Capítulo
VIII
Comprobó
que el panadero pasaba cada día de lunes a viernes sobre las diez de la mañana.
O sea que tenía, el resto del viernes, sábado y domingo para sonsacar a Petra y
si se ponía difícil otro día más. El
lunes el recogía el pan y listo. Diría que la sirvienta estaba enferma. Había
pensado atarla y si fuera necesario, golpearla hasta que le diera la llave del
desván.
Cualquier persona en sus cabales se
preocuparía por el cariz que estaba tomando la obsesión. Pero a Félix,
acostumbrado desde niño a vivir situaciones singulares, le parecía normal.
Tenía
que hacerse con la llave a cualquier precio. El camino, el hombre, la mula, los
fardos y la manta eran demasiadas coincidencias. Todo lo había visto en el
sueño que llevaba años repitiéndose. Tenía que saber más, cayera quien cayese.
Esa noche el viejo estuvo muy inquieto,
Félix temía que le repitiera el infarto. Se quedó a velar en la habitación.
Petra se presentó con la pizarra. “Vaya a acostarse. Yo velaré. Es mejor que
usted esté descansado por si hay que llamar al médico y acompañarle al
hospital”.
Le
hizo caso, porque tenía razón.
Durmió mal. Volvió a ver a la mujer rubia
que llamaba a Gerardo. Había estado pensando en ella y no, no la conocía de
antes. No la había visto nunca. Estaba seguro.
Gerardo, tampoco era el nombre del viejo. Se
llamaba Higinio.
Se
levantó y decidió ir a la habitación del enfermo para ver cómo iban las cosas.
Se asomó a la puerta y vio a Petra
empujando la cama para colocarla de nuevo en su sitio.
__¿Que hace,
por qué lo ha movido?
Evidentemente no obtuvo respuesta.
Sobre la cama descansaba una especie de
grueso libro de contabilidad. La mujer
se apresuró a cogerlo y lo rodeó con los brazos sobre el pecho,
protectora, mirando a Félix desafiante.
__Me he desvelado, váyase a dormir, queda
poco para el amanecer. Descanse un rato, yo velaré.
Notó que estaba reacia a marcharse. Insistió.
__Petra, vaya a acostarse y duerma un poco.
Me quedaré aquí con él. Váyase tranquila, mujer…
El enfermo estaba despierto y observaba a
Petra implorante. Ella, nerviosa con el libro en brazos, no le prestó atención.
Transcurrido un buen rato desde que ella se
fuera, Félix salió al pasillo y comprobó
que la puerta de su habitación estaba
cerrada y la luz apagada. Regresó donde
el viejo, se arrodilló y miró bajo la cama.
Las facciones del viejo se crisparon. Fijó la
vista en el techo, implorando que se les viniese encima.
No se veía bien. Cogió la lámpara de la
mesilla y se alumbró con ella colocándola horizontal como una linterna. No observó nada anormal. Se pegó al suelo y
extendió el brazo. Entonces si, al pasar
la mano, notó la ranura entre las tablas, siguió avanzando y acarició un
asidero. Se retiró hacia atrás rápidamente y se incorporó. El enfermo contemplaba todos sus movimientos con los
ojos muy abiertos fijos en él.
Decidió no esperar más. Cerró la puerta.
Movió la cama, dejando al descubierto la trampilla. Estaba muy bien disimulada,
puso el asa vertical y tiró de ella con cuidado no fuera a romperse. La
puertecilla se abrió. Había una caja metálica del tamaño del agujero. Con el
corazón a toda velocidad la sacó y la depositó en el suelo. La abrió y comprobó
que estaba vacía.
__El libro__ pensó en voz alta.
Volvió la caja a su sitio, cerró el zulo y
puso la cama en su posición normal. Cuando lo hizo, reparó en algo: una argolla
de pared justo detrás del cabecero. En ese momento no le prestó demasiada
atención. Tampoco miró al viejo. Este tenía los ojos cerrados y estaba rígido como
si llevara muerto varias horas.
No sabía qué hacer. Se había puesto
nervioso.
__Esa puta. Se lo ha llevado. Tengo que
hacerme con él. En ese libro hay algo que me concierne, cada día estoy más
seguro.
Reparó entonces en el aspecto del enfermo. Este
se sobresaltó cuando lo tocó en el brazo.
__No estás muerto. No puedes morirte hasta
que yo lo diga.
Se sentó en el sillón. No volvió a preguntarse si acaso se estaba volviendo loco
por la obsesión de su relación con aquel lugar. Muy al contrario. En este
momento, vivía convencido de que el destino le había guiado hasta allí por
algo. Y cada día estaba más cerca de descubrirlo. La paranoia crecía como todo
lo que se alimenta sólo y Félix la dejaba engordar a sus anchas. Es más, se
diría que la disfrutaba.
Cuando sintió levantarse a Petra, comenzó su
rutina de atención al enfermo, para que estuviera finalizada cuando ella
viniera con el desayuno. La sirvienta se asomó a la puerta para ver si todo iba
bien. Comprobada la normalidad, se fue para iniciar su tarea diaria.
Cada día lo mismo.
El hombre observaba a Félix, mientras iba y
venía preparándolo todo. Si éste hubiera prestado atención a su expresión, se
habría dado cuenta de que su mirada no era de temor como otras veces; era de
odio. Un odio infinito.
Dejó que Petra le diera el desayuno al
viejo, mientras él iba al baño a asearse. Abrió la ventana.
Olía a pino quemado.
Pasó la mañana espiándola. Ella seguía con
sus tareas habituales. No hizo nada diferente a otros días.
__Tengo que saber qué pasó con el dichoso
libro. Miraré en su dormitorio.
No tuvo necesidad.
Llevaba todo el día sintiéndose mal. Cuando
era niño, una noche, ardió el bosque de pinos centenarios que bordeaba la
pequeña ciudad. Soplaba un fuerte viento de poniente. El humo lo invadió todo;
hubo que desalojar a la gente que vivía más próxima al fuego, él y su familia
entre ellos.
Pasó mucho miedo.
Los animales que no dio tiempo a evacuar,
murieron abrasados en sus cuadras. En días sucesivos un penetrante olor a
madera y carne carbonizados persistió en el ambiente, mientras comprobaba con
horror y tristeza como el fuego había convertido el monte en cenizas y los troncos de los
árboles en figuras fantasmales, que vagaban entre el humo, escapadas del
infierno, a medio consumir. Comenzó a darle miedo aquel lugar en el que jugaba
de niño con los perros, persiguiendo alimañas.
Desde ese día, cada vez que el
olor a pino quemado hacía acto de presencia, era presa de un extraño
desasosiego, que terminaba por ponerle enfermo.
Cuando estaba en la habitación con Higinio,
dándole la medicación de la tarde, sintió náuseas. Se dirigió al baño con toda
la rapidez que le permitía su cada vez más persistente mareo. Una vez allí se
apoyó en el alfeizar de la ventana
abierta, buscando un poco de alivio en el fresco vespertino. Con la vista aún
borrosa, pudo ver a Petra atravesar el
corral con algo en las manos, que depositó en el suelo al lado de una de la
columnas que sostenían el depósito del agua, donde reposaba tras de su viaje
desde el aljibe, antes de abastecer la vivienda.
Félix observó el tanque. Arriba, la mujer ya
tenía adosada a la pared otra escalera
portátil de pequeño tamaño.
Antes de coger el bulto que esperaba en el
suelo miró hacia la casa. El se retiró rápidamente de la ventana. Trepó con el
objeto, ¿parecía una caja?, hasta la altura
del depósito por la herrumbrosa escala adosada a una de las columnas, en
la que faltaban algunos peldaños. Cuando llegó a la plataforma, se encaramó por
la otra escalera, levantó con trabajo la
tapa y tiró dentro lo que, en efecto, era una caja. Tal vez la caja estanca que
había visto días atrás.
__ No jodas... ¿A que es el libro? ¿Pero,
por que en el depósito, por qué no quemarlo?__ Se alejó de la ventana antes de
que pudiera descubrirlo.__ No quiere destruirlo, únicamente pretende que yo no
lo encuentre.
Se echo agua a la cara. Las náuseas habían
desaparecido, pero el mareo continuaba. Se sentó en el borde de la bañera hasta
sentirse mejor y volvió a la habitación del viejo. Olvidó por completo la
medicación.
Apoyado en el piecero de la cama, de
espaldas al enfermo, hizo un repaso de la situación:
Recoger el libro sería más difícil: el
depósito tendría más o menos dos metros de altura, calculó Félix comparándolo con la estatura de
Petra y un diámetro de casi otros dos. Ignoraba
si la caja se habría sumergido o, por el contrario, estaría flotando.
Subiría y miraría dentro. Si no se veía,
vaciaría el tanque.
Tenía que retirar la tapa y necesitaría otra
escalera para meterse dentro y lo más importante, para salir después. Además
suponía que el tanque tendría en el fondo varios centímetros de limo. La
maniobra era peligrosa. En la plataforma había poco espacio, si la escalera se
movía por cualquier circunstancia, la caída podía ser mortal.
Bien,
prepararía un plan. El único inconveniente era Petra.
Nunca se ausentaba, por eso iba a ser una
tarea difícil. Necesitaba tiempo para llevar a cabo el rescate y ella no debía
sorprenderlo. Eso podría significar un peligro añadido al que ya tenía de por
si la ascensión a la plataforma, cuya altura se aproximaba a la de la casa.
Era
imprescindible tener a la muda fuera de combate. Dedicó el resto de la tarde a
idear el modo de librarse de ella.
Mientras Félix paseaba por la habitación
gesticulando y hablando a media voz, el viejo le miraba cada vez más temeroso.
La impotencia y el miedo asomaban claramente en su afilado y pálido rostro.
Apenas tenía vida.
Para Félix ya no existía en esos momentos.
Continuará…
2 comentarios:
Imaginación a tope, María José. Suspense, qué pasará con el viejo, con Petra, y ese libro misterioso.
Me gusta.
Gracias Luisa, me agrada mucho que lo consideres interesante. Es una historia que escribí hace ocho años y se nota un poco...aunque en su momento tuvo mucho éxito también. Ahora "mi especialidad" es la novela histórica, siempre aderezada con suspense, eso si.
Se que tienes muchos éxitos y me alegra y ya sabes que también admiro tu manera de escribir.
Muchos besinos.
Publicar un comentario