tarde.
Debo aclarar que el arzobispo de Oviedo en aquel
tiempo, era monseñor Tarancón, que lógicamente lo llamó a capítulo y le dijo: “Tienes
que aprender a nadar y guardar la ropa, querido José Manuel”. Luego lo invitó a
comer y quedaron en que un día le presentara a todo el grupo o por lo menos, a
alguno de ellos. Cosa que no se si sucedió. Supongo que no, porque de aquella
los acontecimientos se precipitaron, y Monseñor Tarancón se fue a Toledo. A
quien si les presentó, por lo menos a mi padre, fue a Monseñor Díaz Merchán, y
a mí madre y a mí nos presentó al siguiente, Monseñor Osoro, un hombre muy
interesante, por cierto. Debió de quedar como una costumbre…
Ahora, que imagino se habrá encontrado con ellos, con
el grupo de Somao, o si no ya se irá encontrando, será él quien les dé
lecciones de tantas cosas. Verán lo bien aprovechado que salió el nuevo, el
pater que los superó a todos, que absorbió como una esponja, todo lo que le
mostraron y terminó por darles sopas con honda. Estarán encantados y super
orgullosos.
Supongo que ya serás capaz de ganarle a mi padre
al ajedrez, cosa que nunca habías logrado, según me contaste… A mí, que tanto
te voy a echar de menos, me gustaría asomarme por la rendija de la puerta como
hacía en mi casa, para escucharos hablar un rato, cuando estéis todos juntos.
Hasta la vista, querido José Manuel. Ese día, ya
podré ir también a las reuniones.
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