Romance de la media luna

 








La dueña doña Ramirez estaba seriamente preocupada. Con todo el trabajo que había costado encontrar princesa que fuera del gusto de su señor, el hermano del rey de Castilla, y con todos los dineros, y los pactos, y las promesas de futuras alianzas, que había costado convencer al padre de la susodicha para que accediera a enviarla a la Corte, ocurría ahora que la niña había entrado en un proceso de melancolía o lo que fuera, y se había negado a comer, y no podía o no quería dormir, llorando noches enteras, con todo lo cual se le había ido poniendo muy, pero muy mala cara. Había adelgazado tanto, que su piel ya de por si traslúcida, permitía contar con claridad todos los huesos y sus ojos azules estaban siempre echando agua, que parecían dos fuentes de un salinero, decía una doncella andaluza, sin que doña Ramirez supiera muy bien a que se refería.

-Se nos deshidrata y va a parecer un cadáver, cuando llegue su futuro esposo. Además se le ha puesto una mueca extraña, como de dolor, o yo no se de que...

-Tiene cara de estreñía- decía la andaluza.

 -Claro, si no come ¿cómo va a cagar? No sé qué vamos a hacer con ella.

Debería haberla acompañado alguien de su familia, o por lo menos,

alguien de su servicio. No tenía que haber venido sola.

Ocurría, que su señor, el hermano del rey de Castilla, no toleraba a los criados de la princesa, todos venidos del aquel país tan del norte, de donde era oriunda la madre de la niña.

-No saben ni hablar castellano. Parece que hagan gárgaras cuando hablan. No los tolero, que venga sola. Aquí tenemos suficiente servicio. Iremos a buscarla y vendrá sola con nosotros.

El hermano del rey, mi señor don Hernando, que toleraba muy pocas cosas, eligió con esmero la novia para su hijo. Quería una princesa rubia, con la piel clara y los ojos azules,  proviniente de una estirpe con esas mismas condiciones; es decir, que fuera rubia blanquísima porque no pudiera ser de otro color. El padre descendía del mismo tronco que Ricardo Corazón de León, y la madre de una estirpe nórdica de reinas traslúcidas, que, al casarse con castellanos, o navarros, o napolitanos, iban muriendo al dar a luz, una tras otra.

Pero era lo mismo, mi señor don Hernando prefería una nuera muerta, antes que mezclada. Me explico: mi señor el infante, no estaba de acuerdo con las mezclas de razas. Se le ponían las barbas de punta, cuando miraba a uno cualquiera de los Abderramanes de Córdoba, con  sus cabellos negros, negrísimos, y sus ojos azules y su estatura más alta de lo normal, producto de la mezcla de los califas con nobles vasconas altas y rubias.

-Eso es una aberración. Nadie debe salirse de su raza. Antes prefiero muertos a mis hijos que mezclados. Muertos ¿me oyes? Los prefiero muertos.

Por otra parte, la princesa debería ser casta, pura, recatada, bien educada y casi niña, para que todo lo anterior fuera posible.

La niña princesa que les llegó, cumplía todos los requisitos, pero no contaron con que pudiera invadirle la melancolía, al verse sola en un lugar tan lejano, entre desconocidos con otras costumbres y otro idioma que apenas dominaba. Era muy difícil comunicarse con ella. Doña Ramirez había dado orden de que una de sus doncellas, niña también, durmiese con ella por si lo que tenía era miedo en aquellas noches castellanas tan largas.

Así transcurrieron semanas, y una buena noche, la princesa llorona se quedó dormida. Estaba extenuada, tras tanta llantina de desconsuelo. Durmió muchas horas y cuando se despertó, pidió a su doncella algo para comer. Lo pidió por señas, porque aun no sabía pedir comida en el idioma de Castilla. Desde que llegó no lo había necesitado.

 -Aleluya, aleluya- decía la dueña- Dios me ha escuchado, porque el

infante don Juan está a punto de llegar y esta muchacha no está presentable.

La princesa comió ese día y los sucesivos. Poco, porque parecía no gustarle la comida, pero lo suficiente para ir mejorando aunque más despacio de lo que doña Ramirez hubiera querido.

Una tarde, tras dar un paseo por los alrededores del Alcázar con sus

doncellas, la princesa deseó irse a su alcoba y quedarse a solas, para poder escribir a su madre. La dueña accedió de mala gana, no fuera que la misiva nos trajera de nuevo la morriña, pero no le quedó más remedio que obedecer.

Cuando la niña del norte, terminó el relato que hacía a su madre, un tanto edulcorado para que no se preocupara, se abrió de improviso, un ventanal de la alcoba y un joven moreno, con barba de varios días, y una extraña vestimenta, más colorida de lo normal en el Alcázar, apareció en el alféizar.

La princesa se puso de pie con sobresalto, pero de inmediato pensó que sería su prometido el infante don Guan, al que nunca había visto. Ella no sabía pronunciar la jota.

-Don Guan, ¿c´est vous?- preguntó mientras hacía una reverencia.

 ¿Por que entráis por la ventana?

Don Guan no dijo ni mu. Se la quedó mirando perplejo, para luego acercarse despacio, hasta quedar muy cerca. Entonces le tocó la rubia trenza, le miró con curiosidad el rostro pálido de grandes ojos azules y la examinó de arriba abajo con detenimiento. Tras un rato, que a la princesa se le hizo eterno, retrocedió y cerró la puerta por dentro. Cuando estuvo de nuevo a su altura, la tomó de la mano y la acercó al lecho.

La princesa, temblaba ligeramente. Lo que le había contado su madre

de como sería su encuentro con el príncipe no estaba coincidiendo en nada. Pero como sabía hasta la saciedad que debería obedecer a su futuro esposo en todo, se dejaba hacer, con mucha sorpresa y bastante temor.

Don Guan, le fue quitando la ropa, con dificultad. Tal vez, nunca hubiera desnudado a ninguna mujer antes. Antes de hacer lo mismo, o sea, quitarse la ropa, le acarició los pechos, bastante pequeños para su gusto, porque hizo como un gesto de contrariedad, al sobrarle mano por todos lados. Tal vez el tenga la mano demasiado grande, pensó con lógica la princesa, que no perdía detalle.

Don Guan continuó el manoseo, y fue cuando, al comenzar el besuqueo por el cuello, mordisco incluido, la princesa pensó que estaría más cómoda acostada y en un impulso, le quitó la ropa con bastante destreza, como si lo hubiera hecho antes a menudo, le cogió de la mano y se metieron ambos en la cama.

Estaban medio dormidos, cuando escucharon a la doncella llamar a la puerta y ¡oh cielos! Doña Ramirez también estaba al otro lado. El joven puso un dedo sobre sus labios y le hizo una serie de recomendaciones de las que la princesa no entendió ni media palabra. Es más, le pareció que hablaba diferente a como lo hacían el resto de gentes del Alcázar. Será que como es el infante, tendrá un lenguaje más depurado, pensó con su lógica aplastante. El supuesto infante de Castilla, se tiró de la cama, recogió sus ropas y medio desnudo, se fue por donde había venido, es decir, por la ventana.

-Habrá querido conocerme sin que nadie lo sepa, solo nosotros...

Que romántico, pensaba. Nada coincidía, en nada, con lo que su madre le había dicho. Mejor para ella. Algo bueno tenía que tener Castilla.

La princesa, comprendió que no debería decir nada de nada de lo ocurrido. Ni las doncellas deberían ver la cama revuelta con las mantas por el suelo. Parecía que se hubieran peleado, hasta sangre había en las sábanas.

Arregló todo en un pispás, y se dirigió a abrir la puerta poniendo mala cara.

-Je, enfegma. Sentag pas mal...-mientras hablaba como podía, hacía señas como si la comida le hubiera sentado mal.

-Claro llevaba días sin comer...Le traeré algo caliente y ligero. Un caldito. Pero que revoltijo de cama, por Dios, parece que se hubiera peleado con alguien. Y huele raro, abrid la ventana.

La princesa asintió metida en la cama. Lo cierto es que se le había abierto el apetito y esa noche pasó hambre, y durmió mal.

Al día siguiente, se las arregló para volver a estar a solas en su cuarto, por si volvía don Guan. Que si volvió, esa tarde y todas las tardes durante dos semanas. Tenía la piel oscura, unos ojos negros como un pozo, y en medio de la espalda, un poquito hacia la izquierda tenía una mancha en forma de media luna, que la tenía fascinada.

Ella le llamaba Guan y el se reía y le decía Ahmed, Ahmed. Y ella, claro, no entendía. No tenía facilidad para los idiomas.

Una mañana, doña Ramirez entró radiante en la alcoba.

-Alteza, hoy llega, por fin, el infante don Juan. El viaje pudo continuar tras haber estado un tiempo repeliendo moros en la sierra. El señor de Atienza les echó una mano, y vienen sanos y salvos. Por fin os vais a conocer.

 De todo lo que le dijo la dueña, solo entendió don Juan y que llegaba cabalgando por los aspavientos de doña Ramirez. Sonrió con picardía. Nadie sabía que ya se conocían.





Continuará...

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